CLEMENTE I, SAN (Clemente Romano)


Padre apostólico (v.) y sucesor de Pedro en la sede de Roma. La liturgia romana ha incluido su nombre en el canon de la Misa y celebra su fiesta el 23 de noviembre.
     
      Vida. Pocas son las noticias que tenemos de su vida. Orígenes (v.) identifica a C. con el Clemente nombrado por S. Pablo en la carta a los Filipenses 4,3 (In Joannem, 6,36: PG, 14,293); aunque la cronolgía de la carta no supondría contradicción alguna, tal identificación no puede ser demostrada con certeza. Las Pseudo Clementinas dicen que C. es de la familia de los Flavios, mientras algunos modernos lo identifican con el cónsul Tito Flavio Clemente que, dada su condición de cristiano, fue ejecutado con Flavia Domitilla. Se puede objetar diciendo que no están a favor de dicha sentencia ni el silencio que se observa a este respecto en los escritores primitivos, ni el examen interno de su Carta a los Corintios que más bien parece ser hechura de una mano judeo-helenista. Se diría que el mismo Orígenes está de acuerdo con dicha sentencia al referir la creencia de algunos que ven en la carta a los Hebreos el pensamiento de S. Pablo expuesto por C. (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 6,25: «Sources Chrétiennes» 41, 1955, 128). Eusebio deja constancia de la opinión de los que creían que la carta a los Hebreos había sido traducida al griego por C. (Historia Ecclesiastica, 3,38: «Sources Chrétiennes» 31, 1952, 153).
     
      Orígenes afirma que C. fue discípulo de los Apóstoles (De Principüs, 2,3,6: PG, 11,194C); S. Ireneo (v.) dice que fue el cuarto obispo de Roma (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 5,6: «Sources Chrétiennes» 41, 1955, 32) y Eusebio, valiéndose del testimonio de S. Ireneo (Adversus Haereses, 3,3), establece la cronología de los primeros papas: Lino a. 68-80, Anacleto 80-92, Clemente 92-101. No son unánimes las fuentes en lo que respecta al orden de sucesión de los primeros obispos de Roma; Tertuliano (v.) asegura que C. fue consagrado por el mismo S. Pedro y que, por consiguiente, éste fue su sucesor inmediato (De praescriptione haereticorum, 32: PL, 2,45) si bien explica S. Epifanio de Salamina (v.) que C. renunció al pontificado en favor de Lino y volvió a él después de la muerte de Anacleto todo ello con la única finalidad de no perturbar la paz (Panarian, 27,6: PG, 41,373).
     
      Nada dicen Eusebio ni S. jerónimo (v.) sobre el género de muerte de C.; por tanto, su martirio es históricamente improbable. El Martyrium S. Clementis, escrito entre los S. IV y vi, ofrece un carácter legendario narrando prodigios que se sucedieron después de la muerte. Según la tradición, las reliquias de C. fueron llevadas a Roma por S. Cirilo, apóstol de los Eslavos, y depositadas en una basílica construida en el monte Celio, imperando Constantino (v.).
     
      Obras. El único escrito de C. cuya autenticidad es universalmente reconocida, es la Carta a los Corintios (PG, 1,201-328; X. Funk, Patres Apostolici, Tubinga 1901, 98-185). La fecha de su composición, a juzgar por el testimonio expreso de Hegesipo (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 3,16; 4,22: PG, 20,249 y 377) y del testimonio interno de la carta, hay que fijarla al final del imperio de Domiciano (18 sept. 96) o a principios del de Nerva (96-98). El historiador Eusebio escribe: «que la carta de Clemente es reconocida como auténtica. La escribió, en nombre de la Iglesia de Roma, a la de Corinto con ocasión de una discusión originada en Corinto» (Historia Ecclesiastica, 3,16: PG, 20,249; cfr. Ireneo, Adversus Haereses, 3,3). No se puede probar que la Iglesia de Corinto hubiese solicitado ayuda de la de Roma para que ésta acabase con la disensión, sobre todo, si se piensa que Corinto tiene más relación con las antiguas Iglesias de Oriente que con Roma. Quizá sea más probable que cristianos romanos, residentes en Corinto, informaran a Roma de las discordias de aquella Iglesia y Roma juzgase como obligación el intervenir en la materia.
     
      La Carta consta de un prólogo (c. 1-3); de dos partes, bien marcadas, una teórica (c. 4-38) y otra más bien práctica (c. 39-58); de una Gran Oración (c. 59-61) y, finalmente, de un resumen (c. 62-65) en el que, a modo de epílogo, recapitula todos los argumentos y exhorta a la concordia.
     
      En el prólogo, C. describe el estado floreciente de la Iglesia de Corinto y el trastorno en el que se ve inmersa por dichas discusiones. Expone, en la primera parte, cuál debe ser la conducta del cristiano trayendo a colación los vicios, tales como la discordia y la envidia, que más desdicen del nombre de cristiano y las virtudes que le son más necesarias; así, pues, trata de la caridad, penitencia, obediencia, piedad (eusebeia) y hospitalidad y, por último, de la humildad como origen de la paz que hay que pretender restablecer. Entre los motivos que deben inducir al cristiano a la práctica de tales virtudes, subraya el ejemplo mismo ofrecido por Jesucristo y los santos, la resurrección como premio de los buenos y la bendición divina en Cristo, realidad ya en la vida presente.
     
      C. se limita, en la segunda parte, a dar una serie de consejos prácticos con el fin de acabar con las divisiones de la Iglesia de Corinto. Dios, creador del orden de la naturaleza, exige también orden y obediencia a sus criaturas; Dios mismo fundó en la Iglesia los diversos grados de funciones, prefigurados ya en la Antigua Ley, a saber: sumos sacerdotes, sacerdotes, levitas y laicos; en el N. T. en cambio, Jesucristo, enviado por el Padre, envía a su vez a los Apóstoles y éstos eligen obispos y diáconos; así como Moisés eligió a Arón, así también los Apóstoles han elegido a sus ministros para ser sus sucesores. Al recordar casos antiguos y recientes de insubordinación, exhorta a la unión y dice que el amor debería ocupar el puesto de la discordia y la caridad apresurarse a perdonar. Los causantes del cisma debieran o hacer penitencia o desterrarse voluntariamente para que volviese de nuevo la paz.
     
      En el resumen repite todo lo expresado, al mismo tiempo que abriga la esperanza de que la paz reine de nuevo en Corinto antes de que los portadores de la Carta lleguen a Roma.
     
      Doctrina. No se puede abordar la Carta de C. a los Corintios con la ilusión de encontrar en ella una síntesis acabada o un sistema teológico perfecto. El primer escrito cristiano no-inspirado es un escrito de circunstancias en el que C. se propone una finalidad concreta; en ella se afirman muchas verdades teológicas, aunque siempre en la medida en que dicen relación con el fin pretendido. Dos son los temas que convendría tratar: el del Primado Romano y el de la jerarquía.
     
      Doctrina sobre el Primado. Hay que tener presente que en la Carta no se encuentra afirmación directa alguna del Primado de la Sede Romana; no obstante, la constatación de ciertas expresiones hace ver en su autor «un hombre consciente de su autoridad y deseoso de ser obedecido» (P. Batiffol, L'Eglise naissante et le catholicisme, París 1927, 146). Por ej., la excusa que hace al principio de la Carta de no haber podido atender antes a las irregularidades existentes en la Iglesia de Corinto; C. se excusa de haber omitido un deber que tenía obligación de haber cumplido antes, si bien no ha podido hacerlo dadas las calamidades y adversidades que se sucedieron una tras otra. Cuando C. toma el asunto por su cuenta, cree que los corintios pecarían si no se mostraran obedientes: «si algunos resisten a las amonestaciones que Dios mismo os ha dirigido por nuestro intermediario, sepan que se hacen reos de un pecado. no pequeño y se exponen a peligro grave» (c. 59,1-2). Casi al final de la Carta, se muestra con la esperanza de ser obedecido: «en efecto, nos proporcionaréis alegría y regocijo si obedecéis a lo que, impulsados por el Espíritu Santo, os hemos escrito» (c. 63,2).
     
      C. se siente en posesión de la autoridad superior y excepcional que no cesará de ejercer. Nunca pensaron los de Corinto que el Papa se había extralimitado, antes bien, su Carta gozó una veneración inusitada hasta el punto de llegar a ser leída en los oficios divinos.
     
      Doctrina sobre la jerarquía. Existe en la obra de C. un testimonio precioso sobre la institución divina de la jerarquía eclesiástica: «los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios y los Apóstoles de parte de Cristo; una y otra cosa, por consiguiente, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así, pues, los Apóstoles, habiendo recibido los mandatos..., salieron... e iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu= por inspectores y ministros de los que habían de creer» (c. 42). De este modo, la jerarquía cristiana consta de obispos o presbíteros y diáconos. Oficio de los obispos es presentar las ofrendas de los dones, mientras que lo característico de los diáconos consiste en ser ministros del sacrificio.
     
      Hay que obedecer y estimar a los obispos; ellos son los guías de las almas. Si los obispos suceden a los Apóstoles y éstos ejercieron su poder obedeciendo a Cristo, el cual, a su vez, había sido enviado por Dios, se deduce que los elegidos últimamente son tan legítimos como los nombrados al principio y, sobre todo, que la comunidad no tiene derecho alguno para destituirlos dado que no es ésta la que les confiere la autoridad, sino que su poder proviene de Dios a través de los Apóstoles.
     
      Otras doctrinas. Clara y precisa es la doctrina que ofrece la obra de C. acerca de cada una de las personas de la Trinidad. Dios es descrito como Padre que creó todas sus obras con bondad y sabiduría admirables, pero que demuestra un amor especial a los que, por medio de Cristo eligió como su heredad, los limpió de sus pecados y los conduce con providencia hacia su Reino. El Hijo, siendo el «cetro de su majestad», se humilló hasta tal punto que padeció por nosotros muerte y pasión. Él es nuestro Señor, Salvador, Sacerdote. La Iglesia le tributa idéntico culto que al Padre. Finalmente, el Espíritu Santo que, de igual manera que el Hijo, revela los misterios divinos, inspira a los profetas, rige la Iglesia cuando ilumina con su luz y adorna con sus virtudes a los Apóstoles, obispos y a cada uno de los fieles de Cristo.
     
      V. t.: PRIMADO DE S. PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE 11, 3, B, a; IGLESIA II, 2.
     
     

BIBL.: 1. B. LIGHTFOOT, The apostolic Fathers, I, Londres 1890; F. X. FUNK, Patres Apostolici, Tubinga 1901; H. HEMMER, Les Péres apostoliques, II, París 1909; G. ZANNONI-M. C. CELLETTI, Clemente 1, en Bibl. Sanct. 4,38-48; K. BIHLMEYER, Die apostolischen Vüter, Tubinga 1924; G. BARDY, Expressions stoiciennes dans la Prima Clementis, «Rev. de Science Religieuse» 12 (1922) 73-85; 1. LEBRETON, La Trinité chez saint Clément de Rome, «Gregorianum» 6 (1925) 369-404; F. R. VAN CAUWELAERT, L'intervention de l'Église de Rome á Corinthe vers Van 96, «Rev. d'Histoire Ecelesiastique» 31 (1935) 267-306, 765 ss.; 1. A. DE ALDAMA, Prima Clementis, «Gregorianum» 18 (1937) 107-110; A. EHRHARDT, The Apostolic Succession in the First Two Centuries of the Churc, Londres 1953; A. M. JAVIERRE, La sucesión apostólica y la Prima Clementis, «Rev. Española de Teología» 13 (1953) 483-519; íD, Alcance del testimonio clementino en favor de la sucesión apostólica, «Salesianum» 19 (1957) 559-589; íD, Los «Ellogimoi andres» de la Prima Clementis y la sucesión Apostólica 1. c. 420-451; ID, ¿Es «Apostólica» la primera Diadoche de la Patrística?, 1. c. 83-113; ID,La primera Diadoche de la patrística y los «Ellogimoi» de Clemente Romano. Datos para el problema de la sucesión apostólica, Turín 1958; 1. PONTHOT, La signification religieuse du «Nom» chez Clement de Rom et dans la Didaché, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 35 (1959) 339-61; CH. M. NIELSEN, Clement of Rom and moralism, «Church History» 31 (1962) 131-150.

 

I. IBÁÑEZ IBÁÑEZ..

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991