Clasicismo. Arte.
 

El significado de esta voz ha variado considerablemente al correr de los tiempos, hasta el extremo de que el más usado actualmente dista mucho de compenetrarse con el primitivo. Éste aludiría de modo exclusivo al talante general, y al conjunto de sus características, de la plástica realizada por griegos y romanos más o menos desde el S. VI a. C. hasta los finales del Imperio romano, un tanto arbitrariamente, toda vez que en el mismo dictado se incluían procedimientos del todo diferentes. Obviamente, no era dable conceder la misma jerarquía clásica al gran pensamiento helénico y al arte romano, mucho más prosaico y utilitario éste, y del que si constituyeron buena parte de su quehacer las copias y plagios de lo griego, bastardeó este arte con otras innovaciones, sobre todo de signo arquitectónico, escasamente emparentadas con el arte de que, en cierta manera, se suponía sucesor. Para los efectos de la gramática y la normática de los órdenes arquitectónicos (v.), dórico, jónico y corintio, la sucesión era exacta, bien que lo romano casi no emplease más que el último y aún lo complicara arbitrariamente con la adopción del orden compuesto.

Esta vaga noción de lo que fuera el c. plástico, bien que sin nombre definido, persistió en Europa occidental durante toda la Edad Media y fue puesta en práctica durante el Renacimiento, con el error inicial de que incluía por igual al arte griego y al romano. Error grande, porque el arte griego era mal conocido, en estatuaria mediante copias romanas, en arquitectura por la adopción de formas que, como la sillería almohadillada, el arco de medio punto y la bóveda de medio cañón, pertenecían tan sólo al repertorio romano. Incluso sin poseer conciencia clara de estas limitaciones más aún de las tocantes a la pintura clásica, del todo ignorada, los hombres del Renacimiento no emplearon los términos clásico, c., edad clásica, etc., sino en contadas ocasiones y de suerte más bien vaga. Tanto es así que las referencias de los tratadistas a la citada época se contentan con aludir al «estilo antiguo», a «los antiguos», a «los romanos». Medidas del Romano se titula el tratado de Diego de Sagredo, uno de los más importantes teóricos españoles de la arquitectura renacentista. Así, el concepto de clásico y de c. no se abriría camino erudito hasta el s. XVIII, cuando se opera el descrédito del arte barroco, singularmente de la arquitectura, que en España, Italia y Baviera había llegado a excesos de estructura y decoración que para nada recordaban ya su raíz renacentista. Además, un progresivo mejor conocimiento de lo griego, las excavaciones en Pompeya y Herculano, la unicidad estilística profesada en las academias oficiales de Bellas Artes, y, finalmente, la adopción de un arte internacional europeo mucho más fiel a la Antigüedad de lo que había sido el Renacimiento, traen la denominación de clásico y de c. para el ideal vigente.

Observemos bien que ello se produce en el momento más triunfal del llamado neoclasicismo (v.), esto es, procurando prestigiar con la adopción total de la terminología el movimiento inspirado en aquella idea. En realidad, ha sido esta sumisión la que ha prestigiado toda la terminología alusiva al c. y a lo clásico. Lo que de ello se derivó fue una serie de equívocos científicos de considerable magnitud. Lo clásico pasaba a equivaler a lo programáticamente perfecto en arte, resultando de aquí algo muy semejante a una tiranía del gusto, que se entendería extraviado en cuanto que se despegase de los modelos divinizados y constituidos en norma. De nuevo, ello no era sino consecuencia de una más que mediocre información, dado que se pretendía que toda obra griega o romana hubiera de compenetrarse con el sentido de perfección absoluta y modélica que se atribuía a lo grecorromano. El término continuó prosperando en el s. XII, aun después de haber llegado a conocimiento erudito obras tan escasamente perfectas como la estatuaria de Egina, la arqueología prehelénica o el arte etrusco, lo que difícilmente cabía en los dictados de «bello» o «sublime» con que se gustaba de etiquetar a todo lo griego o romano. Y, sin embargo, importantes obras eruditas y didácticas continuaron llamando clásico a todo lo griego o itálico de la Antigüedad, sin pararse a pensar que muchas actividades plásticas, harto más adentrables en el puro terreno de la arqueología que del arte propiamente dicho, tenían muy poco de clásicas en el sentido divinizador que había resultado del mal uso del concepto. Resultaría ahora que muchas piezas de estirpe absolutamente antiacadémica pasaban a formar parte del sedicente c., paradoja curiosa si tenemos en cuenta que ningún primitivismo se juzgaba clásico por los amantes de tal adscripción. Y la idea ha perseverado, sin correcciones, hasta nuestros días.

Por lo menos, y bien entrado el s. XII, algo se había ganado para la magnificación del concepto, y era su sentido amplificador. Lo clásico, en lo concerniente a una ejemplaridad, ya no sería prerrogativa adscribible al elogio de la Antigüedad mediterránea, sino calificación de todo cuanto, en arte o literatura, se admitiera como especular de una maestría y una perfección dadas, no importaba en qué época o momento. Ello comenzó por la literatura. A clásicos del carácter de Homero, Virgilio u Ovidio, se añadieron, con toda justeza, los prototipos del decir literario en cualquiera otra época, con lo que Dante, Cervantes, Montaigne, etc., lo serían de las suyas respectivas. Por gran fortuna, se vino a una gran elasticidad en esta cuestión, y se otorgó el título de clásico a todo representante óptimo, virtual y ejemplar de cada movimiento estético. Velázquez o Zurbarán serían clásicos de la pintura española sexcentista, como Watteau, Boucher o Fragonard de la francesa del s. XVIII. No era necesario desvirtuar el sentido general del dictado para que una estatuilla negra africana pudiera ser también tenida como clásica en el sentido al que nos estamos refiriendo. En cualquier caso, el adjetivo tendía a ensalzar el momento de plenitud total, de firmeza mayor, de ejemplaridad central en que se desenvolviera un determinado arte, una caracterizada estética.

Mucho es lo que se ha escrito en torno de esta variante de significado, pero, por desgracia, carecemos de una discusión tan diáfana como la que, por obra de Eugenio D'Ors nos aleccionó sobre el barroco, no como un estilo, sino como una constante histórica capaz de repetirse muchas veces en la historia como periodo característico entre la vida y la muerte de un estilo dado. Pero es precisamente el discurso d'orsiano el que aun sin referirse directamente al c. nos ha de aprovechar para extraer conclusiones sobre sus constantes. Si cada determinado estilo comienza, pasados sus primeros balbuceos,por una etapa arcaica, ésta, perfeccionada, dará lugar a lo que con entera justicia denominamos c., el cual ha de pasar por un encrespamiento posterior, libérrimo y estrictamente barroco, para desembocar en la vulgaridad y en la consunción, tras de los cuales será sustituido por otro estilo. Ocioso es asegurar que éste sufrirá semejante proceso, con lo que queda revelada una constante rara vez desmentida por la genética y biología de las formas. No faltó por completo visión de ello a los neoclásicos, suficientemente sagaces para distinguir entre la sublimidad de Fidias y la belleza interpretada por PraXIteles o por Scopas. De haber llegado a conocer ampliamente el estilo arcaico y el helenístico, su concepto de c. se hubiera aproXImado, bien que con un solo ejemplo, al revelador programa evolutivo de Eugenio D'Ors, comprendiendo que obras como el tan movido, el tan desmelenadísimo Altar de Pérgamo, más otras muchas piezas helenísticas, era difícil que pudieran pasar por clásicas, incluso en el sentido puramente cronológico de la acepción.

En consecuencia, el viraje cultural dado a lo clásico no puede ser más drástico. Si todavía es utilizada esta palabra por algunos para designar lo nuclear y central del arte griego antiguo, mucho menos frecuentemente para lo romano; lo común es, así como lo lógico, advertir un clasicismo en los momentos medios y ejemplares del Renacimiento, del propio barroco, de lo románico y lo gótico, de la pintura cubista o expresionista, en fin, de todo movimiento desarrollado con el suficiente vagar en el tiempo como para haber atravesado las fases antedichas. Así, a nadie podrá sorprender que se hable de Mies van de Rohe o de Le Corbusier como clásicos de la arquitectura de la primera mitad del s. XX, de Juan Gris como de un clásico del cubismo, de Reno¡, como un clásico del impresionismo,' etc. Y de ningún modo ha de escandalizarse nadie del pródigo ensanchamiento de un concepto, lógica y por demás legítima consecuencia de otro ensanchamiento, el visual, contemplativo y digno de estudio. Mucho ha llovido desde que sólo se guardaba respeto para con una norma dada, ciertamente estrecha. Hoy, ese respeto se mantiene incluso para cuando carece de normas.


I. A. GAYA NUÑO.
 

BIBL.: Acerca del c. propiamente dicho, es indispensable la consulta, sobre todo, de H. WUFFLIN, Die Klassische Kunst, Munich 1904; P. DUCATI, L'Arte Classica, Turín 1927; G. RoDeNWALT, Arte Clásico, en Historia del Arte Labor, III, Barcelona 1931. Por lo demás, la elaboración personal de este tema por el autor prohibe la mención de publicaciones alusivas a otras estéticas de c. y prototipismo propio, que harían interminable esta bibliografía.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991