La Iglesia oriental luchó ardientemente contra los primeros c. que se
originaron en su seno asegurándose el apelativo de ortodoxa frente a las
doctrinas heréticas o heterodoxas de los adversarios. La mayor parte de
esos primeros c. eran consecuencia de las controversias cristológicas y de
la no aceptación por algún grupo de obispos de las conclusiones de los
concilios ecuménicos convocados para solucionarlas (V. ARRIO; NESTORIO;
MONOFISISMO; MONOTELISMO; ÉFESO, CONCILIOS DE; CALCEDONIA, CONCILIO DE).
Por otro lado, en esas controversias cristológicas no se puso en tela de
juicio la fe de Oriente en el dogma del Primado del Romano Pontífice, como
derivado del de S. Pedro, que permaneció firme en los nueve primeros
siglos, a pesar de las esporádicas dificultades y discusiones, de carácter
más disciplinar que doctrinal, que surgieron de cuando en cuando. Roces e
incomprensiones, unidos a unas pretensiones de hegemonía por parte de la
sede de Constantinopla (v.), acabaron llevando a la separación iniciada
por Focio en el s. ix y consumada por Cerulario en el XI; la negación del
Primado Romano habría de ser el gozne principal sobre el que girase esa
separación y controversia. La ruptura entre Oriente y Occidente es un
hecho histórico bastante complicado, debido a causas de muy diversos orden
y aplicación, y que no se produjeron de modo repentino, sino después de
una larga y psicológica ambientación que condujo por fin a la ruptura
definitiva.
1. El cisma de Focio. En el origen de la cuestión de Focio (v.) se
mezclan muchas cuestiones, algunas de ellas de tipo claramente político.
El Patriarca de Constantinopla, Ignacio, se mostraba intransigente en
muchas cosas, sobre todo en lo relacionado con la reciente controversia de
los iconoclastas (v.). Además no encontraba favor en la corte, que quería
unos patriarcas sumisos a sus mandatos. En marzo del 856 era proclamado
mayor de edad Miguel 111, aunque de hecho el poder efectivo estaba en
manos de su tío, César Bardas. Ello significaba que la regente Teodora
desaparecía de la escena política de Constantinopla. El patriarca Ignacio
no podía mantenerse neutral entre el partido de Teodora y el de Bardas.
Personalmente no parecía oponerse a este último, pero no podía tolerar la
relajación de costumbres del nuevo Emperador, ni ocultar sus simpatías por
la Emperatriz, que se había manifestado decididamente en favor de la
ortodoXIa y del culto de las imágenes en la controversia iconoclasta.
Bardas, por su parte, apoyaba los extremos del joven Emperador, y tras un
escándalo de éste, vio cómo Ignacio le negaba públicamente la Comunión el
día de la Epifanía del 858. Desde entonces comenzó a tramar la destitución
del patriarca. La Emperatriz y una hija suya fueron relegadas a un
convento; luego le tocó el turno al patriarca Ignacio, al que Bardas
complicó en un complot imaginario, privándole de su sede patriarcal y
relegándole también a un monasterio de la isla de Terebinto. El pueblo
manifestó su indignación por medida tan arbitraria; no así algunos obispos
que vieron con buenos ojos tal medida, sobre todo los simpatizantes de
Gregorio Asbesta, excomulgado por Ignacio y por el papa Benedicto 111. Se
designaba para el Patriarcado al presidente de la Cancillería imperial,
Focio. A Ignacio se le eXIgía que presentara su dimisión, a lo que se negó
rotundamente. Focio no era eclesiástico, y hubo de recibir en seis días
consecutivos todas las órdenes sagradas, desde la tonsura hasta la
consagración episcopal; y las recibió, precisamente, de manos del mismo
Gregorio Asbesta. Parece, sin embargo, que Focio era extraño a todas las
aventuras escandalosas de Miguel III y de Bardas, y que no intervino
personalmente en contra de Ignaciq, aunque se hubiera hecho consagrar por
Asbesta. Tampoco puso impedimento alguno para aceptar el cargo, a pesar de
que era laico. En contra suya estaba la legislación canónica que prohibía
la elevación de un laico a la dignidad patriarcal. Todavía se daba una
circunstancia peor: que la sede patriarcal no estaba vacante, pues
Ignacio, irregularmente depuesto, se había negado a presentar la dimisión.
Entonces los partidarios de Ignacio se reunieron en concilio
particular y proclamaron nula la elección de Focio. El gobierno reaccionó
tomando represalias contra ellos, y empeorando la situación de Ignacio,
que fue llevado prisionero a la ciudad de Mitilene. Focio obraba también
por su parte, y en concilio reunido en la primavera del 859, deponía
jurídicamente a Ignacio y a muchos de sus partidarios. Esta imprevista
oposición de los partidarios de Ignacio aconsejó a Focio elevar recurso a
Roma para el reconocimiento pacífico de su elección. Señal de que la
reconocía como primera sede, hecho éste muy importante ante su futura
rebelión.
En Roma se leyeron con reparos las cartas enviadas por Focio y por
el Emperador; esta última solicitaba el envío de unos legados pontificios
para el concilio que pensaba convocar, a fin de formular mejor la doctrina
en torno al culto de las imágenes. Para Nicolás 1 (v.)no pasó inadvertida
la irregularidad de la elección después de la deposición de Ignacio.
Decidió entonces ganar tiempo y retrasar la carta pedida sobre la comunión
de Focio, hasta que sus legados hubieran constatado la objetividad de
todos los hechos. Los legados, Rodoaldo obispo de Porto y Zacarías de
Anagni, llevaron cartas del Papa para Focio y para el Emperador. En ésta
se le reprochaba la deposición de Ignacio, y se alegaban otras causas
sobre la invalidez de la elección de Focio, como la de la promoción de un
laico a la sede patriarcal. Se alargaba luego en la exposición de los
motivos que le inducían a no aprobar la elección, y añadía que esperaba
dar su decisión última tan pronto como le hubieran informado sus legados.
Éstos llegaron a Constantinopla hacia la Navidad del 860; el sínodo
proyectado por el Emperador se convocaba para la Pascua del 861. A las
sesiones del sínodo acudió Ignacio y defendió sus derechos patriarcales
contra Focio y sus secuaces. Pero el sínodo no le siguió sino que lo
depuso, decisión que acataron los legados del Papa. En Roma no se pensó
del mismo modo. Por el examen detenido de la documentación enviada se vio
que el procedimiento seguido había sido irregular y que los legados habían
sobrepasado su competencia. Roma insistía en sus anteriores razones en
contra de la elección. En resumen, se tenía a Focio como un intruso, y a
Ignacio como el legítimo Patriarca. A comienzos del 863 el propio Papa
convocaba un sínodo en Roma que estudiara el caso de Focio. La asamblea
romana condensó en cinco puntos sus decisiones definitivas:
1) Focio quedaba depuesto y privado de su dignidad patriarcal por
haber sido promovido siendo todavía laico, por haber sido consagrado por
Asbesta, y por haber maltratado a Ignacio y corrompido a los legados
romanos. Si no se restituía a Ignacio a su sede, quedaría excomulgado. 2)
En cuanto a Asbesta, quedaba depuesto, y si continuaba en sus intrigas
contra Ignacio, sería también excomulgado. 3) Cuantos hubieran sido
nombrados por Focio para alguna dignidad, quedaban exonerados de todo
oficio eclesiástico; 4) Ignacio quedaba reintegrado en su dignidad y en su
cargo, porque ni Focio, ni el Emperador, ni todos sus partidarios, tenían
autoridad para juzgar a un Patriarca. 5) Todos los obispos desterrados por
ser partidarios de Ignacio deberían ser reintegrados a sus puestos.
Cuantos no quisieran obedecer estos mandatos, quedarían excomulgados.
La decisión romana, que debió llegar a Constantinopla a fines del
863 o en el 864, causó un nuevo resentimiento, porque la Iglesia
occidental se entrometía así en los asuntos de la Iglesia bizantina. Focio
prefirió callar. Miguel 111 contestó al Papa con una carta, cuyo original
no se conserva, pero que por la respuesta de la de Roma, debió ser
bastante ofensiva e irrespetuosa. Nicolás I respondió rebatiendo todas las
afirmaciones del Emperador. Terminaba concretando cuáles eran los derechos
de la Santa Sede, que no provenían por cierto de los hombres, ni de la
importancia política, sino sólo de Dios. Si la Santa Sede se interesaba
por el caso de Ignacio, era porque, en virtud del mandato divino, tenía la
obligación de vigilar también a la Iglesia de Constantinopla. Pero, como
signo de buena voluntad, permitiría que se discutiera de nuevo el caso, a
condición de que los dos juzgados, Focio e Ignacio, o sus representantes
si aquéllos estuvieran impedidos, se presentaran en Roma ante el Papa. En
cuanto a la condenación de Asbesta y sus partidarios, debería tenerse como
definitiva.
Esta carta del Papa quedó sin respuesta porque contenía algunas
ideas que no agradaban a la mentalidad bizantina. A pesar de todo, quizá
estas divergencias no hubieran irritado el resentimiento oriental si no
hubiera venido a empeorar una vez más las relaciones entre Constantinopla
y Roma el asunto de Bulgaria, cuya jurisdicción se disputaban ambos
Patriarcados (v. BULGARIA V). Focio, disgustado por el hecho de haber sido
expulsados de Bulgaria los misioneros bizantinos rompió el silencio en que
estaba sumido, y envió una encíclica a los demás Patriarcas orientales, en
la que lanzaba las más graves acusaciones contra la Iglesia de Roma y
contra el Papa. Invitaba además a todos los obispos a participar en un
concilio convocado en Constantinopla para el verano del 867. En él se
rechazaron los nuevos usos introducidos por los latinos en Bulgaria, y se
juzgó y condenó al propio Nicolás I, dando contra él una sentencia de
deposición, cuya ejecución se encomendó al emperador franco Luis II, al
cual le sería reconocido el título imperial si ejecutaba la sentencia. La
ruptura era ya total entre Focio y Roma o, si queremos mejor, entre
Bizancio y Roma.
Nicolás I ordenó un estudio teológico en Occidente contra todas
estas imputaciones, pero no pudo conocer su resultado, pues moría el 13
nov. 867. Tampoco Focio podría seguir disfrutando mucho tiempo de sus
éXItos iniciales: en la noche del 23 de septiembre caía asesinado Miguel
III por la guardia de Basilio el Macedonio que, acto seguido, era
proclamado nuevo Emperador. Decidió llevar con Roma una política
totalmente opuesta a la anterior. Focio fue detenido y relegado en un
monasterio. No quedaba más que la restitución de Ignacio, que tomaba
efectivamente solemne posesión de su sede el 23 de noviembre. Los nuevos
acontecimientos los recibía con agrado en Roma Adriano II. El Papa
insistía en que Focio debería ser condenado oficialmente. Un sínodo
celebrado en Roma el 869 consideró al anterior concilio fociano como un
nuevo «latrocinio de Efeso», anulando totalmente sus decisiones y
decretos. La misma suerte se deparaba a los concilios focianos anteriores
al 859. Por su parte el Papa convocaba un nuevo concilio, que había de ser
el IV de Constantinopla (v.) y VIII ecuménico, celebrado del 5 oct. 869 al
28 feb. 870. Focio fue condenado una vez más y desterrado.
La paz restablecida no duraría mucho, pues había otros problemas
pendientes entre Constantinopla y Roma, sobre todo la cuestión búlgara, en
la que el patriarca Ignacio sostenía, como antes lo había hecho Focio, los
derechos de Constantinopla contra Roma. Por esta postura contra el Papa,
Ignacio fue excomulgado, pero no llegó a conocer el decreto de excomunión,
pues moría antes de que los legados llegaran a Constantinopla. estos
arribaron en el 878, y se encontraron ya con la sorpresa de que
precisamente Focio había sido el designado para sustituir al fallecido
Ignacio.
No había cedido el partido de Focio, a pesar de las excomuniones, y,
al morir Ignacio, el emperador Basilio, por bien de la paz en sus estados,
juzgó que el mejor sucesor de Ignacio sería precisamente Focio. Desde
cinco años antes (873) se le había levantado la pena de destierro y
confiado incluso la educación de los hijos del Emperador. En el 876 se
había conseguido la reconciliación entre los dos partidos en lucha, por lo
que el nombramiento de Focio no resultaría tan llamativo. F. Dvornik
presupone incluso que Focio había sido nombrado coadjutor de Ignacio con
derecho a sucesión en el Patriarcado. Al morir Ignacio, Focio ocupó
nuevamente la sede patriarcal. Fue informado el Papa por el Emperador y
por sus legados. Se aceptó la designación, aunque imponiendo determinadas
condiciones a Focio. Se reunió en Constantinopla un nuevo concilio,
presidido ahora por el mismo Focio, con la asistencia de los legados
pontificios. El concilio se clausuraba con un triunfo completo de Focio, y
con una neta prevalencia del punto de vista oriental en materias
disciplinares. El Papa reconocía al fin las actas del concilio, aprobando
lo relativo a Focio, pero no cuanto los legados hubieran hecho o permitido
contra los derechos de la Santa Sede. La misma aceptación de Focio como
Patriarca se daba como una condescendencia de la Sede Apostólica con
Bizancio.
Una buena mayoría de autores católicos habla de una segunda
excomunión de Focio, a partir del 881. Lo que supondría un nuevo c.
Ciertamente, de estos ulteriores actos del papa Juan VIII no hay noticias
seguras. Se habla de diversos sínodos, y del envío de varios legados
pontificios con aprobaciones contrarias. Esta segunda excomunión no puede
probarse con datos históricos. Unos historiadores, como Hergenróther, la
dan como cierta; y otros, como Amann y Dvornik, la niegan (cfr. F. Dvorñik,
Lo scisma di Fozio, Roma 1953; V. Grumel, Y eut-il un second schisme de
Photius?, «Rev. des Sciences Philosofiques et Théologiques», 1933, 32 ss.).
Parece que la inexistencia de esta segunda excomunión ha de tenerse como
definitiva. Lo que no quiere decir que Focio no volviera a caer en
desgracia; hecho que aconteció en tiempos del sucesor e hijo de Basilio,
el nuevo emperador León VI, que en el 886 se indisponía con el partido
moderado al que pertenecía el mismo Focio, quien por esa razón fue acusado
como reo de alta traición, obligado a abdicar y relegado nuevamente al
destierro, donde le quedó tiempo suficiente para pensar y escribir su
célebre Mistagogia del Espíritu Santo, en la que niega la procesión
bivalente de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Vivió en la más absoluta soledad, hasta el punto de que su muerte
pasó desapercibida en la misma Constantinopla, donde tanto influjo había
ejercido.
2. El cisma de Cerulario. Casi dos siglos más tarde se consumaría la
separación iniciada en tiempos de Focio. El patriarca Miguel Cerulario
(v.) se había manifestado decidido adversario de los latinos. En
connivencia con otros de sus mismas ideas, en concreto con León de Achrida,
lanzó una calculada campaña contra las costumbres y los usos latinos, y
ordenó el cierre de todas las iglesias latinas existentes en
Constantinopla, bajo el pretexto de que la Eucaristía se celebraba con pan
ázimo.
Roma reaccionó rápidamente contra esta medida arbitraria del
Patriarca, y se redactó una primera carta con la finalidad de demostrar la
verdad dogmática del Primado Romano a la luz de la Tradición y de la
Escritura. Antes de su expedición, llegaba a Roma otra carta del mismo
Cerulario, escrita sin duda bajo presiones del Emperador, con una impronta
necesariamente política. Exhortaba a la paz, en un tono significativo de
igualdad y sin alusiones al tema de los ázimos ni a la persecución contra
los latinos. Se le respondió en tono cortés, alabando los ideales de paz,
pero resaltando que esa paz sería imposible con aquellos que se obstinaban
en el error. Se le pedía, por tanto, alguna señal de arrepentimiento. No
sabemos si las cartas llegadas de Constantinopla insinuaban el envío de
una embajada, que buscara una solución eficaz. Al menos la idea era tan
natural, que se le pudo ocurrir al Papa y a sus colaboradores más
directos. La embajada iría presidida por el card. Humberto, que tenía un
influjo grande en la Iglesia latina. Era hombre de innegable erudición
teológica, patrística y canónica, con amplios conocimientos del griego y
de los griegos, ocurrente y fecundo. Al mismo tiempo impetuoso y
vehemente, y un tanto imprudente en sus decisiones o manifestaciones. No
era, por tanto, en razón de este carácter, el hombre más apropiado para
una misión que eXIgía el mayor tacto y delicadeza. Pero la elección
quedaba hecha. Entre los documentos que llevaba el cardenal iba uno,
firmado por el Papa, de excomunión contra el Patriarca si éste no se
enmendaba. Contra Cerulario se expresaban importantes recriminaciones; la
carta dirigida al Emperador, en términos más conciliadores y políticos, se
quejaba amargamente contra las medidas tomadas por Cerulario contra el uso
de los ázimos, e indicaba las razones que de hecho y de derecho militaban
contra esa arbitraria condenación. Esperaba el Papa que la misión de sus
legados dejara las cosas en paz.
Tardaron en celebrarse las primeras entrevistas por razones de
susceptibilidades en las precedencias. Por otra parte, el papa León IX
fallecía el 13 de abril, y el Patriarca decidió ir dando largas al asunto
llevado por los legados. Éstos a su vez quedaban en una situación
comprometida, pues había desaparecido su mandatario. Entretanto, el card.
Humberto emprendió una polémica sobre los ázimos con el monje del Studion
Nicetas Sthetatos. Éste publicó un folleto sobre el tema y otros puntos,
que el cardenal se apresuró a refutar con gran erudición, en un documento
donde no faltaban expresiones hirientes. Recordemos algunas: «más bestia
que burro, Nicetas es más un Epicuro que un monje: su puesto no debe estar
en un monasterio, sino en un circo o en un lupanar». Estas y otras
expresiones por el estilo, que omitimos, terminan con una sentencia de
excomunión. Se dice que Nicetas se arrepintió, reconoció la doctrina de
Humberto y se hizo gran amigo suyo.
En cambio, era notoria la obstinación del Patriarca a no
entrevistarse con los legados pontificios. Humberto no podía prolongar más
su estancia en Constantinopla y decidió excomulgar a Cerulario si éste no
se retractaba. Y el sábado 16 jul. 1054, a la hora de Tercia, cuando iba a
comenzar el oficio litúrgico, ante todo el pueblo reunido, se adelantó
hasta el altar de Santa Sofía, y depositó sobre él el decreto de
excomunión contra el Patriarca rebelde y sus partidarios. El documento
tiene frases muy fuertes contra el Patriarca y los suyos; después de
enumerar algunos errores doctrinales, prosigue así: «...lo mismo que los
simoníacos él y sus partidarios venden el don de Dios; como los valesianos,
practican la castración y dejan que los eunucos lleguen hasta la
clericatura y aun hasta el episcopado; como los arrianos, rebautizan, en
particular a los latinos; como los donatistas, afirman que la Iglesia de
Cristo ha desaparecido fuera de la Iglesia griega; como los nicolaítas,
admiten el matrimonio de los sacerdotes; como los pneumatómacos, han
desgajado del Símbolo la procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo;
como los maniqueos, declaran, entre otras cosas, que el pan fermentado
tiene un alma; como los nazareos, dan mucha importancia a cuestiones de
pureza exterior, rehusando bautizar a los infantes aun en peligro de
muerte, antes de que hayan cumplido los ocho días de su nacimiento;
rehusando la comunión y aun el Bautismo a las mujeres parturientas o en el
momento de sus reglas, aun en caso de muerte, y además no admiten a la
Comunión a los que se afeitan la barba según la costumbre de la Iglesia
romana». Y al final pronuncia el veredicto de excomunión: «que sean
anathema maranatha con los simoníacos, valesianos, arrianos, \donatistas,
nicolaítas, severianos, pneumatómacos, mantqueos, nazareos y todos los
herejes, mejor, con el diablo y sus ángeles caídos, si es que no vienen
por fin a demostrar su arrepentimiento. Amén. Amén. Amén».
Estas expresiones tan duras, y sobre todo el hecho mismo de la
excomunión, suscitaron fuerte reacción. Enterado Cerulario del texto de
excomunión, era ahora él quien citaba a los legados papales para
demandarles razón de su proceder. Sería en vano, pues éstos se habían
apresurado a abandonar inmediatamente la capital. Pero se quiso dar
carácter oficial a la protesta, y el domingo siguiente, 24 de julio, se
reunía el sínodo patriarcal con una docena de metropolitas y dos
arzobispos bajo la presidencia de Cerulario. Se dictó un edicto sinodal
que condenaba a su vez toda la actuación de los legados romanos. Se
condenaba, no a la Santa Sede precisamente, sino al cardenal y a su
embajada, poniendo ya en tela de juicio los títulos jurídicos de su
nombramiento. Quizá fuera un medio sagaz de dejar las puertas abiertas
para una ulterior negociación con Roma. De todo ello pasaba información a
los demás Patriarcas, pues había sido toda la Iglesia Oriental la que
había quedado humillada. En el documento volvían a aparecer todas las
consabidas acusaciones contra los latinos.
¿Qué valor jurídico tenía la excomunión lanzada contra Cerulario por
el cardenal? Ciertamente, los legados llevaban órdenes de excomunión si el
Patriarca no se retractaba. Si bien la excomunión, como tal, fue redactada
por el cardenal ya en Constantinopla, por este lado sería ciertamente
válida. Pero surge otro problema, la excomunión tuvo lugar el 16 de julio,
y el Papa había fallecido el 13 de abril. ¿Sería para entonces válida
jurídicamente la potestad del legado? A primera vista parece que no. Al
menos la solución por uno u otro extremo queda dudosa, según los estudios
de los peritos. Ahí queda la interrogación, pues hay sentencias por ambos
sentidos. (cfr. A. Hermann, I Legati di Leone IX nel 1054 a
Constantinopoli erano autorizzati a scommunicare il Patriarca Michele
Cerulario? «Orientalia Christiana Periodica», 1942, 209-218).
En todo caso, el proceder impetuoso del cardenal, que hubiera debido
limitarse a la condenación del Patriarca solo, y quizá de León de Achrida
por sus errores, envolvió en la excomunión, con palabras tan duras, al
mismo pueblo bizantino. Un acto infeliz en verdad, que en lugar de
apaciguar los ánimos de los orientales, los excitó, facilitando así tal
vez el que se acabara llegando a la ruptura. Ciertamente, el arma de la
excomunión no obtuvo el resultado previsto, sino muy al contrario, se
plasmó en desunión oficial y real de la cristiandad. La excomunión
alcanzaba de hecho tan sólo a Cerulario, o a lo más, si queremos, al
Patriarcado de Constantinopla, pero no al resto de la Iglesia Oriental.
Por su parte Cerulario, con sendas cartas, intentó arrastrar a su partido
a los otros Patriarcas de Antioquía, Alejandría y Jerusalén, que con el
tiempo siguieron la actitud del de Constantinopla. Enemistad que se
agravaría aún más entre Oriente y Occidente en tiempo y por causa de las
Cruzadas (v.).
Tras 10 siglos de excomunión se llegó, el 7 dic. 1965, día de la
clausura oficial del conc. Vaticano II, a la cancelación definitiva de las
dos excomuniones, como gesto simbólico que sirviera para facilitar un
diálogo ecuménico que fuera preparando el camino para una vuelta a la
comunión. El papa Paulo VI y el patriarca Atenágoras 1 (v.) en una
declaración conjunta leída simultáneamente en Roma y Constantinopla
declaran: «a) dolerse de las palabras ofensivas, de reproches sin
fundamento, y hechos deplorables, que, de una y de la otra parte, han
señalado o acompañado los tristes acontecimientos de aquel tiempo; b)
dolerse asimismo y borrar de la memoria y de en medio de la Iglesia las
sentencias de excomunión que los siguieron, cuyo recuerdo actúa hasta
nuestros días como un obstáculo al acercamiento en la caridad, y
sepultarlos en el olvido; c) deplorar en fin los tristes precedentes y los
acontecimientos sucesivos que, bajo el influjo de factores diversos, entre
ellos la incomprensión mutua y la desconfianza, condujeron, finalmente, a
la ruptura definitiva de la comunión eclesiástica».
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