Dividió a la Iglesia durante cerca de 40 años, desde las sucesivas
elecciones de Urbano VI (8 abr. 1378) y Clemente VII (20 sept. 1378) hasta
la elección de Martín V (11 nov. 1417). Desgarrada por el c. de Oriente,
probada por el eXIlio de Aviñón (v.), la cristiandad se encontró separada
en dos obediencias y hubo un momento en el que el conflicto pudo parecer
irremediable. La unidad fue restablecida después de dolorosas luchas, pero
las consecuencias de éstas se dejaron sentir durante largo tiempo: la
crisis moral, los desórdenes disciplinarios, los excesos del conc. de
Basilea (v.) son su reflejo directo; Wicklef y Juan Huss abren camino a
Lutero; los diversos nacionalismos, y en especial el galicanismo,
mantendrán frecuentemente en la Iglesia un c. en potencia.
Los principios del cisma. El último de los papas de Aviñón, Gregorio
XI, murió después de su vuelta a Roma. Inmediatamente se produjo un
levantamiento popufar: los romanos querían a toda costa imponer a los 16
cardenales presentes, de los que 10 eran franceses, la elección de un Papa
italiano. ¿Influyó esta agitación en los votos del cónclave haciéndolo
nulo? Es una cuestión largamente controvertida. Los cardenales eligieron a
un napolitano, al arzobispo de Bar¡, que tomó el nombre de Urbano VI (v.).
El nuevo elegido se reveló pronto como un «hombre terrible, que espantaba
a las gentes con sus actos y con sus palabras»; acusó con vehemencia a los
cardenales que abandonaron Roma; éstos desde Agnani intimaron a Urbano,
calificándole de anticristo y apóstata, a que abdicara. Animados por el
rey de Francia y por Luis de Anjou, tuvieron un nuevo cónclave en Fondi y
por unanimidad eligieron a Roberto de Génova, que tomó el nombre de
Clemente VII (v.).
Los cristianos se encontraban así frente a dos personas que se
proclamaban Papas. Los franceses optaron sin dudar por Clemente VII,
quien, mal acogido en Nápoles, regresó a Aviñón. En cambio los ingleses,
los alemanes y los italianos siguieron fieles a Urbano VI. Así surgen las
dos obediencias, en cuyos límites influyen las alianzas políticas. Saboya
y Escocia siguieron la elección de Francia; lo mismo Bohemia y los obispos
renanos. Nápoles y Milán practicaron el doble juego. En cuanto a los
soberanos españoles, adoptaron, por escrúpulo de conciencia, una política
de espera. En Aragón, aunque el card. Pedro de Luna y S. VIcente Ferrer
defendían los derechos de Clemente VII, Pedro IV practicó la
«indiferencia»; su sucesor Juan I se mantuvo en la misma línea hasta 1387,
año en que reconoció a Clemente VII. En Castilla, Enrique II sólo se
informó. Su sucesor Juan 1 consultó a su clero reunido en Burgos y
probando casi él solo su circunspección y la elevación de su alma,
prefirió «confesar su ignorancia guardando la neutralidad». Después de la
asamblea de Medina del Campo, se adhirió a la causa de Clemente (19 may.
1381). En Navarra, Carlos el Malo, a pesar de su hostilidad a la política
francesa, se inclinó hacia Aviñón. Portugal, ya separada de Castilla, dudó
largo tiempo antes de adherirse, por fin, a la obediencia urbanista.
Pudieron darse algunas rectificaciones de las fronteras, pero en
general se mantuvieron los límites de las dos obediencias. Los dos Papas
multiplicaron sus embajadas, usando todos los medios de persuasión y
propaganda. El rey de Francia se constituyó en campeón de Clemente VII,
mientras que Urbano VI ordenó predicar una cruzada contra Castilla que fue
dirigida por el duque de Lancaster, lo que muestra claramente su fin
político. Nadie se resignó, sin embargo, a la división. Los mejores, como
S. Catalina de Siena (v.), recordaban a los cristianos que el c.
comprometía la vida de la Iglesia. En la Univ. de París, Enrique de
Laugenstein y Conrado de Gelnheusen, pronto seguidos por Pedro de Ailly y
por Gerson, indicaban las «tres vías» que podían poner fin al c.: el
compromiso, la cesión y el concilio.
Los Papas. Los espíritus no estaban preparados para escuchar tales
consejos. Persuadido cada uno de su derecho, no concebía la unión si no
era obteniendo la deposición de aquel al que consideraba usurpador..Los
príncipes se mostraban muy inclinados a adoptar la «vía de hecho». La
lucha resultó abierta en Italia. Con ello las ciudades encontraron una
nueva ocasión de independencia. Rávena y Bolonia tuvieron en jaque a
Urbano VI. En Nápoles, una lucha implacable enfrentó a los angevinos, la
reina Juana y Durazzo. Los dos Papas reorganizaron su administración,
nombraron cardenales; en pocas palabras, hicieron todo lo posible para
perpetuar el c.
La actitud de Urbano VI, que en 1385 había hecho detener, y sin duda
perecer, a cinco de sus cardenales, y que había tenido que huir de Roma,
inquietaba a sus mismos partidarios. Murió en 1389 y los 14 cardenales que
le habían sido fieles eligieron en seguida a Bonifacio IX quien, de
carácter amable aunque débil, recuperó en Italia el terreno perdido. El
éXIto del jubileo de 1390 permitió llenar las cajas que estaban vacías,
pero las intrigas angevinas, los disturbios de Francia, cuyo rey acababa
de ser víctima de la locura, contribuyeron a mantener el desorden. A la
muerte de Clemente VII, los cardenales, a pesar de la prohibición de los
reyes de Francia y Aragón, eligieron unánimemente a Pedro de Luna que tomó
el nombre de Benedicto XIII (v.) (28 sept. 1394). Era hábil, autoritario,
inteligente, pero demasiado obstinado, demasiado seguro de sí mismo y de
su causa; con ello, hacía desaparecer toda esperanza de unión.
Rápidamente las relaciones con la corte de Francia se mantuvieron
tirantes. La acción de la Univ. de París se hizo violenta. En 1398,
Francia, con la aprobación de los cardenales franceses, seguida pronto por
Castilla, dejó de reconocer a Benedicto XIII e intentó crear una Iglesia
autónoma. No tenían en cuenta la intrepidez de Benedicto XIII, que
prisionero en Aviñón logró escapar; Castilla y Francia le prestaron en
1403 su obediencia; y la Univ. de París debió capitular ante la oposición
llevada a cabo por la de Tolosa. La vía del compromiso parecía abierta,
tanto más que en Italia. Inocencio VII (1404-06) y Gregorio XII (1406-09),
que habían sucedido a Bonifacio IX, chocaban con graves dificultades. Se
llegó a un acuerdo para que los dos pontífices se encontraran en Savona en
1407. Más hábil, Benedicto XIII se presentó allí, pero Gregorio XII alegó
diversos pretextos para no asistir. La decepción de los cristianos fue
inmensa, y por ambas partes se produjo una deserción entre los cardenales
con el fin de encontrarse en Pisa. Sólo eXIstía una posibilidad: la vía
del concilio.
El recurso al concilio. Los cardenales disidentes, las ciudades del
norte de Italia, el rey de Francia, y por supuesto la Univ. de París
estaban de acuerdo para convocar en Pisa el concilio, al cual se
adhirieron los alemanes y los ingleses. Comenzó el 25 mar. 1409 e
inmediatamente fueron citados los dos Papas a comparecer, siendo ambos
acusados. Depuestos el 5 de junio, después de expuestos los cargos de
acusación por los dos canonistas más famosos de la época, Zabarella y
Pedro de Ancarano. Inmediatamente, los 24 cardenales presentes entraron en
cónclave y eligieron a Pedro Philargés, cretense de origen, religioso
franciscano, humanista, profesor en Oxford y en París, quien tomó el
nombre de Alejandro V. La elección no resolvía nada. Muchos obispos
celosos y generosos habían acudido a Pisa, pero la ilegitimidad de su
convocación seguía estando en pie; no habían hecho nada para la solución
del problema. ¿Tiene un concilio el derecho de deponer a un Papa? ¿Y cómo
aplicar tal decisión? Benedicto XIII fue reconocido por Aragón y Castilla.
Se retiró a Barcelona y después, en 1411, a Peñíscola manifestando, a
pesar de su edad, una increíble actividad. Gregorio XII se ve obligado por
la deserción de los venecianos, a huir a Gaeta y a Rimini.
Muerto Alejandro V en Bolonia, los cardenales le dieron
inmediatamente (17 mayo 1410) un sucesor, Juan XXIII (v.). Éste, Baltasar
Cossa, hombre guerrero más que Pontífice, había dirigido el juego en Pisa.
Su reputación era enojosa y todos sus actos lo confirmaron. En Italia, en
donde continuó la lucha por Nápoles y por Roma, el «imbroglio» llegaba a
su colmo. Tomada Roma por Juan XXIII y saqueada por Ladislao de Durazzo,
aquél celebró en ella un nuevo concilio. Francia se mantenía desgarrada
por la contienda entre los borgoñones (v.) y los Armagnacs (v.), netamente
galicanos, éstos. Para muchos, la salvación de la Iglesia sólo podía venir
del Emperador, que era el único con poder para convocar un concilio
ecuménico en lugar del Papa. Segismundo, elegido rey de los romanos en
1410, soñaba con desempeñar esta función. Designó la ciudad de Constanza
para que fuera el lugar de cita de la cristiandad el 1 nov. 1414. Una vez
reunida la asamblea, todo se puso a discusión: derechos dul concilio, del
Papa, del Emperador, organización de los escrutinios (individualmente o
por «nación»), reforma de la Iglesia, etc. Juan XXIII, el único de los
tres Papas que estaba presente, se enemistó pronto con Segismundo y en vez
de abdicar, huyó de noche disfrazado. Fue destituido, arrestado y hecho
prisionero (29 mayo 1415); soportó la prueba con mucha humildad. En cuanto
a Gregorio XII hizo leer un decreto de convocación del conc. de Constanza
(v.) (cuya legitimidad confirmaba de esta manera) ante Segismundo y
renunció al pontificado.
Quedaba por convencer Benedicto XIII. Segismundo viajó a Perpiñán
para éncontrarse con él, pero no pudo vencer su intransigencia. Esto
determinó a Castilla, a Navarra y, menos claramente, a Aragón a
abandonarle y comparecer ante el concilio, en el cual estuvieron
representadas desde entonces cinco naciones: la italiana, la francesa, la
alemana, la inglesa y la española. Benedicto XIII fue, por fin, depuesto
el 26 jul. 1417 como «cismático y hereje». Entretanto, los Padres de
Constanza estaban empeñados en la realización de la reforma de la Iglesia
«en su cabeza y en sus miembros». Para conseguirlo habían proclamado de
antemano la superioridad del concilio sobre el Papa y que la autoridad de
la Iglesia no reposaba ni sobre el Papa ni sobre los cardenales, sino
sobre la agregatio f idelium, cuya expresión la constituían las naciones
(6 abr. 1415). Vino después la censura de los escritos de Wicklef, el
proceso y la condenación de Juan Huss (6 jul. 1415) y de jerónimo de Praga
(30 mayo 1416) y la discusión, con ocasión del asesinato del duque de
Orleáns, de la legitimidad del tiranicidio. Se 'votaron cinco Decretos de
reforma, del que sólo uno tenía una gran importancia: el Decr. Frequens (9
oct. 1417), que imponía la celebración obligatoria del concilio cada 10
años. Los alemanes, inquietos por el estado de la Iglesia, quisieron ante
todo decretar las reformas indispensables de la misma. Las otras naciones
protestaron, poi el contrario, contra toda demora en «hacer desaparecer la
anomalía de una Iglesia sin jefe». Se decidió agregar a los 23 cardenales,
muy atacados por el concilio, otros 30 prelados, seis por nación. Otón
Colonna fue elegido casi unánimemente el día de S. Martín, el 11 nov. 1417
y tomó el nombre de Martín V (v.). Se abría la vía para restablecer la
unidad en la Iglesia.
Las consecuencias del cisma. Sin embargo, seguían eXIstiendo muchas
dificultades: Benedicto XIII resistía aún en Peñíscola; la prometida
reforma seguía pendiente; en fin, persistía en la Iglesia un espíritu de
rebelión y libre examen. Más o menos sostenido por el rey de Aragón y por
el conde de Armagnac, Benedicto XIII permanecía irreductible. Queriendo
perpetuar el c. después de su muerte, ordenó que ésta no se hiciera
pública (tuvo lugar sin duda el 23 mayo 1423) y creó cuatro cardenales
para que le dieran un sucesor. La elección recayó sobre Gil Muñoz, que se
hizo llamar Clemente VIII y no renunció a su pretendido pontificado hasta
1429; posteriormente fue nombrado obispo de Mallorca.
El deseo de reforma estaba en todos los espíritus y el concilio se
preocupó de ella en 1418, pero para él se trataba sobre todo de reformar
las prácticas de la Curia romana. Martín V negoció separadamente con cada
nación y los concordatos que estableció con ellas dieron comienzo a una
nueva política, pero aún quedaba mucho por hacer. Las herejías no fueron
extirpadas. La condenación de Huss sólo agravó los asuntos de Bohemia.
Gerson, que fue, sin duda, el hombre más grande del momento y que había
puesto toda su esperanza en el concilio, compuso Diálogo apologético, cuyo
tono es casi desesperado. Sobre todo, un grave problema de autoridad se
planteaba en la Iglesia. Bajo las dos obediencias, había habido muchos
cristianos sinceros. S. Catalina de Siena, S. Catalina de Suecia, Pedro de
Aragón y Gerardo de Groote habían puesto la misma convicción en sostener
al Papa de Roma que S. VIcente Ferrer, Pedro de Luxemburgo o Colette de
Corbie en defender los derechos del Papa de Aviñón. El conc. de Constanza
se había negado a decidirse por una de las obediencias y la Iglesia ha
imitado siempre esta reserva; la tradición, sin embargo, era más bien
hostil a los Papas de Aviñón (los nombres de Clemente VII y Benedicto XIII
volverán a ser tomados por nuevos Papas en lbs s. XVI y XVII). La
perplejidad de los prelados y de los príncipes y la confusión de los
fieles eran rasgos de un ambiente que explica que se hable de una Ruina de
la Iglesia que Nicolás de Clamanges denunciaba en 1400 en un libro famoso,
ruina provocada -dice- por la terrena cupiditas de los clérigos y de los
laicos y la libido dominandi de los Papas. La obra carece de todo valor,
pero la utilización que hará de ella la Reforma acentúa su importancia. A
todo ello se une el auge del movimiento conciliarista (v. CONCILIARISMO)
que impregnó el Conc. de Constanza.
En derecho se discutirá siempre la ecumenicidad del conc. de
Constanza, al menos antes de la abdicación de Gregorio XII, y teniendo en
cuenta que Martín V no confirmó sino lo que había sido decidido
conciliariter. De hecho, el Decr. Frequens hacía pesar sobre el Papa una
grave amenaza que los excesos del conc. de Basilea (v.) pondrían bien de
manifiesto. Se crea así una cierta desconfianza ante los concilios y este
estado de ánimo tendría consecuencias en el momento de la Reforma
protestante, pues demoraría la reunión del concilio que hubiera podido
salvaguardar la unidad. La gran unidad de la Iglesia española y la armonía
de su cultura merecen, por el contrario, ser alabadas. Para ella el c. fue
la ocasión de una renovación. Los nombres de Juan de Segovia, de Carvajal,
del card. Torquemada, ilustran su fidelidad a la sede romana, así como su
celo misionero da la medida de su heroísmo y de su vitalidad.
V. t.: CONCILIARISMO.
BIBL.: E. DELARUELLE, E.-R.
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PAUL OURLIAC.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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