CEMENTERIO. LITURGIA Y PASTORAL.


Historia. El término c. (del griego koimeterion, latín c),meterium), fue acuñado por los primeros cristianos para designar la morada de los muertos. En esta palabra sintetizaban su propia visión de la muerte; visión llena de fe y esperanza en una vida de ultratumba, que tan profundamente distinguía a los cristianos de sus conciudadanos paganos. Esta diferencia no se exteriorizó sin embargo, al menos en un principio, en modalidades sepulcrales diferentes. En realidad, el c. cristiano tiene su origen en las tumbas familiares (gentilia) de los romanos, erigidas fuera de los muros de la ciudad, en un jardín o huerto (area, hortus). Cuando el cristianismo fue adquiriendo adeptos entre los patricios romanos, éstos se consideraban honrados al poder prolongar más allá de la vida, en una tumba común, aquella fraternidad que naciera de la fe común; por eso brindaban sus propias tumbas familiares para enterrar en ellas los cuerpos de los cristianos, sobre todo de los mártires. Pero, a medida que los cristianos fueron multiplicándose, fue sintiéndose también la necesidad de ampliar los lugares de enterramiento. Así nacieron las catacumbas (v.); y con ello, los hipogeos familiares dieron paso a los c. colectivos de carácter privado. Tales fueron, p. ej., la cripta de Lucina, donde S. Pablo recibió sepultura; el c. de Priscila, el más antiguo de Roma; el de Flavia Domitila, el de Pretextato, etc.
      La idea de los cristianos, de constituir, mediante los vínculos espirituales de la fe y de la gracia bautismal, una sociedad religiosa sobrenatural, esencialmente diferente de todos los demás grupos religiosos, indujo a la Iglesia, cuando las circunstancias se lo permitieron, a hacerse con lugares de culto propios. No es improbable que fuera esta misma idea la que le impulsara también a erigirse, cuando pudo hacerlo, en propietaria de lugares de enterramiento para sus hijos. No hay que olvidar que la Iglesia siempre rodeó de una atmósfera religiosa a los muertos, sobre todo a los que morían en defensa de su fe (v. MÁRTIR ii, III). ¿Cómo llegó, empero, de hecho y de derecho a poseer estos c.? No está del todo claro. Pero lo cierto es que ya en el S. III la Iglesia usaba de ordinario libre y pacíficamente sus c., llegando incluso a celebrar en ellos algunas reuniones litúrgicas. Fue Valeriano, en el 257, quien prohibió a los cristianos la entrada en los c., por considerar que tenían allí reuniones ilícitas (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 1,13). En el 260 las cosas volvieron de nuevo a la normalidad cuando Galieno devolvió a los cristianos el derecho de libre asociación (Lactancio, De morte persecutorum, 480).
      Con la libertad concedida por Constantino a la Iglesia (313), se dio un nuevo paso en la evolución del c. En efecto, las basílicas (v.) recién construidas para el culto litúrgico se fueron poco a poco convirtiendo también en lugar de reposo para los muertos,. quienes de este modo pretendían beneficiarse más eficazmente de la protección del mártir que, por lo general, tenía su sepulcro debajo del altar (v.). Así, en Roma, las grandes basílicas, fuera de los muros de la ciudad, eran verdaderos c. al final del S. IV. Sin embargo, esta costumbre encontró en seguida grandes oposiciones, a causa de los abusos introducidos, y que cristalizaron primero en una ley restrictiva de Teodosio (395), confirmada luego por Justiniano (527-565), y más tarde en varios concilios locales. Una capitular de Carlomagno ordena que «nadie reciba sepultura dentro de la iglesia». Pero esta orden fue mitigada por el conc. de Maguncia (813), al admitir las excepciones de «obispos, abades, sacerdotes dignos y fieles laicos» (Mansi, XIV, 75). No obstante, lo impreciso de las expresiones «sacerdotales dignos y fieles laicos», hizo que con el tiempo hallaran sepultura en las iglesias toda clase de fieles, haciendo de aquéllas, abigarradas necrópolis.
      No todos, sin embargo, eran enterrados en las iglesias. Ya desde antiguo eXIstieron también c. al aire libre, generalmente unidos a la misma iglesia, y en ellos se enterraba a los que, por cualquier causa, no recibían sepultura dentro del recinto sagrado. Estos c. contaron siempre con una bendición (v.) especial que los convertía en lugares sagrados. Con el tiempo, la preocupación de la Iglesia por evitar abusos y las disposiciones del poder civil han hecho prevalecer la costumbre de dar sepultura a los muertos en c. al aire libre e incluso separados del casco urbano. En la actualidad, los problemas derivados de la aglomeración humana en las ciudades, del urbanismo y de la salubridad pública, y a veces del pluralismo religioso, obligan a dirigir una especial atención a los c., en los que, además de su funcionalismo, debe salvarse por todos los medios su verdadera naturaleza y trascendente significado.
      Sentido teológico-litúrgico del cementerio. C. (koimeterion) significa dormitorio. Para el cristiano la muerte no es más que un sueño cuyo despertar se realiza en el seno del Padre (V. MUERTE v-vii). Así lo entiende S. Juan Crisóstomo cuando dice: «el lugar de la sepultura se llama cementerio para que sepas que los que allí reposan no están muertos, sino dormidos» (PG 49,393). Las ideas en que puede resumirse el significado del c. cristiano son: índole pascual de la muerte que no es simple fin de la vida, sino, en cuanto que unida a la Muerte-Resurrección de Cristo, comienzo de vida nueva; perspectiva escatológica de la iglesia peregrinante, que camina hacia la plenitud del cielo; unión entre la Iglesia peregrinante y la celestial; esperanza en la resurrección de los cuerpos, cuando Cristo venga a juzgar a vivos y a muertos (v. ESCATOLOCíA). La muerte para los cristianos es una participación en el misterio pascual (muerte, resurrección y ascensión de Cristo); con el Bautismo (v.) se inicia un movimiento que no termina con la muerte, la cual, a ejemplo de Cristo, es un pasar de este mundo al Padre. El dolor acompaña a la muerte, pero el pensamiento y la unión con la agonía del Redentor la llena de esperanza en la resurrección (v.). El entierro cristiano, y, por tanto, la tumba y el c., han de tener como componente principal la alegría por la fe en la participación del difunto en la gloria de Cristo resucitado. De aquí brota el carácter sagrado que la Iglesia quiere que se confiera a la tumba y al terreno en que está, el cual se convierte así en lugar de reposo. Esta visión doctrinal está subrayada en los formularios litúrgicos antiguos y posteriores. así como en los nuevos formularios publicados a tenor de las directivas emanadas de la cosst. Sacrosanctum Concilium del Vaticano II (V. FUNERAL).
      En líneas generales debe decirse que tanto la liturgia como la pastoral, en todo lo relacionado con el misterio de la muerte, han de centrarse, resaltándolas con toda fuerza, en aquellas palabras del Señor: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá eternamente» (lo 11,25). Teniendo esto en cuenta, los c. deben ser auténticos lugares de proclamación del misterio pascual: conviene que no sean angustiosos sino alegres. Los templos o capillas adyacentes a los mismos deberán ser decorados como iglesias de la resurrección y de la vida eterna. Las imágenes, esculturas, símbolos o textos escritos, no deberán ser la expresión de un dolor sin esperanza, antes bien, un verdadero himno de vida y resurrección. Y, finalmente, es necesario que las sepulturas de los cristianos reciban la bendición de la Iglesia y expresen lo más perfectamente posible su fe pascual.
     
      V. t.: CREMACIÓN.
     
     

BIBL.: H. LECLERCQ, Cimetiére, en DACL III,1626-1665; G. B. DE Rossi, Roma sotterranea, 1, Roma 1864; P. STYGLER, II monumento apostolico della via Apia, Roma 1917; G. GRESLERI, 11 cimetero, en L'edificio sacro per la comunitá cristiana, Brescia 1966, 174-184; W. LINDER, Der Dorffriedhof, Wege zu seiner Gesundung, Kassel 1953; VARIos, El misterio de la muerte y su celebración, Buenos Aires 1952 (trad. del francés, col. Lex orandi, 12); E. KIRSCIiBAUM, E. JUNYENT Y J. VIVES, La Tumba de S. Pedro y las Catacumbas romanas, Madrid 1954; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, I, Madrid 1955, 447 ss.

 

R. ARRIETA GONZÁLEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991