(Michelangelo Merisi) Vida. Pintor italiano, de pronta y definitiva
nombradía, tanto por merecimientos de su propia obra como por el hecho de
haber variado radicalmente, mediante el talante de la misma, la
orientación de la pintura europea occidental del s. XVII. Su verdadero
nombre era el de Michelangelo Merisi, pero pronto fue más conocido por la
localidad de su nacimiento, Caravaggio (región de Bérgamo) donde vio la
luz el 28 sept. 1573. Fue de cuna acomodada, ya que su padre, Fermo Merisi,
era arquitecto al servicio de los marqueses de la ciudad, actuando también
como estuquista. Este personaje murió cuando Michelangelo era todavía un
niño, y en todo caso, antes de 6 abr. 1584, en que aparece éste sometido a
la tutoría única de su hermano Battista, sacerdote. Es entonces cuando
pasa a Milán con objeto de aprender el arte de la pintura en el taller del
oscuro artista bergamasco Simone Peterzano. El término del aprendizaje se
fijó en el 6 abr. 1588, esto es, a los cuatro años justos. Antes y después
de dicha fecha realiza varios viajes, parece que los primeros por la
Lombardía, los últimos por Venecia, y ca. 1589 le vemos establecido ya. en
Roma, pasando miseria. De ella será redimido relativamente por protectores
sólo un poco menos desafortunados, los marchantes de pintura Lorenzo
Siciliano y Ant¡veduto Grammatica.
Cae C. enfermo y es asilado en el Hospital de N. S. de la
Consolázione. Notable dato es que cuadros de los pintados en dicha
institución por el artista fueran remitidos por el prior de la misma, que
era sevillano, a su ciudad natal. Fuera del hospital, pasa varios meses
trabajando en unión del Caballero de Arpino (G. Cesar¡), fresquista de
fama, pero parece que en condiciones económicas totalmente ruinosas. Al
tratar de independizarse y de administrarse a sí mismo, no obtiene por la
venta de sus cuadros sino pequeñas cantidades (p. ej., cinco julios por el
joven mordido por un lagarto, ocho escudos por La Buenaventura). De esta
penosa situación será redimido al entrar al servicio del card. Francesco
Maria del Monte, que había comenzado por comprarle dos cuadros, Jugadores
de naipes y Tocadora de laúd, aficionándose a él y recomendándolo a otros
protectores como el marqués Giustiniani y los card. Scipione Borghese y
Montalto. De aquí que se le comiencen a confiar importantes encargos para
la capilla Contarelli en S. Luis de los Franceses, para S. Agustín, para
S. María in Vallicella, para S. María del Popolo, para S. María della
Scala, etc. Esta actividad mantiene en relativa paz por algunos años al
inquieto C., a la vez que justifica una rapidísima expansión de su fama.
En 1597 ya se le considera celebérrimo. En 1599 está convaleciente,
se ignora si de enfermedad o de alguna herida, que sería lo más probable.
En 28 oct. 1600 ya consta por vez primera como fichado por la policía
romana, y no sin causa, porque a partir de ese año crecen los pormenores
de su vida violenta. En 1601 da una estocada al capitán Flavio Canonico,
de la guardia del Castillo de Sant'Angelo, lo que, por fortuna, se
resuelve en un acto de conciliación. En 1603, proceso contra su colega
Baglione, su futuro biógrafo, por delito de libelo. En 1604 hiere a un
mozo de hostería, apedrea a la policía e insulta a un cabo de la milicia,
a lo que se unen otros excesos con mujeres. En 1605 es arrestado por
tenencia ilícita de armas. En 1606 tiene un duelo con un joven de Terni,
que acaba con la muerte de éste, no sin quedar el matador, a su vez,
gravemente herido. Huye de Roma y en 1607 lo encontramos en Nápoles, pero
acaso no se siente allí demasiado seguro y se embarca para Malta, adonde
llega en 1608. Hubo un pequeño respiro en su azarosa vida al ser bien
acogido por los caballeros de la Orden de Malta, lo que aprovecha para
pintar el retrato del Gran Maestre Alof de Wignacourt. Es protagonista de
una nueva pendencia y huye a Siracusa, donde permanece dos años,
trabajando. De allí, a Mesina, y ya en 1610, a Nápoles, en una de cuyas
tabernas más ínfimas es herido por unos aventureros. Con la cara
desfigurada por las cuchilladas, embarcó en un pequeño navío en dirección
a Ostia, pero desconfiado del recibimiento que le aguardara en Roma,
desembarca en Port' Ercole, perdiendo el barco y el equipaje, que regresan
a Nápoles. Pretende continuar el viaje a pie y agobiado por las heridas,
el cansancio y el hambre m. el 18 jul. 1610. Es de creer qué ningún gran
artista haya conocido un final tan desastroso, tan lamentable, tan en
colisión con la abundante cantidad y calidad de belleza como nos legara el
C.
Etapa romana. Hasta aquí, apenas pudiera decirse que se ha
bosquejado a grandes rasgos sino la biografía de un aventurero de vida y
modales airados, insufribles aun dentro de las bajas capas sociales en que
se moviera C., pero de ningún modo la de un gran artista. Pues bien, esta
aparente contradicción, una vez sabido el agrio talante humano de C., deja
de serlo, y antes bien hallaremos un considerable paralelismo entre sus
rudos modos vitales y los deducibles de la indudable grandeza de su obra,
a su manera también abundante en rudezas. Incluso cambiarán las primeras
ideas nacidas tras la consideración de su borrascosa vida al advertir que,
siendo ésta de tan sólo 37 años de duración, y, virtualmente, poco más de
20 creacionales, es sorprendente el número y la perfección de sus
pinturas. En rigor, las primeras fechas no han sido atribuidas por sus
biógrafos a nada anterior a 1589, año del que se cree el Muchacho con
cesta de flores (Roma, Galleria Borghese), como se estiman de ca. 1590 la
Cesta de frutas (Milán, Pinacoteca Ambrosiana), el joven Baco enfermo
(Roma, Borghese), y el espléndido Baco de los Uffizi de Florencia. Obras
todas de juventud, pero en las que ya está patente tanto la originalidad
como la rebeldía de C., sin contactos visibles con los maestros del tardío
Renacimiento. La libertad de concepto de esa Cesta de frutas, tan
sorprendentemente moderna, el pormenorizado dibujo de todo elemento de
naturaleza inerte que acompaña a las figuras de Baco y el hecho de
hacerlas depender idealmente del género bodegón (v. NATURALEZA MUERTA),
corresponden ya a un criterio que será privativo del s. XVu, aunque tan
sólo haya alcanzado a vivir 10 años de esa centuria el infortunado C. Otra
obra temprana, La Buenaventura, del Louvre, con la sencilla elevación de
un tema callejero a categoría de gran género, será otra previsión de los
modos sexcentistas. En cualquiera de los casos aludidos, el efecto de
pintura novísima no hubiera podido hacerse tan patente sin la ayuda de un
deseo de realismo, al que el artista se ve autosometerse desde el primer
momento.
Pero si hasta aquí sólo hemos especulado con temas profanos,
acudamos a uno de sus primeros cuadros religiosos, y también fechable ca.
1590. Se trata del Reposo en la Huida a Egipto (Roma, Galleria Doria
Pamphili), cuadro encantador en el que la veracidad realista de la Virgen
amamantando al Niño es un trozo arrancado de la vida diaria, sin la menor
concesión mística, y he aquí que por ello mismo resulta tanto más
admirable; lo cual contrasta con el esbelto, pero artificial y
regularmente plantado, ángel del centro de la composición. A buen seguro
que C. quedó tan poco satisfecho de la intervención de este ángel como lo
estamos los espectadores, y que convendría consigo mismo evitarlos en
cuanto le fuera posible. De aquí que su mundo se vaya endureciendo
paulatinamente, siempre con la apetencia de criaturas perfectamente
ciertas, absolutamente arrancadas de la realidad, ni idealizadas ni
embellecidas. Ésta continúa siendo la tónica de todo un excelente grupo de
obras de fecha siempre controvertible y nada exacta, pero escalonadas a
partir de 1590: María Magdalena (Roma, Galleria Doria Pamphili); Joven
mordido por un lagarto (Florencia, Col. Longhi); Conversión de S. Pablo
(Roma, Col. Odescalchi-Balbi); Amor vencedor (Museo de Berlín); Judit y
Holofernes (Roma, Col. Vincenzo Campi); S. Catalina (Lugano, Col. Rohoncz).
En cualquier caso, magnificación y extremada precisión de dibujo y
modelado de la figura, propensión a eliminar progresivamente cuanto pueda
considerarse accesorio respecto de la misma, supresión de fondos
sustituidos por una tiniebla homogénea y que contribuye grandemente a la,
dramatización del tema escogido.
Pero, lleguemos a los finales del decenio 90, y más concretamente, a
esos a. 1599-1601 en que se centra su maestría. El Entierro de Cristo, de
la Pinacoteca Vaticana, que antes se creía de ca. 1595, se retrasa ahora
hasta estas fechas. Y en este cuadro, tan contenido en general de
ademanes, de protagonistas no ya extraídos del realismo, sino del
naturalismo, cambiado el bello discípulo predilecto de una larga
iconografía anterior por un joven de rasgos duros y obreros, la emoción
supera en mucho a cuanto el s. XVI italiano ofreciera en tantísimas
versiones del propio tema. Pero quizá todo este continuo planteamiento de
novedades, de inéditos pensamientos renovadores se adviertan con señales
más patentes en los dos cuadros de la iglesia de S. Luis de los Franceses,
de Roma, La vocación de S. Mateo y La muerte de S. Mateo. Más que otros de
C., muestran una total ruptura con,la última vigencia del estilo
cinquecentista, y ambos, cada uno por su cuenta, anuncian algo por venir
totalmente diverso. El primero de ellos, el de la vocación del santo, se
tarda en comprender que sea hagiográfico, porque casi toda la composición
queda ocupada por un grupo de individuos de aspecto poco santo, y será
necesario concentrar más la atención para obtener idea de lo que se quiere
expresar. En cuanto al cuadro parejo, proyectado y realizado con infinita
originalidad, con una desenvoltura de cuerpos formando círculo ya casi
totalmente barroca, el que parece ser protagonista, héroe o que a lo menos
está favorecido por su calidad de personaje central, es el verdugo, un
mozo casi desnudo, mientras S. Mateo es observable en posición un tanto
secundaria. Se diría ante estos ejemplos que C. se ha propuesto a todo
trance desidealizar, desmitificar hechos bien sabidos del santoral
cristiano, pero la idea sería tan absurda como si se atribuyera a
determinados cuadros religiosos de Velázquez. No hay tal, sino un
reenfoque inédito de los temas llevándolos al plano más humano y obligando
al espectador a que colabore desde su plano visual. En este proceso
humanizador, es bien de agradecer que las clientelas de C. aceptasen sin
parpadear tales imposiciones del personalísimo artista.
Por supuesto, hubo excepciones, la misma iglesia romana de S. Luis
de los Franceses, que se enorgulleció de los dos cuadros acabados de
comentar, no pasó por la primera versión que C. hizo de S. Mateo,
escribiendo, inspirado por un ángel. En este caso, el ángel era delicioso
y delicado, lo más delicado que pintara el artista, mientras el santo
resultaba ser un hombre de considerable rudeza, calvo y bien barbado, con
aspecto de campesino analfabeto. Además, el perfecto escorzo de su pie
izquierdo mostraba una tosquedad rayana en la grosería. El cuadro fue
rechazado y, luego de pasar por varias manos, acabó en el Mus. de Berlín.
El pintado por C. en sustitución del anterior, infinitamente menos
sentido, con peores y más inconsistentes versiones del santo y del ángel,
fue el aceptado y el que permanece en el templo para donde fuera
contratado. Al parecer, se trata del único caso en que los modales
hoscamente independientes del gran pintor fueron objeto de repulsa, lo que
habla muy en favor de sus clientelas, a las que de todas suertes hay que
suponer lógicamente asustadas e intimidadas por la resolución con que
aquel artista da, de vida y costumbres cada día más reprensibles a medida
que pasaba el tiempo, se proponía llevar a nuevas directrices lo que hasta
allí hubiera parecido intocable.
Se suceden estos alardes. Los dos notables cuadros encargados por la
iglesia de S. Maria del Popolo debían referirse a La crucifixión de S.
Pedro y a La conversión de S. Pablo. He aquí dos temas vetustamente
prestigiosos y largamente iconografiados; de seguro que C. se encargará de
recrear visiones insólitas de los mismos. En el primer caso, se las
arreglará para trazar una más bien difícil composición en diagonales
cruzadas, esto es, en aspa, aprovechando inteligentemente el cuerpo del
santo y de sus tres verdugos. Lo de menos será que el martirizado S.
Pedro, en lugar de adoptar una actitud resignada, la muestre de muy
naturales indignación y dolor. Lo importante es que con este cuadro, aún
en mayor medida que en el caso de la Muerte de S. Mateo, se provee al
inmediato siglo de uno de los esquemas compositivos, el de diagonales
cruzadas, que ha de alcanzar mayor éxito sexcentista. No obstante, tal
audacia va a resultar mínima en cotejo con el cuadro compañero, el de La
conversión de S. Pablo, porque por muy sustantiva que fuera la existencia
de un caballo en toda versión anterior, y hasta posterior, del asunto
emprendido, la libertad caravaggiesca llega aquí hasta el extremo. Porque
no hay más que un protagonista evidentísimo, y es el caballo, un caballo
que ocupa más de dos tercios verticales de la composición, un caballo nada
dramático, más bien tranquilo, mostrando en primer lugar un cuarto
trasero, luego el lomo y el vientre, mas exenta de interés la cabeza
gacha. Todo ello importa más en el cuadro que Saulo caído en el suelo, y
mucho más que una enigmática cabeza de sirviente, en el fondo de total
tiniebla. En verdad, t se trata de una de las obras más sustantivas, más
originales, más nuevas de toda la historia de la pintura. Ella sola
hubiera sobrado para prestigiar al renovador C.
Pero, dentro de su fecundidad, tan notable una vez que ya conocemos
su desasosegada vida, son acreedoras a mención las pinturas que ya, con
toda presunción, pueden ser fechables tras las citadas, en el primer
decenio del nuevo siglo. Una será la Virgen de Loreto, en la Galleria
Borghese, de Roma, iconografía que pugna con toda la anterior de la dicha
advocación, y que motivó la protesta de un hombre de leyes, Pasqualone,
por haber quedado allí retratada sin permiso su esposa, por cierto muy
bella. De 1606 se considera una de las obras máximas del maestro La muerte
de -la Virgen, en el Louvre, ciertamente emotiva, y tanto más por la
estudiada ausencia de dramatismo y de tragedia, sustituida cualquier
acentuación sobrenatural por la mansa y contenida manera con que unos
hombres más que maduros, a no dudar pescadores o cargadores, asisten al
tránsito de una amada vecina, con lo que el C. revierte a la más normal y
primitiva versión del tema.
Nápoles, Sicilia y Mesina. De 1607, o sea, de etapa napolitana, es
la Virgen del Rosario (Kunsthistorisches Mus. de Viena), que por
determinadas actitudes de los santos laterales pudiera creerse un
retroceso de su apetencia barroca, si no confirmaran el estilo del artista
tanto el rostro de la Madonna como el grupo de implorantes arrodillados.
De su estancia en Malta, el retrato, nada adulador, de su Gran Maestre
Alof de Wignacourt, en el Louvre, y en el que el artista parece haber
depositado mayor interés en la figura del paje que sostiene el yelmo de su
señor. Una de las últimas obras del C. parece ser Salomé y su criada con
la cabeza del Bautista, en las col. escurialenses. También son de este
momento la Flagelación (S. Domingo, Nápoles) y las Siete obras de
Misericordia (Pio Monte della Misericordia). En Sicilia realiza el
Entierro de S. Lucía y en Mesina una Natividad para la iglesia de los
Capuchinos, y una Resurrección de Lázaro.
Y a todo esto, y siempre con calidad de obras ejemplares, se podrían
añadir muchos cuadros singularmente gustosos y característicos: Los
tramposos (Roma, Col. Santa Colonna), La tocadora de laúd (Leningrado,
Ermitage), Virgen y S. Ana con el Niño Jesús que pisa la serpiente (Roma,
Galleria Borghese), Medusa (Florencia, Uffizi) y otras notabilísimas obras
maestras.
De todas las mencionadas es tarea sencilla extraer un denominador
común estilístico y extremadamente personal, que es como el legado
inequívoco del gran artista, a saber: modelado más bien duro y
escultórico; absoluto respeto a la naturaleza del modelo vivo, ya sea en
la preferida belleza femenina, ya en cualquier fealdad, tosquedad o
desgaire masculino; constante evitación de todo fondo pintoresco, decorado
o paisajístico, adoptando sistemáticamente el de tiniebla, que, con lógica
bien estudiada, vivifica, las más de las veces con violencia, el antedicho
modelado; gusto por la composición en diagonal, lo que, unido a la afición
mostrada para con la naturaleza inerte, será lección bien aprendida, lo
mismo que el naturalismo, en la adecuación pictórica del inminente arte
barroco. Y, no ya presagiando el barroco, sino aun el arte mucho más
moderno, una notable tendencia a disminuir los ingredientes dramáticos de
la mayor parte de los temas que pudieran requerirlos.
Caravaggistas. Todo esto se denomina, con justa razón, caravaggismo,
y dio origen a toda una escuela epigonal que en ningún caso pretendió
ocultar su origen. Esta escuela, no orgánica y sí dispersa, contó con
artistas italianos como Orazio Gentileschi, Bartolomeo Manfredi, Antonio
Galli Lo Spadarino, Carlo Saraceni, Bartolomeo Cavarozzi, etc; franceses,
como Valentin de Boulogne; alemanes, como Jan Lys, etc. Por lo que se
refiere a España, la fama y aun popularidad de que aquí fuera llamado
Carabacho fue tan grande como temprana, manifestada por sinfín de elogios,
por la llegada de algunos originales y de muchísimas copias del gran
pintor y por su influencia, directa o indirecta, en maestros de la
categoría de Ribalta, Ribera, Velázquez y Zurbarán. Realmente, el
caravaggismo español fue el más fecundo y prolongado homenaje habido en
honor al infortunado y grandísimo artista.
V. t.: TENEBRISMO.
BIBL.: R. LONGHI, Ultimi Studi
sul Caravaggio e la sua cerchia y Ultimissime sul Caravaggio, «Proporzioni»,
Florencia 1943, 1, 5-63 y 99-102; J. AINAUD, Ribera y Caravaggio, «Anales
y Bol. de los Mus. de Arte de Barcelona» III-1V (1947) 345; C. BARONI,
Tutta la pittura del Caravaggio, Milán 1951; A. MARAZzA y R. LONGHC,
Mostra del Caravaggio e dei Caravaggeschi, Milán 1951; L. VENTURI,
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Del Caravaggio, delle sue incongruenze e della sua fama, Milán-Florencia
1954; M. FRIEDLAENDER, Caravaggio Studies, Princeton 1955; B. JOFFROY, Le
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completa del Caravaggio, Milán 1967.
J. A. GAYA NUÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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