BENEFICENCIA

DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA

Desde los comienzos del cristianismo, las enseñanzas evangélicas se transformaron en un mensaje social armonizado con el crecimiento de la nueva fe en el espacio y en el tiempo. La doctrina de S. Pablo: igualdad de amo y esclavo (Philm 16), y conveniencia de remediar la necesidad con la abundancia (2 Cor 8, 14), sintetizó la práctica de la b. y organizó el modo de impartirla (1 Tim 5 ss.). A S. Clemente Romano se atribuye el conocido texto: «La limosna es buena como penitencia por los pecados; el ayuno es mejor que la oración, pero la limosna es mejor que ambos, y la caridad cubre una multitud de pecados». Las constituciones apostólicas abundan en prescripciones detalladas para la práctica de la b. Orígenes, en sus Comentarios sobre S. Mateo, indica que se han de «hacer distinciones sobre las causas de la pobreza, la dignidad de cada persona indigente, su educación y el grado de necesidad», tratando de manera diferente a «quien desde su infancia ha llevado una vida dura y penosa, y quien, acostumbrado al desahogo y a la riqueza, ha caído en la pobreza; ni ha de darse lo mismo a hombres y mujeres, a jóvenes y ancianos, a los que no pueden obtener nada y a los que de algún modo consiguen procurarse alguna modesta ayuda.» Por vivir en pobreza real, las viudas y los huérfanos, «altares de Dios» según S. Policarpo, formaban una categoría aparte a los efectos de b. Los diáconos habían de ocuparse también de los fieles recluidos en las cárceles, y privadamente se procuraba aliviar su situación visitándoles e incluso sobornando a los carceleros. Hubo extremos de heroísmo, como atestigua S. Clemente Romano, pues algunos cristianos llegaron a entregarse voluntariamente para rescatar a otros, y con el mismo fervor se atendía a los esclavos, enfermos y peregrinos.
      Ya en la época imperial S. Gregorio Magno recomendaba a sus administradores: «Tened al juez ante vuestros ojos, pues ha de venir; y recordad que reunís el mejor tesoro no cuando adquirís nuevas riquezas, sino cuando granjeáis las bendiciones del Cielo mediante vuestro servicio a los pobres» (Registrum Epistolarum, 13, 37). Los concilios subrayaron la actividad benéfica de los obispos y orientaron su práctica, emulados por los monasterios y abadías. La situación se mantuvo muy semejante a través de los siglos hasta el advenimiento de la revolución industrial y las grandes diferencias de clases.
      Primeras encíclicas. En 1891, el papa León XIII determinó la actividad social cristiana en la enc. Rerum novarum, encareciendo la ayuda rápida y eficaz a los obreros, indefensos ante la inhumanidad de ciertos patronos y la codicia de los competidores (2). Es obligatorio socorrer a los indigentes con aquello que sobra, y en algunos casos es obligación de justicia, y no sólo de caridad cristiana (19). La Iglesia, además de preocuparse en cultivar las almas, atiende también a la vida terrena, y quiere que los indigentes salgan de su mísero estado y alcancen mejor fortuna. Para ello instituye y fomenta todo lo que conducen a remediar la pobreza, y es imposible sustituir su benéfica labor por la b. civil, pues no hay recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana cuando se entrega por completo al bien de los demás (24). Se han de garantizar los derechos de los obreros a la vivienda, el vestido y la sanidad (27). El Estado, al defender los derechos de los particulares, ha de tener un cuidado especial con los de la clase ínfima y pobre, pues las clases inferiores no cuentan con propia defensa y merecen la preferencia del cuidado oficial (29).
      La enc. Quadragesimo anno (1931) de Pío XI reafirmó esta doctrina social cristiana indicando que no quedan a merced del libre albedrío del hombre los beneficios que no le son necesarios para sostener su vida de forma decorosa y conveniente, sino que los ricos están gravísimamente obligados por el precepto de ejercitar la limosna, la b. y la liberalidad (19). Para lograr remediar las graves diferencias sociales, «es menester que a la ley de la justicia se una la ley de la caridad... Pista no debe considerarse como una sustitución de los deberes de justicia que injustamente dejan de cumplirse... » (56).
      El papa Pío XII, en su radiomensaje de Navidad de 1952, trató el tema del sufrimiento de los pobres, «esparcidos en el mundo, conocidos o desconocidos, en naciones civilizadas o en regiones no regeneradas aún por la cultura cristiana o simplemente humana» (22), a los que hay que aliviar siguiendo el ejemplo de Cristo, que, «aunque su misión de Redentor fue la de librar a los hombres de la esclavitud del pecado, suma miseria, la magnanimidad de su corazón sensibilísimo no le permitía cerrar los ojos a las desgracias y a los desgraciados, en medio de los cuales había escogido vivir... No le bastó proclamar la ley de la justicia y de la caridad..., sino que personalmente se prodigó en ayudar, curar y alimentar» (24). Junto a la b. organizada hace falta la acción personal «llena de atenciones, deseosa de franquear la distancia entre el necesitado y el que socorre, y que se acerca al indigente porque es hermano de Cristo y también hermano nuestro» (26). Unos meses antes, y con motivo del discurso a las Conferencias de S. Vicente de Paúl, el Papa había expuesto la misión de la caridad, «adaptándose siempre, como si una especial moción del Espíritu Santo aguzara la mirada del cristiano para descubrir toda miseria doquier se esconda, e intranquilo su corazón hasta que a cada clase de desventuras no responda una obra y un conjunto de hermanos consagrados a remediarla».
      El papa Juan XXIII, al comienzo de su enc. Mater et Magistra (1961), recordaba que «la Iglesia católica, imitando a Cristo y siguiendo su mandato, ha mantenido constantemente en alto la antorcha de la caridad durante dos mil años, es decir, desde la institución de los antiguos diáconos hasta nuestros tiempos, no sólo con preceptos, sino también con ejemplos ampliamente ofrecidos; caridad que, al armonizar los preceptos de mutuo amor con la práctica de los mismos, realiza admirablemente el mandato de este doble dar, que compendia la doctrina y la acción social de la Iglesia». Más adelante, citando a su predecesor Pío XII, recordaba quo aunque «el derecho de propiedad sobre los bienes es un derecho natural, sin embargo, según el orden objetivo establecido por Dios, está dispuesto de tal manera que no puede constituir obstáculo para que sea satisfecha la ineludible exigencia de que los bienes, creados por Dios para todos los hombres, equitativamente afluyan a todos, según los principios de la justicia y de la caridad» (6). La propiedad tiene una función social, y quienes poseen bienes deben servirse de ellos como administradores de la Divina Providencia y, por tanto, no en su exclusivo beneficio sino en el de todos. El Estado y las entidades de derecho público extienden hoy su iniciativa añade, pero «siempre hay una amplia variedad de situaciones dolorosas y de necesidades delicadas y a la par agudas, que las formas oficiales de la acción pública no pueden alcanzar, y que, en todo caso, no están capacitadas para satisfacer; por lo cual siempre queda abierto un vasto campo para la sensibilidad humana y la caridad cristiana de los particulares».
      El tema de la b. cristiana está también presente en la mente y las palabras del papa Paulo VI. En la carta de la Secretaría de Estado a la L Semana Social de Francia (1963), se especificaba que «si democracia equivale a fraternidad, la. Revelación nos enseña a amar a todos los hombres, sea cual sea su condición, porque todos han sido rescatados por el mismo Salvador, y nos obliga a ofrecer a los más desheredados los medios de llegar, en plena dignidad, a una vida más humana». A la Semana Social de Oviedo (1963) se le encarecía la caridad fraterna, que «debe ser el motivo y el alma de toda generosidad y sacrificio y debe vencer el egoísmo»; y a la de Barcelona (1964) se le elogiaba la virtud de la «generosidad, que está por encima del apego a la propia comodidad y al egoísmo, recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: más feliz es el que da que el que recibe (Act 20, 35)».
      Evidentemente, aunque toda la propiedad privada (derecho humano natural que no puede negarse ni suprimirse) se ejerciese teniendo en cuenta los fines sociales que en cada caso pueda tener, y aunque empresas privadas y públicas, instituciones sociales y estatales realizasen bien sus funciones y finalidades siempre será posible la existencia de menesterosos, de miseria material o moral, a veces causada por la irresponsabilidad o desidia del propio sujeto que la padece. El «perfecto funcionamiento» de empresas e instituciones, si se llega a alcanzar, no puede suprimir la libertad personal e iniciativa privada, sino que precisamente necesita y debe respetarlas y potenciarlas. La libertad lleva, junto a la necesidad de su afirmación, los riesgos de su mal uso, que siempre deberán tratar de paliar, como obligación de caridad, tanto la b. privada como la pública.
      La const. pastoral Gaudium et spes (1965) sobre la Iglesia en el mundo actual, fruto del conc. Vaticano II, recuerda igualmente que «Dios ha destinado la tierra, y todo cuanto ella contiene, para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados, en forma equitativa, deben alcanzar a todos bajo la dirección de la justicia, acompañada por la caridad. Cualesquiera que sean, ,pues, las formas determinadas de propiedad, legítimamente adaptadas a las instituciones de los pueblos, según las diversas y variables circunstancias, siempre se ha de tener muy presente este destino universal de los bienes. Por lo cual el hombre, en el uso de esos bienes, debe tener las cosas exteriores, que legítimamente posee, no ya como exclusivas suyas, sino también como cosas comunes, en el sentido de que deben aprovecharle no sólo a él, sino también a los demás. Por lo demás, todos los hombres tienen derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para su familia. Así pensaban los Padres y Doctores de la Iglesia, enseñando que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y no sólo con lo superfluo; y que quien vive en extrema necesidad tiene derecho a procurarse lo necesario de las riquezas de los demás. El Sacrosanto Concilio, al considerar el gran número de los oprimidos por el hambre en el mundo, insiste en rogar tanto a los individuos como a las autoridades que, recordando aquella sentencia de los Padres: Da de comer al que muere de hambre porque, si no le diste de comer, ya lo mataste, cada uno según su posibilidad comunique con los demás sus bienes o los ofrezca, principalmente proporcionando a los individuos o pueblos los auxilios con que puedan proveerse a sí mismos y desarrollarse» (69). V. t.: ASISTENCIA SOCIAL; SEGURIDAD SOCIAL.
     
     

 

MARIANO DEL POZO.

 

BIBL.: Acción CATóLICA ESPAÑOLA, Colección de Encíclicas y Documentos pontíficios, Madrid 1967; DOCUMENTOS DE LA XIx SE,4IANA SOCIAL DE ESPAÑA: A. RUMEU DE ARMAS, La Iglesia y la Beneficencia a través de los tiempos, Madrid 1960.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991