De familia noble, Próspero Lambertini n. en Bolonia el 31 mar. 1675, se
distinguió desde los primeros años de sacerdocio - cuyos estudios
realizara en su ciudad natal, alternándolos con los de Derecho-, por la
amplitud de sus conocimientos científicos, especialmente de índole
jurídica. Llegó a ser el mejor canonista de su siglo y publicó obras que
son clásicos de la canonística, especialmente en los temas referentes al
sínodo diocesano y a los procesos de beatificación y canonización.
Estos conocimientos jurídicos le valieron desde muy pronto la estima
de los altos círculos pontificios que depositaron en él su confianza para
el desempeño de cargos de relieve. Abogado del Consistorio, Promotor de la
Fe, Prelado doméstico, canónigo en S. Pedro, secretario de la Congregación
del Concilio y canonista de la Penitenciaria, fue designado arzobispo de
Teodosia in partibus infidelium por Benedicto XIII, que le profesaba una
gran admiración y que lo elevó al cardenalato en 1728. Nombrado arzobispo
de su ciudad natal por Clemente XII ( 1730), en la labor realizada en el
gobierno de esta diócesis se encuentran ya delineados los grandes
parámetros que encuadrarían su pontificado: incesantes campañas para
estimular al estamento eclesiástico a una vida espiritual intensa y
profunda, cristianización de todas las corrientes y formas de vida de
signo positivo nacidas al margen de la tradición católica; diálogo entre
Iglesia y mundo; fomento y mecenazgo de obras culturales; promoción cívica
del elemento femenino, llegando, incluso, en este terreno a nombrar a dos
mujeres para regentar cátedras universitarias, etc.
Tras haberse frustrado las candidaturas polarizadas hacia posiciones
radicales en el contexto internacional de la época, y después de uno de
los cónclaves más prolongados de la Iglesia moderna, fue elegido, como
sucesor de Clemente XII, por unanimidad. La inmensa actividad gobernante
de B. se canalizaría, principalmente, como ya sucediera en Bolonia, a
través de dos cauces: reforzamiento, depuración y plenitud de la vida
interna de la Iglesia, y su apertura hacia horizontes a los que hasta
entonces había permanecido, en gran parte, cerrada. Entre sus numerosas
iniciativas en el primer aspecto cabe destacar las siguientes: esfuerzos
por suprimir el nepotismo en los Estados Pontificios y racionalizar su
caótica maquinaria administrativa; lucha contra el absentismo episcopal y
sacerdotal, disponiendo a través de sus escritos en dicha materia una
reglamentación muy estricta y pormenorizada; creación de la Congregación
de Seminarios, destinada a reavivar en toda su extensión los reglamentos y
disposiciones dados por el Concilio Tridentino en la citada temática, que
constituyó siempre uno de los extremos a que más atención consagrara, etc.
Especial alusión merece en la faceta ya señalada, el interés por elevar el
nivel intelectual del clero y situar a la Iglesia en la vanguardia del
desarrollo cultural. Indice elocuente, aunque no único de ello, es el
incremento dado, en las escuelas y centros de formación religiosa, a las
ciencias experimentales, creándose en la Universidad Pontificia cátedras y
laboratorios de Física y Química; fundación de la Bibliotheca Orientalis y
de otras destinadas al estudio de la antigüedad clásica y cristiana por
medio de cuatro Academias romanas, obra también del Pontífice, que solía
presidir sus reuniones; aumento espectacular de los fondos de la
Biblioteca Vaticana; apoyo incondicional a los sabios y eruditos
eclesiásticos de la época, etc.
La comprensión manifestada por el Pontífice hacia las nuevas formas
de vida, alumbradas en el transcurso de los primeros siglos de la Edad
Moderna, se explicitó igualmente por medio de múltiples medidas e
intervenciones, encaminadas todas a adaptar el mensaje evangélico a las
circunstancias de la época. En este sentido, su encíclica V ix pervenit (
1745) señalaba un punto y aparte en la actitud tradicional de la Iglesia
acerca de la usura, situando en sus páginas el tema en un plano que
conciliaba los intereses y necesidades temporales con las exigencias de la
moral y doctrina cristianas. Del mismo modo, su Bula Matrimonia (4 nov.
1741), conocida comúnmente con el nombre de Declaratio Benedictina, abría
nuevos y fructíferos caminos a la legislación matrimonial, particularmente
en los países de minorías católicas. Conocedor de que las ásperas luchas
entre los sistemas filosóficos que se disputaban la primacía del
pensamiento católico, daban a éste, ante la mentalidad laica y profana de
los cultivadores de la ciencia, un indisimulable matiz de intransigencia e
intolerancia, insistió en repetidas ocasiones en las diferencias que
separaban las afirmaciones y opiniones de escuela del magisterio dogmático
y pontificio. Con ello el papa Lambertini ensanchó las vías del diálogo y
la comunicación entre la Iglesia y los sectores intelectuales,
particularmente los situados al margen de la fe. La popularidad, ya
alcanzada entre ellos por la publicación de sus novedosas y excelentes
obras - que serían recogidas durante su pontificado en la llamada «edición
romana» por el jesuita Manuel de Azevedo-, se vio acrecentada con las
medidas que adoptara con relación al famoso Indice Romano, del que
suprimiría algunos decretos, como la condenación de Galileo, dictando a su
Congregación nuevas reglas favorables a la libertad de pensamiento. Dada
la intensidad de las luchas doctrinales en las esferas eclesiásticas y de
las tendencias inmovilistas de algunos círculos de la Santa Sede, gran
parte de su labor innovadora fue tachada de condescendiente e incluso
claudicante al espíritu mundano y a las modas y corrientes, de raíces
anticristianas, de la época. Sin embargo, su actitud, tendente siempre a
la superación de maximalismos y fáciles antinomias, se mostró en todo
momento inflexible en materias dogmáticas. Así, p. ej., su reconocimiento
de las excelentes dotes de estilista de Voltaire no impidió la prohibición
de sus obras, una de las cuales aquél le había dedicado expresamente. Su
tajante condenación de la masonería (18 mayo 1751) mediante la bula
Providas Romanorum es también un elocuente testimonio de la firmeza
doctrinal del papa Lambertini.
Benedicto XIV, diplomático. Idéntica actitud de ampliar y extender
las dimensiones y radios de acción de la Iglesia a través de fórmulas
conciliadoras, que salvaran el depósito de la fe y la esencial de las
pretensiones pontificias a costa de concesiones en materias accidentales,
se encuentra en las relaciones del papa Lambertini con los Estados de la
época. Su aguda inteligencia supo abrir brechas en las corrientes
cesaropapistas informadoras de la actitud de diversas monarquías católicas
hacia la Santa Sede. Con exacto sentido de las realidades de su tiempo,
relegó las aspiraciones teocráticas alimentadas por algunos sectores de la
Curia solidarios con la política desplegada a este respecto por Benedicto
XII, y se esforzó en encontrar, a través de textos concordatarios,
soluciones positivas a los problemas que dificultaban los contactos entre
ciertos Estados católicos y el Pontificado. Poco después de su elevación a
la Silla de San Pedro, se estipulaba, en 1741, un concordato con Carlos
VII de Nápoles, en cuyos consejeros el recelo y la animadversión hacia
Roma alcanzaban temperaturas muy elevadas. Un año más tarde, un nuevo
concordato refrendó las negociaciones entabladas desde los inicios de su
Pontificado con Carlos Manuel III de Saboya. El concordato firmado con
España en 1753 fue el menos provechoso para la Santa Sede de los acordados
por el papa Lambertini, que, ante una situación en extremo compleja y mal
planteada por su predecesor, debió aceptar las condiciones impuestas por
la Corona española para su conclusión, que consagraba los principios más
caros de la tradición regalista. Un acuerdo con Portugal, firmado poco
antes de su muerte, completó su vasta obra diplomática. De entre sus
esfuerzos por mejorar y potenciar la vida de la Iglesia en países no
católicos, ocupa un lugar sobresaliente la reconciliación con Prusia, cuyo
monarca, Federico II, gran admirador del Pontífice, allanó las
dificultades opuestas al ejercicio del apostolado a los miembros de la
«Misión del Norte» y encuadró sin ninguna violencia confesional, en el
marco de sus Estados, a la católica Silesia. Como gran buscador de caminos
de entendimiento entre el mundo y la Iglesia, su muerte fue sincera y
unánimemente lamentada por los pueblos protestantes. Las directrices
fundamentales que habían dado savia a su programa quedarían, en el curso
posterior de la historia del Pontificado, truncadas en gran parte hasta
las fronteras de la contemporaneidad.
BIBL. : Opera omnia, 17 vol.,
Prato 1839-47; E. MORELLI, Tre profili, Roma 1955; L. PASTOR, Historia de
los Papas, Barcelona 1910-61; D. ROPS, La Iglesia de los tiempos clásicos,
Barcelona 1960; E. ApPOLIS, Le Tiers Partid catholique au XVIII siecle,
París 1960 (fundamental para el planteamiento doctrinal de su
pontificado); E. PRECLIN y E. IARRY, Les luttes politiques et doctrinales
aux XVII et XVlll siecles. París 1956 (positivista).
J. M. CUENCA TORIBIO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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