AUDACIA
Filosofía
La audacia como pasión. En su
primera acepción, la a. es una pasión (v.) del apetito irascible, que
acomete el mal difícil o arduo inminente para superarlo o destruirlo,
movido por la esperanza de la victoria y de alcanzar el fin deseado. En
este sentido, es un movimiento instintivo del hombre, delante del cual
se presentan unas dificultades que le impiden conseguir algo que puede y
desea lograr. El hombre, cuando ve un bien difícil pero posible, lo
desea y espera, y ante los posibles obstáculos que se presentan a sus
ojos dificultando su consecución, siente un movimiento pasión de
acometerlos con a. para vencerlos. En esta acepción, la a. se opone a la
pasión del temor, que le hace retraerse ante las dificultades cuando le
parecen insuperables, o cuando no le compensan del bien que busca.
Naturalmente, la vehemencia de esta pasión depende fundamentalmente de
la mayor esperanza del bien: cuando la esperanza de conseguir algo es
firme, ésta incita a superar y destruir los impedimentos, y entonces
surge un fuerte movimiento de a. Y, a su vez, la pasión de la esperanza
aumenta cuando el poder propio del hombre físico, moral, intelectual y
el que tiene de otra persona, son mayores; y, en el orden fisiológico al
que también hace referencia la pasión, la a. aumenta con el vigor
corporal, la salud y la juventud (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 12 q45).
Evidentemente, esta pasión, que puede ser más o menos intensa en los
distintos caracteres y en las distintas situaciones, no entra en el
campo de la moralidad: es una premisa, que se da en mayor o menor grado
en cada persona.
La audacia como virtud humana. Todo lo dicho pertenece a un plano
meramente pasional: es sólo un movimiento instintivo, nacido de una
aprehensión inmediata del bien a conseguir, de los peligros que lo
obstaculizan y de las fuerzas con que se cuenta. Y este movimiento, que
puede ser intenso y vehemente en el obrar, puede apagarse al
experimentar las verdaderas dificultades; más aún, podría darse una no
exacta valoración de la realidad y degenerar el movimiento en temeridad.
Se requiere, por tanto, la intervención de la razón para hacer de esta
pasión una virtud: una a. consciente, reflexiva, enraizada en ideas, y
no en intuiciones o en simples corazonadas, nacida de la serenidad del
juicio. No se piense, sin embargo, que se trata de negar valor a la a.
como pasión:
se trata sólo de dirigirla por medio de la prudencia, que
redundará en un aumento de la fuerza pasional, siempre más recta y más
al servicio de grandes empresas (cfr. lb., 22 g123 al0).
La a. como virtud humana es un aspecto concreto de la
magnanimidad, por la que el ánimo del hombre tiende a cosas grandes (cfr.
lb., 22 gl29 al), y busca la virtud y el bien a toda costa. Y cuando las
dificultades que se presentan en esa búsqueda son grandes y tratan de
empequeñecer el ánimo para que desista de afrontarlas, la a. mueve al
hombre para acometer la empresa decididamente. Para que se dé la virtud,
se requiere, por tanto, que haya esperanza racional de un auténtico
bien, de algo que objetivamente perfecciona al hombre y le lleva hacia
su fin. No puede ser audaz quien se lanza tras la consecución de algo
que no lleva al hombre hacia su plenitud, hacia Dios, en su vida sobre
la tierra. La a. verdadera debe hacer relación, en última instancia, al
último fin, ya que todas nuestras esperanzas naturales aspiran a
realidades que son como reflejos y sombras confusas de la vida eterna.
Sería desvirtuar la realidad del hombre, si se tratara de sustituir la
verdadera esperanza (aun en los hombres que no tienen la verdadera fe),
por una simple esperanza terrena, configurada al margen de su relación
con Dios y sus promesas, como pretende hacer el marxismo en sus diversas
manifestaciones.
Y cuanto más grande es la empresa que el hombre desea y espera
realizar, cuanto mayor recta estima tiene del bien y mayor claridad en
su relación con el fin último, mayor debe ser la a. Mas a esta esperanza
ha de unirse la intervención de la prudencia: la a., virtud racional,
sigue a la deliberación de la inteligencia, en la que se consideran
todos los peligros que amenazan, dentro de las más diversas situaciones
hipotéticas posibles, de modo que se dé una justa proporción entre el
bien que se busca y los peligros que hay que afrontar; y al mismo
tiempo, considerar las fuerzas de que dispone el hombre para vencer esas
dificultades. En el plano humano, estos medios son las virtudes, la
experiencia, los posibles medios exteriores necesarios, la ayuda de
otras personas y, principalmente, el auxilio de Dios, «de quien
esperamos el socorro, no sólo de beneficios espirituales, sino también
temporales» (S. Tomás, Quaestio disputata de spe, 1). Por tanto, la a.
está entre dos extremos: la pusilanimidad y la cobardía, de un lado, que
obligan al hombre, bajo capa de falsa prudencia, a no acometer empresas
grandes que llevan consigo dificultades y peligros, y, de otro lado, la
temeridad y la presunción, por las que el hombre se arriesga sin
necesidad o sin contar con las debidas fuerzas.
La audacia, virtud cristiana. «Quienes están en buenas
disposiciones con la divinidad son más audaces». Estas palabras de
Aristóteles (2 Rethor., 13, c4), recogidas por la Teología cristiana,
nos llevan finalmente, a la dimensión más profunda de la a.: su razón de
ser en el plano sobrenatural. Nadie como un cristiano tiene motivos y
razones para vivir esta virtud. En primer lugar, el cristiano apoya su
a. en una esperanza sobrenatural, por la que se le han prometido con
certeza bienes que superan toda expectativa natural, y que deben
buscarse por encima de todo peligro, aun a costa de la propia vida (cfr.
Mt 10, 39; Mc 8, 35). Y todas las actividades del cristiano cobran su
pleno sentido cuando a su intrínseca pero limitada bondad se añade la de
ser camino y medio para llegar a Dios: «Trabajad no por el manjar que se
consume, sino por el que dura hasta la vida eterna» (Io 6, 27). Junto a
eso, la esperanza cristiana tiene la certeza de alcanzar dichos bienes,
porque en Cristo tenemos «la esperanza como segura y firme áncora de
nuestra alma» (Heb 6, 19). Y para conseguir lo que el cristiano busca,
cuenta no sólo con sus exiguas fuerzas, sino con el mismo Cristo, que
«es la esperanza de la gloria» (Col 1, 27), y en el que Dios nos ha dado
todas las cosas: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El
que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por
todos nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado a 61 dejará de darnos
cualquier otra cosa?» (Rom 8, 31).
Finalmente para esa consecución, el cristiano cuenta con la
oración de petición infalible: «Así como nuestro Salvador ha obrado y
realizado en nosotros la fe, fue asimismo saludable que nos introdujera
también en la esperanza viva, enseñándonos la oración con que más
comúnmente nuestra esperanza se alza hacia Dios» (S. Tomás, Compendium
theologiae, 2, 3). La oración y la esperanza están esencialmente
implicadas. La oración es la exteriorización y manifestación de la
esperanza, es «interpretativa spei» (22 q17 a4); en ella se expresa la
esperanza misma. Es lógico, por tanto, que la a. sea específicamente
virtud cristiana; y lo es, precisamente, en la medida en que se apoya en
la humildad, que busca la ayuda de Dios, conociendo la flaqueza humana,
y huye de la presunción. El cristiano busca la recta edificación de la
ciudad temporal, descubriendo en todas las situaciones el sentido
trascendente que tiene su tarea: sabe que no . puede apoyarse solamente
en sus propios medios inadecuados para este fin, sino que cuenta con el
auxilio y el poder de Dios. Y, por ello, está dispuesto a afrontar todos
los peligros, con la mirada puesta en la grandeza de lo que intenta y
con la seguridad de que no está solo: « ¡Dios y audacia! La audacia no es imprudencia. La audacia no es
osadía» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n° 401). Estas actitudes, para
quien no vive la fe y la esperanza, carecerían de sentido y estarían
fuera de la prudencia humana o parecerían locuras; pero se presentan en
el cristiano con la claridad y certeza que le dan el vivir esas virtudes
teologales.
V. t.: ESPERANZA; ORACIÓN; VIRTUDES.
I. CELAYA URRUTIA.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th., 12 q45; 22 ggl23, 127, 129, 133; A. D. SERTILLANGES, La philosophie morale de S. Thomas d'Aquin, París 1922; E. JANVIER, Esposizione della morale cattolica, Turín 1938, 145 ss.; J. PIEPER, Sobre la esperanza, Madrid 1951; íD, justicia y fortaleza, Madrid 1968; G. MAUSBACH, Teología Moral, Pamplona 1971; B. HXRING, La ley de Cristo, Barcelona 1965, 552560; J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, 13 ed. Madrid 1966, 139162; J. ESCRIVÁ DE BALAGuER, Camino, 26 ed. Madrid 1965.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991