ASCETISMO. ASCÉTICA CRISTIANA.


1. Etimología y significado general: askeo, asketes, asketicos, son vocablos de orígenes oscuros, pero que en el griego clásico significan sencillamente: ejercer, ejercitación, ejercitador. El sentido dominante en la literatura griega en general es el del esfuerzo reflexivo y metódico para hacer o conseguir algo; se aplica a diversas actividades humanas. Lo más obvio e inmediato, al ejercicio de las fuerzas físicas corporales: atletismo, trabajos manuales, ejercicios castrenses. Luego también, por derivación, a las actividades filosóficas y morales, sobre todo en aquellas escuelas del atardecer de la cultura griega, particularmente sensibles al moralismo, como la Estoa (v. ESTOICOS). Extenderlo al dominio religioso o dar, mejor, a esa ejercitación disciplinar humana un sentido religioso fue el intento de Filón (v.), epigono de las mejores corrientes griegas que quiere ensamblar con la teología judía.
      El nombre no aparece más que una sola vez en el N. T. Pablo ante el procurador romano Félix: «Por eso yo también me esfuerzo (asko) por tener constantemente una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres» (Act 24, 16). Pero la alusión a los ejercicios atléticos (ascéticos) se encuentra en 1 Cor 9, 2427. Y el término afín de gimnasia en 1 Tim 4, 78: «Ejercítate (gimnakse) en la piedad. Los ejercicios corporales (gimnasia) sirven para poco».
      Askein, ejercitarse, y sus derivados se emplea abundantemente por la literatura patrística griega con los significados concretos a que aludiremos después. En la literatura latina apenas se usa, hasta que en los s. xvu y siguientes se introduce y es de frecuente utilización.
      ¿Qué significación y contenido damos a la palabra ascética y sus derivadas o semejantes en la literatura actual? En los diccionarios filosóficos y teológicos se le reserva un sentido estrictamente moral, de ejercicio y hasta esfuerzo humano por conseguir un ideal moral, y muchas veces religioso, de vida. Generalmente se acompaña de la nota de metodización, y también de abnegación, de renuncia más o menos difícil y hasta dolorosa. Para muchos se reduce a la práctica de algunos ejercicios concretos de mortificación (v.) corporal, clásicos en la historia de la espiritualidad en general.
      En este artículo, al hablar de a., la trataremos en un doble sentido: A) la cooperación humana en la tarea de la perfección (v.) a que el hombre está llamado por Dios en su Cristo; B) el aspecto de esfuerzo, de lucha que en parte reviste de hecho esa cooperación, con los problemas que esto plantea en la vida cristiana. Porque tratamos nada más que de ascética cristiana. Remitimos al artículo anterior para el estudio de cómo se ha planteado y vivido el a. en las religiones no cristianas. En algunas su expresión ha sido y es agudísima: piénsese en el hinduismo (v.), en el budismo (v.) en el neoplatonismo (V. NEOPLATÓNICOS) del s. III donde el rigor ascético interior se apuró al máximo en un esfuerzo impresionante de búsqueda de Dios. Piénsese también en la influencia que algunas ascéticas de las escuelas filosóficoreligiosas, o al menos moralizantes, del mundo grecolatino ejercieron en la vida y literatura cristianas de los siglos primeros: el citado neoplatonismo, el neopitagorismo, el estoicismo (V. PITAGÓRICOS; ESTOICOS; etc.).
      Como reflexión general de base recordemos que el hombre consciente de su condición de tal percibe necesariamente su propia finitud y siente la inevitable insatisfacción ante la misma. En ese radical y primer sentimiento vital, grundgefühl, percibe su propio misterio, que psicológicamente implica una cierta angustia vital. Esa angustia es en su debida proporción fuente de energía, que le empuja a caminar, a la búsqueda, que le lleva a descubrir la trascendencia que explique su misma existencia y que la satisfaga «perfeccionándola». «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pascal). Vivir esa dimensión de trascendencia, tomar conciencia de ella, es abrirse a la estructura radical de la existencia humana. Algo que no aliena al hombre de sí mismo, puesto que es algo que encuentra recibido, es cierto, pero como todo su ser y su existir, a los que funda, y que, por tanto, los constituye y da sentido. El hombre existencialmente lo descubre por intuición racional y cordial, como actitud connatural y sencilla. Esa actitud «religiosa» se proyecta luego en sentimientos, en imágenes (símbolos y ritos), en conceptos... El hombre busca a Dios por la religión. La religión es así el gran fenómeno humanísimo que está en la médula de la cultura, de todas las culturas. El hombre busca y encuentra a Dios, al Dios personal, al Otro, que era El que en definitiva le llamaba y le esperaba desde el fondo de su mismo ser insondable. Ese esfuerzo generoso de búsqueda de Dios, que ha cuajado institucionalmente en «religiones» históricas y que está presente en todo hombre reflexivo y serio en la forma que ello sea es la gran ascesis fundamental de la humanidad y de cada hombre. Sus manifestaciones y sus fórmulas prácticas han sido multiformes, a veces exageradas, pero en general dignas de respeto y de admiración.
      Pero Dios no sólo ha llamado y llama a los hombres desde el secreto de sus corazones, sino que les ha regalado una Revelación (v.) pública positiva, y les ofrece otra llamada misteriosa en la fe (v.) para que puedan reconocer aquélla, y encontrarle en una entrega de amor que supera todos sus deseos. En esa Revelación Él mismo les enseña cómo y por qué medios el hombre tiene que responder a las exigencias misericordiosas de Dios sobre él.
      2. La ascética en la Sagrada Escritura. A. En el Antiguo Testamento. El pueblo de Israel ha respondido a la gran llamada que Yahwéh le hizo. El gran hecho de la Alianza (v.) del Sinaí domina su historia. Fue un pacto solemne entre Dios y su pueblo. Éste se compromete, y su compromiso se concreta en la observancia de la Ley con todos los complementos explicativos y adicionales que la fueron acompañando (v. LEY VII, 3). Pero en parte por designios de Dios y en parte por culpa del pueblo, para llegar a la posesión de la tierra prometida hizo falta una larga y dura peregrinación, ascética terrible del éxodo (v.). Ello supuso renunciar a Egipto y caminar por el desierto. Luego la guerra, con su ascesis castrense. Después la historia se despliega entre goces y triunfos, y entre sufrimientos y castigos. Ascesis penitencial tantas veces. Ascesis de purificación recordada incesantemente por los profetas; de una purificación del corazón, no solamente legal y formalística. Ascesis que se expresará en prácticas penitenciales, en ayunos, y ceniza y cilicios. Los libros sapienciales insistirán en el cultivo de las virtudes morales y en la lucha contra los vicios y defectos.
      Pero toda esta cooperación del hombre a los planes de Dios y esa ascesis esforzada que de hecho llevaba consigo, está preludiada con pinceladas fuertes en el gran fresco del Génesis (v.): la respuesta amorosa del hombre a la llamada a la existencia que recibe, su trabajo gozoso en el cosmos, la rebelión, el castigo, la «tierra de la desemejanza» de que hablaban los Padres, el diluvio... Luego surge en el horizonte de la préhistoria de Israel la gran figura de Abraham (v.). Las exigencias de Yahwéh sobre él fueron extremas. Dejar su tierra «sin saber a dónde iba» (Heb 11, 8). El sacrificio de Isaac, el hijo de las promesas (Gen 22)... Su fe fue probada al máximo. Detrás de Abraham se multiplican las figuras que son ejemplo de abnegación y de generosidad para con el Dios vivo, santo y celoso.
      Los últimos tiempos veterotestamentarios nos ofrecen, aparte de los grupos de `cinawim (v. POBRES DE YAHWÉH) que surgen al conjuro de los profetas, la gesta macabea (v.) con sus heroísmos y sus sacrificios, y los grupos de ascetismo espiritual de los terapeutas, y sobre todo los esenios (v.), sectas al margen del Israel oficial, pero deseosas de un ideal teórico y práctico de vida que preparará en parte la aparición de los tiempos mesiánicos nuevos. Los documentos de Qumrám (v.) son elocuentes. La misma secta semioficial de los fariseos (v.) vivía un ascetismo riguroso siquiera fuese parcial y formalístico en muchos de ellos.
      En la cumbre de las dos vertientes de ambos Testamentos se recorta la figura grandiosa, ascéticamente hirsuta, de Juan el Bautista (v.). Su vida impresionante será una de las referencias más incesantes del a. cristiano de todos los tiempos.
      B. La ascética en el Nuevo Testamento. La ascética, cooperación activa y esforzada a la obra salvadora y vivificante del Señor, se resume en el logion de Cristo que recogen los Sinópticos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34; Mt 16, 24; Lc 9, 23). «Quien no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Seguir a Cristo (akoloutein) no es sinónimo de imitarle (mimeistai). Pero prácticamente la tradición los ha hecho tales: «Quid est enim sequi nisi imitari?» (S. Agustín, De sancta virginitate, 27: PL 40, 41). Pero ese seguimiento (óntico y vital, ético, íntimo y externo) comporta inevitablemente morir a sí mismo, mortificarse, abnegarse, comulgar con su cruz. Es el programa que explicita el sermón del monte, sobre todo las «bienaventuranzas» (v.). Y esto con sinceridad religiosa y moral, con pureza interior (Mc 7, 1423; Mt 15, 1020). Abnegación que el Señor ha pedido según maneras más apuradas a algunos de los que se ofrecieron a seguirle, y que encontraron eco a lo largo de todos los siglos en no pocos de sus cristianos. Pobreza efectiva (Mc 10, 1731; Mt 19, 1630; Lc 18, 1830). Castidad celibataria (Mt 19, 1112). En S. Juan ese seguir a Jesucristo con su abnegación correspondiente suena lo mismo, pero con ese tono místico que los escritos de S. Juan ofrecen: fe y amor a Cristo y a los hermanos al estilo oblativo y total como Él lo ha hecho con nosotros. El anuncio de las persecuciones que esperan a sus seguidores, hecho en el discurso de después de la cena, encuentra en los cuadros imaginativos del Apocalipsis su cumplimiento más vivo. Habría que citar aquí casi por completo las cartas de S. Pedro, sobre todo la primera, y la carta de Santiago, todas cargadas de exigencias moralizantes en las cuales ha de traducirse la verdadera fidelidad a la vocación cristiana, al seguimiento de Cristo en el amor.
      S. Pablo ha elaborado la teología de nuestra conversión (metanoia) de la esclavitud del pecado a la vida (Rom 6, 4 ss.), del hombre viejo al hombre nuevo (Eph 4, 2224; Rom 2, 4; Phil 2, 13; 2 Cor 5, 17 ss.), del dominio de la carne al del espíritu (Rom 8, 9; 1516; Gal 4, 17), de las tinieblas a la luz, (Eph 5, 8; 1 Thes 5, 58), viendo en ella una participación misteriosa a la Pascua de Dios en la muerte y resurrección de su Cristo (v. CONVERSIÓN). Ello tiene lugar por la fe y el Bautismo (Rom 6; Col 2, 1112), rito de purificación (Tit 3, 5; Eph 5, 26), de regeneración (Tit 3, 57), de incorporación a ese Cristo (Rom 5; Gal 3, 2627). Pero esta nueva vida en Cristo pide renuncias radicales en el vivir humano (Phil 3, 711; Rom 12, 2; Eph 4, 2124; Col 3, 510; Tit 2, 1114; etc.). Pide no vivir para sí (Rom 14, 7). Lo cual se traducirá en una entrega generosa a los demás por amor y según el ejemplo de Jesucristo (Rom 15, 13; Eph 5, 25; Phil 2, 611; 1 Cor 10, 33; 13; Col 3, 1315; y tantas exhortaciones parenéticas al final de varias de las cartas; cfr. también Heb 12).
      Pero la vida nueva que el Bautismo proporciona no es una conversión todavía perfecta. La liberación de las fuerzas del mal no queda consumada. El demonio sigue acechando al cristiano (Eph 6, 1112). Y queda la carne, sarx, rebelde al espíritu (Rom 8, 813; Gal 5, 1325). Dramáticamente lo experimenta el Apóstol en sí mismo (Rom 7, 1425). El pecado ha entrado en el mundo (Rom 5.12), y sus consecuencias se atardan en nosotros a pesar de la fuerza y vida que el Señor nos regala. Se impone, pues, adherirnos a esa fuerza de la caridad divina, y apoyados en ella luchar hasta conseguir la victoria completa, que no será tal hasta la manifestación escatológica y última del Señor (v. PARUSÍA). La vida es, por consiguiente, agonía más o menos hasta morir. S. Pablo ha recurrido a las metáforas lúdicas y guerreras para expresarlo vivamente. Los textos son conocidos. Es una carrera hacia la meta (Phil 3, 716), que Pablo conocía sin duda directamente por los espectáculos atléticos de su tiempo en el mundo griego. El texto de 1 Cor 9, 2427, es de una expresividad riquísima en matices: «¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno sólo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; ¡y eso por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así, pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo predicado a los demás, resulte yo mismo descalificado». La vida cristiana es milicia y hay que estar armado para la lucha con la panoplia de Dios a fin de resistir contra el diablo y la carne (Eph 6, 1020). Si por el Bautismo nos hemos despojado del hombre viejo con todas sus obras y hemos revestido al hombre nuevo (Eph 4, 2224; Col 3, 910), quiere decir que el empeño de nuestra vida cristiana ha de ser vivir conforme a esa vida nueva recibida (v. HOMBRE II, 3). «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados os habéis vestido de Cristo» (Gal 3, 27).
      Por consiguiente, «buscad las cosas de arriba... pensad en las cosas de arriba» (Col 3, 12). «Mortificad (necrosate) vuestros miembros terrenos». Y que ninguna de las miserias de la vetustez pecaminosa se dé en vosotros (Col 3, 5 ss.). «Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios, como quienes muertos han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios, como instrumentos de justicia» (Rom 6, 1213). No hay que conformarse con la maldad del mundo (Rom 12, 2).
      La vida cristiana, pues, que lo es tal por esa iniciación mística y litúrgica por el Bautismo a la muerte y resurrección vivificante de Cristo, ha de ser un continuo morir, ir muriendo a lo que queda de malicia en nosotros por un abrazarse cada vez más a la cruz del Señor. «Pero llevamos este tesoro en vasos de barro... Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús (pantote ten necrosin tu Jesu en to somati periferontes) a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor 4, 711). Conformarse a su morir, participar en sus padecimientos para llegar a la resurrección con Él (Phil 3, 1011). Por eso «los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gal 5, 24). Por eso padecen a su vez a fin de completar lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su Iglesia (Col 1, 24). Por eso la gloria del cristiano está en la cruz de Jesucristo «por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo», para aquel que como Pablo lleva en su cuerpo los estigmas del Señor Jesús (Gal, 6, 14.17). «Con Cristo estoy crucificado» (Gal 2, 19).
      La unión a Jesucristo nos exige vivir, morir, resucitar con y como Jesucristo. La ascética paulina no es más que un explicitar hasta sus últimas consecuencias todo el denso contenido de su repetido «en Cristo Jesús».
      3. La ascesis en la historia de la Iglesia. La tradición viva de la comunidad cristiana ha recogido el mensaje del Señor y sus apóstoles y lo ha encarnado en su historia. Hacer aquí esa historia no nos pertenece. únicamente indicaremos algunos datos que dicen más de ese aspecto ascético de la espiritualidad colectiva e individual de la Iglesia.
      La vida de la Iglesia comienza con la metanoia, la conversión (v.) de corazón y de obras de los oyentes de Pedro en el día de Pentecostés: «Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2, 3738). La llamada a conversión y penitencia ante el advenimiento del Reino de Dios, hecha por Juan, y luego por el mismo Jesús, resonará para siempre en el mundo por medio de la Iglesia.
      Aquella comunidad primitiva de Jerusalén vivirá en la asiduidad a las enseñanzas de los Apóstoles, en la caridad mutua, en la fracción del pan o Eucaristía, en la oración común (id. 42 ss.). Luego aparecen en seguida la práctica de la limosna, de los ayunos (Act 13, 23; 14, 22; cfr. 2 Cor 6, 5; 11, 27) y las persecuciones anunciadas por el Señor. Al extenderse el cristianismo por el área mediterránea el ideal cristiano se encarna en maneras sencillas de la vida ordinaria. Los cristianos se segregan de las «vanidades» del mundo, pero no del ejercicio de las profesiones temporales, de la vida de familia y del matrimonio, cultivan las filosofías al uso, etc. Se distinguen por su laboriosidad, alegría, espíritu de servicio y amor a los demás, todo ello unido a un gran espíritu apostólico (v. CRISTIANOS, PRIMEROS). Algunas comunidades son más fervorosas que otras, si bien deficiencias, y también lucha, las hubo siempre por doquier.
      A. Primeras manifestaciones e instituciones ascéticas. Pronto aparecen ciertas manifestaciones reveladoras de la intrahistoria del pueblo cristiano, y que son al mismo tiempo altamente eficaces como signos y reclamo de la santidad de vida que la fe en Cristo exigía a todos sus discípulos.
      La primera es el martirio, a causa de las persecuciones que con relativa frecuencia se presentaron en seguida. El martirio de sangre, por fe y caridad a Jesucristo, fue tenido con razón como la expresión suprema de la perfección cristiana. Era llevar el seguimiento al Señor hasta sus últimas consecuencias (cfr. lo 15, 13). Los textos patrísticos primitivos sobre ello son innumerables. Baste recordar: S. Ignacio de Antioquía, Ep. a los romanos (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1965, p. 447 ss.); El martirio de S. Policarpo 19 (ib., p. 686); El Pastor de Hermas, vis. 3 (ib., p. 949); Clemente de Alejandría, Stromata, 4, 4 (PG 8, 1928); Tertuliano, Ad martyres (PL 1, 619628); Orígenes, Exhortación al martirio (PG 11, 563637); S. Cipriano, Cartas, y Ad Fortunatum (PL 4, 651676), también su De laude martyrii (id. 787804); y las actas auténticas, que se conservan (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1951). El elogio de los Padres de siglos posteriores es unánime también (v. MARTIRIO; MÁRTIRES; MARTIROLOGIO).
      Pero el martirio de sangre no siempre puede darse de hecho, siempre sí como disposición del corazón. Poco a poco se abre camino la idea de que la vida cristiana vivida con generosidad y abnegación, en la caridad, es como una confessio de la fe (se llamaron confesores desde el s. Iii aquellos que sin llegar a morir habían padecido cárceles y sufrimientos por la fe). «Hay dos clases de martirio: uno del alma; otro del cuerpo; uno manifiesto; otro oculto. El manifiesto tiene lugar cuando se mata el cuerpo por amor de Dios; el oculto, cuando por amor de Dios, se arrancan los vicios». Este texto de Rufino (In Psalmo 43: PL 21, 819) es significativo (cfr. S. Gregorio Magno, In Ex. hom. 5, 12: PL 76, 992).
      Desde la hora primera cristiana fueron apareciendo algunos que se sintieron tocados por la invitación del Señor a seguirle por los caminos de la vida celibataria y virginal, por los de una renuncia más estrecha a las riquezas y comodidades de la vida. Surgen los ascetas y las vírgenes, que, al irse haciendo más raro el martirio de sangre, se sienten como sucesores de los mártires con un derecho especial. Las excelencias de la virginidad son celebradas exhaustivamente por los Padres. No es posible acumular aquí textos. Citamos dos que revelan ese concepto de sustituidad que indicábamos: «No sólo el derramamiento de sangre constituye verdadera confesión martirial, sino que también la fidelidad inmaculada de un corazón consagrado a Dios es un martirio cotidiano» (S. Jerónimo, Epist. 108: PL 22, 905). «En la Iglesia, el primer sacrificio, después del de los apóstoles, es el de los mártires, el segundo el de las vírgenes» (Orígenes, Comm. in Rom. 9, 1: PG 14, 1205). Poco a poco el celibato fue aceptándose por un número cada vez mayor de clérigos, hasta llegar a hacerse ley para todo el clero latino y en parte para el oriental (conc. de Elvira de 306? canon 33: Kirch, 339; conc. Trullano de 692, can. 13 y 48: Kirch, 1093, 1102) (v. CRISTIANOS, PRII11EROS; VÍRGENES PRIMITIVAS).
      Esta vida de a. especial se concreta en el monacato. Los aséetas y vírgenes de los tiempos primeros viven su vida de renuncias en medio de los demás cristianos. Pero llega un momento (s. III, y masivamente después) en que se inicia la huida del mundo. Quizá por las persecuciones en algunos casos, quizá como antídoto frente a una situación en la que al hacerse la sociedad rápidamente cristiana se podía correr el riesgo de olvidar la tensión del martirio, quizá como expresión de vitalidad religiosa en algunos, el caso es que el monaquismo (v.) irrumpe en la Iglesia, acaparando la atención de todos, y constituyéndose casi instintivamente en el exponente de la vida de perfección y de santidad. Anacoretas, cenobitas después (v. s. PACOMIO, s. BASILIO, S. BENITO, etc.) llenan con su a., a veces a ultranza, los anales y la literatura de los s. Ivvi. Ellos encarnan en su época el ideal de la perfección cristiana. Ahora que ya no hay persecuciones, pero sí el riesgo del aburguesamiento, el estímulo lo encuentra el cristiano no en la consideración de los mártires, sino en la de los monjes. Su fuga mundi, su vida de contemplación y de austeridades, su trabajo, sus luchas contra el demonio en los desiertos, les rodea de una aureola admirativa, y les hace ser tenidos como el analogatum princeps de la perfección cristiana. Cuando la vida cenobítica se extiende, se dulcifican algunos aspectos de la vida monástica, y sobre todo se ponen de relieve ciertas virtudes sociales: caridad con los que se convive, obediencia, etc., que enriquecen la vida interior de muchos de sus cultivadores (V. ANACORETISMO; ERMITAÑOS; MONAQUISMO).
      B. Literatura ascética de los primeros siglos. Todas estas prácticas e instituciones producen una literatura abundante que las explica y justifica. Completemos lo dicho clasificando los escritos en dos grupos.
      a) En primer lugar los grandes estudios teológicos sobre el misterio de la vida cristiana. Las aportaciones sueltas que encontramos en los Padres apostólicos son más bien prácticas, responden en parte aún a una presentación con trasfondo judío del misterio cristiano. Pero con los alejandrinos (Clemente, Orígenes, etc.) la teoría sobre el vivir cristiano se desarrolla, recogiendo aportaciones de elementos platonizantes o propios del estoicismo en su tercera época (Séneca, Epicteto, Marco Aurelio). Cierto que el contenido será cristiano, que la caridad será el objetivo que se busca y se cultiva. Pero la presentación externa se inspira en lo helénico, y a veces, aun siendo grandiosa, pierde en sencillez. No podemos entrar aquí en el estudio de la antropología que presenta la Stoa, en esos siglos, y que se absorbe en gran parte por el neoplatonismo y por el cristianismo. Que todo ello repercutió en la literatura cristiana es evidente. Pero también que fue corregido y modificado; como se ve con la famosa apatheia, que bajo el aspecto ascético de la vida es lo que más parece resonó en aquella literatura (Gregorio de Nisa, Evagrio y la larga influencia oculta o disimulada de este último).
      Tanto los epicúreos (v.) como los estoicos (v.) se plantean el problema práctico y moral del hombre, desgarrado en su pathos, en su actividad e interioridad. La solución epicúrea fue la ataraxia: conseguir una satisfacción armónica de las tendencias pasionales para acallarlas. La Stoa, pobre como escuela en metafísica y hasta en psicología, ofrece una moral, un arte ascético, en parte empírico, y pone su afán en hacer feliz al hombre por la apatheia. Los diversos tiempos y autores que pertenecen mas o menos a la escuela presentan concepciones fluctuantes sobre ella. Para los de la primera época la apatheia es radical: suprimir y aniquilar las tendencias, llegar a la insensibilidad hasta ante el dolor físico y a la inmutabilidad rígida del ánimo ante las dificultades que se encuentren. En el segundo periodo se suaviza el panorama, pero se eriza de nuevo en el tercero, el de la época cristiana. Los autores estoicos matizan de diversas maneras. Pero en general persiguen la imperturbabilidad por un esfuerzo ascético que intenta superar directa o indirectamente los afectos y repugnancias todas, viviendo solamente bajo el signo de la razón fría y serena. El neoplatonismo llevará, en un sentido místico, hasta el límite esas pretensiones. En el cristianismo se recogen términos e intuiciones, pero el contexto cambia: es del conocimiento y trato amoroso con Dios. Así Clemente (v.) cultivará la apatheia con entusiasmo para conseguir la gnosis. Esa gnosis que será en Evagrio (v.) contemplación pura, vida teorética, a la que se llega por la vida práctica de la apatheia, que no es en él más que dominio pasional, ascesis negativa y positiva que permite la pureza del corazón, para que pueda invadir al hombre la caridad. Los grandes epigonos evagrianos, que son en Oriente S. Máximo el Confesor (v.) y en Occidente Casiano (v.), no harán más que profundizar en el surco trazado por Evagrio.
      El neoplatonismo intelectual del pseudo Dionisio (v.) es una esquematización cristianizada del pagano idealismo espiritual, que tuvo efecto retardado en la literatura medieval. Pero, subrayemos con energía, la apatheia de los Padres es muy distinta de la estoica. Es una apatheia para hacer sitio a la caridad. En un Gregorio de Nisa (v.), p. ej., no viene a significar otra cosa que seguir a Jesucristo. Tiene un sentido positivo en definitiva con sus renuncias correspondientes exigidas por nuestra condición pecadora actual. La literatura occidental es más psicológica y en general más suave. La antropología de un S. Agustín, si peca, es de excesivamente humilde; su ascética es la ascética de la confianza en la gracia divina. Si hubo exageraciones, más que doctrinales, fueron prácticas en algunos de aquellos monjes de los yermos orientales. Hubo estridencias ascéticas y en su vida de oración, con gestos extremosos que recuerdan actitudes de la ascética hindú y búdica. La desconfianza y prevención contra el cuerpo y todo lo natural fue en algunos excesiva, tal vez por una infiltración del dualismo (v.) griego.
      b) Otro grupo de literatura (en parte se mezcla con la anterior), lo forman los escritos prácticos de los monjes. Las historias, los apotegmas, las centurias, las instituciones y las colaciones de Casiano que son exponenciales, las cartas de un S. jerónimo, etc., nos asoman al mundo de la vida monástica en todos sus detalles. Práctica de la oración, de las virtudes, de la mortificación... dentro de esa visión de vida retirada, especial, que ellos escogieron. Sin embargo, mucho tiene un valor humano universal. Pero ciertos detalles y el acento puesto en muchos otros era peculiar del monacato. Sin embargo, esa literatura es la que se proyecta sobre toda la espiritualidad de después, marcándola fuertemente. Esto ha sido de enorme importancia para la espiritualidad cristiana en general. Es verdad que no faltaron tampoco oposiciones y protestas de corte laxista y hasta edonista: contra la virginidad, contra el celibato, contra el monacato (Helvino, Joviniano, Vigilancio, etc.). De otra parte, a veces se creó una disyuntiva grande entre los profesionales de la perfección: los monjes, y el pueblo cristiano en general. Éste, prácticamente, se sintió dispensado, y su espiritualidad fue baja en ocasiones.
      Dos tendencias erróneas extremas aparecieron ya en los siglos primeros que afectan a problemas fundamentales de la cooperación humana a la obra de santificación de Dios en el hombre. Una fue la afirmación de una suficiencia humana: el pelagianismo (v.). La ascesis humana dicen, puede conseguir una perfección elevada por sus propias fuerzas. El pecado apenas significa una debilitación. El ejemplo externo de Cristo es ayuda bastante. La labor íntima de Dios se minusvalora. La espiritualidad de S. Agustín reacciona frente a esta falsa doctrina. Pero, por otro lado, se venía presentando otro error diferente: una intervención absorbente del Espíritu en la vida espiritual. Algunas formas de encratismo (v.), de desprecio del cuerpo, de todo lo que fuese material, a eso conducían. Era resonancia del dualismo opositivo griego entre materia y espíritu, infiltrada en algunos sectores cristianos: V. GNOSTICISMO; MONTANO Y MONTANISMO; MANIQUEíSMO; PRISCILIANO Y PRISCILIANISMO. En Oriente surgen a su vez los mesalianos (v.), con tendencia a una especie de quietismo (v.) espiritual, que creó una crisis muy seria en algunos ambientes monásticos, y que fue de largo alcance en la Edad Media bizantina.
      C. La ascética en las edades Media y Moderna. El monacato oriental se fija con la organización basiliana, renovada por S. Teodoro Estudita en el s. ix. En Occidente la regla de los benedictinos (v.), discreta y suave, se impone por todas partes. El s. xI aporta un revivir de la vida monástica: más contemplación, más austeridades de vida (V. CAMALDULENSES; CARTUJOS; CISTERCIENSES; etc.). La Edad Media queda dominada por un a. hecho de prácticas duras de mortificación corporal. Pero en esas nuevas órdenes florece el espíritu. Luego las órdenes mendicantes (V. FRANCISCANOS; DOMINICOS) conjugan austeridad, oración y apostolado. Y el contenido espiritual se carga de humanismo, de afectividad, de plasticidad: S. Francisco es la cumbre. Las terceras órdenes (v.) despiertan ideales de' vida santa entre los laicos. Las devociones abundan. Pero también los viejos errores pululan de nuevo: cátaros (v.), hermanos del libre espíritu, pobres rebeldes... La pobreza fue el tema de discusión y de exageraciones. Algunos grupos, como los «flagelantes», llevaron algunas prácticas penitenciales al paroxismo colectivo. El final de la Edad Media deja como herencia una nueva metodización en la práctica de la oración. Ya venía de antes. Pero ahora llega a su cenit con el movimiento de la devotio moderna (v.): La Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (v.), es el exponente. El «renacimiento» comportó su humanismo paganizante y su humanismo cristiano. La vida se contempla con más (a veces demasiado) optimismo. Por otra parte el luteranismo (v.), al minimizar el valor de las obras y quedarse con la fe fiducial, presentaba como inútil el esfuerzo del hombre. La reacción católica fue de un gran equilibrio: las nuevas instituciones, como los clérigos regulares, serán en cuanto a mortificaciones, etc., mucho más sencillas, pero la exigencia de la vida interior y el cultivo de virtudes no será menos que antes, sino al contrario. Hasta puede tildarse de demasiado moralismo activo a algunos autores de ese periodo. Los Ejercicios de S. Ignacio (v.) y El combate espiritual de Scupoli (v.) son expresivos. La pastoral de la perfección se cultiva mucho más también entre los laicos: oración mental, obras de caridad, etc. S. Francisco de Sales (v.) será la figura más representativa de esa espiritualidad interior, sencilla y amable, y asequible a todos. Se van frecuentando más los sacramentos. Y se multiplica la dirección espiritual. Las crisis jansenista (V. JANSENIO) y quietista, cada una a su manera, comprometieron la marcha de la vida cristiana en grandes sectores del pueblo cristiano. La «ilustración» (v.) después será una nueva versión elegante del estoicismo o del pelagianismo seudocristiano.
      Los tiempos actuales, junto con el resurgir de la responsabilidad cristiana de los laicos (v.) y de la llamada universal a la santidad (v.), se caracterizan por un despertar del sentido personalista y a la vez social, comunitario, eclesial por consiguiente. La Liturgia se cultiva y se siente. La caridad y la justicia, y el darse a los demás se proclama como nunca. Pero un humanismo demasiado optimista y desenfocado pone en peligro lo más esencial del a. cristiano, cayendo en una desestima del cultivo de la vida interior, de las virtudes llamadas pasivas, de la abnegación y de la mortificación pascuales. Se quiere conseguir una perfección a base de recetas naturales, porque en el trasfondo se tiene una visión incompleta del misterio humano. El pelagianismo naturalista rusoniano se ha introducido en vastos sectores del mundo que se dice cristiano. El llamado «americanismo» (V. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO II), que condenó León XIII en 1899 (Testem benevolentiae), continúa teniendo, con uno u otro signo y en ocasiones con más virulencia continuadores; la tentación del confort, del goce de la vida hédonística, de la entrega al consumo material, constituyen peligros también incumbentes. Pero no todo es negativo. Los movimientos bíblico y litúrgico, ya aludidos, producen frutos. Y diversos movimientos y asociaciones laicales difunden un ideal cristiano del trabajo y de las actividades terrenas (V. TRABAJO; LAICOS II),
      4. Síntesis doctrinal. Como veíamos al principio, la ascesis puede recibir dos sentidos, relacionados pero no coincidentes entre sí.
      A. La cooperación del hombre en la obra de su perfección y santidad. Es un sentido amplio de la palabra ascesis. Porque la perfección del cristiano es de hecho sobrenatural, que incluye y consuma, trascendiéndola, la misma posible perfección natural de aquél. En ambas, que en realidad es una, la iniciativa y la parte principal es de Dios. É1 es quien nos regala la existencia y la participación misteriosa de su misma vida, de su caridad por consiguiente. Esto solamente Él puede hacerlo. Se trata, pues, de una llamada divina. A la cual Él exige una respuesta por parte del hombre. Respuesta que Dios mismo hace posible. Pero que ha de darse libremente, generosamente. Es cierto que hipotéticamente hablando se puede pensar una perfección únicamente humana realizada por Dios. Pero la Revelación positiva dice que hemos sido elevados a participar de la vida divina. Y también aquí, en esta situación sobrenatural, es a la puerta de la libertad humana a la que Dios llama con sus dones, con su presencia vivificante y paternal. Todo este planteamiento supone unos problemas teológicos de base que aquí suponemos resueltos: el de conjugar acción de Dios y libertad humana (V. GRACIA; LIBERTAD), y el de un preciso humanismo cristiano, que esbozaremos esquemáticamente (v. HUMANISMO IV).
      Por humanismo entendemos aquí la nueva manera, o maneras, de enfocar y resolver el problema del hombre. Teleológicamente sería el arte de conseguir la perfección posible del mismo. Lo cual supone en el fondo una metafísica del hombre. La historia de la cultura recuerda una serie de humanismos. Humanismos ateos, en los cuales el hombre es la medida suprema de sí mismo y del cosmos: es el ser autónomo, suficiente, absoluto entre su radical soledad. El superhombre es el ídolo de sí mismo. Con la seguridad de perderse en la nada, en su propia nada. Así en el humanismo existencialista de Sartre (v.), p. ej., o en el humanismo psicoanalista de Freud (v.), o en el humanismo rebelde de Nietzsche (v.), o en el humanismo distraído de cualquier indiferente o agnóstico o amoral. O con la seguridad de desaparecer en la humanidad presente y futura, como en el humanismo marxista (v. MARX), o simplemente en la naturaleza, como en cualquier forma descarada o disimulada de panteísmo (v.). Otros humanismos son deístas. Admiten un Ser trascedente y hasta personal. Pero con una providencia natural y distanciada (V. DEÍSMO). Quizá fue el de algunos estoicos, el de algunos hombres de la «ilustración», el del romanticismo rusoniano (V. ROUSSEAU). Pero todos ellos están fuera de la verdad, y de un modo u otro niegan al hombre tal y como Dios lo ha creado y elevado.
      El humanismo cristiano se hace de cuatro dimensiones: a) el destino trascendente, escatológico, divino y eterno del hombre, por la participación de la caridad divina; b) la realidad temporal del hombre, ser encarnado, caminante, comprometido con los valores terrenos; c) la situación de hombre herido por el pecado, sin que su corrupción sea sustancial ni irreparable; d) reparación hecha en y por la Pascua de Dios en su Cristo, que es lo que constituye la dimensión específicamente cristiana del misterio del hombre. De la combinación que, en teoría o en la vida, se haga de esas cuatro dimensiones, resultarán otros tantos humanismos de signo cristiano, más o menos aceptables. Y esos humanismos fundarán unas maneras distintas de cooperar, de a. por tanto en el vivir de quien los encarne. Más o menos activos, más o menos pesimistas u optimistas, más o menos reales. Se puede traspasar la barrera del pesimismo, como hicieron Lutero o lansenio, o la del optimismo como Pelagio, y caer en la inexactitud heterodoxa. Pero se puede ser pesimista a lo S. Agustín, a lo Condren, u optimista a lo S. Francisco de Sales o a lo Newman, dentro de una visión ortodoxa de la condición humana. Y se pueden vivir esas dimensiones con acentuaciones diversas de una o de otra, siendo respetables todas, si responden a particulares designios divinos, a circunstancias psicológicas personales, a urgencias de los signos de los tiempos en que tocó encontrarse a cada cual. Por eso el monje y el seglar, el contemplativo y el activo, los casos normales o los casos límites, tienen razón de ser dentro de la variedad multiforme del único pueblo santo de Dios.
      Todo esto supuesto, hemos de afirmar en sano humanismo cristiano que la tarea de la perfección del hombre la inicia, la acompaña, y la consuma Dios. Pero el hombre toma parte en ella activa y libremente. Sin el «concurso» divino nada es posible, y menos sobrenaturalmente hablando. Pero, bajo la gracia, el hombre actúa. Y esa actuación suya le es fácilmente registrable bajo todos los aspectos, así como la actuación divina de suyo se esconde a su conciencia, aunque se la revela la fe. La parte del hombre en esa sinergia divinohumana es la que llamamos ascética en un lato sentido. La parte de Dios se llamaría en este plano mística. Después, en la medida que esa acción divina va siendo más penetrante, quizá hasta psicológicamente más sentida (v. MísTICA), la nota de pasividad se acentúa en el conjunto del quehacer espiritual del hombre, antes aparentemente más como en sus manos e iniciativas y esfuerzos; así se podría distinguir en la vida como una etapa mística y una etapa ascética, sin prejuzgar de lo que por mística en sentido estricto se quiera sentir. Siempre bien entendido que en todo momento Dios está presente posibilitando toda aportación y humano quehacer.
      B. Esa actividad humana puede revestir una cara más positiva o una cara más negativa, inseparables en su realidad objetiva y en la unidad del vibrar humano. Pero innegables en su concreta representabilidad. Ese lado más negativo es lo que más limitadamente recibe el nombre de ascetismo, de ascesis sin más. Aludimos sólo a los temas positivos que se tratan en otros lugares (v. PERFECCIÓN; SANTIDAD; JESUCRISTO V; etc.). Y nos detenemos un poco más en esa vertiente negativa de nuestra cooperación a la santidad.
      Positivamente. Aceptar la fe y, por tanto, entrar en el misterio del Cristo total (Cristo y su Iglesia). Beber y vivir en la Biblia y la Liturgia esa actuación vivificante del Espíritu. Acercarse a esa palabra de Dios. Y en la Liturgia comprometerse por fe y amor ante la interpelación vital que Dios allí nos hace en Cristo con la Iglesia. La Liturgia es el alto encuentro de la actividad divina y humana en el ámbito eclesial (V. LITURGIA; IGLESIA).
      Esta participación nos proporcionará y se traducirá en vida teologal. De caridad para con Dios y para con los hombres. Para con Dios será adoración, alabanza, eucaristía, petición, oración en una palabra. Oración que en cuanto nuestra necesita echar mano de recursos humanos psicológicos y hasta externos. Todo el problema de los «métodos» para hacerla habría que replantearlo aquí (V. ORACIÓN; MEDITACIÓN). Es el mismo Espíritu Santo el que nos pide y sostiene esa contribución de nuestro psicologismo para establecer el diálogo vivo con Él. Pero como puros medios funcionales y personales que son, serán variadísimos y más o menos necesarios, y hasta inútiles cuando el vuelo espiritual es más alto por la intervención más intensa del Señor. Oración que es sencillamente actuación de la mano de la vida teologal de fe, esperanza y caridad.
      El amor verdadero para con Dios lleva consigo adherirse a su voluntad (V. VOLUNTAD DE DIOS). A su voluntad significada (la conocida de antemano: mandamientos, deberes...), a su voluntad de beneplácito (la que se descubre según caminamos, en los acontecimientos de la vida), a su voluntad de invitación o de iniciativa nuestra (la que con humildad y prudencia tratamos de encontrar dentro del plan universal de salvación en que Él nos inmerge). Todo esto supone una actitud constante de docilidad al Espíritu Santo (V. EXAMEN DE CONCIENCIA).
      Para con el prójimo la caridad será fraternal, y se expresará en tantas obras de misericordia, a través de los sacrificios que hagan falta, y de la oblación de sí mismo hasta el morir si es necesario.
      La caridad (v.) pide la plenitud de las virtudes (v.) todas (v. FE; ESPERANZA). De las virtudes humanas en primer lugar, sobre todo la sinceridad (v.). El cristianismo pide el servicio y amor de Dios y de los hombres «in spiritu et veritate» (lo 4, 23). Por eso la pureza del corazón es necesaria en absoluto. Y el pecado es desde el corazón como se comete (Mt 15, 120; Mc 7, 123). Sería muy largo detenernos aquí en las muchas virtudes humanas que el cristiano ha de adquirir y practicar; junto con las llamadas virtudes cardinales (V. PRUDENCIA; JUSTICIA; FORTALEZA; TEMPLANZA), baste citar algunas, de las que pueden verse los artículos correspondientes, v.: ALEGRÍA, AMISTAD, AUDACIA, FIDELIDAD, GRATITUD, LABORIOSIDAD, LEALTAD, LIBERALIDAD, MODESTIA, NATURALIDAD, PATRIOTISMO, PERSEVERANCIA, RESPONSABILIDAD, SENCILLEZ, VERACIDAD.
      Entre las virtudes morales, anotemos (v. artículos respectivos) las llamadas, muy impropiamente, «pasivas», que bien entendidas son profundamente humanas y totalmente necesarias para la salvación y perfección del hombre. Humildad (sentido personal de la verdad, de la situación limitada, exacta y abierta a la magnanimidad). Paciencia (para el aguante, no seco y estoico, sino por amor). Obediencia (a la autoridad de Dios en sus legítimos representantes, lo cual no aliena, sino que permite lograr la propia personalidad, en comunión personal con ellos, en sencillez y humildad de corazón; por otra parte sin comulgar con la obediencia de Cristo no se puede entrar en su Pascua salvadora: Rom 5, 19; Phil 2, 8; Heb 5, 78). Castidad (en unas u otras formas o maneras: prematrimonial, matrimonial, celibataria, virginal...). Pobreza (desprendimiento y sencillez de vida, comunión a la kénosis del Verbo Encarnado, a su pobreza social y material, a su infancia y su desnudez...), etc.
      Recordemos el trabajo (v.) en general, impuesto al hombre por Dios, enriquecedor del mismo hombre que lo hace, y creador, productor, embellecedor para el cosmos que lo enmarca. Pero áspero y sudoroso después de la caída, con sabor accidental de castigo. En concreto, el ejercicio del llamado trabajo profesional, u oficio, tiene un lugar primordial y positivo en la ascética del hombre corriente, de los seglares: fomenta las virtudes humanas, puede servir para expresar y vivir la caridad, es imitación de Cristo, etc. (cfr. J. L. Illanes, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1968). La ascética seglar, sobre todo, ha de incidir en el trabajo para perfeccionarlo, y hacerlo al mismo tiempo más humano y sobrenatural (v. TRABAJO HUMANO VII).
      Todo esto no puede hacerse sin abnegación, sin esfuerzo, sin ascesis, sin comulgar con el misterio de la cruz de Cristo, que nos purifica, nos libera, nos salva, nos diviniza. Este misterio de la cruz supone el de nuestro pecado, y el aspecto negativo de nuestra cooperación a la acción de Dios en nosotros.
      Negativamente. ¿Por qué el cristianismo ha propugnado siempre en la teoría y en la práctica una ascesis de renuncias, de mortificación, de abnegación, que parece de signo negativo? Sencillamente, porque el mensaje de salvación de Cristo, que se centra en su cruz, lo ha exigido. Recordemos al Evangelio, recordemos a S. Pablo. Y porque su humanismo, tan realista y a la par tan equilibrado, lo requiere. Repasemos las dimensiones que lo explican, sobre todo la tercera, la del pecado y sus consecuencias. El pathos del hombre está afectado por el pecado (v.) y por sus secuelas, y de rechazo se puede comprometer todo el hombre. El pecado es el aspecto moral, negativo, de ruptura con Dios, de muchos actos humanos. Y en la explicación de todo el panorama histórico de la humanidad la Revelación positiva sitúa también una tragedia inicial que ha desatado el triste proceso de la historia: el pecado original. El desorden se ha instalado en el mundo y en el corazón del hombre. Individualmente la integridad está rota. La concupiscencia (v.) es el término técnico que la Escritura (1 lo 2, 1617) y la Teología han acuñado para designar esta situación. Es la carne, sarx, en el sentido paulino. Las fuerzas encontradas desgarran la unidad del hombre. Pulsiones, tendencias, instintos, pasiones, complejos, afectos, razón, deseos y afanes, ilusiones..., producen entre sí tensiones, a veces terribles, que hacen de la vida humana una «agonía». Y de la vida social, porque esa situación de los individuos se proyecta necesariamente en las colectividades. El fenómeno está ahí, palpable. Añadamos que desde fuera de sí mismo e1 hombre encuentra dificultades también. Sus tentaciones no sólo surgen del hontanar de su fondo herido, sino que vienen también suscitadas, a veces azuzadas, por el demonio y por el mundo. El demonio no es un mito, sino una realidad personal, que está en la génesis de la tragedia humana. Hasta dónde y cómo puede él tentar no podemos aquí estudiarlo. Ni siempre hay que pensar que Él intervenga. El mundo, en el sentido peyorativo de la palabra, en cuanto enemigo de Cristo y dirigido por Satán (sentido histórico, existencial, frente al sentido óptico, físico, metafísico del mismo, ambos aparecen en la Escritura) también puede sugestionar al hombre enfermo y débil (v. TENTACIÓN; CARNE; DEMONIO; MUNDO IV).
      Pues bien, la explicación cristiana del mismo, y su solución por la fuerza de la caridad teologal que Cristo nos ha merecido, y que pide nuestra cooperación inevitablemente esforzada, lúdica, atlética..., se da la mano con las grandes intuiciones, experiencias y soluciones de los espíritus mejores. Porque no cabe soslayar la cuestión: o el hombre se abandona a sus inmediatos movimientos, y entonces se deshumaniza, se desintegra, o trata de restablecer la serenidad y la unidad que le faltan. La filosofía oriental (V. TAOÍSMO; CONFUCIANISMO; HINDUISMO; BUDISMO; etc.) vio el problema, y buscó unas «morales» y unas «pedagogías» para superarlo. Mucho de ese generoso afán es exacto y aprovechable. Mucho no, pues la metafísica subyacente es falsa. El mundo griego, ya dijimos, lo hizo también. Pero ni la ataraxia epicúrea, ni la apatheia estoica, ni la descarnada e intelectual purificación del neoplatonismo o del neopitagorismo, fueron recetas satisfactorias. Las diversas formas de naturalismo (pelagianismo, etc.) tampoco bastan. Y en la práctica todos los quietismos y hedonismos no hicieron más que cerrar los ojos, por motivos diversos, ante el problema, y dejarse arrastrar por las fuerzas ciegas.
      El cristianismo se enfrenta con él con valentía y humildad. Cuenta con la gracia del Señor para resolverlo, y con las limitadas posibilidades humanas. Recogió de labios de Jesús, que sin Él nada es posible (lo 15, 5), que para Dios todo es posible, aun lo imposible para los hombres (Me 10, 27). Sabe por S. Pablo que en Jesús lo puede todo, que su debilidad (él la ha sentido al. vivo como todo hombre) se hace fuerza en el Señor (2 Cor 12, 110). Pero no olvida al mismo tiempo las consignas de Cristo sobre la vigilancia, la abnegación, el esforzarse a entrar por la puerta estrecha (Le 13, 24), el trabajar sin haraganería (Mt 25, 26). Las observaciones que a través de sus experiencias recoge la literatura patrística, sobre todo monástica, acerca de la psicología humana, son preciosas y no han perdido su frescura y su actualidad, si bien algunas de sus soluciones o algunas de sus prácticas pueden ser perfeccionadas y en ocasiones corregidas. La teología medieval también estudió el tema, con diversas y ricas aportaciones. La teoría aristotélica sobre las «pasiones», recreada por S. Tomás, es un magnífico logro (cfr. Sum. Th. 12 q59 a5). Si las pasiones del alma, en cuanto que están fuera del orden de la razón, inclinan al pecado; en cuanto que están ordenadas por la razón, pertenecen a la virtud» (id. 12 q24 a2). Poner en el orden de la razón esas fuerzas salvajes es la empresa natural y sobrenatural que la pedagogía del ascetismo cristiano lleva entre manos. No se trata, pues, de arrancar y destruir, sino de ordenar, de encauzar, de jerarquizar, de dirigir hacia objetivos altos las energías dispersas del ser humano. Cuando la Escritura y los autores espirituales nos hablen también de la necesidad de purificación profunda, que llegue hasta la raíz del ser humano, no harán más que llamarnos la atención sobre una realidad evidente. Los finos análisis psicológicos de S. Juan de la Cruz en los primeros capítulos de la Noche oscura son de una penetración maravillosa, y prueban esa necésidad tan grande de purificaciones activas y pasivas, que experimenta mejor o peor todo hombre reflexivo (v. PURIFICACIONES DEL ALMA).
      .La psicología moderna ha venido a confirmar científicamente lo que se había observado antes de manera más empírica. El conocimiento de los repliegues de la psicosortlática humana que ella proporciona puede ayudar a alcanzar una visión más exacta del hombre Y muchos de sus análisis pueden ser material aprovechable para constituir después una pedagogía espiritual que lleve hacia esa consecución de la paz rota por el pecado en el ser y el actuar humanos. Esos estudios pueden así presentar a la ascesis recursos en parte nuevos o jerarquizados de otras maneras (higiene, deporte, trabajo, ayudas humanas, orden, método de alimentación, de descanso, renuncias que la civilización actual hace posibles y antes no se sospechaban, pedagogía del esfuerzo, del sacrificio, de la forja de los «hábitos» que canalicen nuestras energías, etc.). Y junto a ellos los medios clásicos: el ayuno (v.), la abstinencia (v.), la renuncia al placer bruto, la exigencia interior...
      La pedagogía ascética presupone una antropología, un conocimiento adecuado del hombre, que no olvide sus límites y su necesidad de perfección, pero que tampoco lo rebaje y aniquile. La ascesis tiene por fin perfeccionar, no destruir; desarrollar los gérmenes positivos puestos por Dios en el hombre, no negarlos. Por eso se deben rechazar, a priori, aquellas actuaciones que desequilibren al hombre, que creen en él tensiones falsas, que lo hagan apocado o que le dificulten el cumplimiento de su misión... Mientras que, en cambio, se han de asumir las que llevan a un dominio interior y exterior, a un señorío del espíritu. Los conocimientos de la Psicología, desarrollando la experiencia normal humana, pueden ser útiles aquí. Pero sin olyidar que la ascesis cristiana no es tarea meramente humana, sino parte de un proceso de quien Dios tiene la iniciativa, y una iniciativa que se encamina a la unión con El. El criterio último le corresponde, pues, a la palabra divina misma: la Revelación, la enseñanza de la Iglesia, la experiencia de los santos, las exigencias que el Espíritu Santo haga sentir a cada corazón.
      La motivación sobrenatural de todo el proceder ascético tampoco viene de lo humano. Eso lo da la fe (v.). La fe que pone su mirada en la Palabra de Dios, en su amor exigente y absoluto. La caridad teologal será el último, el motivo definitivo cristianos Ella dictará en cada caso a la prudencia natural y sobrenatural qué es lo que deba hacerse. Y ella puede apurar y exigir hasta la locura de la cruz. Que no es contra la naturaleza, sino sobre la naturaleza. La cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (1 Cor 1, 1825), que nos hace vivir el amor penitente, que nos purifica, que nos une al misterio de salvación de Cristo, que nos hace corredentores y correparadores con Ll. Todos estos aspectos sobrenaturales de la mortificación, del a. (penitencia, purificación, salvación, corredención, etc.), que se escapan a la visión psicológica natural, pero que se ensamblan perfectamente con las indicaciones y datos de aquélla. Dios y el hombre. Santidad objetiva y santidad subjetiva, como impropiamente se ha llamado por algunos a las dos caras. de la colaboración divinohumana.
      Una última observación: puesto que lo que da valor sobrenatural a la ascesis es la caridad (v.), quiere decir que es de la caridad de la que valorativamente depende, no del esfuerzo material en sí mismo considerado. Es decir, no es más valiosa y meritoria en sana teología una obra porque cueste más, sino aquella que esté animada de más amor. Pero es cierto también que el esfuerzo indica que hay amor y de suyo lo acrece. Por eso, y porque la mayor comunión al misterio redentor de Cristo lo comporta, no puede concebirse una vida muy santa sin mucha cruz en el conjunto de la misma. La unión transformante con Dios exige purificaciones terribles, puesto que 181 es pureza infinita. Y la cooperación a la obra salvadora de Cristo se hace, en pro de su Iglesia, uniéndose a su kénosis, a su muerte y su pasión. Por la cruz a la vida. La ascesis cristiana es, pues, configuración a la muerte de Cristo, por amor, y para participar de su vida gloriosa. Sus exigencias y renuncias son de amor y de vida.
      C. Teología espiritual. ¿Se puede hablar de Teología ascética? La Teología (v.) como ciencia es una. Y las divisiones que se han introducido en ella no la han beneficiado demasiado. Hoy se trata de superar de nuevo el bache. A lo sumo se puede hablar de Teología de la perfección en la santidad, o de Teología espiritual (v.), para designar ese capítulo último de la teología en su parte moral (o economía o designio administrativo de Dios sobre los hombres; estudio de los medios, y del modo de usarlos, para llegar a la santidad). Separar el estudio de lo ascético y de lo místico es muy difícil y expuestó a reiteraciones inútiles. Ello se viene haciendo, sin embargo, desde finales de la Edad Media: Gerson (v.), etc. Los primeros tratados que expresamente así dividen parecen ser: C. Dobrósielski OFM, Summarium asceticae et mysticae Theologiae, Cracovia 1665, y P. Schorrer SJ, Theologia ascética, Roma 1658. ll~. Ese uso de distinguir entre la ascética .y la mística se mantiene hasta el s. XX, en el que, desde diversos sectores se opera una reacción que propugna por su unificación. Las razones que lo explican son diversas: un estudio de los textos bíblicos en los que se advierte la profunda unidad de la vida cristiana; la percepción de que la separación entre ambas materias aunque sea sólo metodológica dificulta la profundización en ellas y se expone a un esquematismo excesivo; etc.
     

 

B. JIMÉNEZ DUQUE.

 

V. t.: MÍSTICA; TEOLOGÍA ESPIRITUAL; LUCHA ASCÉTICA; DESPRENDIMIENTO; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR;, ESPIRITUALIDAD; •etc. BIBL.: R. MOHR, R. SCHNACKENBURG, D. THALHAMMER, L. BEIRNAERT, Askese, en LTK, I, Friburgo 1957, 928939; K. TRUHLAR, Asze'tik, ib, 968973; H. WINDISCH, art. askéó, en TWNT I Stuttgart 1933, 492 ss.; J. DE GUIBERT, M. OLPHEGALLIARD, M. VILLER, A. WILLWOLL, Ascése, Ascétisme, en DSAM I, París 1936, 9361017 (Cfr. en ib. Abnégation, 67110); F. WULF, Ascética, en Conceptos fundamentales de la Teología, ed. H. FRIES, I, Madrid 1966, 164175; R. GARRIGOULAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1950; A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, ParísTournai 1963; J. DE GUIBERT, Legons de Théologie Spirituelle, Toulouse 1946; 1. M. BOVER, Teología de S. Pablo, 3 ed. Madrid 1961; L. CERFAUX, Le chrétien dans la théologie paulienne, París 1962; íD, Vitinéraire spirituel de S. P., París 1966; C. SPICQ, Théologie morale

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991