ARTE Y MORAL


Introducción. Los términos arte y moral aparecen muchas veces como opuestos o, por lo menos, como difíciles de reconciliar: hay ocasiones en que el a. parece reclamar unos derechos y una libertad de expresión al margen de las leyes morales y, por otra parte, el que obra de acuerdo con ellas no comprende a veces este comportamiento. Esta aparente oposición puede darse cuando se intenta encerrar al a. en una especie de ámbito propio, desligado o «independiente» de todo valor moral. El a. se orienta sólo hacia la obra, buscando su «perfección», sin mirar la bondad ni los intereses del que la realiza o la contempla; así una obra puede tener un valor artístico aunque el que la ha hecho no tenga algunas virtudes morales. En realidad, el orden del a. y el de la moral son distintos, pero no son opuestos, ni «independientes».
      El artista y la moral. El artista, en cuanto artista, como creador de obras de a., ha de orientarse libre y responsablemente hacia su obra. Ésta es su obligación; si traicionase su propio sentir del a. en nombre de una moral mal entendida, lesionaría su conciencia, y, por tanto, actuaría contra la moral. Ahora bien, el artista es hombre y como tal, como autor de los actos que componen su vida, pertenece al orden moral. Vivir este orden con responsabilidad facilita la libertad. Como el orden moral, que conduce al bien, es más importante que el artístico, el artista deberá seguir, siempre y en primer lugar, los preceptos morales, como dice el conc. Vaticano II: «La primacía del orden moral objetivo ha de ser respetada absolutamente por todos, puesto que el orden moral es el único que supera a todos los demás órdenes de las cosas humanas, incluido el del arte, por muy dignos que sean, y es el que los conjuga armoniosamente. Sólo el orden moral afecta en su naturaleza entera al hombre (criatura racional de Dios llamada a lo sobrenatural), y si se observa íntegra y fielmente, lo lleva hasta alcanzar la perfección y la felicidad plenamente» (Decreto sobre los medios de comunicación social, n° 6).
      Así, pues, la oposición entre las exigencias del a. y las de la moral, que tan dolorosa división puede producir en el ánimo del artista, es sólo superficial. La unión puede darse cuando el artista profundiza y vive una moral fundada en la caridad: como el artista no puede crear contra su concepción más íntima, sólo cuando su interior haya sido purificado y transformado por la caridad, cumplirá gustosamente la ley, no se sentirá encadenado por ella, y lo que realice libremente será acorde con las reglas morales. Por tanto, la única solución que existe para que el artista actúe de acuerdo con la moral, no es modificar su obra, sino cambiar él mismo, vivir los ideales que no quiere dañar y conseguir hacerlos tan propios, que al crear pueda ya olvidarse de ellos, confiando en que nunca encontrará belleza en algo contrario a sí mismo. Su amor a Dios y a los hombres se habrá convertido en una exigencia subjetiva, que su a. tendrá que respetar. Y para poder respetarlo, su a. deberá elevarse. Este identificarse por la caridad con la ley moral puede, a veces, suponer una lucha, pero es el único camino, y sólo así podrá repetir aquellas palabras que, anciano ya, escribía Paul Claudel a Arthur Fontaine: «Será dulce para mí, cuando esté en el lecho de muerte, pensar que mis libros no han contribuido a aumentar la espantosa suma de tinieblas, de duda, de impurezas, que aflige a la humanidad, sino que aquellos que los han leído no han encontrado en ellos más que motivos para creer, para alegrarse, para esperar».
      El artista y las virtudes morales. La visión romántica al insistir en la «bohemia» como característica esencial del artista, ha llegado a mostrarle como un hombre descentrado de la sociedad, aunque actualmente esta idea va desapareciendo, y el artista se ve y es considerado como un hombre más entre los hombres, aunque con un carácter propio, como es lógico; sin embargo, aquella visión «bohemia» ha hecho a veces que se piense que el artista tiene unas muy especiales dificultades para buscar la santidad cristiana en su quehacer. Algunas dificultades tendrá que vencer derivadas de que su actividad creadora vive mucho de los sentidos y de los deleites de los sentidos, aunque penetrados por la inteligencia; por lo que también hay que tener en cuenta que el mismo quehacer artístico le puede elevar en el momento creador, y le hace vivir de un modo necesario en ese momento virtudes humanas como, p. ej., la sinceridad y la humildad. Además hay que considerar también, y esto es quizá lo más importante, que la vulnerabilidad del alma del artista hace que sea herido con facilidad por el amor de los hombres y de Dios. Y su capacidad de amar le facilita para responder a esa llamada. El artista es, con gran frecuencia, un hombre sediento cada vez más de Dios.
      La influencia de las virtudes morales del artista sobre su obra no es directa: las más elevadas virtudes de un artista mediocre nunca podrán compensar las carencias de su capacidad creadora. Su abundancia de bondad moral no llenará jamás los vacíos de su a. Por eso cuando un artista se convierte, p. ej., su arte no ha de mejorar necesariamente; hasta puede ocurrir, sobre todo si el artista tiene poca riqueza creadora, que su antigua experiencia interior, por su oscuridad y desunión, fuese más fértil para él. Será entonces necesario que deje transcurrir el tiempo, para que así su nueva experiencia sea más profunda, y su obra, trate de lo que trate, pueda quedar impregnada de esa nueva luz. Pero la perfección de la vida moral del artista sí influirá indirectamente en su obra: no deseará encontrar en el a. una ética, unas reglas de vida, un dios, sino que le pedirá al a. lo que éste puede darle, evitando muchos descaminos y vacíos. Y su obra no quedará lastrada por búsquedas que le son ajenas, y que el tiempo, inexorablemente, descubriría como flaquezas. Nadie percibe mejor y en su más exacto sentido la belleza que aquel que sabe que proviene de Dios. Que sepa expresarlo ya es otra cuestión.
      La obra de arte y la moral. La valoración moral de una obra de a. es independiente de lo que hasta aquí se ha dicho, porque la moral ha de juzgar la obra en sí misma y en relación con aquellos sobre los que puede influir. La prudencia obtiene todos los datos, y después dictamina objetivamente de acuerdo con las reglas, de la moral. Las normas a tener en cuenta variarán, como es lógico, según el a. de que se trate, y considerando si se dirige a un determinado público o a todos en general (p. ej., v. LECTURAS mi). Indudablemente las obras de a. pueden representar el mal y el pecado, pero siempre habrá que considerar que su fin último ha de ser el bien para aquellos que las contemplen, esto es, cuanto «puede servir eficazmente para manifestar o poner de relieve la excelencia de la verdad y del bien, utilizando los oportunos efectos dramáticos; sin embargo, para que no produzcan más daño que beneficio en las almas, deben guiarse por las leyes morales, sobre todo si se trata de cosas que merecen un debido respeto o que con facilidad incitan las malas inclinaciones del hombre herido por el pecado original» (Decr. sobre los medios de comunicación social, 7) (V. t.: MODESTIA; PORNOGRAFÍA).
      Efectos morales del arte. La contemplación de las obras de a. desarrolla elevados valores humanos, «por eso la Santa Madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, y buscó constantemente su noble servicio» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Conciliuni, n° 122). Explica S. Tomás que «nadie puede vivir sin delectación. Y por eso, aquel que está privado de delectaciones espirituales, pasa a las carnales» (22 q35 a4). Mediante la contemplación de la belleza de una obra de a. el alma humana se dilata y engrandece, es más capaz de descubrir cómo el mundo es bello porque refleja la belleza de su Creador, y puede más fácilmente amar al «Verbo perfecto, a quien nada le falta, y que es, por así decirlo, arte de Dios Todopoderoso» (S. Agustín, De doctr. christ. I, 5) (V. SACRA CRISTIANA, MÚSICA; SACRO, ARTE).
      V. t.: ESTÉTICA; MORAL 111, 23.

FEDERICO DELCLAUX.


BIBL.: J. MARITAIN, La responsabilidad del artista, Buenos Aires 1961; íD, Situación de la poesía, Buenos Aires 1946; íD, Fronteras de la poesía, Buenos Aires 1945; íD, Arte y escolástica, Buenos Aires 1958; R. GUARDINI, La esencia de la obra de arte, Madrid 1960; A. SERTILLANGEs, Arte y moral, Barcelona 1948; C. SALICRU, Moral y Arte, Barcelona 1960; S. CANALS, La Iglesia y el cine, Madrid 1965; P. CASTELLI, Ars et moralitas, en P. PALAZZINI (dir.), Dictionarium morale et canonicum, I, Roma 1962, 313321.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991