Ángeles


I. Religiones no cristianas. II. Sagrada Escritura. III. Teología sistemática. IV. Teología moral y espiritual. V. Arte.

 

I. RELIGIONES NO CRISTIANAS. La creencia en á., démones, etc., ha desempeñado, con alcance casi universal en la historia de las religiones, un papel importante, sobre todo en la religiosidad popular. Está presente en el polidemonismo de varios sectores prehistóricos, en las religiones china, brahmánica, hindú, irania, babilonia, asiría, egipcia, celta, germana, azteca, incaica, etc. Puede afirmarse que la angelología es un capítulo de todas las religiones celestes.

1.Precisiones terminológicas. El término castellano ángel enlaza, a través del latín angelus, con el griego angelos o mensajero. Con acierto observa S. Gregorio Magno (In Evangelia homiliae, 34, 8: PL 76, 1250 e): «angelus nómen est officii, non natura». Por eso entre los griegos son llamados angelos los enviados para transmitir un mensaje tanto si son hombres (Homero, llíada, 5, 804; 13, 2; Heródoto, 1, 99, etc.) como dioses: Hermes, Iris, Némesis, etc. (Homero, Ilíada, 2, 786; Odisea, 5, 29; Platón, Leges, 4, 717, etc.). La palabra démones (del griego daimon, daimones, en latín daemon), etimológicamente significa «distribuidor» en el sentido activo de su raíz da¡-; y, en el pasivo, «lo distribuido, el lote» bueno o malo que corresponde a cada persona, significado que, en parte, coincide con el del latín genius, «los genios», p. ej., en sentido amplio, lo «congénito», y facilitó su posterior relación con el valor técnico de ángel. Tanto los á., designación preferentemente bíblica, como los démones, pueden ser buenos o malos. El texto latino más antiguo que habla explícitamente de la sinonimia de los angeli-daemones es de Labeo, S. I a. C. (S. Agustín, Ciudad de Dios, 9, 19), al comparar los démones grecorromanos con los á. de otr ' as religiones, alusión implícita al judaísmo. Pero ya en el S. IV a. C. se había iniciado un proceso degradatorio de la palabra daimon, que terminó por conservar sólo, o al menos de modo predominante, su significado maligno. De ahí que los cristianos la escogieran como designación de los á. malos, los demonios. A fin de evitar el riesgo de una equiparación entre á. y demonios del cristianismo y sus homónimos paganos, aquí se prefiere emplear la terminología «démones buenos y malos» de sabor evidentemente helénico; por tanto, al usar la palabra démones, se hace referencia a una realidad, no siempre personificada ni personal, que ha sido nombrada con vocablos dispares en los distintos idiomas y religiones: angelos, daimones, pneuma, dynamis, etc., griegos; ginn, de origen preislámico; ha-watif, ha-fazza, árabes y de varios pueblos semitas; Ifrit, Knumén, Erebuti, etc., egipcios; Karibu-Lititu, sédu, lamasu, pazuzu, la demon lamastu, los «siete sabios» protectores, los «siete malignos» mensajero<; de Anu, entre los sumerios, acadios, babilonios y asirios; Toura (Costa de Marfil); Sebau (pigmeos); Niang (Madagascar); Yang (los I¿irai del Vietnam); los daeva y, según algunas de sus interpretaciones, los siete Amesha spenta iranios; asuras, nagas (India); los venerados como Kami en el shinto ' japonés; Manes Y. en parte, los genii romanos, si bien éstos no parecen ser realidades distintas del individuo cuyo «genio» son, sino más bien «fuerza» familiar, etc.; o sea, todas las realidades sacrales que aparecen en función de seres intermedios e intermediarios entre los dioses y los hombres tanto por su naturaleza como por su misión.

2. Estadios en la interpretación de los démones. Resulta muy difícil, por no decir imposible, trazar la evolución semántica de los démones, y esto incluso en cuanto a sus dos polos: el término a quo y ad quem. En casi todos los casos se trata de dilucidar si su noción pasó de una realidad concebida como fuerza abstracta e impersonal - mana, orenda, de algunos pueblos primitivos- la de seres personales o al revés. Así, p. ej., en la religión griega, según unos (M. P. Nilsson, A. Tovar, etc.), los démones, en un principio, eran algo indeterminado, simple manifestación de una potencia actuante sobre los hombres; vaga personificación del destino y, por fin, conjunto de seres personificados. Para otros (H. l. Rose, E. R. Dodds, K. Prümm, etc.), al parecer más en consonancia con los documentos conservados, recorrieron el camino inverso. Mientras la moira, con significado básico similar («parte, lote»), describió la trayectoria que parte de la idea de un sino impersonal hasta convertirse en un hado personal, los démones evolucionaron en sentido opuesto, siendo la etapa final el significado de suerte, destino no personificado. Ante la imposibilidad de solucionar de modo apodíctico esta problemática, se limitará este trabajo a destacar sólo dos interpretaciones, sin que el orden de su enunciado implique la consideración de etapas históricamente progresivas en el desarrollo del concepto de los démones en las diversas religiones.

a) Interpretación racional. De acuerdo con el valor pasivo de su etimología, que contrasta con la condición personificada del activo, el demon tiene, a veces, significado de lote bueno o malo, enviado desde fuera e inserto en el hombre mismo. Cuando Teognis (Elegías, 1, 637) y Sófocles (Antígona, 791 ss.) llaman demonios peligrosos a la esperanza, al espíritu de aventura, al temor y a Eros, subyace la mentalidad homérica, según la cual estos sentimientos, dotados de vida propia, no pueden ser considerados simplemente como partes del yo, pues no están sometidos al control del hombre y lo empujan, como enemigos metidos en la ciudadela corporal, a comportamientos extraños. Esta humanización resalta su carácter abstracto en los pasajes en los que daimon figura en plano de igualdad junto a suerte (Aristófanes, Aves, 544; Esquines, 3, 157; Demóstenes, 18, 303, etc.). Heráclito los humaniza aún más, al concretar: «el carácter es para el hombre su demon» (Fragmento, 119, Diels), y Epicarmo (Fragmento, 17, Diels) especifica: «... su demon bueno, para algunos también malo». Al amparo de este proceso, Platón (Timeo, 90 e) identifica el demon de cada uno con su inteligencia, y los estoicos (Epicteto, Pláticas, 3, 22, 53) con su conciencia.

b) Interpretación personal y sobrehumana. Sobre la interpretación precedente prevaleció, con mucho, su catalogación entre los seres de perfiles personificados e individualizados, intermediarios entre dioses-hombres, compañeros de éstos para custodiarlos (démones buenos) o para perjudicarlos (démones malos). Pero de los démones entendidos así se habla en los apartados siguientes.

3. Naturaleza y misión de los démones. a) Seres intermedios e intermediarios entre dioses y hombres. Es, sin duda, su nota más universal, común a todos (buenos y malos) y en cualquier religión. La afirmación de Platón (Fedro, 246 e), que presenta a Zeus «rodeado de dioses y démones», la de Proclo (In Timeum, 290 c), que extiende a cualquier dios el cortejo de démones, o la postura de los «siete sabios» (sumerios, babilonios), o la de los angelos órficos alrededor del trono de la divinidad (Orphicorum, fragmenta 248, citado por Clemente Alejandrino, Strommata, 5. 1253 3), y la de los angeli en torno a Juno (Inscripción tardía de Dacia, F. Cumont, o. c. en bibl., 159), vale para las divinidades supremas de la religiosidad babilonia, egipcia, irania, etc. Hasta conocemos el nombre de algunos de ellos, p. ej. «Eratos, uno de los démones que están en torno a Dionisos» (Pausanias, 1, 2, 5). Tanto los démones buenos como los malos, que rodean el trono del dios del infierno, p. ej. los 15 démones en torno a Nergal (asirios, babilonios) y los «siete malignos» (sumerios, babilonios), o integran la corte del principio del mal, p. ej. los daevas iranios, etc., sirven a su respectivo señor, guardando a los hombres conforme a su condición protectora o maléfica. Plutarco les asigna este puesto casi con urgencia de anillo sin el cual quedaría roto el lazo de unión entre los dioses trascendentes y los hombres (De defectu oraculorum, 10, 415). Ya en época tardía sus propiedades semejan una mezcolanza de cualidades divinas y humanas: «moradores de la zona media entre el cielo y la tierra, más débiles que los dioses, más fuertes que los hombres... in. mortales, pero pasibles como los mortales... »; algunos testimonios los hacen mortales, si bien pueden llegar a vivir 9.000 años (Platón, Banquete, 202 e; Máximo de Tiro, 8, 8; 9, 3; Apuleyo, De deo Socratis, 13, 147; Plutarco, De delectu oraculorum, 3-6 y 12, 13; Isis et Os¡ris, 25; De Genio Socratis, 7-12; Porfirio, Fragmento, 23, 1 h; etc.). Precisamente las diferentes especies de démones provienen de la distinta proporción de la mezcla entre lo divino y lo sensible, de suerte que cuanto más cerca se hallan de la tierra son más imperfectos en sí y más perjudiciales para los hombres (Plutarco, neoplatónicos, etc.).

b) Guardianes de los hombres. Un segundo aspecto de los démones es su vinculación a un individuo determinado, de ordinario desde su nacimiento (Hesíodo, Erga, 314; Focílides, Fragmento, 15; Píndaro, Olímpicas, 13, 105; etc.); casi siempre en posición antagónica a causa del enfrentamiento entre un demon bueno y otro malo, cada uno trata de determinar el destino de su encomendado. Por medio del bueno la divinidad ayuda a los mortales: «El gran propósito de Zeuá dirige el demon de los hombres a quienes ama» (Píndaro, Píticas, 5, 122 ss.). La asignación de un demon bueno y malo a cada persona, presente en la religiosidad sumeria, babilonia, egipcia, etc., dentro del área helénica actúa con vigor intensificado en la doctrina de los estoicos y de los neoplatónicos, así como en la creencia popular: «Euclides Socraticus duplicem omnibus omnino nobis genium dicit adpositum» (Censorino, De die natal¡, 3, 3). Y el comediógrafo Menandro (Fragmento, 18 y 550) recoge la fe ya popularizada: «Junto a cada hombre, apenas nacido, está un demon, buen mystagogo, iniciador-guía en el misterio de la vida... ».

Los árabes y distintas tribus semitas completan el número y su posición. Cada individuo tiene cuatro haffaz o démones buenos encargados de su custodia y colocados los dos diurnos a la derecha e izquierda, los dos nocturnos a la cabeza y pies. Los yinn o démones malos acechan y aprovechan especialmente los momentos del relevo, cuando al amanecer y atardecer retoman los custodios a la corte de la divinidad. De ahí la necesidad de la oración al salir y ponerse el sol.

Estos démones individuales ejercen una misión de custodia no sólo en cuanto plasmadores del destino bueno o malo de orientación más o menos fatalista, sino también, sobre todo en algunos autores, p. ej. Jenócrates (Aristóteles, Tópicos, 2, 6, 112 a, 37; Estobeo, 4, 40, 2; 5, 925, Hense), con función de evidente matiz ético en orden a favorecer la conducta virtuosa o viciosa. La misión de guarda vigilante les mereció la designación de phylaces, guardianes de los hombres (Hesíodo, Erga, 121 f-122; Platón, República, 617 e; Política, 271 d). Esta tarea no siempre se circunscribe a un individuo; existen también démones tutelares de localidades y de las polis-Estados (Platón, Leges, 4, 712-14). Algunos démones han pasado a la historia debido a la importancia de los confiados a su guarda, p. ej., los de Alejandro Magno, César, Bruto, Casio (Plutarco, De Alexandri Fortitudine, 330 d; Caesar, 69; Brutus, 36 y 38; Valerio Máximo, 1, 7, 7) y, sobre todo, el de Sócrates; pero éste no puede quedar reducido a la categoría de un custodio igual al de los restantes mortales. El mismo Sócrates lo considera concedido «quizá a alguien, tal vez a nadie de los pasados» (Platón, República, 6, 496 e). Su misión es negativa. La voz interior de su demon nunca da órdenes a Sócrates, a no ser las prohibitivas (Platón, Apología, 31 d; Fedro, 242 b-c; Alcibíades, 1, 103 a, 105 d, 124 c; Jenofonte, Apología, 5). Si se calla, Sócrates obra tranquilo, pues así sabe que acierta.

c) Psicopompos o compañeros de las almas en el viaje de ultratumba. Guardianes de los hombres mientras viven sobre la tierra, les acompañan en su viaje al más allá, Platón (Fedón, 107 c-d, 108 a-b; República, 10, 617 e, 62Oe, etc.) concede al demon custodio la misión de llevar el alma al Hades. Más tarde, sacados de las entrañas de la tierra los Campos Elíseos - residencia ultraterrena de las almas buenas- y colocados en las zonas celestes, el demon la acompaña en su ascenso a las mansiones etéreas (Proclo, In Rem publicam, 2, 52; Jámblico, De mysteriis, 2, S; Porfirio en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9, 2, etc.). No obstante, en la creencia greco-romana esta función psicopómpica suele corresponder a algunos de los angelos catactonios o mensajeros de los dioses subterráneos, p.ej., a Hécate y, muy en primer lugar, a Hermes-Mercurio (Horacio, Odas, 1, 24, 15-18, etc.). Expresivas como pocas son las pinturas de la tumba de Vibia (Catacumbas de Praetestato), esposa de un sacerdote de Sabacio, que es conducida por Mercurius Nuntius, mensajero, traducción del griego angelos, ante el tribunal de ultratumba; a continuación el angelus bonus la introduce en el banquete de los bienaventurados. Es de época e influjo judío-cristiano.

d) Relacionados con la mántica y astrología. Los démones controlan «todas las clases de presagios» y los «portentos de los magos» (Apuleyo, De deo Socratis, 6; Platón, Banquete, 202 e; Teages, 129 d; Plutarco, De defectu oraculorum, 411 y 418, etc.). Pero si están relacionados con todas las especies de mántica, mucho más con la astrología, hasta en su sentido material, debido a su identificación con los astrosplanetas o al menos de ser considerados éstos como mansión suya, especialmente en la demonología babilonia y árabe (los siete arcángeles y los siete planetas), en los Oracula Chaldaica del S. III d. C., en varios neoplatónicos (jámblico, Proclo, etc.), en el Corpus Hermeticum (L 6, 10-21; 4, 8, etc.). A cada individuo corresponde una estrella y un demon buenos o malos.

e) Causantes de mentiras, enfermedades, endemoniamientos, etc. Se puede afirmar que en la Antigüedad la responsabilidad de cualquier acontecimiento desagradable, sobre todo si no encajaba en el comportamiento ordinario de los hombres, recaía sobre algunos de estos seres sobrehumanos. Los démones producían las fiebres (Plinio, Historia natural, 2, 16; Filóstrato, Vita Apollonii, 4, 10), la esterilidad, sequías, hambres, etc. (Porfirio, Abstinentia, 2, 40), perturbaciones mentales (Hipócrates, Virg. t, 8, 466 Littré; Eurípides, Hipólito, 241), las mentiras y otras calamidades, si bien el aspecto ético de su influencia - salvo excepciones- es de época tardía (Porfirio, Corpus Hermeticum; y, sobre todo, Celso) probablemente por influencia cristiana. No obstante, su maleficio típico es la posesión; entran en el cuerpo humano con la sangre, carne comida o aire respirado (Porfirio, Abstinentia, 2, 36 ss.), toman posesión de sus órganos como las fieras de su presa, convirtiendo al poseso en sujeto destrozado por sufrimientos y contorsiones.

4. Origen de la creencia en los démones. Es difícil explicar cómo se ha originado en la humanidad la creencia en los démones. En líneas generales, cabe decir que es una consecuencia de la percepción por parte del hombre de las realidades espirituales. El hombre reconoce que el universo no se agota en lo que ve y toca, sino que existe un más allá; así se abre al conocimiento de la inmortalidad, de Dios y a la advertencia de la posibilidad de unos seres inferiores a Dios, pero superiores al hombre, a los que - en la medida en que su conocimiento de Dios estuviera mezclado de deficiencias y errorestendió a colorear con rasgos divinos, etc. Más en concreto pueden señalarse algunas causas inmediatas de la denonología tal y como de hecho existe:

a) Necesidad de enlaces entre los dioses trascendentes y los hombres. Aunque una constante religiosa de la Antigüedad, la telúrico-mistérica, se caracteriza por la inmanencia de la divinidad, otra, la étnico-política, se distingue por el sentido localista, «el dios arriba, altísimo» y trascendente de sus deidades. En esta última aparecen los démones como anillos de conjunción entre los dioses celestes y los hombres terrestres. De ahí su condición de seres intei-iiiediarios por su naturaleza y misión, así como su residencia en los astros y la creencia de que los espacios etéreos están llenos de démones, moradores del aire como los peces del agua, etc. (Platón, Epinomis, 984 f; Diógenes, Vitae Philosophorum, 8, 129-32 - pitagóricos- Plutarco, Isis et Osiris, 25; Apuleyo, De deo Socratis, 139; Porfirio en S, Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Si existen démones teriomórficos o telúricos es sólo en cuanto psicopompos o por efecto del sincretismo,.

b) Recurso etiológico. Algunos démones surgieron o, al menos, aseguraron su existencia por servir para explicar los impulsos irracionales que tientan al hombre contra su voluntad o las situaciones familiares, sociales, etc., extrañas: pestes, hambre, etc. (Simónides de Amorges, 7, 102; Sofocles, Edipo Rey, 28, etc.). El hombre explicó estos y otros fenómenos raros, tanto naturales como astrales, recurriendo a unos seres similares a él, pero mucho más poderosos: los démones.

c) Antropomorfismo. Es la atribución a los dioses de unos mensajeros semejantes, aunque mucho más rápidos, a los heraldos de los reyes, caudillos¡ etc., de importancia hasta sagrada en la Antigüedad babilónico, egipcia, griega, etc. A su vez, por reacción, la falta de fuerza de los dioses olímpicos, demasiado humanizados y estéticos, facilitó la demonización de la religión ya decadente. Antropomórfica es también la condición híbrida de algunos démones «hijos de dioses y de ninfas o de seres similares» (Platón, Apología, 27 d; los démones a quienes se concede el signo gráfico de la divinidad, p.ej., dingir - sumerios- il o ilu - acadios-; los «hijos mensajeros de Anu» - asirios, babilonios, etc.).

d)Degradación de algunos dioses y dualismo. Al ser vencido un pueblo, sus divinidades, si no eran absorbidas por la religión de los vencedores, solían quedar condenadas a una vida subterránea; y, en muchos casos, consideradas enemigas, se convertían en démones maléficos, componentes del cortejo del principio del mal, p. ej. los daevas iranios, la serpiente encarnación de la suprema divinidad telúrica, los asuras y los nagas de las originarias creencias indias, etc.

e) Demonización de los espíritus de los muertos. Algunos textos presentan una escala de seres minuciosamente jerarquizado: dioses olímpicos, marinos, subterráneos (Hades), démones buenos, démones malos, héroes, antepasados, hombres actuales (Platón, Leges, 4, 7l7a; Epinomis, 984f; Proclo, In Timaeum, 299e-f; Porfirio, De regressu animae fragmentae, en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Pero, según otros, este escalafón no excluye la posibilidad de ascenso de las mejores almas humanas a démones, héroes o dioses (Plutarco, De delectu oraculorum, 4l5f). Y aunque los estoicos y, en general, la filosofía, niegan la identificación de los démones con los héroes, una constante del pensamiento helénico afirma la de algunos; p.ej., Hesíodo llama démones a los espíritus de los muertos en la edad de oro (Erga, 121 ss.); Heródoto a Zalmolxis (4, 94, 1, y 96, 2); Esquilo al rey Darío (Persas, 5, 641 ss.); Posidonio, Apuleyo y los neoplatónicos a las almas de los muertos en general; si bien Proclo (In Timaeum, 290 a ss., 42 e; In Cratilum, 128) distingue tres clases de démones: los angelos, los démones propiamente dichos y los héroes.

f) Sincretismo. En toda el área del Oriente Medio se operó, en este punto, un intercambio de ideas más o menos profundo. A modo de ejemplo, en la demonología helénica confluyen representaciones demonológicas primitivas de los pueblos preindoeuropeos del Egeo, otras más precisas y organizadas del Oriente, corrientes místicas, principalmente el orfismo, el dualismo y los daevas iranios, la angelología judeo-cristiana, etc., de suerte que la demonología helénica es un aspecto más del sincretismo religioso característico del helenismo y de la dominación romana.

g)Residuos e influjo de la Revelación bíblica. Aunque no. se intenta determinar los residuos de la primitiva revelación verdadera, no se puede negar el influjo ejercido por las creencias judías y cristianas, tal como aparecen en la S. E., en los dos siglos anteriores a Cristo y en los posteriores, respecto de la angelología árabe y, en cuanto a la helénica, respecto de los angelos catactonios, demonología de los Oracula Chaldaica, hermetismo, gnósticos, neoplatonismo (Porfirio, jámblico, Proclo, Máximo de Tiro), etc.

5. Epifanías y representación de los démones. Residentes en el aire y enlaces entre los dioses celestes, antropomórficos y los hombres terrestres, los démones buenos suelen ser representados en forma humana, pero alada («siete sabios» sumerio-acadios, Hermes griego y Mercurio latino con alas incipientes en pies y hombros, etc.); a veces también con cabeza igual a la de las aves 1 aladas moradoras de las zonas etéreas y ellas mismas angelos de los dioses Homero, Ilíada, 8, 247; 24, 292, 315; Teognis, 549; Plutarco, Pyth. oracula, 22, etc.). En cambio, los démones malos, probablemente por degradación de las deidades telúrico-mistéricas prefieren las epifanías y representaciones teriomórficas, completas o parciales ¡p. ej., los nagas indios de cabeza humana y cuerpo de Serpiente) a veces monstruosas (démones minoicos, asírios, etc.) o también grotescas. Polignoto pintó un demon "que devora los cadáveres y deja sólo los huesos... Su color es entre negro y azul. Como la mosca de la carne, enseña los dientes y está sentado sobre una piel de lince» (pausanias, 10, 29, 7). Los animales preferidos son la serpiente, el dragón («siete malvados» asirio-babilonios, el sekhmet egipcio, los nagas, etc.) y el macho cabrío (islas Canarias, Dahomey, Irlanda, etc.).

 

BIBL.: A. TOVAR, Vida de Sócrates, Madrid 1947, 223-236; F, KDNIG, Cristo y las religiones de la tierra, I, Madrid 1960, 345-347, 461-462; II, 43-48, 440-441, 587; III, 156-157, etc.; iD, Diccionario de las religiones (Demonios, Polidemonismo, Shinco), Barcelona 1964; M. P. NILSSON, Historia de la religiosidad griega, Madrid 1953, 204-209; A. Suys, De angelis apud ueteres aegyptios, «Verbum Domini» 13 (1933) 347-351, 371-378; E.PETERSON, Engelund Dümonen. Nomina Barbara, «Rheinisches Nluseum» 75 (1926) 393-421; W. FOERSER, Daimon, en TWNT 2.1-9; F. ANDRÉS, Angelos en RE Supplementum, 3, 101-114 y Daimon, ib., 267-322; F. CUMONT, Les anges du paganisme, «Rev. d'Histoire des Religions» 72 (1915) 159-182; F. KóNlGl Die Amesha Spentas und die Erzengel ¡m Altem Testament, Melk 1935; H. MAURIER, Essai d'une theologie du paganisme, París 1965, 121-136, 167-169; M. P. NILSSON. Geschichte der griechischen Religion, I, Munich 1955, 216-222, 364-372, 739-740, 756; 11, Munich 1961, 2lOT218, 255-257, 407-410, 438-455, 539-453, etcétera; P. BoYANcÉ, Les deux démons personnels dans l'antiqiiite, «Rev. de Philologie» 61 (1935) 189 ss.; l. MICHL, Engel, en RAC 5, Stuttgart 1962, 53-60, 97-109; R. C. THompsom. The Devils and Evil Spirits of Babilonia, Londres 1930.

 

M.GUERRA GÓMEZ.

 

 

II. SAGRADA ESCRITURA. Antiguo Testamento. Revelación progresiva. La palabra á. proviene del griego y significa etimológicamente «mensajero». El A. T. habla con gran frecuencia de ellos, aunque no siempre designándolos con ese vocablo: los seres que denominamos con el nombre genérico de á. reciben variados nombres en el texto original hebreo del A. T.

Dios ha ido revelando por etapas todo cuanto quería enseñarnos. Esas etapas están marcadas, en la pedagogía divina, que se adecua en parte al estado cultural y aun psicológico del hombre receptor de la Revelación. No podemos olvidar que los hombres que, bajo la llamada divina, constituyen el pueblo de Israel, provenían, del politeísmo, y que luego éste rodeó a Israel a lo largo de su historia. De ahí que Dios deba ante todo reforzar el monoteísmo, negando la existencia de otros dioses fuera de Yahwéh (p.ej., cfr. Ps 115, 4 ss.; Is 43, ll; etc.). Lógicamente la Revelación sobre los á. es, en un principio, parca, haciéndose más amplia cuando el monoteísmo está bien asentado.

Superación del politeísmo. Esa corrección del politeísmo es aprovechada por Dios para revelar la realidad angélica. Así se advierte en textos bíblicos que conservan tradiciones antiquísimas, que pueden hacer referencia a creencias politeístas luego corregidas. Así, en Gen 6, 1-14 se habla de los «hijos de Dios» (o «de los dioses»), de los hombres. Estos béne ha'éloh7m nos son conocidos por Ps 29, l; 89, 7; Dt 32, 8.43; lob 1, 6; 2, l; 38, 7. Aparecen también en la literatura religiosa ugarítica que ha podido influir en la manera de expresarse el pensamiento religioso de Israel. En las más antiguas tradiciones, los béne ha'élohim aparecen como dioses de los pueblos (cfr. Dt 32) y se los describe como sometidos al poder del Altísimo, a cuya fuerza no pueden resistir, etc. (cfr. Dt 32, 8 y 37 s.). Siglos más tarde, cuando se lleva a cabo la reinterpretación de los salmos 29 y 89, los béne ha'élohím son de nuevo presentados como seres sometidos a Yahwéh (cfr. lob 1, 6, y probablemente 2, l; 38, 7). Éste es también el sentido de la redacción del ya citado texto Gen 6, 1-4. Los traductores griegos de la Biblia comprenden los béne ha'élohim en el sentido de á. El texto de Gen 6, 1-4 es interpretado, por la epístola de Judas, en la época neotestamentaria, como incluyendo una referencia a los á. caídos (lds 6; 2 Pet 2,4).

El hombre politeísta, con el que convivía Israel en su infancia y aun anteriormente, en su prehistoria de Pueblo de Dios, veía tras los fenómenos de la naturaleza, de la vida, etc., fuerzas superiores que, al no reducirlas a un único Dios, las consideraba dominadas, protegidas o personificadas en divinidades. Todas las divinidades estaban reunidas en el panteón bajo la supremacía de un dios que los semitas del oeste conocían bajo el nombre de Él. La Revelación divina no suprime de golpe este politeísmo circundante, sino que hace comprender poco a poco a Israel que Él es Yahwéh y que si bien hay otros espíritus no son sino criaturas suyas que le están subordinadas.

Pero no se piense que sólo así procedió la revelación de los á. Sería una concepción excesivamente simplista. Lo que se ha dicho es uno de los elementos, uno de los caminos, si se quiere, por los que Israel es llevado al conocimiento de los á. Existen también otros, reconocibles todavía en la literatura bíblica. P. ej. la figura del malaík Yahwéh o malaik élohím como se le designa a veces. Malaík es el mensajero, la palabra que más se acerca a nuestro á. De hecho se traduce «á. de Yahwéh».

Mensajeros de la divinidad, El «mensajero de X» (nombre de una divinidad) es un concepto conocido en la literatura ugarítica de mediados del segundo milenio a.C. Así el rey divinizado Keret envía sus «mensajeros» al rey Pbl pidiendo su hija en matrimonio. Y el dios del mar envía sus «mensajeros» para reclamar de la asamblea de los dioses, reunidos bajo la autoridad de Él, al dios Baal. No parece, pues, que sean los autores sagrados o el pueblo de Israel quienes crean este concepto para salvaguardar la trascendencia divina. Una vez más, la pedagogía divina aprovecha los elementos de que dispone, la cultura ambiente. Y sirven, es cierto, en algunos casos para preservar la trascendencia de Yahwéh, tan difícil de soportar al pueblo de dura cerviz. El mensajero de una divinidad es distinto de la divinidad misma. Y así los textos distinguen perfectamente entre Yahwéh y su i-nensajero o á. Es el caso de Ex 33, 2: «Yo mandaré delante de ti un ángel que arrojará al cananeo, al amorreo... » (es cierto que en este caso la distinción puede provenir de la fusión de dos textos). En Num 22, episodio de Balaam hay un texto antiguo, relativo al adivino Balaam, donde la divinidad no interviene directamente sino por medio de su á. En Gen 24, 7, el á. es claramente distinguido de Yahwéh, que envía a aquél para acompañar al siervo de Abraham que se encargará de traer a Rebeca. En Gen 46, 16, Jacob parece distinauir entre Yahwéh y el á. que le ha salvado. Muy clara aparece la distinción en Ex 14, 19; 23, 20; Num 20, 16. De esa forma nos encontramos ante textos en los que se afirma que Yahwéh, Dios de Israel, reina no sólo en Israel, sino fuera de sus fronteras, y ejerce su dominio sobre los otros pueblos por medio de sus emisarios. Las divinidades de que hablan otros pueblos son reducidas a la categoría de malak.

En otros casos, quizá en otra etapa, las divinidades son declaradas barridas por el poder de Yahwéh. Éste pudiera ser tal vez el origen de la expresión «á. de Yahwéh», pero para designar al mismo Yahwéh y no a un mensajero suyo. En Gen 16, 7 ss. se le aparece a Agar el á. de Yahwéh, pero el vers. 13 identifica al á. con Yahwéh. Algo similar ocurre en los casos narrados en Gen, 21, 17 ss.; 22, 11 ss.; 31, 11 ss.; ldc 2, 1 ss.; etc.

Generalmente, el á. de Yahwéh aparece como un ser benéfico, portador de un mensaje agradable al hombre. Su actividad, cuando existe, va marcada también con el mismo signo de la bendición. A veces están encargados los á. de misiones desagradables, son los á. malos.

La corte celestial. La antiquísima idea preisraelita, de los reyes divinizados y del dios-rey pudo servir de peldaño para la ascensión de la mente hebrea hasta la concepción de Yahwéh-Rey rodeado de una corte. El acceso al palacio-templo de los reyes asirios estaba custodiado por toros alados con rostro humano, que hoy pueden contemplarse en el British Museum de Londres. Proporcionaban al que entraba la impresión de misterio, la sensación de lo sagrado; y prolongaban la distancia entre soberano y súbdito. Su nombre karibu sugiere una relación terminológica con los kerub(im) hebreos. Cuando el autor sagrado piensa en la expulsión del Paraíso, en el hombre alejado de la presencia de Dios, coloca a la entrada del Vergel un querubín que señale con su presencia la separación entre lo sagrado y lo profano (Gen 3, 24; Ez 28, 14). Los querubines, siempre ligados estrechamente a la presencia de Dios, sirven a Yahwéh de montura (Ps 18, 11), arrastran su carro (Ez 1, 4, y 10, 1 ss.) y sostienen su trono, con lo que el querubín adquiere tal importancia que se convierte en uno de los nombres o títulos de Yahwéh: «el que está sentado sobre los querubines» (2 Sam 6, 2; 1 Sam 4, 4; Ps 80, 3; 99, l; 1 Cron 13, 6). Las serpientes constituyeron siempre un misterio para los hombres antiguos e inspiraban cierto sentido de lo sagrado. Según Num 21, 6: «mandó entonces Yahwéh contra el pueblo serpientes venenosas (seralim) que los mordían, y murió mucha gente». En aquel momento, perteneciente al éxodo, el Pueblo se encontraba en el desierto. Cuando en el S. VII a. C. pasan los ejércitos de Asaradón por el mismo lugar vuelven a encontrar estos reptiles y no dejan de impresionar al cronista, que los describe de color verde, alados y con doble cabeza. Del desierto trae el Pueblo esta tradición de los serafim (cfr. Is 30, 6; 14, 29), que más tarde son representados en el Templo de Jerusalén. El reformador Ezequías supríme las reproducciones de significación idolátrica. Pero antes Isaías usa su nombre para describir la corte de Yahwéh. En efecto, Isaías dice acerca de la visión que provocó su vocación: «... vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime... Había ante él serafines; cada uno tenía seis alas; con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con las otras dos volaban... » (Is 6, 1 ss.). Entre la tradición de Números y la de Isaías, la Revelación ha progresado de manera sustancial. Del elemento Irimitivo queda su carácter de guardián e instrumento e la divinidad (Is 6, 6: «Pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido... »), fuerza de la muerte y de la vida, purificación (ls 6, 7). Los serafines tienen en común con los querubines el ser miembros de la corte real de Yahwéh,

Espiritualidad de los ángeles. Al llegar el exilio (s. vi a. C.) Dios ha proporcionado a Israel la Revelación, e Israel por su parte ha respondido con la fe en un estricto monoteísmo, que está ya tan firmemente radicado que no tiene peligro de contagio por el politeísmo circundante. La angelología no sólo tiene ya puestos sus fundamentos, sino que se puede desarrollar ampliamente.

El profeta Ezequiel habla en el cap. 9 de seis espíritus encargados por Dios de destruir todo lo que no ha sido marcado por un escriba vestido de blanco. Algunos han querido ver una relación, al menos verbal, entre ese texto y algunas tradiciones iránicas, PCt0 no es claro; en cualquier caso Ezequiel los describe como espíritus a las órdenes de Dios. Con el profeta Zacarías la Revelación continúa progresando en el sentido de poner de manifiesto la espiritualidad de los á.; Zacarías habla en efecto mucho de ellos, y a partir de la quinta visión (Zach 4, 1 ss.) declara que el á. tiene como misión interpretar los signos y las visiones, Queda absolutamente claro que los á. no son fuerzas cósmicas, sino realidades espirituales.

El gusto por la apocalíptico sirve de vehículo a la revelación de la existencia de multitudes de á. que pueblan los espacios celestiales. El libro de Daniel habla de miles de millares (Dan 7, 10). Son seres inteligentes que explican a Daniel sus visiones. Algunos detentan poderes divinos, como Gabriel (Dan 7, 10), cuyo nombre significa «fuerza de Dios», 0 como Rafael, «medicina de Dios», que aparece en el libro de Tobías, 0 COMO príncipes que rigen los destinos de los pueblos, como Miguel lo es de Israel y el innominado príncipe de Persia lo es de este país (Dan 10, 8 ss.). La trascendencia de Dios queda perfectamente marcada; lo indica el mismo nombre de Miguel, Mi-ka'-El: «¿Quién como Dios?».

Literatura apocalíptica apócrifa. La época inmediatamente anterior y posterior al N. T. se caracteriza por tinas preocupaciones apocalípticas referentes al horizonte de la vida del hombre y de su visión del cosmos. La literatura apocalíptica va toda ella dirigida hacia la expresión de las maravillosas intervenciones de Dios en un futuro más o menos lejano. Dominados por el desconocimiento que del futuro tienen estos autores, usan un lenguaje en el que las imágenes se suceden sin interrupción y aun se yuxtaponen, lo que da a sus descripciones un sabor de misterio que es, sin duda, una de las primeras intenciones de los cultivadores del género apocalíptico. Profundamente persuadidos de su fe en un solo Dios, principio creador de todas las cosas y conservador de las mismas, incluso director de la historia humana, los apocalipsis apócrifos le hacen intervenir de manera espectacular, rodeado en toda ocasión de multitudes de á. que son los depositarios de la fuerza divina, de los poderes divinos que se extienden a todo el cosmos, y encargados de una misión divina ad casum, o más o menos continua, como puede ser el gobierno de una nación, de un grupo, de los individuos en particular. La literatura apócrifa veterotestamentaria es rica en referencias angélicas. Espíritus invisibles (Testamento de Leví 4, l: 2 Bar 51, 11) provistos de seis alas (Enoc 51, l; 2 Enoc 19, 6; 21, l) y varios ojos (Enoc 51, l) son descritos generalmente como jóvenes revestidos de luminosidad, con semblante ardiente como el fuego (Enoc 17, l; 2 Enoc 19, 1-4). Su número es incalculable (Enoc (50, l; 71, 9; 4 Esd 6, 3; 2 Bar 21, 6; 56, 14; 59, 1 l).

Este ejército celestial se encuentra perfectamente jerarquizado en dos categorías fundamentales: a) los á. superiores, que viven cerca de Dios, conocen sus secretos designios, celebran y comparten el reposo sabático con Dios (jubileos 2), le acompañan siempre, incluso en sus teofanías, y le representan en la tierra. Celebran continuamente la liturgia celeste (jubileos 30, 18). Se encargan de comunicar a los hombres, casi a cada instante.. la voluntad divina y la manera de llevarla a cabo (Jubileos 3-4). b) Los á. inferiores juegan un modesto pero eficaz papel. Encargados del funcionamiento de los elementos del mundo, fenómenos naturales como el viento, nieve, escarchas, frío, calor, truenos, etc., «cuatro miríadas de ángeles provistos de seis alas cada uno, conducen diariamente al Sol y a la Luna» (2 Enoc 1 l). No observan el sábado para no paralizar la vida sobre la tierra (jubileos 2; 2 Enoc 12; etc.). Fundado en la apocalíptica, el rabinismo llegará a una verdadera casuística sobre los á.

Nuevo Testamento. Este es el panorama que precede y en parte prepara el N. T. En él encontramos la enumeración de las diferentes categorías de á.: arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids.9), querubines (Heb 9, 5), tronos, dominaciones, principados, potestades (Col 1, 16) y virtudes (Eph 1, 21). Estos textos, pertenecientes al corpus paulinum, manifiestan preocupación por el problema de las crisis religiosas de la Iglesia primitiva que unos llaman gnosis y otros judaísmo esotérico: si S. Pablo habla de los á. se debe, más que a una preocupación directa por ellos, a su deseo de mostrar que la redención de Cristo es universal, cósmica. Ésta es la preocupación o interés fundamental del N. T.: la persona de Cristo y su obra. Por otra parte, los evangelios nos refieren que Jesús, de origen celeste, tiene tratos íntimos con estos seres celestes también (Mt 4, 1 l; Le 22, 42), que ven a Dios y son custodios de los hombres (Mt 18, 10; etc.). Acompañarán al Hijo del Hombre en su Parusía (Mt 25, 31; 2 Thes 1, 7), serán los ejecutores del Juicio Final (Mt 13, 39.49; 24, 31). Están al servicio de Cristo, quien podría pedir a su Padre una intervención angélica (Mt 26, 53). Son inferiores a Jesús, siempre en cuanto Dios, pero con un nuevo título después de la MuerteResurrección (Eph 1, 20 ss.; Col 1, 16), porque también ellos le están sometidos.

Aparecen también los á. con el oficio consagrado por todo el A. T. o en su acepción primigenio de mensajero, como es el caso del arcángel S. Gabriel en el anuncio hecho a Zacarías (Le 1, 1 1 ss.) y a Nuestra Señora (Le 1, 26 ss.); el del á. que comunica a los pastores el nacimiento del Salvador (Le 2, 9 ss.) y al que se le une una multitud de á. (Le 2, 13 ss.); y los que anuncian la Resurrección de Jesús (Mt 28, 5 ss.; etc.). En Act i, 10 ss. se citan «dos varones vestidos de blanco» (obsérvese la conexión con Ez y Dan) que anuncian a los Apóstoles la futura venida de Cristo. Hasta ese momento ayudan al arcángel S. Miguel en su lucha contra Satanás (Apc 12, 1-9). En Apc 4, 8 ss. se describen, en una visión muy similar a la de Is 6, como liturgos celestes cuya acción está íntimamente conectada a la de la Iglesia peregrinante.

 

BIBL.: H. CAZELLES, Mariologie, Angélologie et Pneumatologie, ad modum manuscripti, París 1968; G. DAVIDSON, A Dictionary of Angels, Nueva York 1967; W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, Stuttgart 1964, II, 131-138; P. M. GALOPIN-P. GRELOT, Ángeles, en Vocabulario de Teología Bíblica, 4 ed. Barcelona 1967, 75-78; G. KITTEL, Angelus, en TWNT 1, 72 ss.; G. W. HEIDT, Angelology of the Old Testament, Washington 1949; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 157 ss.; A. LEMONNYER, Angélologie chrétienne, en DB (Suppl.) I, 255-262; l. TOUZARD, Ange de Yahweh, en DB (Suppl.) I, 242-255; M. ZIEGLER, Engel und D¿imon ¡m Lichte der Bibel, Zurich 1957; VARIOS, Enc. Bibl. I, 499 ss.; VARIOS, Angel, Angel de Yahwéh, del abismo, de la Alianza, de la guarda, exterminador, caída de los, del mundo, Angelología judía y cristiana, en Enc. Bibl. I, 499-514; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, 2a ed. Madrid 19661 207, 269, 312 ss., 617 ss.

L. CUNCHILLOS YLARRI.

 

 

III. TEOLOGÍA SISTEMÁTICA. Ángeles: nombre y significado. Se entiende por á. los seres personales de naturaleza invisible creados por Dios, inteligentes, que colaboran como mensajeros en el ejercicio de la Providencia en la Historia de la Salvación. La palabra ángel, ángeles en plural, es en el lenguaje ordinario, en la literatura y en el arte cristiano, enormemente familiar. Un varón puede llamarse Ángel, Ángeles puede ser el nombre de una mujer. Se dice «es un ángel» para recalcar las cualidades buenas o excepcionales de un sujeto, principalmente la inocencia de un niño o de un adolescente.

«Tiene ángel» es sinónimo de hermosura, gracia, simpatía. Estas y otras expresiones, que abarcan uso tan rico y sentidos variados, tienen siempre un abolengo preciosista y sugieren matices nobles de respeto, de encanto, de maravilla, que, de alguna manera, vislumbran profundos aspectos de la angelología. Para los teólogos esta voz tiene un significado exclusivo; etimológicamente se deriva del latín angelus, que es transcripción del término griego con el que se designaba en la literatura profana a un mensajero o enviado; indica, por tanto, una misión u oficio. Ya S. Agustín hacía notar que a los á. les son aplicados dos nombres que explican respectivamente su misión y su naturaleza. «Los ángeles son espíritus, pero no por ser espíritus son ángeles. Cuando son enviados, se denominan ángeles, pues la palabra ángel es nombre de oficio, no de naturaleza. Si preguntas por el nombre de esta naturaleza se te responde que es espíritu; si preguntas por su oficio, se te dice que es ángel: por lo que es, es espíritu; por lo que obra es ángel» (Enarrationes in Psalmos, 103 s. 1, 15: PL 37, 1348-1349).

Existencia de los ángeles. Sin las luces de la Revelación y de la fe, la existencia de los á. sería sólo una fatigosa aunque genial y bella sospecha; los á., como último ornamento del mundo, serían el suplemento que cubriese el vacío que se interpone entre las criaturas visibles y Dios. Al observar los niveles suavemente ascendentes, en la escala de perfección de las cosas, no obstante sus diferencias esenciales, sería legítimo que la razón soñara con la interposición de otras realidades superiores al hombre, pero criaturas como él, subsistiendo como puros espíritus, exentos de materia, sumamente inteligentes y reflejando con más perfección los dones de Quien-hizo-todo. Eso son los á. (cfr. S. Tomás, Sum. Th., 1 q5O al e). La Revelación nos ilustra sobre este hecho al tejer una historia divina en constante diálogo de amor con el hombre, entrecruzándose entre una y otra existencias personales el oficio servicial de los á. Y este dato, que no es empírico, se garantiza como verdad rigurosamente cierta. La Iglesia ha definido dogma de fe la existencia de los á., espíritus creados por Dios. En el conc. IV de Letrán (1215), contra ciertos rebrotes de dualismo en la Edad Media, se dice que Dios es «Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud juntamente desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo» (Denzsch. 800). Esta doctrina, definitivamente sancionada volvió a aludirla, a causa del materialismo y negaciones modernas, en una amplia cita literal, el conc. Vaticano 1 de 1870 (Const. Dogmática sobre la Fe Católica, cap. I: Denzsch. 3002). Y Pablo VI al formular el Credo del Pueblo de Dios en el año de la Fe (1968) comienza con estas palabras: «Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles como es este mundo en el que transcurre nuestra vida pasajera; de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el nombre de ángeles y creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal».

Éstos son algunos puntos que el magisterio de la Iglesia ha propuesto solemnemente sobre los á., pero se precisa un fuerte y perspicaz sentido de fe para esclarecer ambiguas teorías que en la actual mentalidad crítica que respiramos se divulgan como logros irrenunciables de ciencia nueva. El error tiene un ritornello multiforme y tenaz repitiendo en los distintos momentos de la historia aproximaciones de la verdad tan sutiles como falsas. Si es cierto que tropezamos con la negación radical de los á., según opinaban ya los saduceos (Act 23, 8) y aquellos antiguos filósofos apuntados por S. Tomás (1 q5o al), que se movían en el clima del materialismo o racionalismo de siempre, la tendencia más frecuente entre los modernos es interpretar los datos revelados reduciendo los á. a una proyección personificada de la misma acción divina en el mundo o a una objetivación de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y negándoles un carácter personal. El ataque último lo representa el teólogo protestante Rudolf Bultmann, quien, partiendo de la teoría de la desmitologización, afirma que la creencia en los espíritus y demonios es un enunciado bíblico «liquidado» (H. Fries, Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, 36).

Por el contrario, el testimonio de la Revelación es irrecusable y su existencia no es nunca un problema para la Biblia. Incluso en el A. T. la doctrina sobre la existencia del mundo angélico y su presencia en el mundo de los hombres se afirma con constancia (León-Duffour). Según la expresión de S. Gregorio Magno, «casi todas las páginas de los libros sagrados testifican que existen los ángeles y arcángeles» (Homilía 34 in Evang., 7: PL 76, 1249). En los relatos iniciales, para expresar el castigo de los primeros Padres se nos dice que Dios puso delante del jardín del Edén un querubín, que blandía flameante espada, para guardar el camino del árbol de la vida (Gen 3, 4); en la aparición del encinar del valle de Mambré, Abraham ve a tres varones, de los que dos siguen hacia Sodoma para liberar a Lot de la catástrofe inminente, y eran á. que intervienen activamente en todo el episodio (Gen 18 y 19); cuando Jacob huye a Mesopotamia, tuvo un sueño durante la noche y vio una escala que llegaba de la tierra al cielo y a los 1. subiendo y bajando por ella (Gen 28, 12); al regreso para reconciliarse con Esaú le salieron al encuentro á. de Dios y al verlos dijo Jacob: «Éste es el campamento de Dios» (Gen 32, 2-3). En muchas narraciones se habla del á. de Yahwéh (Gen 16, 7; 22, 1 l; Ex 3, 2; ldc 2, 1... ), pero parece que se trata de una expresión que suaviza la manifestación sensible del Dios invisible, diluyendo el antropomorfismo. En otros pasajes se les denomina con nombres propios. Al buscar un compañero de viaje el joven Tobías tropieza con Rafael (medicina de Dios), que era un á. (Tob 5, 4) y es coprotagonista de toda su historia; al final de una preciosa confidencia él mismo se declara: «Yo soy Rafael, uno de los siete santos ángeles que presentamos las oraciones de los justos y tienen entrada ante la majestad del Santo» (Tob 12, 15). Gabriel (hombre de Dios o Dios se ha mostrado fuerte) es el á. que interpreta visiones a Daniel (Dan 8, 16-26; 9, 21-27); en el N. T. anuncia a Zacarías el nacimiento de su hijo (Le 1, 11-19). y de él escucha María su inefable misterio maternal que hace presente a Dios en el mundo (Le 1, 26-38). Miguel (¿Quién como Dios?) aparece en el libro de Daniel tres veces como «uno de los príncipes supremos», «vuestro príncipe» y «el gran príncipe» (Dan 10, 13-21; 12, l); reaparece en el Apocalipsis, 12, 7, luchando con sus á. contra el dra. gón y los suyos, y en la carta de S. Judas 9.

En el N.T. la doctrina de los a. ocupa momentos relevantes tanto en torno del Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo, como en la predicación de jesús. Y esta importancia del ministerio angélico persiste en la prolongación original de la vida de la Iglesia con los Apóstoles, pasando luego por el canal de la tradición en los Padres a la reflexión teológico posterior. un a. se aparece en sueños a José turbado por el misterio de María (Mt 1, 20); un á. orienta la huida y retorno de Egipto para salvar al Niño (Mt 2, 13-19); los á. revelan a los pastores el nacimiento del Salvador en Belén (Le 2, 9 ss.); los á. le servían en el desierto después de la cuarentena de ayuno y las tentaciones (Mt 4, ll; Me 1, 13); los niños tienen sus, á. que ven de continuo la faz del Padre que está en los cielos (Mt 18, 10); al final de los tiempos, cuando vuelva jesús glorioso para juzgar a los hombres, formarán los á. su séquito (Mt 16, 27; 25, 31;Ic 13, 27); un á. le conforta en la agonía de Getsemaní (Lc 22, 43); Jesús podría disponer de más de doce legiones de á. que le defenderían en el trance de la Pasión (Mt 26, 53); los á. atestiguan a las mujeres la Resurrección (Mt 28, 5-6; Le 24, 23; lo 20, 12; Me 16, 5) y disuaden a los discípulos de su vana espera tras la Ascensión (Act 1, 10-11); a Pedro le saca un á. de la cárcel (Act 12, 7 ss.). S. Agustín comenta: «Conocemos por la fe que existen los ángeles y leemos que se aparecieron a muchos, de forma que no es lícito dudarlo» (Enarr. In Ps. 103 s. 1, 15: PL 37, 1348).

La S. E. parece indicar un número sobrecogedor de i. (Lc 2, 13; 8, 30; Mt 26, 53; Heb 12, 22; Apc 5, 1 l), aunque nada sabemos con exactitud. Tampoco conocemos sus notas diferenciales. S. Tomás trata de demostrar que cada á. constituye una especie en virtud de su espiritualidad, puesto que si no tienen materia como los hombres, no puede ésta ser principio de distinción numérica Y habrán de distinguirse por la forma, distinción que es especifica (1 q5O a4). Pero ofrece denominaciones que dan a entender varias clases de á. El profeta Ezequiel (9, 3; 10, 1.2... 20) habla de querubines (orantes), que son los espíritus al servicio inmediato de Dios; Isaías (6. 2-6) de serafines (ardientes); S. Pablo (Eph 1, 21; Col 1, 16) de potestades, virtudes, dominaciones, tronos, principados y arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids 9). Si a éstos se agraden los á. ordinarios, que es la terminología más común, resultan los nueve coros que se mencionan de la jerarquía angélica. S. Pablo debió tomar estos nombres de la tradición judía, pero no es constante en la clasificación ni conocemos el alcance de estas denominaciones. Por lo que una jerarquía angélica en sentido estricto, ordenada en nueve coros, no tiene estricto fundamento bíblico. Pudo ser S. Ambrosio el que primeramente formuló la agrupación completa de los á. en nueve rangos (Apol. proph. David 5: PL 14, 859), y el Pseudo-Dionisio Areopagita quien dio vigor a esta sistematización, fruto de su concepción del universo invisible como una estructura jerárquica, ordenándolos en tres bloques: los tronos, querubines y serafines; 20, potestades, dominaciones y virtudes; 30, ángeles, arcángeles y principados (De coelesti Hierarchia 6: PG 3, 199-202). Otros Padres los organizan de manera distinta.

Origen y naturaleza de los ángeles. Una primera especulación en torno a los á. es su origen, cuestión que ya aparece resuelta en el periodo áureo de la patrística, donde se dan las grandes intuiciones de la fe, vivida e interpretada, ofreciendo los primeros materiales que la Escolástica elaborará construyendo un sistema coherente desde su perspectiva histórico-cultural. Existencia de los á. y creación son dos pilares firmes de su angelología, aunque otros puntos serán posteriormente superados, Dice S. Agustín: «Es necesario que creamos que los ángeles son criaturas de Dios y que por £l fueron hechos» (De Gen. ad litt. ¡m e ectus 3, 7: PL 34, 222) mientras parece reconocer que los textos del A. T. no afirman formalmente que han sido creados por Dios ni en qué momento (De Civ. De¡ 1 1, g: PL 41, 323). Pero no ofrece dificultad especial porque todo el contexto de la Biblia transpira esta convicción. Los nombres mismos (á. de Dios, hijos de Dios, ejércitos de Yahwéh) y sus oficios (forman la corte de Dios, le alaban, le ayudan en su acción sobre la tierra y son enviados por Él como emisarios suyos cerca de los hombres) expresan su estrecha dependencia de Dios. Además, Dios es la fuente de todas las cosas, como ser único e irrepetible, creador del cielo y de la tierra, que, en el deseo divino de manifestar su perfección pura y voluntad libérrima, da realidad y consistencia a todas y cada una de las criaturas, que son la constelación de su gloria. Dios es Él solo y todo lo demás son criaturas suyas. Por eso S. Pablo, apuntando probablemente a una corriente sincretista del judaísmo, que pretendía identificar los á. con los dioses astrales y los elementos cósmicos de los paganos (Col 2, 8.18.20; Gal 4, 3-9), tributándoles culto exagerado, corrige enérgicamente esos errores destacando la trascendencia y primacía singular de Cristo, Hijo de Dios: «En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él» (Col 1, 16-17). «Que nadie con afectada humildad o con el culto de los ángeles os prive del premio» (Col 2, 18). Los á., por tanto, están incluidos en el ámbito de las criaturas y, no obstante su perfección sobrehumana, dependen de Dios y están sometidos a Cristo cuya bondad creadora manifiestan.

Otra cuestión inevitable en su naturaleza. A pesar de la sobriedad de la Revelación, sus datos van recortando un apunte importante para determinarla. Hay puntos de referencia que apoyan la reflexión racional sobre la misteriosa y acuciante realidad de los á. En unos textos se representan como hombres (Gen 18 y 19), pero su aparición es efímera y simbólica del poder misional que desempeñan para acomodarse al estilo nuestro según la ley de la condescendencia divina. Otras veces parecen comportarse como necesitados de alimento, pero no es sino una apariencia (Tob 12, 18), dando a entender que no tienen cuerpo como los hombres. Daniel, (9, 21; 14, 36) ve al á. desplazándose rápidamente por el cielo, de una luminosidad deslumbradora, como si fueran de fuego, y de un aspecto imponente que sobrecoge (10, 5-7). Jesús dice que trascienden las leyes de la carne (Mt 22, 30). Estos distintos rasgos complementarios sugieren intensamente que, siendo criaturas de Dios, se manifiestan como seres personales sobrehumanos, inteligentes, inmateriales, invisibles, inmortales, poderosos ejecutores de los planes de Dios en beneficio de su gloria y de la salvación humana: es la espiritualidad angélica. Con todo, la clarificación de esta doctrina fue lenta y laboriosa entre los Padres, que no acertaban a despegarse de una cierta materialidad sutil. En la teología de S. Tomás (1 q5O a2) este asunto quedará definitivamente resuelto y sólo la escuela franciscano conservará el sedimento residual de una imponderable materia que conforma la naturaleza de los á.

Elevación al estado de gracia sobrenatural, y caída de algunos ángeles. Esta maravilla del mundo invisible de los á. adquiere pleno sentido, dice Schmaus, cuando se tiene en cuenta su estado sobrenatural, es decir, el hecho de que los á. no son solamente espíritus, sino que son espíritus compenetrados por el Espíritu Santo, o sea, que han sido introducidos en el ámbito interno de la vida divina personal. Ellos como nosotros - y con mayor razón porque son criaturas más nobles, si bien la naturaleza no tiene ningún derecho- han sido gratificados con los dones sobre naturales que Dios otorga libérrimamente, ampliando la resonancia grandiosa de la creación que le celebra y alaba no sólo como Dios y Señor, sino también como Padre. Así lo ha profesado siempre el sentido de la fe de la Iglesia, aunque no haya intervenciones expresas del Magisterio solemne porque las zonas de fricción con el error son fronteras mucho más radicales.

En efecto, la S. E. llama santos a los á. que forman la corte de honor y el consejo de Dios en el gobierno del mundo (Ps 89, 6). Isaías (6, 1-3) nos los presenta ante Dios corcando el Trisagio: «Los unos y los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo, Santo, Santo, Yah. wéh de los ejércitos! Está la tierra llena de su gloria», Estas visiones de Isaías y de Daniel (7, 10), se repiten en el Apocalipsis (4, 8), que describe inusitados cuadros de la gloria del cielo, perpetua alabanza a Dios (Apc 19,, 1-7), siendo los á. actores brillantísimos durante todo el desarrollo. Por eso, aun teniendo en cuenta las puntualizaciones de S. Pablo (Col 2, 18) y de algunos escritores, como el obispo Severiano de Gabala (S. V), que se oponían resueltamente a la veneración de los á. por en. sombrecer la mediación única de Cristo (J. Quasten, Patrología, II, Madrid 1962, 509), la liturgia los celebra en sus fiestas (29 de septiembre, Santos Miguel, Gabriel y Rafael, arcángeles; 2 de octubre, Los Santos Ángeles Custodios). En este sentido se pronuncia el conc. Vaticano II: «Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles, e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión» (Lumen Gentium 50).

Muchos opinan con S. Tomás (1 q62 a3) que fueron creados ya en gracia todos los á., sin mediar tiempo entro situación natural y estado de gracia, que argumenta apoyándose en S. Agustín y en sus predecesores Propositino y Alberto Magno. Pero Hugo de S. Víctor, Pedro Lombardo, Guillermo de Auxerre y S. Buenaventura proponían otras soluciones, como un intervalo entre su creación y su elevación al estado de gracia y de hijos de Dios. Tal intervalo sería necesario para alcanzar el cielo por mérito personal de una libre decisión, de modo que sometidos a prueba podían pecar, según los distintos despliegues posibles de la libertad. Una-vez conseguir la bienaventuranza el á. ya no puede pecar ni pueda perderla.

Está atestiguada también en la S. E. la caída de algunos á Jesús, recriminando a los fariseos, llegó a decidles: «Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre Él es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él. Cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentir a» (lo 8, 44). Y S. Pedro: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron» (2 Pet 2, 4; Ids 6). En la teología de los Padres se da por supuesta la elevación de los á. al orden sobrenatural y la problemática que plantean es, por contraste, el pecado de los á. malos. Tienen perfecta conciencia de que el dualismo entre á. buenos y á. malos no es metafísico, sino moral y religioso. Todos los á. fueron creados por Dios y enriquecidos con la gracia, pero algunos pervirtieron su referencia al Creador. «Porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por si mismos, se hicieron malos» (conc. IV de Letrán: Denz. Sch, 800). Su dialéctica es diversa e ingeniosa al intentar definir la categoría propia del pecado angélico (pecado carnal, envidia, soberbia), pero la opinión más consistente es la que lo interpreta como pecado de soberbia, según lo expresa S. Agustín: «Cuando se investiga la causa de la desgracia de los á., aparece con razón ésta de que, apartándose de Aquél que es Supremo, se miraron a sí mismos, que no lo son: y este pecado, ¿qué otra cosa es más que soberbia?» (De Civ. De¡ 12, 6: PL 41, 353).

Relación de los ángeles con el mundo y el plan divino de Salvación. Es difícil entender la relación de los á. con el mundo visible de los hombres y de las cosas cuando ejercen sus misiones. Ellos no tienen cuerpo, ni ojos, ni voz. ¿Cómo se hacen presentes y cómo se comunican?; los escolásticos dedicaron a estos interrogantes minuciosos estudios. Sin entrar en detalles anotamos lo fundamental. En efecto, si no tienen cuerpo, su presencia no cabe dentro de los marcos de espacio y localización; necesita un módulo propio según su naturaleza singular y se llama presencia «definitiva», que respondo a la actividad o cualidad operativo. El a. está allí donde obra; la actividad es la razón de su presencia y lo que la define, y según su mayor o menor potencia de operación abarcará lo que para los hombres son más o menos lugares. Es el mismo esquema de la presencia divina, pero se distinguen 'una y otra, porque la de Dios es omnipresencia en todas las cosas que mantiene en la existencia por su obra conservadora; e inmensa porque no se agota en la creación actual ni puede agotarse en creaciones hipotéticas más amplias. En cambio, la capacidad de obrar del á. es limitada por su condición de criatura. Sus apariciones, por tanto, aunque reales, no son manifestación de un cuerpo propio, sino situacional y momentáneo, que asumen como símbolo de su gestión y poder, con el que hablan y se mueven, aunque no realiza operaciones propiamente vitales.

Tampoco tienen tiempo en sentido riguroso, son eviternos. Su naturaleza espiritual excluye todo cambio sustancial y el tiempo es la medida del cambio; pero hay que hablar de alguna clase de tiempo en los á. en cuanto que sus facultades experimentan cambios accidentales y pueden aplicar su actividad a un lugar u otro. Su inteligencia no es tributario de procesos sensitivos, dando lugar a la racionalidad, sino que tiene la perfección de una intelectualidad intuitiva a través de la propia esencia y de especies infusas recibidas de Dios. Lo que no conocen es nuestra intimidad personal en la que sólo Dios penetra. También su voluntad libre decide de un golpe y una vez provocada la decisión es irrevocable. No pueden errar en la verdad, pero pueden pecar en la voluntad.

Por último, es necesario considerar el mundo invisible de los á. en la economía total del plan divino de la salvación. Todo el cosmos está comprometido en una función plenaria y última que es manifestar la perfección de Dios. La creación irracional es como un estruendo de gloria divina objetivada en su mismo ser, y, aunque afeada y traspasada por el pecado, vive en expectación ansiosa «esperando la manifestación de los hijos de Dios», ya e «las criaturas están sujetas a la vanidad no de grados, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 19-23). Al hombre, que preside la naturaleza visible y ha sido asociado a la vida de Dios, le corresponde realizar esa gloria por la opción amorosa y libre a la voluntad de su Creador. Pero la creación muda y tensa de su fin queda aprisionada por la historia humana que es una ondulante peripecia de lealtad o rebeldía ante la salvación a que Dios le destina. Sólo responsablemente asume el hombre su destino como hacedor magnífico de la gloria divina, y no pocas veces lo pervierte suplantándolo por su propio bien.

En un plano más alto, el mundo de los á. repite el esquema, con la particularidad de que su suerte está definitivamente resuelta. Ya no esperan destino. A unos, el orgullo los hizo demonios para siempre; a otros, la fidelidad los transformó para siempre en bienaventurada corte de Dios. Una vez que Cristo ha venido al mundo, la historia de la Salvación queda traspasada en Él por el poder y la gloria irrenunciable de Dios. Cristo remata la creación; Él anuda lo eterno y lo temporal; Él dirime el conflicto entre pecado y salvación, entre orgullo de las criaturas y alabanza perfecta de Dios. La tensión, no obstante, persiste y, si el hombre ahora hace frente a sus enemigos auxiliado por la gracia de Cristo, todavía arrastra su debilidad. La custodia angélica será otro gran beneficio de las misericordias de Dios que, al tiempo que permite las pruebas de los enemigos garantiza la victoria con las ayudas de un poderoso defensor que sirve su voluntad.

Tenemos muchos más bienhechores que los que nos imaginamos, conforme a un designio divino de «intercomunión» entre las criaturas y entre éstas y Dios. Nos amó hasta darnos a su propio Hijo y nos rodea de su cariño por el ministerio de presencias vivas (Guelluy). La S. E. enseña la custodia de los á. como protectores del hombre, y poco a poco va penetrando en la conciencia del destinatario de la Revelación esta Providencia (Ps 91, ll; Mt 18, 1-10; Act 12, 15); la sencilla creencia popular prolongará el ministerio bienhechor de los á. no sólo a cada individuo en concreto, sino a los pueblos y colectividades (la Iglesia, diócesis, parroquias, naciones, etc.). El plan de Salvación es un plan unitario, siendo Cristo el centro de la historia, la corona del universo (Eph 1 y 2; Col 1, 13-20). Cristo lo arrastra todo y toda la creación está a su servicio: «Todo es vuestro, escribe S. Pablo, y vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 22-23), también los á. La carta a los Hebreos, para destacar la dignidad real y el señorío universal de Cristo Salvador y Redentor, los contrapone situándolos en su papel de meros servidores. Son, dice, «espíritus destinados a servir, en misión del favor de los que han de heredar la salud» (Heb 1, 14). El propósito y el argumento son claros. Si los á. nos parecen seres nobilísimos que sobresalen por encima de la creación visible, son, sin embargo, criaturas que ejecutan las órdenes de Dios. Cristo, en cambio, es el Hijo heredero de todo, autor del mundo, esplendor de su gloria (Heb 1, 2-5).

La S. E., cuando habla de la existencia y vida de los á., no pretende satisfacer la curiosidad de los hombres completando conocimientos acerca del mundo; entran en escena al formar parte del juego dinámico de la salvación humana. Por eso no especula sobre su naturaleza ni sobre su origen, hablándonos siempre de ellos en función de su actividad y ministerio. También es un hecho innegable que la angelología adquiere especial intensidad en la época del destierro, cuando Israel estuvo en contacto con la religión persa, lo cual insinúa que este auge ha sido influido por el intercambio de culturas. Pero tampoco cabe olvidar que hay una evolución interna de la misma Revelación. Lo que no puede admitirse en modo alguno es que los israelitas aprendiesen de los persas toda su concepción sobre los á.; además mucho antes de esta posible influencia el A. T. conoce su existencia y actividad, asignándoles el papel de enviados que realizan los planes salvadores de Dios. La mutilación de la fe y la teología de los a. supondría la ruptura entre dos mundos fabulosos, el divino y el humano, que quedarían yuxtapuestos por el capricho de un deísmo agnóstico y empobrecedor. La Biblia, sin embargo, los presenta comprometidos apasionadamente por una alianza de fidelidad, en cuya vigencia y servicio están interesados los á.

 

BIBL.: S. Tomás, Suma Teológica, III, III 2.0, Madrid 1950-591 introd. y texto de 1 q5l-60, qlO6-114; H. HKAG-S. AUSEJO, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966 (Ángel, Ángel de la guarda, Ángel de Yahvéh); P. VAN IMSCHOor, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 157-175; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, Il, 2 ed. Madrid 1961, 241-266; P. BENOIST D'Azy, lnicz'ación Teológica, I, Barcelona 1957, 491-518; 661-671; R. GUELLUY, La creación, Barcelona 1969, 159-173; M. SCHMAUS, El Credo de la Iglesia Cátólica, Madrid 1970, 441-450; E. PETERSON, El Libro de los Ángeles, Madrid 1957; P. R. RFGAMEY, Los ángeles en el Cielo y entre nosotros, Andorra 1960; R. ARAGO, Los Ángeles, Bilbao 1950; ISIDORO DE SAN losé, La doctrina de Ángel Custodio en el dogma, en la teología, en el arte y en la espiritualidad, «Rev. de espiritualidad» 8 (1949) 265-287, 438-473; 9 (1950) 451-467; 11 (1952) 67-79; 12 (1953) 24-51, 150-185, 307 335; A. PIOLANTI, Angeli y Angeli Custodi, en Bibl. Sanct., 1, 1196-1223 y 1226-1231.

SANCHO BIELSA

 

 

IV. TEOLOGÍA MORAL Y ESPIRITUAL. Los ángeles, tema difícil. Algunos autores contemporáneos han afirmado que, para el hombre actual, el tema de los á. resulta difícil. Esa afirmación es exagerada, ya que supone absolutizar coi-no imagen del «hombre de hoy» lo que es, tal vez, expresión sólo de algunos ambientes. Sin embargo, y con esa reserva, conviene tenerla presente, a fin de atender pastoralmente a esa situación. Resumiendo, puede decirse que las dificultades provienen de motivos dispares: A) Una de ellas es subjetiva ambiental. El hombre del S. XX se halla habituado a la desconfianza racional de todo lo que no cae bajo el dominio del dato concrete) de la experiencia. Quienes se mueven en esa esfera racionalista acaban, como advierte Regamey, por negar de raíz todo el orden sobrenatural y, por tanto, la existencia de seres superiores al hombre, seres-espíritu. Aun en el campo religioso, en que el peso de las costumbres y de las creencias es tan hondo, se evaden con la teoría de los mitos: el á. sería un personaje mítico. Bultmann, que no puede zafarse de la presencia permanente del á. de Dios en la S. E., adopta una actitud radical de negación: «El conocimiento de la potencia y de las leyes de la naturaleza ha extinguido la fe en los espíritus y en los demonios. Los astros se mueven por leyes cósmicas; las enfermedades y su curación son efecto de causas naturales. No se puede usar la luz eléctrica o los rayos X e invocar el mundo de los espíritus» (L'interpretation du N. T., París 1955, 142-143). B) Hay otra dificultad objetiva, consistente en la imposibilidad de un conocimiento directo, por el método de la experiencia, de la «mismidad» de esos seres superiores. Son espíritus puros y, por tanto, se escapan, como objeto de conocimiento, a la garra de la razón. C) Hay, en fin, para el creyente - y el teólogo lo es- un problema de tipo documental: por un lado, la inmensa tradición literaria y devocional; por otro, los datos escasos de la revelación sobre la íntima naturaleza de los á.

Históricamente, fue S. Tomás - Doctor Angélico quien trazó y trabó la arquitectura de una angelología teológica. En él se apoyan estas líneas, intentando una exposición sumaria del tema.

Existencia. La existencia de los á. es, fundamentalmente, una verdad de fe. La fe será, por consiguiente, el punto de apoyo para sondear la naturaleza de los á. Las páginas de la S. E. - como los cuadros de fray Angélico- están llenas de á. Pero ángel (mal´âk, en hebreo) significa enviado; quiere decir, como anota con agudeza S. Agustín, que es nombre de oficio, no de ser (PL 37, 1348). El dato revelado es, pues, constante, patente (S. Gregorio Magno, Homil. 34: PL 76, 1249). No se puede negar la realidad de embajadas tan decisivas para la fe como la de la Anunciación. La Iglesia afirma en el Credo la existencia de «seres invisibles»; en el conc. IV de Letrán (1215) y en el Vaticano I (1870,) lo define expresamente; la Liturgia canta la existencia de los á. en el Prefacio y la invoca en el Canon: «Te rogamos, oh Dios todopoderoso, que mandes llevar estos dones a tu excelso altar por manos de tu santo ángel». Para el hombre moderno, «que no atina a pensar en los ángeles con la ingenuidad y la sutileza de los antiguos», no hay otra argumentación que ofrecerle si no es la de la fe. La razón - obstaculizada por prejuicios o predisposicionesno halla razones demostrativas concluyentes. Sin embargo, el Doctor Angélico formula una razón de conveniencia de extraordinaria hondura teológico, teleológico y perfectiva: «Es necesario admitir la existencia de algunas criaturas incorpóreas – dice -, porque lo requiere la perfección del universo» (1 q5O al). Quien ve con ojos limpios el opus creationis como obra maravillosa de Dios, sabe encontrar y unir los hilos que la tornan inteligible. Con todo, es la fe la que juega aquí el papel primordial.

Esencia. El análisis del teólogo se hace sutilísimo. Los á. son criaturas, totalmente espirituales, sustancias completas, superiores al hombre e inferiores a Dios, con una enorme capacidad de inteligencia y de amor (1 q54.59-60), elevadas al orden sobrenatural, sometidas a una prueba que determinó la distinción entre á. buenos y á. malos. Los á. buenos, los que están en la presencia de Dios, los bienaventurados, «forman una multitud inmensa, superior a la muchedumbre de los seres materiales» (1 q5O a4), porque Dios, que hizo perfecta la creación, abre más la mano en la cantidad a medida que sus criaturas son más perfectas, más espirituales. No hay, además, dos á. de la misma especie, sino que cada uno tiene la suya propia (cfr. ib., a4).

La angelología aquiniana es uno de los tratados en que el genio teológico del Doctor Angélico logra mayor cohesión y penetración. Existencia, esencia, número, especies, etc., van engarzándose en forma sistemática tan magnífica, «que nadie antes de él logró una teología de iús á. tan acabada, ni nadie después de él la ha podido mejorar» (A. Martínez, o. c. en bibl., g). De hecho, el tema de los á. le fascinaba, como aparece claro recogiendo los innumerables textos escritos que les dedicó; es un leit motiv que tuvo su réplica en los pinceles del Beato Angélico. Sorprende el contraste de esta afición teológico, o pictórica, con el desdén que algunos teólogos «modernos» sienten por el tema. S. Tomás o iray Angélico viven un mundo angélico; el hombre tecnificado, un mundo terreno. Como actitudes humanas paradójicas, como «moradas vitales», entrañan, en su diversidad, una lección: es necesario llevar a los hombres hacia la comprensión de la realidad del espíritu, liberándolo así de la estrechez mental materialista y enriqueciendo así su alma. Para ello no hace falta extenderse en imaginaciones sobre los á. - lo que sería contraproducente -, sino la firme adhesión a lo que hay revelado sobre su existencia y misión.

Misión. Que los á. ejercen determinados ministerios lo indica su mismo nombre. Lo revela la S. E. Para el teólogo, Dios llama a sus criaturas a participar, de muy diversos modos, en el gobierno del universo. La jerarquía - los coros- de los á., el lenguaje, la misión, etc., son temas a los que el Doctor Angélico consagra una nutrida serie de cuestiones bellísimas (1 qlO6-114). Tienen, pues, los á. una misión especial que cumplir: en términos abstractos, hacer ostensible la bondad de Dios; en términos concretos, participar como instrumentos de Dios en la economía salvífica del hombre.

La Biblia nos ofrece una galería de policromos paisajes con á.: el á. que velaba al pueblo de Dios (Ex 14, 19; 23, 20-23; Ps 90, g); el á. que sirve (Heb 1, 14); el á. que se alegra (Le 15, 10); el á. que protege a los pequeñuelos (Mt 9, 10); el á. que guía a los difuntos (Le 16, 22), etc.

Las sugestivas descripciones, mezcla de fe y de imaginación, de sensibilidad e ingenio, que los Santos Padres nos legaron sobre la acción angélica fueron reelaboradas por S. Tomás, no sólo en un plano de especulación teológico, sino también en un plano de dinamismo cristiano: es la teología de los ángeles custodios (1 qll3) y la de los demonios (ángeles caídos) tentadores (ib., qll4). Una observación aguda: «Los hombres pueden desoír las inspiraciones que les dan invisiblemente los íngeles buenos, iluminándolos para obrar el bien»; pero queda intacto el libre albedrío: «de ahí que el perderse los hombres no se ha de atribuir a la negligencia de los íngeles, sino a la malicia de los hombres» (ib., qll3 al ad2).

Devoción a los ángeles. La devoción a los á. ha echado raíces profundas en el pueblo cristiano. Fácilmente se comprueba que es una de las devociones mayores de la piedad de los fieles. Ello se debe, por lo pronto, al excepcional papel que la S.E. les atribuye en la realización de los designios de Dios, tanto en el A. T. como en el N. T. La Iglesia naciente no podía olvidar la compañía de estos mediadores, enviados o mensajeros de Dios, amigos del hombre. Son sus protectores divinos en las circunstancias adversas. El episodio de S. Pedro, preso por Herodes Agripa, vigilado por «cuatro escuadras de soldados», y liberado prodigiosamente por un á., mientras «la Iglesia oraba incesantemente a Dios por él» (Act 12, 4 ss.), es índice y símbolo de lo que va a ser la devoción a los á. Los elementos esenciales están ya ahí. La manifestación histórica ininterrumpida a lo largo de los siglos, se reviste de mil facetas, de las que son testimonio irrecusable la poesía y la pintura, estereotipadoras y alimentadoras de la piedad popular, que, a su vez, nutre y se nutre de la savia de la liturgia. En este sentido, es admirable la «presencia» de los a. en la acción litúrgico de la Iglesia. F. Oppenheim, analizando este aspecto, concluye que apenas hay acto de culto litúrgico en que no estén presentes los á. De este modo, la Iglesia peregrinante une su oración a la de la Iglesia beatífica, pues la liturgia del cielo corre a cargo de los á., que, conforme a su oficio, se hallan también presentes y activos en la liturgia de los hombres. Y, por la dinámica misma de la fe, los á. que cerraban las puertas del Paraíso terrestre son ahora los que ayudan y guían al hombre a la conquista del Paraíso celeste, fusión de las «dos iglesias», plenitud de la Historia de la Salvación. Incluso se tratará de imitar a los á. en cuanto es posible; la «vida angélica» es un ideal de encarnación religiosa (cfr. G. M. COLOMBÁS, Paraíso y vida angélica. Sentido escatológico de la creación cristiana, Montserrat, 1958).

En tan rico contexto devocional, podemos aún distinguir el culto genérico a los á. y el culto a algunos á. en concreto. Tres arcángeles han recibido culto especialísimo: S. Miguel, defensor de los derechos de Dios contra Luzbel, protector del Pueblo de Dios y «ángel custodio» de la Iglesia; S. Gabriel, el mensajero mesiánico del A. T., el á. de la Anunciación; y S. Rafael, el á. de los viajeros y de los médicos.

Aparte del culto a determinados á., la devoción popular se ha centrado también en los á. custodios o de la guarda. La teología, en su arquitectura doctrinal, presenta una fértil enseñanza sobre la misión del á. custodio, que los autores espirituales han trasplantado a la tierra feraz del pueblo. La historia de la devoción a los á. de la guarda pone de relieve cómo enraizó ésta en la península Ibérica y cómo se propagó después a otros países. El Libre dels angels, de Francesc Eiximenis, publicado en Barcelona, 1494, figura en cabeza de los libros devocionales de este tipo. En realidad, la literatura sobre la devoción a los á. custodios, tanto a nivel teológico como a nivel popular, es un bosque.

El culto a los á. ha sido establecido en la reforma litúrgica de 1969 de la siguiente manera: 29 de septiembre, fiesta (2a clase) de S. Miguel, S. Gabriel (antes: 24 de marzo) y S. Rafael (antes: 24 de octubre); 2 de octubre: memoria de los á. custodios (cfr. Kalendarium Romanum. Ex Decreto S. Oec. C. Vat. II instauratum. Editio typica, Typis Polyglottis Vaticanis, 1969, 30 y 104-105).

 

BIBL.: S. TomÁs, Suma teológico, 1, q5O-64, trad. de A. SUÁREZ y com. de A. MARTÍNEZ, III, Madrid 1950; R. REGAMEY, Gli ángeli, Catania 1960; G. KIRTEL, TWNT I, 72-87; F. DE VIANA, Motores de cuerpos celestes y ángeles en S. Tomás de Aquino, ' Estudios Filosóficos» 8 (1959), 359-382; J. DANIELOU, Les anges et leur misson d'aprés les Péres, París 1952; J. DUHR, Anges, en DSAM I, 580-625; E. PETERSON, El libro de los ángeles, Madrid 1957; J. MARITAIN, Ée péché des anges, «Rev. Thomiste» (1956) 197-239; CH. JOURNET, L'aventure des anges, «Nova et vetera» (1958) 127-154; J. VILLETE, L'ange dans l'art d'Occident, Laurens 1940; S. FUMET, Mikael, ¿Quién como Dios?, Madrid 1957; F. OPPENHEIM, L'intervento degli angeli nel culto, «Ephemerides Liturgicae» 48 (1944) 86-96; I. DE S. losé, La doctrina del Ángel Custodio, «Rey. de Espiritualidad» 8 (1949) 265-287t 438-473.

ÁLVARO HUERGA.

 

 

V. ARTE. Los á. son los únicos seres que tienen una representación plástica entre los elementos esenciales del culto dentro del pueblo hebreo; desempeñan el oficio de custodios del Arca de la Alianza y son fabricados por los israelitas en el desierto con preciosos metales, según unos rigurosos cánones. La presencia de los á. en toda la Biblia es bien patente y en ella se ha basado el arte posterior: un ejemplo fehaciente lo tenemos en el Libro de Tobías, que inspiró delicados lienzos. Uno de los rasgos primordiales de su representación lo constituye la incorporación a la misma de las alas, aunque primitivamente, como ocurre en S. María la Mayor de Roma, aparezcan sin ellas. Igual sucede posteriormente en el altar de los Scrovegni de Arena de Padua, donde los dos á., a ambos lados de la Señora, aparecen sin alas, y en la Capilla Sixtina. Pero, sin embargo, no deja por esto de ser peculiar de ellos ese distintivo. Quizá sea éste un influjo de las Victorias griegas o de las divinidades del mismo pueblo. Sus vestidos son muy parecidos a los de los santos. Pero multitud de veces, sobre todo a partir del Renacimiento, aparecen desnudos. En otras ocasiones, para demostrar su incorporeidad, sólo se les representa con una cabecita orlada de alas. Los a. se hallan en su representación pictórica o escultórica insistentemente ligados a un ministerio divino, en relación con el mundo creado o simplemente como mero adorno de los cuadros de motivación religiosa.

Dentro del arte bizantino tenemos numerosas representaciones de este tipo con la particularidad de figuras frontales, cuyas alas policromadas rellenan los frescos de múltiples templos: interior de la iglesia de S. Vital, Rávena; ábside de S. Apolinar in classe, Rávena; altar Pala d'Or en S. Marcos de Venecia, etc.

El románico además de la representación angélica en numerosos códices: Salterio de la catedral de Reims (Biblioteca de Utrecht); Cantigas de Alfonso X (Bibl. de El Escorial), nos ha llegado también hermosas esculturas de á., como la de la iglesia de S. Pedro el Viejo de Huesca, en la que dos de éstos transportan un alma al Paraíso. Un arcángel de factura muy perfecta y que delata un influjo de escuela bizantina, se encuentra en el fresco de Santangelo de Formi. A veces los á. asumen la representación de la misma divinidad como ocurre en el ¡cono de la Trinidad de Andrei Rublico de 1425 en el Museo Trotzaia Lavra de Moscú. Los á. proliferan muchísimo dentro de la miniatura carolingia; tal ocurre en la placa de marfil del Evangeliario de Saint-Gall, con los á. alados. Las esculturas angélicas abundan menos que las pinturas o decoraciones miniadas. Del gótico se conservan bellos ejemplares como el á. sonriente de la catedral de Reims, figura señera de un estilo y de una época. Como bajorrelieves importantes son de citar los á. del Tabernáculo de S. Cecilia, de Arnolfo de Cambio, Roma.

Una de las representaciones más frecuentes de los á. en la ornamentación de los lienzos o frescos, es tocando instrumentos musicales, especialmente en el Renacimiento; tal ocurre en los bellísimos á. de Melozzo da Forll en la capilla de los Canónigos de S. Pedro de Roma. De especial interés son los á. de Donatello y Lucca della Robbia de la catedral de Florencia. Hay un cuadro de ascendencia alemana que llega a dedicar particular atención al menester de - los á. como músicos sagrados; se trata del Concierto angélico de Grünewall en el Museo de Colmar. Los á, que acompañan a misterios de la vida de Cristo o imágenes y pinturas de la Virgen y santos son también innumerables por su variedad y posiciones. Sería tarea de recorrer toda la gama de pintores de las escuelas de primitivos italianos para darnos una ligera idea del mismo. Todas las maestá de las escuelas toscana, sienesa o de Padua tienen una gran proliferación de á. Generalmente están colocados con una simetría regular y sus rostros son de muy poca variedad estilística, como legado de la escuela bizantina. Duccio, Cimabue, Giotto, etc., son otros tantos maestros de las primitivas escuelas que reiteran hasta lo infinito los coros y corros de á. alrededor de sus figuras preferidas. Ya dentro del pleno Renacimiento no cesa esta corriente, pero ateniéndose a las direcciones de cada estilo. Leonardo pinta en un segundo plano dos delicados á. en el cuadro de Verrochio del Bautismo de Jesús. Donde más diminutas aparecen las figuras angélicas es en el cuadro de Lochner de la Adoración de los Magos de la catedral de Colonia, bajo pequeños doseles de decoración gótica. El barroco no descuidará tampoco este delicado tema, y así los vemos en el relieve de Algardi de la Basílica de S. Pedro. La estatua de la Virgen y el Niño de Luisa Roldán también tiene un dosel de estas figuritas.

Hay, no obstante, dentro de todas las corrientes artísticas, una serie de á. que acaparan la atención de los artífices. Se trata de aquellos que han ocupado un ministerio más directo y trascendente dentro del plan redentor. Así S. Gabriel será referido con multitud de detalles y coloridos en todos los lienzos de la Anunciación de María, desde el famosísimo de Fray Angélico, hasta los neorrafaelistas, sin dejar los imponderables lienzos del Greco de primera época, Murillo, etc. Ya en el Giotto tuvo el arcángel Gabriel un pintor Cuidado y deferente. No menos trascendencia, dentro de la escultura y pintura, tienen las representaciones de S. Miguel. Este arcángel y el diablo pesan cuidadosamente las almas en el tímpano de la iglesia de Autun. El maestro de Arguís, Museo del Prado, le dedica un retablo de plena significación primitivista y delicada atención por la leyenda. En un lienzo del Museo del Prado, J. Sánchez nos da una visión del arcángel S. Miguel en ruda batalla. La idea del arcángel envainando la espada de la ira de Dios, que culmina el mausoleo de S. Angelo de Roma, tendrá eco también en el cuadro de M. Jiménez, del Prado. S. Rafael, medicina de Dios, tiene retratistas en Bliverti, Lorena y Andrea del Sarto en el mismo museo. En buen número de templos góticos aparecen asimismo, como queriendo emular a S. Angelo, los á. supremos guardianes de la Iglesia: campanile de Venecia, catedral de Burgos, catedral de Milán, etc.

 

BIBL.: L. SCHRFYFR, Bildnis der Engel, Friburgo 1940; R. P. REGAMEY, Ángeles, París 1946; G. MENAsci, Gli Angeli nell'Arte, Florencia 1902; M. GASNIER, S. Michel Archange, París 1944; E. MILE, L'art religieux du Xll siécle en France. Étude sur les origines de l'iconographie du moyen rige, París 1949; íD, L'art religieux de la fin du XVI siécle, du XVII siécle et du XVIII siécle. Étude sur l'iconographie aprés le Concile de Trente: ltalie-Espagne-Flandes, París 1951.

F. SAGREDO FERNÁNDEZ

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991