AMBICIÓN


Es el apetito desordenado de honores y dignidades. El honor es una realidad humana que por sí misma representa un valor mucho más importante que la riqueza material; por consiguiente, supone siempre un problema moral para la conciencia humana que la virtud no puede olvidar o desconocer.
      La virtud de la magnanimidad se ocupa particularmente del honor como materia exterior y propia; la pasión de la esperanza es la que regula y modera el apetito del honor como materia próxima de dicha virtud; y, finalmente, la grandeza o excelencia es el objeto formal de la misma. La a. constituye, junto a la presunción y vanagloria, el vicio que se opone, por exceso, a la magnanimidad en el deseo del apetito irascible por conquistar injustamente honores inmerecidos. Dicho vicio se dirige directamente a la consecución de los honores que son el resultado de la realización de grandes empresas. Y como el honor humano se basa en los juicios de los hombres, el ambicioso se deja arrastrar por el instinto de conseguir aquél por el camino más corto y menos costoso, en vez de intentar merecerlo mediante la realización de obras auténticamente grandes.
      En el análisis psicológico de la a. pueden observarse siempre la huida y el desinterés de la grandeza por sí misma, al mismo tiempo que la búsqueda de las apariencias que producen el mismo resultado. El ambicioso acepta hipócritamente la ruindad, el empequeñecimiento y rebajamiento que lleva en sí y, movido por la soberbia (v.), se esfuerza por conquistar falso ascendiente y preponderancia sobre los demás.
      El hombre ha de reconocer el honor y dignidad de que fue revestido por su Creador y conservarlos con legítimo orgullo; pero, al mismo tiempo, ha de referirlos a Dios y emplearlos en provecho del prójimo por constituir un bien que, por su misma naturaleza, debe tender a difundirse desinteresadamente entre los demás. «Cuando el hombre, escribe Háring, ambiciona una dignidad sin referencia a Dios, que no se funda en el acrecentamiento de sus valores espirituales ante Dios, sino que sólo quiere aparecer grande ante los hombres, entonces es la ambición quien lo guía» (B. Háring, La Ley de Cristo, 2 ed. Barcelona 1963, 407). El hombre debe ambicionar ser grande, pero para el bien de la sociedad y para honra de Dios. Cristo reprueba tajantemente todas aquellas actitudes con las que el hombre mancilla sus acciones por intenciones vanidosas: «para ser vistos por los hombres» (Mt 6, 1) o «para ser alabados por los hombres» (Mt 6, 2). No hay que hacer las obras con el fin de cosechar honra, sino hacer que aquéllas fluyan de un corazón puro y evitar toda ostentación. Jesús pone de manifiesto la gravedad de estas intenciones ambiciosas; es comparable a las transgresiones de los preceptos del Decálogo que excluyen del Reino de los cielos; en el mismo pasaje de S. Mateo se dice a los ambiciosos que «de otra manera no tendrán recompensa ante su Padre, que está en los Cielos» porque «ya recibieron su recompensa» (cfr. Mt 6, 12).
      El valor moral del criterio de Cristo reside en una perspectiva esencialmente sobrenatural y de fe. La gloria que debe buscar el cristiano no ha de apoyarse en los juicios de los hombres, sino en el juicio de Dios: «y el Padre que ve lo oculto, te premiará» (Mt 6, 4). Jesús no rechaza la visibilidad externa como tal ni tampoco la alabanza recibida por las acciones buenas y grandes, sirio que únicamente condena los motivos no puros que mueven al ambicioso. A pesar de que Cristo repruebe con tal fuerza la a. desmedida de honores, sin embargo, reconoce el alto valor del honor interno, estimado y garantizado por Dios, que se deriva de una vida recta y en la que se cumple con el deber: «si alguno me sirve, el Padre le honrará» (lo 12, 26); por otra parte, el mismo Cristo reprende el no conceder los debidos testimonios externos de honra (Lc 7, 44 ss.), mientras el hecho de darlos es considerado como una acción buena (Lc 14, 10). La gloria auténtica y legítima ha de buscarse en la conservación de la honra interna, cuyos méritos ante Dios estarán siempre garantizados. El honor que el hombre pueda buscar legítimamente, habrá de subordinarlo a la meta de toda vida religiosomoral: servicio a la comunidad y culto a Dios.
      En sí misma, la a. constituye un pecado venial. Sin embargo, es pecado grave cuando se emplean medios intrínsecamente malos para conseguir dignidades y honores de cualquier tipo; también constituye pecado grave, cuando la actitud del ambicioso, en su búsqueda de honores y dignidades, lleva consigo una lesión seria de los derechos del prójimo o del bien común.
      V. t.. FAMA.
     

BIBL.: Además de la citada en el texto, S. TomÁs, Sum. Th. 22, g131; A. BEUGNET, Ambición, en DTC I, 940942.

F. CASADO BARROSO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991