ALEGRÍA
TEOLOGIA MORAL.
Naturaleza. Desde
el punto de vista de la Teología moral, la consideración más
importante y menos estudiada de la a. es el ser un fruto del
Espíritu Santo: «Los frutos del espíritu son caridad, alegría,
paz, paciencia...» (Gal 5, 22). En este sentido, S. Tomás dice que
«la alegría es una virtud no distinta de la caridad, sino cierto
acto y efecto suyo» (S. Th., 22 q23 a4). Ésta es la a.
sobrenatural que S. Pablo desea a todos los hombres: «El Dios de
la esperanza os colme de toda suerte de alegría y de paz en
vuestra creencia, para que crezca vuestra esperanza siempre más y
más por la virtud del Espíritu Santo» (Rom 15, 13). «Por lo demás,
hermanos, estad alegres, sed perfectos, exhortaos los unos a los
otros, reuníos en un mismo espíritu y corazón, vivid en paz y el
Dios de la paz y de la caridad será con vosotros» (2 Cor 13, 11);
y no sólo la desea, sino que la promete a los que cumplen la
voluntad de Dios: «A fin de que sigáis una conducta digna de Dios,
agradándole en todo, produciendo frutos en toda especie de obras
buenas y adelantando en la ciencia de Dios... para tener una
perfecta paciencia y longanimidad acompañada de alegría» (Col 1,
11). Esta misma a. es la que acompaña a todos aquellos que desean
servir al Señor, ya que «el Reino de Dios no es comida ni bebida,
sino justicia y paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rom 14, 17);
siempre que ese deseo de hacer el Reino de Dios se viva con el
espíritu que ya en el A. T. se recuerda: «Servid al Señor con
alegría» (Ps 99, 2).
En este sentido, la a. proviene de la unión con Dios, y del
descubrimiento de la amorosa providencia con que Dios vela por
cada una de sus criaturas. Es, ciertamente, una virtud cristiana
por excelencia, y se fundamenta en la seguridad que tiene el
cristiano de ser hijo de Dios: «La alegría es consecuencia de la
filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios que
nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre» (J. Escrivá de
Balaguer, Instrucción, Madrid 1 en. 1935); que exige, como
soporte, una tranquila humildad para saber recibir el don de Dios:
«Vos, Señor, no dabais a mis oídos gozo, ni alegría, ni se
alegraban mis huesos, porque no eran humillados» (San Agustín,
Confesiones 4, 5). Muchas son las citas de la S. E. que podríamos
traer aquí para asentar esta doctrina; bástennos las siguientes:
«En aquel día se ofrecieron importantes sacrificios, y se
regocijaron, pues Dios les había alegrado con grande júbilo» (Neh
12, 42). «Muéstranos la luz de tu rostro, Señor. Has dado a mi
corazón más alegría que en el tiempo en que abunda el grano y el
mosto. Tranquilamente, al punto que me acuesto, me duermo, porque
tú solo, Señor, me haces vivir en seguridad» (Ps 4, 7 y 8). La a.
se hace cada vez más honda, más consciente, en el deseo constante
de ofrecer al Señor todo lo que podamos hacer, siguiendo el
ejemplo de David: «Yo con sincero corazón te he ofrecido, gozoso,
todas estas cosas» (1 Par 29, 17).
Manifestaciones. Con el fundamento que hemos señalado, la a.
será un don, un fruto del alma en gracia, que no estará unida a
circunstancias más o menos variantes; a características
personales; a dificultades o a facilidades, etc. «Estad siempre
alegres. También a la hora de la muerte. Alegría para vivir y
alegría para morir. Con la gracia de Dios, no tenemos miedo a la
vida, ni tenemos miedo a la muerte. Nuestra alegría tiene un
fundamento sobrenatural, que es más fuerte que la enfermedad y la
contradicción. No es una alegría de cascabeles o de baile popular.
Es algo más íntimo. Algo' que nos hace estar serenos, contentos
alegres, con contenido, aunque a la vez, en ocasiones, esté severo
y grave el rostro» (J. Escrivá de Balaguer, o. c.). Esta a. dará
serenidad, paz, objetividad al cristiano, en todos los actos de su
vida. Como fruto que es de la caridad, y teniendo en cuenta que la
caridad motivada por la presencia de Dios ha de ser constante en
el alma cristiana, se comprende la recomendación de Eccl 9, 7:
«Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino; porque
Dios hace tiempo que se complace en tus obras».
El sacrificio, el dolor, no deben hacer perder esa a. «Pues
aun cuando yo haya de derramar mi sangre sobre el sacrificio y
víctima de nuestra fe, me alegro y me congratulo con todos
vosotros. Y de eso mismo habéis vosotros de alegraros y de
congratularos conmigo» (Philp 2, 17). Tampoco las tentaciones que
luchan por apartarnos del Señor han de llevar a la pérdida de la
a. «Tened, hermanos, por objeto de sumo gozo el caer en varias
tribulaciones, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce la
paciencia» (lac 1, 2, 3); «esto es lo que debe llenaros de
alegría, si bien ahora, por un poco de tiempo conviene que seáis
afligidos por varias tentaciones» (1 Pet 1, 6). En todos los
ámbitos de su vida el cristiano puede vivir con a. «Vivid siempre
alegres» (1 Thes 5, 16); «el que hace obras de misericordia,
hágalas con apacibilidad y alegría» (Rom 12, 8); porque puede
escuchar en su ,jnterior las palabras del Señor: «Con todo eso, no
tanto habéis de alegraros porque se os rinden los espíritus,
cuanto porque vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc
10, 20).
Moralidad. Al hablar de la moralidad de la a. nos referimos
a la a. como sentimiento de placer del apetito sensitivo que se
sigue del estado agradable de la voluntad, por haber conseguido un
objeto deseado. En este sentido, la a. de por sí es buena y útil,
porque ayuda a hacer las cosas con mayor asiduidad y perfección, y
a sostener las pruebas de la vida con mayor fortaleza de ánimo. La
moralidad de esta a. viene dada por el objeto al que se refiere;
por tanto, será tanto más noble cuanto más elevado sea su objeto.
Así, la a. más excelsa será la que tenga por objeto a Dios. Y
serán, a la vez, nobilísimas todas las alegrías que vayan unidas a
acciones buenas. Como regla general podemos indicar que la a. es
siempre buena, y producirá buenos frutos en el alma, salvo la que
sea provocada por acciones que, en sí mismas o por sus
circunstancias, son o pueden ser pecaminosas. En estos casos, la
culpabilidad el pecado no se encuentra primariamente en la a., que
sólo puede ser pecaminosa por participación; o sea, en cuanto
depende de un acto de voluntad con el que forma una unidad, desde
el punto de vista moral.
Pueden darse, sin embargo, movimientos de a. que precedan a
la decisión de la voluntad de realizar o no una acción (p. ej., la
a. de quien goza pensando en el posible fruto de un robo). En este
caso, la a. ya en sí misma constituye un pecado, que puede ser
mortal si coopera en poner al alma en el peligro de pecar
mortalmente. Una última consideración nos lleva a indicar la
conveniencia de que la a. aunque su objeto sea bueno sea siempre
moderada; de forma que no dé oportunidad para que la mente se
ofusque, o lleve a un comportamiento anormal.
Tristeza. La falta de a. se conoce con el nombre de
tristeza, que es el estado subjetivo desagradable, causado por un
mal presente y no deseado; a este estado va casi siempre unido un
sentimiento depresivo de dolor, de aflicción, etc.
Desde el punto de vista de la Teología moral es muy útil ver
la tristeza siguiendo el texto de S. Pablo: «Al presente me
alegro; no de la tristeza que tuvisteis, sino de que vuestra
tristeza os haya conducido a la penitencia. De modo que la
tristeza que habéis tenido ha sido según Dios; y así ningún daño
os hemos causado. Puesto que la tristeza que es según Dios produce
una penitencia constante para la salud; la tristeza del mundo, en
cambio, produce la muerte» (2 Cor 7, 910). Lo que distingue
netamente a las dos tristezas es el amor a Jesucristo, que se vive
en la primera y se abandona en la segunda.
Para la moralidad de la tristeza hay que considerar,
principalmente, la causa que la provoque y la reacción de la
persona que está triste. Será buena la tristeza provocada, p. ej.,
por el pecado propio o ajeno, que lleva a hacer actos de
penitencia, de contrición, de arrepentimiento; porque así la
tristeza nos sirve para unirnos al sacrificio de Jesucristo, que
quiso, para redimirnos, «entristecerse y angustiarse. Mi alma está
triste hasta la muerte» (Mt 26, 37 ss.); y nos hará descubrir que
en Él «nuestra tristeza se convertirá en gozo» (lo 16, 20). Lo
mismo puede decirse cuando nos lleva a tener confianza en Dios; a
abandonarnos en su Voluntad Santísima, etc.
Por el contrario, la tristeza será mala cuando provenga de
causas moralmente malas (la envidia por el bien del prójimo, por
tener que cumplir la voluntad de Dios, etc.) o cuando lleva al
abatimiento moral, al encerramiento en sí mismo, a la
desesperación. Esta tristeza llega en muchas ocasiones a ofuscar
la inteligencia, a impedir nuestra normal actividad, al
incumplimiento de nuestros deberes, etc. En la S. E. se rechaza
claramente cuando se dice: «Feliz el que no tiene en su ánimo la
tristeza y no ha decaído en la esperanza» (Eccli 14, 2). «Apiádate
de tu alma, procurando agradar a Dios, y sé continente y fija tu
corazón en la santidad del Señor, y arroja lejos de ti la
tristeza, porque a muchos ha matado y para nada es buena» (Eccli
30, 2425).
El cristiano, que es y ha de saberse hijo de Dios, no debe
dejarse vencer de la tristeza mala, sea cual sea la causa que la
pueda provocar— ni ni siquiera cuando el motivo son las miserias
personales, nuestros pecados: «Cuando te apuren tus miserias no
quieras entristecerte. Gloríate en tus enfermedades, como San
Pablo» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 879). Ha de recordar el
cristiano la promesa de Jesucristo. «Al presente padecéis
tristeza; pero yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se
llenará de alegría, y nadie os quitará vuestro gozo» (lo 16, 22).
V. t.: FILIACIÓN DIVINA; ESARITU SANTO IV.
BIBL.: E. JANVIER, Esposizione Bella morale cattolica, Turín 1911, 726, 250267; G. MANISE, voz Allegría, en Dizíonarío di Teologia Aiorale, Roma 1957, 612613, 14961497; VARIOS, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966, 318322, 806809.
E. JULIÁ DÍAZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991