ACTO MORAL
Ética
1. Concepto. La
literatura filosóficoteológica suele distinguir entre los que
llama actos del hombre y actos humanos. Por actos del hombre se
entiende todas las acciones que proceden de él, aunque las
produzca sólo en su materialidad, pero sin dominio racional; sólo
en fuerza del instinto, p. ej., retirar la mano del fuego, o por
ley necesaria de la naturaleza, p. ej., las funciones
vegetativoanimales de digerir o respirar. Se consideran en cambio
actos humanos sus actuaciones tanto positivas (acciones) como
negativas (omisión de deberes), en cuanto las realiza de modo
específicamente propio, en cuanto procede en ellas como ser
racional, determinándolas con su voluntad, a propuesta del
entendimiento, previa deliberación sobre las mismas.
Es muy frecuente la identificación del a. humano y del a.
m., no en cuanto a su razón formal, sino en cuanto a su realidad
material, suponiendo que no pueden darse a. realmente humanos, que
sean amorales, es decir, a. conscientes, y aun deliberados
únicamente en cuanto a su entidad físicopsíquica, a su relación
con las apetencias o repugnancias del yo personal, a su
oportunidad captada por influjo de ejemplos, actitudes,
recomendaciones, etc., pera no en cuanto a su relación con los
imperativos de un orden moral heterónomo. Así pensaba S. Tomás (Summa,
12 ql a3); y con él se identifican casi todos los autores. Sobre
el tema volveremos luego. De momento digamos que el a. m. (de la
raíz latina mores, actitudes del ser racional) es el mismo a.
humano deliberado, que además atiende a su relación con la norma
de moralidad (v. MORAL I). Por eso, atendiendo a la concreción de
esa norma de moralidad, cabe decir que son buenas o tienen valor
moral y realizan el ser humano las acciones que, en la condición
del a. y de su objeto, se conforman con la razón del hombre, con
su naturaleza considerada en todas sus relaciones con las
criaturas y con el Creador, y con la ordenación de semejante
conducta al fin último. Así, pues, el a. m., subjetiva y
formalmente considerado, consiste en la relación trascendental de
conveniencia (a. bueno), o disconveniencia (a. malo), o
irrelevancia (a. indiferente, si existe) que presenta el proceder
del hombre respecto de su último fin; en la actitud que consciente
y libremente adopte en respuesta a la vocación de Dios que en las
sucesivas situaciones de su vida le va llamando a realizarse en la
sociedad humana, lo cual ha de hacer siempre con la intención, al
menos implícita, del último fin al que está avocado en la posesión
amorosa de Dios, que completará su perfección. Esta norma que
constituye la moralidad de los a. humanos se manifiesta
próximamente por medio de la recta razón iluminada por la fe, y,
remotamente, por la ley eterna de Dios, en cuanto inteligencia que
establece un orden y se lo expresa al hombre al comunicarle la
razón.
2. Estructura del acto moral. El a. m. es, decíamos, el a.
humano en cuanto que situado en la perspectiva de la moralidad, o
como lo define S. Tomás el que procede de un principio intrínseco
(es decir, de la inteligencia y la voluntad) con conocimiento del
fin (Sum. Th. 12 q6 al). Implica, pues, una estructura
psicológica, que, reducida a sus líneas generales, puede resumirse
así: a) Un momento cognoscitivo, caracterizado por la percepción
por parte de la inteligencia de la realidad y cualidades del acto,
y precisamente en cuanto que relacionado con la moralidad y, por
tanto, como bueno, y que, por ello, puede o debe ser hecho, o como
malo, y que, por tanto, debe ser evitado (v. CONCIENCIA). b) Un
momento volitivo, es decir, una decisión de la voluntad, que
quiere o rechaza la acción conocida por la inteligencia. Es este
el momento determinante, desde la perspectiva de la moralidad, ya
que la bondad (o maldad) está propiamente en la voluntad, como
potencia por la que el hombre es dueño de sus actos, que serán
buenos si el hombre sigue con su voluntad el dictamen de su
conciencia y malos si se separa de él. c) Un momento ejecutivo, en
virtud del cual las potencias interiores y motoras del hombre se
ponen en movimiento para realizar la acción decidida. Este tercer
momento no se da en aquellos actos que se consuman en la pura
interioridad humana (complacerse en un pensamiento o deseo, etc.);
está, pues, presente sólo en aquellos que implican una realización
transitiva.
3. Acto moral y desarrollo psicológico. Hacia la edad de
seis o siete años comienza el niño a tener actitudes deliberadas,
formando decisiones, aún muy elementales y simples, en los
conflictos que empieza a apreciar con el entendimiento entre las
apetencias instintivas y egocéntricas de su yo consciente, que
querría seguir satisfaciéndose, y las reclamaciones que se le
oponen desde la perspectiva de lo bueno, de lo que vale, etc.
Gradualmente va captando esa bondad con la razón (no ya sólo como
hasta entonces, por instinto y por vivencias tenidas, o en
inconsciente imitación de actitudes o reacciones ejemplares que ha
visto en las personas amadas, o en aceptación autómata de los
juicios o criterios que ha oído); y comienza a valorar
críticamente las situaciones, complicadas y los conflictos de
intereses frente a los cuales comprende que debe adoptar actitudes
que comprometerán su responsabilidad ante otros y su dignidad
personal ante la sociedad. Con esto empieza a entrar en el uso de
la razón, al apreciar gradualmente valores como la veracidad, la
modestia, el respeto a los mayores, etc., en un progreso que
depende de muchos factores: de los conocimientos y ejemplos que
recibe, de su propia capacidad de percepción, abstracción y
reflexión, de las decisiones que toma con la adquisición de nuevos
elementos de juicio, de las experiencias y resultados
satisfactorios o desafortunados que registra en su memoria; todo
lo cual prepara su capacidad para reflexiones cada vez más
conscientes y voluntarias.
De las decisiones sobre actitudes singulares muy concretas,
y de consecuencias casi intuitivamente previstas, pasa a otras más
complicadas, que exigen consideraciones abstractas, de resultados
más inciertos. Y ya no sólo en relación consigo mismo y con su
interés egoísta, sino también con sentido altruista, a partir de
sus deberes respecto de los familiares, de la sociedad humana en
general y del mismo Dios. Llega además a comprender el alcance y
la importancia de las actuaciones, no como a. inconexos entre sí,
sino como actitudes con consecuencias para la condición de su
persona o para las legítimas exigencias de los demás, y se da
cuenta de que posee una conciencia individualizada, capaz de
empeñar a fondo la propia personalidad en los a. que ejecuta y
obligada a responsabilizarse en sus determinaciones: entra así en
el pleno uso de razón. Esto no sucede en todos a una edad
determinada, sino que depende del ambiente y educación familiar,
del medio cultural, de las dotes de cada uno. En general puede
decirse que el uso de razón comienza a despertarse hacia los siete
años, pero no llega al grado de desarrollo pleno hasta los años de
la pubertad, de ahí que antes haya responsabilidad, pero
disminuida (v. ADOLESCENCIA III). Después continúa creciendo,
tanto en información (mayor y más detallado conocimiento de las
cosas), como en hondura y madurez, pero a partir de una plenitud
psicológica ya dada.
Esa interacción de diversos factores en el a. m., para cuya
constitución se requiere el concurso del entendimiento y de la
voluntad, mediante una serie de elementos que concurren a su
formación, con deliberación sobre los datos y aspectos de la
acción en perspectiva, y con una intención al menos virtual que
determine y dé sentido a su ejecución, etc., explica que la
adquisición del uso de razón necesario para una deliberación
plenamente consciente y responsable no se adquiera de una vez,
sino en un largo proceso de experiencias y enriquecimiento de la
conciencia. Y se comprende también lo acertado de las
observaciones que han llevado a considerar el elemento
cognoscitivo del a. humano y moral no solamente en la intelección
conceptual especulativa, sino en su valoración o ponderación
estimativa, en su significación o alcance efectivo. No se trata en
esto del descubrimiento de un elemento nuevo, distinto de lo
cognoscitivo y deliberativo que integran el a. humano deliberado;
y menos de una facultad intermedia entre el entendimiento y la
voluntad, como puente de unión entre ambas y aportación para
completar el conocimiento teórico con el aprecio práctico, en una
deliberación plenamente humana. Si no de una mayor y más profunda
ilustración del proceso del a. humano, que lleva a tener una idea
más completa de los resortes que juegan en el itinerario de la
educación y formación de la personalidad, y consiguientemente de
los procedimientos que deben asumirse para una pedagogía integral;
y que, en otra línea, puede matizar el juicio sobre la
responsabilidad de un sujeto cuando actúa sin valorar el contenido
de sus actos o sin ver la trascendencia de las resoluciones que
toma superficialmente. Y esto no sólo cuando es manifiesto el
funcionamiento desequilibrado de sus facultades superiores, sino
también en casos de funcionamiento aparentemente normal, pero con
posible degeneración o fallo de la estimativa, que quita
responsabilidad a las decisiones tomadas. Tema éste que debe ser
tenido presente al juzgar el caso de los habituados (v.), o el de
ciertos psicópatas (v. PSICOPATÍA) cuyas facultades trabajan
normalmente en lo especulativo, pero no en lo práctico y
axiológico, así como a acciones realizadas en situación de
privación de equilibrio psíquico, etc.
Para un mayor estudio del tema, así como la consideración de
los factores (ignorancia, inadvertencia, estados pasionales, etc.)
que pueden influir en el a. humano y modificar de algún modo su
moralidad, v. VOLUNTARIO, ACTO y las otras voces a las que allí se
remite.
4. Cualificación específica de los actos morales. En razón
de su conformidad, repugnancia o ambigüedad respecto de la norma
de moralidad, de su relación u ordenación al fin última del
hombre, que en ellos se realiza cuando son perfectivos, o se
destruye o perturba cuando son lesivos de su dignidad, los a. m.
se dividen en buenos y malos.
Buenos serán cuantos se conformen con las normas enumeradas,
cuantos se ejecuten en conformidad con el fin último. Tales son,
sin discusión, todos los a. honestos que se practiquen en estado
de gracia con intención al menos virtual implícita del fin último;
intención que se contiene en un grado mínimo suficientemente, en
la ejecución misma de los a. con conciencia de no violar el orden
impuesto por la naturaleza y de no rebajar la dignidad de la
persona, borrando o afeando en ella la imagen de Dios.
Malos serán los a. pecaminosos, es decir, aquellos cuyo
contenido es contrario a la naturaleza de las cosas y al querer
divino y ha sido percibido y conocido así por el sujeto, no
obstante lo cual éste ha decidido realizarlos. Dentro de la maldad
caben grados, según que el contenido del acto sea más o menos
grave, la advertencia y la voluntariedad más o menos plena (de ahí
la distinción entre pecado mortal y pecado venial: v. PECADO IV,
I).
El tema que nos ocupa puede ser ulteriormente precisada
planteándonos dos cuestiones:
a) ¿Existen actos moralmente indiferentes? Actos
indiferentes serían aquellos cuya índole fuera indeterminada: ni
conforme, ni disconforme con el fin última del hombre. Hemos
hablado en condicional (serían) porque, aunque en abstracto (es
decir, considerando el contenido en sí de un acto y prescindiendo
de su inserción en un contexto vital) se puede hablar de objetos
en sí mismo amorales, o más bien aun nomoralizados (p. ej., el
hecho de pasear o de aspirar el aroma de una flor) todavía los
negamos en el orden concreto, siguiendo a S. Tomás y a la mayoría
de los autores contra la anticuada teoría escotista.
Efectivamente, al querer ejecutarlos, en concreto y en cada caso
siempre concurre alguna circunstancia, o cuando menos se propone
en ellos un fin (honesto, útil, razonablemente deleitoso con la
debida subordinación a la operación honesta de la que se sigue; o
los contrarios de éstos) que les quita la indiferencia o
indeterminación que contiene su objeto, y que especifica la acción
como digna o indigna del agente, en cuanto que éste se enriquece o
rebaja al realizarla. Esta opinión no aumenta el número de a.
pecaminosos, sino el de los naturalmente honestos.
Lo que acabamos de decir atiende a las condiciones naturales
del actuar humano, el tema se hace algo más difícil si tenemos
presente la elevación al orden sobrenatural y todo lo que de ahí
deriva. Teniendo en cuenta estas perspectivas, las opiniones entre
los teólogos están más divididas, y se hace necesario matizar más.
Todos admiten que, cuando el hombre está en gracia, sus obras
naturalmente honestas son también buenas en el orden sobrenatural,
y meritorias de vida eterna como realizadas con influjo de la
gracia sobrenatural (v.). Cuando está en pecado mortal, aunque sea
creyente, es igualmente cierto (cfr. Denz. 1216, 1557, 1925, 1940,
2308, 2311, 243842, 2445, 2459) que no todos los a. de los
pecadores o infieles son pecado, sino que pueden ser al menos
naturalmente honestos, siendo realizados por una naturaleza
racional que no está esencialmente corrompida con el pecado. Pero
además pueden ser incoativamente buenos y saludables en ese orden,
en cuanto que dispongan a su autor para la justificación. Una
opinión sustentada en tiempos pasados por muy pocos (G. Vázquez
hasta cierto punto y sobre todo J. Ripalda, De ente supernaturali,
20, 114), pero que hoy parece encontrar más acogida, supone que en
nuestro orden histórico de salvación no hay a. éticamente honesto
que se ejecute sin alguna intervención de la gracia actual,
constantemente ofrecida a todos según la voluntad salvífica de
Dios; de ser cierta esta tesis, se confirmaría lo que antes hemos
dicho de que todo a. natural verdaderamente positivo u honesto es
de hecho a. más o menos salutífero, y, al menos, dispone
positivamente para la justificación y para el logro del último
fin.
b) ¿Pueden existir actos simultáneamente buenos y malos? A
la cuestión de si un a. puede ser en parte bueno y en parte malo,
debemos responder que no, recordando el adagio: bonum ex integra
causa, malum ex quacumque defectu; adagio que quiere decir que los
a. no se pueden calificar como buenos, sino que más bien se llaman
sencillamente malos, cuando en su objeto, o en alguna de sus
circunstancias, o en el fin del agente hay algo en oposición con
la regla de moralidad. Es claro que, cuando recurrimos a ese
adagio, tenemos presente una razón de maldad que es tal que
corrompe absolutamente el acto (es decir, una acción deshonesta,
un fin pecaminoso, etc.). Otra cosa es cuando se trata de una
acción en sí buena a la que se le añade una circunstancia
ciertamente no recta, pero que, siendo leve o superficial, no
corrompe la esencia misma del a: entonces podemos hablar de una
disminución de la bondad del a. m., pero sin que llegue a hacerse
malo. El que movido realmente por la misericordia, pero impulsado
al mismo tiempo por la vanidad, hace una limosna a un pobre, o el
que recurre a la narración de algo imaginario para mover a
penitencia a un pecador, no practica en la limosna y en la
exhortación acciones totalmente malas; tienen entrambas una parte
buena. Con mayor razón, y sin posibilidad de duda, admitiremos
como buenos aquellos a. cuyo objeto, fin y circunstancias
generales son buenos, aunque en su ejecución se interfieran
algunas faltas, p. ej., la oración que se haga entre distracciones
en las que de algún modo se consiente o que no se rechazan con
prontitud, etc. Con respecto al tema que también podría evocarse
aquí del llamado acto de doble efecto o voluntario indirecto, v.
VOLUNTARIO, ACTO, 3.
5. Otras divisiones de los actos morales. Tanto los a. m.
buenos, como los malos, presentan varias divisiones. Enumeramos
las principales.
A) Actos internos, externos y mixtos. A los constitutivos
del a. m. pertenece, en primer lugar y sobre todo, el elemento
interno, espiritual; en cuanto que el a. procede de la voluntad
libre, previo conocimiento del entendimiento. En cualquier a.
humano es ese elemento interno el fundamental, el realmente
voluntario; por lo misma, el que propiamente constituye la
moralidad del a. tradúzcase o no al exterior. Los a. externos, por
aplicación de los sentidos y miembros corporales, son la puesta en
acción del a. interior de la voluntad libre, partícipes de su
misma moralidad formal. Por eso atribuyó Jesucristo toda la
malicia del adulterio al deseo adulterino (cfr. Mt 5, 26); y se
atribuye toda la bendición de la obediencia heroica de Abraham a
la resolución, no llevada a cabo, de sacrificar lo más querido,
porque sólo se detuvo por orden superior (cfr. Gen 22). En la
realidad, fuera de algunos puramente internos, los a. m. son
generalmente mixtos.
B) Moralidad objetivomaterial y subjetivoformal. Cuando la
inteligencia aprecia equivocadamente la relación de un objeto o de
un a. con la norma de moralidad, distinguimos entre moralidad
objetivomaterial y subjetivoformal. Existen a. subjetiva y
formalmente buenos o malos, sólo porque el agente los aprehende
como tales erróneamente. P. ej., quien robara para socorrer a un
pobre, creyendo con ignorancia invencible (v. IGNORANCIA III) que
esta finalidad justificaba su acción, ejecutaría un a. objetiva y
materialmente malo, pero subjetiva y formalmente bueno; y haría un
a. malo quien retuviera como propietario algo que realmente le
pertenece por cesión de su dueña anterior, pero que él piensa
haberlo recibido sólo como préstamo. En este sentido suele decirse
que el dictamen de la conciencia nunca es falaz, sino que la
acción es real y efectivamente para el sujeto como la ha concebido
e intimado la conciencia, enriqueciéndolo o aminorándolo en su
ejecución conforme al dictamen dado por aquélla.
C) Actos buenas o malos intrínsecamente. Algunos a. son
buenos o malos en sí mismos. Su propia condición los hace
conformes o disconformes con el orden moral. Subordinados a Dios
esencialmente, el blasfemo, el apóstata de la fe, el ladrón,
actúan necesariamente en pugna con las exigencias de su
naturaleza, de la recta razón, de la vocación de Dios. Debiendo
respetar los derechos ajenos y contribuir al bien de la sociedad,
quebrantaría el orden moral quien hurtara, asesinara, mintiera,
etc. Todos estos actos decimos ordinariamente que son
intrínsecamente malos; del mismo modo que decimos que es
intrínsecamente bueno un a. de religión, de misericordia, de
respeto a los mayores, aunque por razón de las circunstancias o
del fin perseguido puedan perder total o parcialmente su bondad.
Pero la relación de conveniencia o disconveniencia con la norma no
existe en todos estos casos del mismo modo, ni con la misma
conexión y fijeza. Existen efectivamente diversas formas de
realizarse esa relación en la malicia o bondad de los a.,
considerados en sí mismos. Veámoslo refiriéndonos al tema de la
malicia.
a) Hay a. tan en absoluto e irremediablemente malos, que
objetivamente jamás pueden existir sin su malicia esencial. Tal,
p. ej., la blasfemia, el odio de Dios, la incredulidad respecto
del testimonio divino suficientemente intimado.
b) Los hay normalmente malos, por falta de derecho para
ejecutarlos en las circunstancias corrientes de la vida, pero que
puede haber derecho para ejecutarlos en circunstancias especiales.
Así el tomar algo ajeno o el privarse de un miembro mutilándose,
son actos ilícitos; pero puede haber circunstancias especiales
que, haciendo intervenir un principio superior, cambian la
realidad misma y, por tanto, la moralidad. Así en caso de extrema
necesidad (p. ej., peligro grave de muerte por hambre) una persona
puede tomar los bienes ajenos que necesita para poder sobrevivir:
en este caso el derecho a la propiedad, cede ante el derecho
superior a la vida y dada la ordenación de los bienes materiales
al bien común. Análogamente no viola la ley natural, en buena
administración del todo, el sacrificio de un brazo gangrenado o la
extirpación de una víscera cancerosa.
c) Un tercer grupo lo constituyen aquellos a. no malos en sí
pero que colocan en peligro de hacer algo vedado o de no hacer
algo obligatorio. Como la recta razón prohíbe aceptar
temerariamente el peligro de pecar, se llaman malas comúnmente las
acciones que en sí mismas no son más que intrínsecamente
peligrosas. Como el peligro no es el mismo para todos, ni para uno
mismo en todas las circunstancias, y como la razón de malicia no
está en la índole de esos a., sino en la peligrosidad de su objeto
y esa peligrosidad misma, aunque sea real, a veces se puede
arrastrar prudentemente (v. PECADO IV, 2), por necesidad y con las
debidas cautelas, los a. malos por peligrosos no lo son siempre:
pueden serlo para unos y no para otros; y para uno mismo, en unas
circunstancias y no en otras; gravemente en unos casos y levemente
en otros.
Esta distinción muestra cuán falaz es el argumento: «la
moral aprueba en ocasiones la mutilación, la muerte, etc.; luego
no son intrínsecamente malos». Efectivamente, en los casos en que
los aprueba no son intrínsecamente malos; pero sí en los otros, no
habiendo cesado el motivo que los hacía malos o temerariamente
peligrosos, y sí cambiando sus condiciones.
D) Actos extrínsecamente malos. Se llaman así aquellas
acciones que en sí mismas son indiferentes, pero que están
prohibidas por determinación positiva de un legislador (p. ej.,
circular por la izquierda en los países donde las leyes de
circulación establecen lo contrario). Toda ley hace que lo
prescrito o prohibido por ella, libre hasta entonces, se convierta
en obligatorio o vedado. Desobedecerla es ya moralmente malo, ya
que la existencia de sociedades y autoridades es algo que deriva
de la naturaleza humana, que ha sido querida y creada por Dios, y,
por tanto, sus intervenciones afectan no sólo al orden de la
conveniencia cívica sino al de la moralidad (v. LEY III y VII).
Conviene advertir que, en las leyes civiles, su multiplicidad y
variabilidad hace a veces razonable (aparte las causas excusantes)
una interpretación benigna, considerando naturalmente válidos y
lícitos a. que jurídicamente se dicen inválidos o prohibidos. Si
razonablemente se puede pensar del legislador que sólo pretendió
negar amparo jurídico a un a., dejándole su valor natural, que no
quiso incluir en la norma general unas circunstancias
particulares, no parece inmoral o contraria a la norma
razonablemente entendida la inobservancia material de la ley hasta
que medie sentencia urgiéndola. Es lo que algunos moralistas
clásicos pretendieron decir con la llamada teoría de las leyes
puramente penales (V. LEY VII, 6).
E) Acto moral perfecto e imperfecto. No habiendo a. humano
sin conocimiento, deliberación y consentimiento libre, se sigue
que tampoco habrá a. m. perfecto y pleno, cuando alguno de esos
elementos se encuentre sustancialmente coartado en su
funcionamiento. Cuando afecte a cualquiera de esos elementos,
dándole o restándole fuerza, afectará en el mismo sentido y en la
misma proporción al a. m. Y lo hará imperfecto, cuando falte un
claro conocimiento, o una deliberación bastante serena, o un
consentimiento suficientemente gobernado por el sujeto, o varios
de estos elementos a la vez, puesto que su mengua o
entorpecimiento no permite el dominio pleno de los a. ni, por
consiguiente, una imputabilidad completa, del mismo modo que si se
hubiese procedido con normal deliberación.
Una serie de influencias e impedimentos (V. IGNORANCIA;
CONCUPISCENCIA; MIEDO; etc.), procedentes del interior o del
exterior de la persona, actúan con frecuencia, transitoria o
permanentemente, en forma normal o patológica, sobre una u otra de
las facultades del sujeto, restando perfección humana, y, por
consiguiente, responsabilidad moral (v. RESPONSABILIDAD III), a
sus a.
Señalemos que para que el a. m. se llame perfecta (y, por
tanto, sea plenamente imputable) no se requiere una perfección
absoluta, sino que basta que la participación del entendimiento,
de la voluntad y de las potencias ejecutivas en su realización
existan en el grado necesario para que el sujeto agente sea
realmente responsable de su acción, de modo que se le pueda
imputar en su significación sustancial, aunque no haya procedido
con toda la plenitud de que es capaz al ejecutarlo. En el obrar
humano hay, efectivamente, una gran variedad accidental de grados
dentro de los a. que calificamos como plenamente humanos y
responsables, susceptibles de grave reato subjetivo cuando
objetivamente son malos; del mismo modo que hay muchos grados
entre la actuación que empieza a marcar la diferencia entre los a.
del hombre y los a. humanos, y la actuación que puede considerarse
como ya plenamente humana y plenamente responsable.
F) Actos completos e incompletos. Así como la denominación
de perfecto e imperfecto se refiere en el a. humano a las
facultades interiores, esta última clasificación considera en el
mismo el grado de realización o ejecución por parte de las
potencias exteriores, según que lo realicen llevándolo hasta el
término normal, o lo interrumpan luego de incoado o, por lo menos,
sin acabarlo (v. DELITO).
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991