ACTIVIDAD Y ACTIVISMO
TEOLOGÍA ESPIRITUAL.
Siempre se ha
hablado de aparentes tensiones entre acción y contemplación,
apostolado y vida sobrenatural interior. El tema adquiere especial
relieve después del conc. Vaticano II.
Con el nombre de activismo nos referimos, en el orden del
apostolado y de la vida espiritual, a la excesiva estima de los
medios meramente humanos para conseguir fines sobrenaturales; en
consecuencia, a la subestima de los medios de orden sobrenatural
tales como la oración, mortificación, etc., en la tarea de
evangelización. Aclaran esta definición dos párrafos de los Sumos
Pontífices. Decía Paulo VI a la Semana Pastoral de Orvieto: «El
término pastoral es hoy un término glorioso que constituye todo un
programa. No es necesario ver en él... una inadvertida pero nociva
inclinación al pragmatismo y activismo de nuestro tiempo con
menoscabo de la interioridad y de la contemplación que deben tener
la primacía en nuestra valoración religiosa» (6 sept. 1963).
Muchos años antes, S. Pío X abundaba en las mismas ideas: «Al
hacer pública a todos la recta norma de la Acción Católica, no
podemos disimular el grave peligro que corre el clero en nuestros
aciagos días, esto es, el de dar demasiada estima a los intereses
materiales, dejando abandonados los mucho más graves de su sagrado
ministerio» (Il f ermo proposito, 11 abr. 19501.
1. Estado de la cuestión. Nadie discute el punto de partida
del problema. El apostolado (v.), en su empeño por acercar las
almas a Dios, es fundamentalmente sobrenatural: «Sin Mí nada
podéis hacer» (lo 15, 5). Por tanto, el apostolado no puede
regularse exclusivamente por las leyes que rigen la economía
humana. Si el naturalismo (v.) se infiltra en el alma del apóstol,
sus cualidades personales y su técnica podrían llegar a la
persuasión, pero no a la conversión. Esto vale para el individuo y
para la sociedad. Por eso Paulo VI escribe: «La vida contemplativa
constituye en cierto sentido un estado perfecto de la vida
cristiana y sirve de ayuda, no sólo al monje completamente
consagrado a Dios, sino a toda la Iglesia... Si estas almas
contemplativas llegaran a faltar, si su vida languideciera y se
debilitara, se seguiría necesariamente una disminución de energías
en todo el Cuerpo Místico» (Al Capítulo General de los
Cistercienses, 29 mar. 1969).
Pero el cristiano no está excusado de poner los medios
humanos a su alcance para su propia santificación y la de los
demás: «No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el
Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre
celestial» (Mt 7, 21).
De aquí la necesidad de hallar un recto equilibrio entre lo
divino y lo humano; entre el orden sobrenatural al que pertenece
la salvación (v.) y el orden natural en el que se mueven los
medios para alcanzarla. Puestos todos los medios a su alcance, el
apóstol debe recordar que él es tan sólo un instrumento de energía
sobrenatural, que de nada sirven el canal o el cable, si no están
conectados al manantial de energía. Activamente contemplativo, el
apóstol ha de mantener el equilibrio entre el « ¡Ay de mí si no
evangelizo! » (1 Cor 9, 16) como fuerza centrífuga, y «El amor de
Cristo me urge» (2 Cor 5, 14) como fuerza centrípeta. A mayor
necesidad de evangelizar, mayor unión con Dios. La misma vida
contemplativa es en sí misma apostolado en cuanto testimonio. «Es
obligación vuestra conservar íntegramente la vida contemplativa,
dando un testimonio nuevo al mundo» (Paulo VI, ib.).
2. El americanismo. A fines del pasado siglo comienza a
hacerse famosa esta denominación, que encerraba un conjunto de
principios cuya influencia, muy pronto apagada oficialmente, sigue
estando presente en el ambiente actual.
Para comprender el americanismo es preciso remontarse a los
comienzos de la civilización de América del Norte con la tendencia
liberal y naturalista que los caracteriza. Nacía Norteamérica sin
haber conocido en su cuna el freno de las tiranías sociales, con
un inmenso amor a la libertad y con el ideal de un paraíso para el
hombre, a base de la explotación de las riquezas naturales por la
ciencia y la industria. Todo era grande en la gran nación. No es,
pues, extraño que a fines del s. XIX surgieran predicadores que
intentaran convertir también «a lo grande». Había que cambiar los
tradicionales métodos de apostolado para que las conversiones
aumentaran rápidamente. Entre estos predicadores, el de más fama
es, sin duda, Isaac Thomas Hecker, n. en Nueva York, de emigrantes
alemanes, en 1819. Lector asiduo en su juventud de las obras de
Kant, idealista, amante apasionado de la justicia social, busca la
paz de su alma a través de las sectas y le seduce el Evangelio por
su fondo democrático. A los 23 años pasa a vivir en comunidad con
unos amigos, se convierte luego al catolicismo y entra en el
noviciado redentorista de St. Trond (Bélgica). Ordenado sacerdote
en 1849 vuelve a Estados Unidos y se consagra a las misiones con
gran éxito. Algunas de sus obras son tachadas de tendencia
pelagiana. El P. Hecker va a Roma donde le acoge benignamente Pío
IX, el cual dispensa de los votos a él y al pequeño grupo que le
sigue, autorizándole a fundar un nuevo Instituto. Así nace la Soc.
Americana de Misioneros de San Pablo (paulistas americanos), de
los que el P. Hecker es general; hasta su muerte, en 1888, dejando
muchos admiradores de su vida y de sus obras.
Poco después, y tomando su nombre como signo de
contradicción, se entabla una polémica en torno a sus métodos de
apostolado. Dos hechos contribuyen a iniciar esta polémica. Mons.
Ireland, joven obispo de Minnesota, da unas conferencias en París.
Típicamente americano, con su fe en la democracia y una viva
conciencia del puesto que su país debía ocupar en la renovación
del mundo, mons. Ireland produce un impacto profundo. Poco después
tiene lugar en Chicago un congreso, el llamado «Parlamento de las
religiones», al que asisten fieles de todos los cultos, buscando
como finalidad la aproximación de los corazones. Algunos católicos
se entusiasman, entre ellos el card. Gibbons. Se lanza la idea de
celebrar en París, con motivo de la gran Exposición de 1900, un
congreso semejante; incluso se nombra una Comisión preparatoria.
Pero el card. Richard da parte a Roma y León XIII se pronuncia
contra las asambleas mixtas, impidiendo así el plan de renovar en
París la experiencia de Chicago. Poco después, uno de los
animadores de la idea el P. Carbonell abandonaba ruidosamente la
Iglesia católica.
En estas circunstancias aparece en Europa la versión de la
vida del P. Hecker (hecha por el P. Elliot), no como serena
biografía de un gran hombre, sino como bandera de combate en unos
tiempos en que liberales y conservadores se hacían guerra en todos
los campos. No habían nacido entre el clero las cuestiones
sociales, pero sí el ansia de conquistar a las masas y de
liberarse del remoquete de enemigo del progreso y de la ciencia.
Desgraciadamente, el traductor al francés (P. Klein) acentúa la
polémica con la introducción al libro. El clero se divide en dos
facciones irreducibles, polarizando las energías a favor o en
contra de los métodos del P. Hecker. Casi todas las revistas de la
época se mezclan en la contienda. Y mientras unos canonizaban al
P. Hecker y le consideraban como el gran reformador de los tiempos
modernos, otros le imputaban errores en los que, sin duda, jamás
pensó.
La Santa Sede interviene. León XIII, en su ene. Testem
benevolentiae, de 22 en. 1899, reprueba «las opiniones relativas
al método de vida cristiana que se propaga bajo el nombre de
americanismo». Ante esta carta, todos los posibles aludidos (mons.
Ireland, el general de los misioneros paulistas, el traductor de
la biografía, etc.) escriben a Roma adhiriéndose a las enseñanzas
, de León XIII. Con esto, el americanismo deja de existir de
derecho. Quizá nunca existió de esa manera y quizá nunca haya
dejado de existir de hecho. Algunos lo calificaron de «herejía
fantasma».
Y es que el americanismo no es un sistema doctrinal, sino un
conjunto de métodos de los que se han sacado consecuencias para
una posible doctrina. En América nadie se encargó de esta
formulación. Estaban muy acostumbrados a propaganda y reclamos con
motivo de su progreso industrial. La formulación se intentó en
Europa en Francia concretamente con apasionamiento digno de mejor
causa. Los ideales propugnados, según se encuentran expuestos en
la ene. Testem benevolentiae, son los siguientes: a) Nueva y
equívoca manera de ganar almas. Para atraer a los no católicos a
la Iglesia se pide a ésta que se modernice, que sea más
conciliadora; debe atenuar su disciplina y, en puntos secundarios,
también su intransigencia doctrinal, dejando en la penumbra
ciertas verdades, suavizando ciertas fórmulas. b) Errónea
acentuación de la libertad individual. Ha llegado la hora se dice
de que en la Iglesia exista cierta expansión de libertad
individual, restringiendo la autoridad; ya que el Papa es
infalible, está él para corregir, si los fieles disparatan. c)
Preponderancia de los carismas. La perfección de la vida cristiana
no reclama ya la dócil entrega al Magisterio exterior, que resulta
superfluo e inútil. Basta el Espíritu Santo que rige los corazones
y los inflama, otorgando sus dones con más frecuencia que en
épocas anteriores. d) Acentuación exclusiva de las virtudes
naturales. Hay que cultivar, ante todo, las virtudes naturales
como más adecuadas a nuestro tiempo. El hombre vale lo que el
desarrollo que él puede dar a las energías latentes en su
naturaleza. Si se quiere ejercer influjo en nuestros
contemporáneos, es primordial el cultivo de las virtudes
naturales, especialmente de las virtudes activas. Los hombres de
acción son los dueños del mundo. Nos encontramos, en suma, y así
lo señaló León XIII, con un claro peligro de naturalismo (v.) en
el que se desconozca todo el aspecto sobrenatural del cristianismo
(con lo que de ahí deriva: conciencia de la gratuidad de la
elevación a la visión divina; advertencia de la necesidad de la
gracia y de la oración; humildad y docilidad ante Dios, etc.) y se
considere todo como un mero despliegue de fuerzas y energías
humanas.
Ante estas y otras afirmaciones, recogidas y condenadas en
la encíclica de León XIII, la reacción no se hizo esperar.
Especialmente se hizo célebre un libro de J. B. Chautard, escrito
años más tarde: El alma de todo apostolado, elogiado por S. Pío X
y Benedicto XV, y cuyas ediciones se han sucedido hasta nuestros
días (la décima edición española es de 1955).
3. Desarrollo posterior del tema y conclusiones. Como hemos
dicho, el americanismo más que una doctrina aunque tuviera raíces
doctrinales era una actitud que no desapareció con los
acontecimientos y hechos mencionados, sino que ha pervivido en
diversos lugares y personas. Se advierte incluso una reaparición y
con formas mucho más acentuadas que en el americanismo en ciertos
movimientos surgidos después del Conc. Vaticano II (v.), y en los
que, pretendiendo apoyarse en el Concilio pero en realidad
deformándolo, se camina hacia una verdadera naturalización del
cristianismo. Digamos en resumen que el activismo consiste en una
errónea presentación de las relaciones existentes entre vida
interior y apostolado exterior, con marcada tendencia a dar la
primacía a la acción sobre la vida interior. Las causas de este
fenómeno son complejas. Se pueden señalar como principales las
siguientes: confundir la unión con Dios por la acción (V. UNIÓN
CON DIOS II), con la oración (V. ORACIÓN II); creer que todo lo
que hace el cristiano es ya oración propiamente dicha; convertir
la materia y el trabajo en algo sacramental, sin necesidad de más
recogimiento interior. Y, en la raíz de todo ello, un naturalismo
más o menos larvado en el que se empieza por no reconocer el
carácter gratuito de la elevación a lo sobrenatural (v.), y se
acaba desconociendo la dependencia total en que, incluso en lo
natural, estamos con respecto a Dios (V. CREACIÓN; PROVIDENCIA).
En ese sentido el activismo tiene muchos puntos de contacto con el
pelagianismo (V.).
De otra parte es claro que, al criticar el activismo, no se
pretende en modo alguno descalificar la acción y la actividad en
cuanto tales, sino sólo una falsa manera de entenderlas. El hombre
debe, en efecto, actuar, ya que es con sus obras como debe
manifestar la fidelidad a la vocación divina recibida y
encaminarse al' fin al que está llamado. Pero precisamente sus
obras han de ser reflejo de la vocación (es decir, de algo que es
de iniciativa divina y a lo que el hombre debe abrirse) y estar
ordenadas a un fin que es la unión por el amor con Dios y los
demás en Dios. Por eso la acción ha de estar informada por la
actitud de unión con Dios, por la contemplación (v.) en el sentido
más hondo del término.
La solución se halla, pues, en los siguientes principios: 1)
La santidad no consiste en la sola acción o en la sola oración,
sino en la vida teologal de la fe (v.), esperanza (v.) y, sobre
todo, caridad (v.). 2) La perfección está en hacer la volutad de
Dios (v.). 3) Hay un alto valor santificador en el trabajo (V.
TRABAJO HUMANO VII), en la acción y en el apostolado, cuando se
realizan en unión con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo.
4) Pero en todo caso la oración (v.) y la vida interior (v. VÍAS
DE LA VIDA INTERIOR) obtienen jerárquicamente la prioridad; la
oración sigue y seguirá siendo «el alma de todo apostolado». 5) La
expresión exacta del pensamiento de la Iglesia es que entre acción
y contemplación (v.) no debe existir tensión y oposición, sino
unión e integración armónicas.
V. t.: APOSTOLADO; LAICOS; MUNDO; QUIETISMO; SANTIDAD;
CONTEMPLACIÓN; ORACIÓN; TRABAJO HUMANO VII.
BIBL.: LEóN XIII, enc. Testem benevolentiae, Acta Leonis XIII, XI, Roma 1900, 520; CONCILIO VATIcANo II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, ed. Palabra, Madrid 1968; W. ELLIOT, Le pére Hecker, Fondateur des «Paulistesn américains (18191888), 5 ed. París 1897; J. IRELAND, The Church and Modern Society, París 1897; A. HOUTIN, L'Américanisme, París 1903; J. RIVIÉRE, Le modernisme dans 1'Église, París 1929, 109138; J. ESCRIVÁ DE BALACUER, Conversaciones, Madrid 1968; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 1966.
HILARIO APODACA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991