ACCIDENTE
1. Accidente
predicamental. Concepto. El concepto de a. es filosóficamente
contrapuesto al concepto de sustancia (v.) y surge al dividir el
ser real finito, considerado de un modo estático, en ser en sí y
ser en otro. Este ser en otro es el a., mientras la sustancia es
lo en sí.
A., como participio de presente de accido, es, pues, lo que
accidit, por lo cual su constitutivo formal viene definido por la
inherencia. El a. es de suyo acaecimiento o evento; su inhaerere
supone a la sustancia como sújeto de inhesión. Este inherir del a.
es, al mismo tiempo, un essse in, un inesse: «Accidentas enim esse
est inesse» (S. Th. 1 q28 a2). El ser del a. consiste en estar en
otro. Por lo que Aristóteles (Metafísica, 1028al8) lo llama, más
que ser, ser de un ser. El a. es más bien entis (algo del ente)
que ens (ente) (S. Th. 1 q45 a4). Lo cual no implica, por
supuesto, su irrealidad, sino tan sólo que la realidad que posee
es parasitaria de la de la sustancia, pues sustancia y a. entran a
constituir los predicamentos o géneros supremos del ser real.
El ser real finito objeto de la Ontología se distribuye en
dos modos fundamentales de ser, llamados predicamentos o
categorías. El primero es el ser en sí, la sustancia; el segundo
es el ser en otro, el a. El a. es, pues, por naturaleza, aquello a
lo que conviene ser en otro, como en un sujeto de inhesión. Esto
es, lo que por carecer de subsistencia, recaba a la sustancia como
sostén de su entidad. En este sentido cabe hablar del carácter
relativo del ser accidental. No se trata ahora de las relaciones
predicamentales que tiene un ser sólo accidental y se encuadran en
la categoría de a., sino del hecho de que todo ser accidental
connota una relación trascendental a la sustancia (trascendental,
es decir, implicada necesariamente en la esencia del sujeto). Sin
la cual, como lugar ontológico del a., no puede éste ser entendido
ni definido. Esta relación trascendental del a. a la sustancia,
que supone la distinción real entre ambos, se conserva incluso en
el caso, que analizaremos luego, de que el a. pueda existir
separado de ésta, pues aun en ese momento compete al a. ser en un
sujeto de inhesión. De aquí su carácter relativo, frente a la
independencia propia de orden sustancial.
El orden accidental, en cambio, sólo tiene status ontológico
en la medida en que su ser es en otro. El carácter de inherencia
propio del a. nos lo revela como un ser en, y éste seren lo
constituye definitivamente. Pero, al mismo tiempo, conviene
precisar, que, al recabar el a. un sujeto de inhesión, exige que
este sujeto esté ya constituido en su orden, por lo que la
determinación del a. es, valga la redundancia, accidental o
secundaria. Con esto queda delimitado el a. tanto de la sustancia
como de las llamadas formas sustanciales.
De la sustancia se distingue radicalmente el a. por el
carácter inherente del segundo frente a la subsistencia de la
primera. Si ésta es en sí, al a. compete ser en otro,
concretamente en ella, en la sustancia. Y de las formas
sustanciales, que revela la tesis del hilemorfismo estructura de
materia prima y forma sustancial en las sustancias corpóreas, el
a. se distingue por determinar a la sustancia como acto segundo,
mientras que la forma sustancial lo hace como acto primero. Y
mientras la forma sustancial sólo puede ser una en cada ser, los
actos segundos o accidentales pueden ser varios, tantos como sean
los modos de determinar secundariamente a la sustancia. Pero esto
supone, al mismo tiempo, que el a. es como un cierto ser actual,
aunque secundario, determinativo de la potencialidad de la
sustancia, y que es en la sustancia y de la sustancia de donde
como potencia (v.) se educe y surge el ser accidental. Pues el a.,
en efecto, no emigra como elemento determinativo de unas
sustancias a otras, sino que es educido del seno de la sustancia
por el influjo de una causa eficiente, que puede ser la misma
sustancia o algo que esté fuera de ella.
La existencia de sustancia y á. en el orden del ser real
finito, nos viene revelada por el hecho del cambio o movimiento
accidental. Entre las diversas modalidades de cambio (v.), la
experiencia muestra el que acontece a los seres, que, sin dejar de
ser lo que son, varían sus determinaciones accidentales, tales
como sus cualidades, cantidad, relaciones. Como todo movimiento
supone un sujeto permanente a través del cambio, las mutaciones
accidentales sólo son posibles sobre la base de la permanencia de
la sustancia, que, al cambiar, no deja de ser lo que es, aunque
incremente sus determinaciones, afectándose de nuevas modalidades
de ser que, si no esenciales, perfeccionan y completan el ser de
la sustancia.
La posibilidad de los cambios accidentales, que la
experiencia se encarga de mostrar, sólo es explicable sobre la
base de considerar a la sustancia y los a. como realmente
distintos, aunque mutuamente relacionados para hacer posible el
devenir accidental. Esto supone que la potencialidad de la
sustancia está abierta en principio a una numerosa sucesión de
modificaciones, por parte de los a., que son como actualizaciones
del ser permanente de la sustancia, que subyace como sujeto del
cambio accidental, el cual sería impensable y, lo que es más,
imposible, sin la existencia de la sustancia y los a.
El pensamiento de Aristóteles oscila entre la consideración
del a. ontológico o predicamental, y la del a. lógico o
predicable. Así en los Tópicos (I 5, 102b3) dice: «Accidente es
algo que aunque no es ni la definición, ni la propiedad, ni el
género, pertenece sin embargo a la cosa; algo que puede pertenecer
o no pertenecer a una cosa, sin que por ello esta cosa deje de ser
ella misma». Esto significa que el a. puede ser casual cuando su
causa es indeterminada, como lo que sucede por azar, y causal,
cuando es algo que pertenece a la sustancia, bien de modo
accidental, bien de forma necesaria, como es el caso de las
llamadas propiedades, que no pueden dejar de ser tenidas, pero que
no constituyen la esencia de una cosa. La respectiva casualidad o
causalidad determina la diferencia entre el a. ontológico y el
lógico, que precisaremos luego.
Pero es claro que para Aristóteles, como puntualiza Tomás de
Aquino (Metafísica, V 1143) es el a. ontológico el que se opone a
la sustancia. De aquí el sentido G. E. R., 17
de la inhesión del a. en la entidad subsistente de la
sustancia. En este sentido afirma el Dr. Angélico que el a. «non
per se est» (S. Th. 3 q77 a2 adl) no es por sí, lo cual no
significa que lo sea la sustancia, sino que subraya la indigencia
entitativa del a. frente a la relativa independencia del ser
subsistente.
Pero esto plantea un problema filosóficoteológico, a
propósito de la transustanciación que acontece en la Sagrada
Eucaristía, donde los a. existen separados de la sustancia. He
aquí unas palabras de Millán Puelles que fijan el problema y dan
la clave para su solución: «El accidente es una naturaleza a la
que compete ser en un sujeto de inhesión; pero esto lo sigue
siendo aunque de hecho no afecte a ninguna sustancia, siempre que
haya algo que lo mantenga en el ser. Esta condición es
imprescindible, por ser el accidente algo naturalmente desprovisto
de subsistencia propia. Por tanto, el accidente sólo puede existir
separado si Dios suple, a su modo, lo que la sustancia finita
realiza. Lo cual no significa que Dios sea el sujeto de inhesión
de ese accidente pues, como muestra la teología filosófica, el Ser
omniperfecto no puede recibir nada, sino que realiza de una manera
activa lo que la sustancia finita cumple pasivamente. Todo lo cual
es posible en tanto que la Omnipotencia tiene la capacidad de
hacer por sí lo mismo que realiza mediante las criaturas. Pero
aunque todo esto lo sepamos de un modo natural, sigue siendo un
misterio la manera concreta en que Dios mantiene activamente al
accidente separado; y sólo por la Revelación tenemos noticia de
cuándo, en efecto, lo hace (misterio de la Sagrada Eucaristía)»
(Fundamentos de Filosofía, 3 ed., Madrid 1962, 506507).
En el pensamiento moderno, por el giro decididamente
idealista del sistema kantiano, se produce una radical inflexión
en el concepto de a. Según Kant, «las determinaciones de una
sustancia, que no son otra cosa que modos particulares de existir
la misma, llámanse accidentes. Son siempre reales, porque tocan a
la existencia de la sustancia (las negaciones son sólo
determinaciones que expresan el noser de algo en la sustancia).
Ahora bien: si se atribuye a eso que es real en la sustancia una
existencia particular (p. ej., al movimiento como accidente de la
materia), entonces llámase esta existencia inherencia (Inhilrenz),
para distinguirla de la existencia de la sustancia, llamada
subsistencia (Subsitenz) » (Crítica de la razón pura, A 186, B
230). Pero este lenguaje sólo es objetivo en apariencia. En
realidad, sustancia y a. no son más que los dos polos de una
categoría del entendimiento humano, que sólo tienen validez como
forma subjetiva de enlazar los fenómenos de la experiencia. La
filosofía de nuestro tiempo, por el contrario, supone un volver a
la concepción clásica del a. como modo de la sustancia. Así
acontece, p. ej., en el realismo fenomenológico de Nicolai
Hartmann.
2. División. De lo expuesto por Aristóteles en las
Categorías (cap. IV) y en la Metafísica (lib. V, cap. VII), deduce
Tomás de Aquino la clasificación de los predicamentos en dos
modalidades sustancial y accidental, de las cuales la segunda la
que nos interesa registrar aquí considera hasta nueve maneras del
ser en otro o accidente (T. de Aquino, In Met., lib. V, 1, n°
892). Como el a. no es más que una afección de la sustancia,
siendo única esta categoría del serensí, habrá, en cambio, tantas
maneras de ser accidental cuantos modos de afectar a la sustancia.
Pero acontece que el modo de afectar el a. a la sustancia puede
ser, en principio, doble: intrínseco y extrínseco.
Los a. que determinan intrínsecamente la sustancia pueden
hacerlo de una manera absoluta o relativa. En el primer caso se
encuentran la cantidad y la cualidad, que son como consecuencia,
respectivamente, de la materia y de la forma. En el segundo caso
está la relación, que ordena un sujeto a otro. Los modos de
afectar a la sustancia intrínsecamente pueden acontecer, a su vez,
de dos maneras, según que se trate de una afección totalmente
extrínseca, como es el caso de los a. llamados en la terminología
de la Escolástica ubi, guando, situs y habitus, o de una afección
que proviene de algo en parte intrínseco y en parte extrínseco,
como la acción y la pasión, ya que la primera tiene al sujeto como
principio y la segunda lo tiene como fin o término. Estas dos
categorías, por cierto, entran dentro de la problemática de la
causalidad eficiente (v. CAUSA).
Por tanto, la categoría de a. da lugar a nueve modalidades
de ser: cantidad (v.), cualidad (v.), relación (v.), acción,
pasión, ubi (localización espacial), quando (localización
temporal), situs (configuración en el lugar) y habitus (posesión),
según la exacta traducción de A. Millán Puelles (Fundamentos de
Filosofía, 498).
Ahora bien, de estos nueve a. sólo la cualidad y la relación
tienen verdadera significación metafísica, por no suponer
necesariamente la materia, como es el caso de los siete restantes.
Sin embargo, vamos a definirlos brevemente, con un tipo de
definición que no puede ser esencial, sino, a lo sumo,
descriptiva, por tratarse precisamente de predicamentos, es decir,
géneros supremos del ser real. De esta descripción se excluyen la
cantidad, la cualidad y la relación que tienen su tratamiento
propio en otro lugar de esta Enciclopedia.
Aparte de la acción y la pasión, cuyo estudio pertenece a la
causalidad eficiente, pues la primera es el acto de la potencia
activa del sujeto agente, a la que corresponde en el sujeto
paciente la segunda (v. CAUSA), los otros a. apenas tienen
trascendencia ontológica por afectar a la sustancia material y a
ésta por modo extrínseco. De estos cuatro a. ubi, quando, situs,
habitus, los dos últimos faltan a veces en la enumeración que hace
Aristóteles de las categorías.
El a. ubi o localización espacial tiene una íntima relación
con el lugar. Según la clásica definición de Aristóteles, es el
lugar «el primer límite inmóvil de lo que circunscribe a un
cuerpo» (Phys., IV, 4, 212a20). Pues bien, por el hecho de ocupar
un lugar, supuesto previo del cambio topográfico, acontece el a.
ubi, que no es el lugar que ocupa un cuerpo, sino la propiedad que
ciertos cuerpos tienen de ocupar un lugar. Es decir, el ubi no es
el lugar donde está el cuerpo, sino su* estar en un lugar. Para lo
cual se exigen dos condiciones: la primera es que el cuerpo sea
extenso, pues lo inextenso no ocupa lugar; y la segunda es la
existencia de un ámbito localizante o circunscriptivo, y en este
sentido puede decirse que no ocupa lugar la totalidad del
universo.
El quando o localización temporal también se distingue del
tiempo mismo. Si es el tiempo el numerus motus, la medida del
movimiento según lo anterior y lo posterior (Aristóteles, Phys.,
IV 11, 219bl), el quando no es el tiempo en que algo acontece,
sino el mismo acontecer de algo en un momento concreto. Por este
a. se determina la prioridad, simultaneidad y posterioridad entre
las cosas. Por ser el quando una afección extrínseca de las
sustancias no tiene verdadera significación metafísica, aunque
puede afectar a seres positivamente inmateriales.
Se entiende por situs la situación como configuración en el
lugar, cosa que no hay que confundir con la figura,que es una
especie de la dualidad, pues por situs hay que comprender la
ordenación que las partes de una sustancia extensa guardan con
relación al lugar. Es algo variable con respecto a la figura, pues
ésta puede permanecer la misma aunque varíe la configuración de
partes en el lugar, en lo cual consiste la situación locativa. La
figura del árbol es, p. ej., la misma tanto si está de pie como si
se encuentra caído.
Finalmente, el a. habitus, traducido por posesión (de habere,
tener o poseer), es el «accidente que resulta en una sustancia
material de tener ésta, adyacentes, otras sustancias materiales,
otros cuerpos» (A. Millán Puelles, o. c., 499). Propiamente el
habitus conviene exclusivamente a la sustancia humana, pues sólo
del hombre se puede decir que está vestido o que está desnudo,
aunque en principio puede afectar a cualquier sustancia material.
Estas nueve categorías accidentales que hemos examinado
brevemente, constituyen los modos conocidos de.determinar el ser
de la sustancia y hacen posible las mutaciones físicas de ella, su
dinamismo y su actividad. Pero el a. no tiene sólo, en filosofía,
un sentido categoral o predicamental, como vamos a ver.
3. Accidente predicable. Se podría afirmar que mientras el
a. predicamental, como perfectivo de la sustancia, no es nada
accidental, lo es, en cambio, el a. predicable. La diferencia
entre ambos a. es la que media entre una categoría real y un
concepto lógico, pues mientras el predicamento es un género
supremo de realidad, el a. predicable supone un género supremo del
universal lógico, precisamente porque los predicables suponen los
universales. Sin entrar aquí en la vexata questio del universal,
limitaremos el espacio subrayando las diferencias entre el a.
lógico y el metafísico. Analizado ya el a. predicamental, las
diferencias se patentizarán al examinar ahora el a. predicable.
Como predicable, el a. es, según Aristóteles, algo que, aun
cuando no es ni definición, ni propiedad, ni género, pertenece,
sin embargo, a la cosa; algo que puede pertenecer o no pertenecer
a alguna cosa sin que por ello esta cosa deje de ser ella misma
(Tópicos, V, 102a). Esto significa que el a. predicable es una
propiedad relativa o temporal, frente a las verdaderas propiedades
que no pueden dejar de ser tenidas. De aquí la accidentalidad del
a. predicable. De las dos definiciones aristotélicas la segunda es
esencial: El a. puede pertenecer o no a la cosa; en esto estriba
la diferencia con los otros cuatro predicables.
Los cinco predicables se clasifican de acuerdo con la
relación de convertibilidad y esencialidad de un predicado con un
sujeto. Así la relación de un sujeto con un predicado, cuando es
relación esencial y convertible, se llama especie (definición). La
relación convertible, pero no esencial, entre sujeto y predicado
es la propiedad. La relación esencial no convertible es el género
o la diferencia. Cuando se trata de una relación entre sujeto y
predicado que no es ni esencial ni convertible estamos en el caso
del a. De aquí que Porfirio enumerara en su Isagogé el género, la
especie, la diferencia, el propio y el a. como los cinco
predicables.
Tanto los predicables como los predicamentos surgen de
considerar los conceptos universales, pues los primeros, como
géneros supremos lógicos, se derivan de la división del universal
por su forma, mientras que los segundos, como supremos géneros
ontológicos, proceden de dividir el universal entitativo en
atención a su materia. La estructura materialformal del universal
entitativo o naturaleza universal permite considerarlo desde la
universalidad con que la mente lo inviste su forma o desde aquello
que se afecta de universalidad su materia. De aquí que el
universal entitativo dé lugar materialmente a los predicamentos o
categorías, y formalmente a los predicables. No es lo mismo, en
efecto, la naturaleza universal, que lo universal de una
naturaleza.
De suyo, el universal es un «unum in multis et de multis».
Visto como «in multis» tenemos el universal pura y exclusivamente
como universal. Considerados como «de multis» aparece el universal
como predicable. Pero esto implica que lo segundo supone lo
primero. La predicabilidad es lógicamente una relación de razón,
pero como toda relación, exige un sujeto en este caso, la
naturaleza abstracta, un término los sujetos de los que puede
predicarse el universal y un fundamento la universalidad de los
predicables. Ahora bien, los diversos modos según los cuales las
naturalezas abstractas se relacionan con sus inferiores dan lugar
a la clasificación de los predicables. Y estas relaciones pueden
tener un sentido esencial o accidental, según que el universal
exprese algo de la esencia o, por el contrario, algo no contenido
en ella. En el caso de los predicables esenciales cabe, a su vez,
una doble modalidad, según se trate de una predicabilidad que
agota las notas constitutivas de una esencia o sólo una parte o
elemento de éstas. En el primer caso tenemos el predicable
especie, que es para Aristóteles la definición, y en el segundo el
género y la diferencia, ya que toda especie está compuesta de un
elemento genérico o potencial y otro actual o diferencia
específica. ,También el predicable accidental se reviste de dos
modalidades, pues lo que en este caso se expresa, aun no formando
parte de la esencia de una cosa, puede predicarse de ella en un
sentido necesario o meramente contingente. En el primer caso se
encuentra el propio o propiedad, entendiendo por tal las notas que
fluyen inexorablemente de una esencia; mientras que en el segundo
se halla el a. que es como una determinación contingente de esa
naturaleza. Éste es el sentido de la definición aristotélica en
sus Tópicos, al afirmar que el a. es algo que puede pertenecer o
no a una cosa, sin que por ello esta cosa deje de ser ella misma.
Esto quiere decir que el a. predicable es, de suyo, separable de
la razón específica, lo que no implica que lo sea del individuo;
p. ej., el ser macho o hembra, siendo separable de la especie,
pues no deriva necesariamente de ella, es inseparable de cada
animal individual, pues éstos no pueden dejar de ser una cosa u
otra.
La diferencia entre el a. predicable y el predicamental
resulta ahora clara: como predicamento, el a. es un modo de ser
real que, como entidad universal, puede predicarse y en este
sentido es algo predicable. Pero el mero predicable no es una
categoría de ser, sino un tipo de universalidad que puede
atribuirse a sus inferiores en cuanto significa algo que sólo les
conviene por modo accidental y contingente, no constituyendo un
predicamento, pues su ser predicable se cifra en una universalidad
que supone una relación de razón, es decir, algo que sólo acontece
gracias al pensamiento.
En la filosofía tradicional los predicamentos son primeras
intenciones, mientras que los predicables son intenciones
segundas. En la filosofía kantiana, empero, el concepto de
predicable se reviste de un sentido radicalmente nuevo, pues a
continuación de la Tabla de las categorías, que son como
conceptosraíces (Stammbgriffe) del entendimiento puro, Kant habla
de los conceptos puros derivados de las categorías, a los cuales
da el nombre de predicables del entendimiento puro, en oposición a
los predicamentos. Tales son, p. ej., los conceptos de fuerza,
acción, pasión, cambio, etc. (Crítica de la razón pura, A 82, B
108). Como puede verse, el concepto de predicable en Kant, que es
derivado de los predicamentos, no tiene tampoco un sentido real,
pero no por tratarse de universales, sino porque, igual que las
categorías que son sus conceptos raíces, se trata de algo que es
más una función del entendimiento que una forma de realidad. No
hay en Kant una dualidad del concepto de a. predicable y
predicamental, sino sólo el que, con la sustancia, constituye una
categoría de la relación, es decir, no un modo de algo entitativo,
sino una forma mental de la que se vale el entendimiento para
sintetizar los fenómenos.
4. Accidentalismo. La reducción del orden real al orden
accidental acontece en el sistema filosófico del accidentalismo.
Este sistema supone que las categorías accidentales son las que
constituyen las estructuras entitativas de las cosas, omitiendo la
sustancia como sujeto de inhesión. Según el accidentalismo, el
mundo es «una danza macabra de categorías», para utilizar el
lenguaje de Whitehead, a las que falta el sustrato que las
sostiene en el ser. Surge el accidentalismo al hilo de la moderna
filosofía empirista inglesa, trasunto de un nominalismo que sólo
conoce como vía de acceso a la realidad la intuición sensible
humana. Hay en el accidentalismo un entrecruzamiento de motivos
gnoseológicos y consecuencias ontológicas que conviene analizar en
su mutua implicación. La llamada a la intuición sensible matiza el
accidentalismo como un fenomenismo. La crítica de la noción de
sustancia como sujeto absconditus tras los accidentes, supone una
rotunda afirmación del fenómeno, único objeto de sensación. En
Locke y Hume, concretamente, el conocimiento aparece limitado al
dato sensible. Para Locke, la experiencia es externa o interna, es
decir, de sensación o reflexión, pero esta segunda supone la
primera. La negación radical de las ideas innatas hará decir a
Locke: «Supongamos que la mente sea un papel en blanco sin ninguna
idea. ¿Cómo llega a tenerlas? ¿De dónde saca todo ese material, de
la razón y del conocimiento? A esto contesto con una sola palabra:
de la experiencia» (Ensayos sobre el entendimiento humano, lib. II,
cap. 1, n. 2). Para Hume existe diferencia entre la sensación y la
memoria de esta misma sensación. Memoria e imaginación pueden
imitar o copiar las percepciones sensibles, pero no pueden
alcanzar la claridad de la sensación original. La sensación más
débil es superior al acto más fuerte de la memoria. De aquí que
las impresiones sean percepciones vivas, mientras que las ideas
son débiles percepciones, pues éstas no son más que copias de las
impresiones.
El empirismo tiene su dosis de razón al poner el punto de
partida del conocimiento humano en el dato sensible, pero olvida
la actividad del espíritu, que no se limita a recibir pasivamente
las imágenes del objeto. No distingue el empirismo entre origen y
causa del conocimiento, pues el espíritu debe producir el concepto
y elaborarlo activamente, en función de la imagen sensible,
mediante una actividad espontánea e iluminadora que, como había
dicho Tomás de Aquino, tiene por misión hacer visible el ser en el
fenómeno, lo necesario en lo contingente y lo eterno en lo
temporal (In Boethium. De Trinitate, q5 a3). Lo real se reduce a
puro fenómeno en el empirismo accidentalista y la unidad de lo
real es un misterio para el sujeto cognoscente, que queda diluido
ante las apariencias.
También el positivismo profesa un deber de abstinencía
ontológica en tomo al concepto de sustancia, que como sustrato o
cosa en sí pertenece a las superadas entidades del estadio
metafísico de la humanidad. Si «sólo lo sensible es cognoscible»,
por la comprobación y puesta a prueba de los enunciados, tesis con
la que el neopositivismo continúa a sus precursores positivistas,
la sustancia queda desconectada y reducida a una de tantas
palabras sin sentido de una metafísica en ruinas.
Estos presupuestos gnoseológicos tienen sus implicaciones
metafísicas que interesa subrayar aquí. El racionalismo, caminando
desde la idea a la realidad, puede presentarse como un
sustancialismo frente a la filosofía empírica que representa un
accidentalismo al seguir la ruta que va desde la realidad a la
idea. La sustancia, en efecto, como supuesto del cambio accidental
o como sujeto de propiedades, no es el concepto de algo
imaginable, sino inteligible. La filosofía clásica había
considerado a la sustancia como un sensible per accidens, lo que
significa que no es sensible de suyo. Ahora bien, si los objetos
de conocimiento son sólo los que proceden de la sensación como
piensa el empirismo, entonces la suerte metafísica de la sustancia
está echada y el accidentalismo puede celebrar su triunfo. Es lo
que va a ocurrir en la línea que parte de Locke y culmina en Hume.
Locke, un cartesiano del empirismo, deja indeterminado el
concepto de sustancia, declarándolo un «quid ignotum». Berkeley
negará la sustancia material en virtud de la aporética que
presenta el problema de la divisibilidad del continuo. Hume,
profeta de un idealismo escéptico, declarará ilusorio al yo
sustancial, en virtud de que el yo sería la causa permanente de
las percepciones y el principio de causalidad ha sido negado como
tal principio. En Locke existe el yo, el mundo y Dios. El yo se
intuye, el mundo se siente, a Dios se le demuestra. El idealismo
dogmático, para hablar con Kant, de Berkeley se queda sólo con el
yo y con Dios. El mundo ha sido reducido a idea. Con Hume, la
filosofía se queda sin yo, sin mundo y sin Dios. El filósofo que
despertó a Kant de su sueño dogmático, representa el punto Genital
en la línea del accidentalismo. He aquí un texto crítico de la
idea de sustancia: «Preguntaría gustoso a los filósofos que fundan
muchos de sus razonamientos sobre la distinción de sustancia y
accidente e imaginan que tenemos ideas claras de ello, si la idea
de sustancia se deriva de las impresiones de sensación o
reflexión. Si nos es procurada por nuestros sentidos, pregunto por
cuál de ellos y de qué manera. Si es percibida por la vista, debe
ser un color; si por el oído, un sonido; si por el paladar, un
sabor, y así sucesivamente sucederá con los otros sentidos. Creo,
sin embargo, que nadie afirmará que la sustancia es un color, un
sonido o un sabor. La idea de sustancia debe, por consecuencia,
derivarse de una impresión de reflexión si realmente existe. Pero
nuestras impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y
emociones, ninguna de las cuales es posible que represente una
sustancia. No tenemos, por consiguiente, una idea de la sustancia
distinta de una colección de cualidades particulares y no nos
referimos a otra cosa cuando hablamos o razonamos acerca de ella»
(D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, I, Madrid 1923, 4344).
La categoría de sustrato, como la llama Hartmann, no es, por
supuesto, sensible, sino inteligible. No es la vía del empirismo
el camino indicado para la salvación metafísica de la sustancia
(v. SUSTANCIA). La salvación metafísica de la sustancia sólo puede
darse desde las coordenadas de una filosofía del ser y no desde un
puro fenomenismo.
BIBL.: ARISTÓTELES, Metafísica, Lib. V; ID, Tópicos, I, 5; ID, Categorías, 4; íD, Física, IIII; R. DESCARTES, Principios, París 1953, I, 53; D. HUmE, Tratado de la naturaleza humana, Madrid 1923; I. KANT, Crítica de la Razón Pura, A82 B108; T. DE AQuiNo, S. Th., 1 q28 y 45; ID, In Met. lib. V; F. SUÁREZ, Disputaciones Metafísicas, Madrid 196066, 32, 37, 38 y 39; R. ARNoU, Metaphysica Generalis, Roma 1955; P. DEZZA, Metaphysica Generalas, Roma 1964; J. DONAT, Ontología, Barcelona 1939; 1. GREDT, Elementa Phílosophiae, Barcelona 1953; I. LoTz, Ontología, Barcelona 1963; A. MILLÁN PUELi.Es, Fundamentos de Filosofía, 3 ed. Madrid 1962; V. REAIER, Ontología, Roma 1963; E. CORETH, Metafísica, Barcelona 1964.
RODRÍGUEZ ROSADO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991