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Madre creyente.
Memoria y nacimiento
(Lc 2,19. 35. 51)
Cinco son, a mi entender, los elementos fundantes del camino de María en Lc-Hech.
Ellos forman eso que podríamos llamar itinerario espiritual y humano de su vida.
No han de interpretarse en forma psicológica, a manera de etapas de un proceso;
en ese aspecto debemos renunciar a todo intento de escribir la biografía de
María. Sin embargo, su perfil teológico (radicalmente evangélico) de mujer y
madre creyente se ha fijado para siempre en la conciencia de la Iglesia. Por eso
queremos estudiarlo.1
1) En primer lugar, la fe supone hallarse disponible. Apoyándose en la historia de su pueblo, la madre de Jesús sabe escuchar al ángel que le dice: «concebirás...» (Lc 1,31). Ella pregunta, dialoga con su Dios y se presenta como «virgen desposada»... que no conoce varón (Lc 1,26.34). Está disponible, pero sólo a condición de mantenerse en libertad, como responsable de sí misma. Así llega hasta la hondura de su vida donde escucha la palabra: «el Espíritu santo vendrá sobre ti...» (Lc 1,34). Sólo entonces puede volverse transparente ante su Dios, para decirle: «genoito, hágase en mí conforme a lo que has dicho» (Lc 1,38). Esto es la fe: diálogo con Dios y apertura a su presencia. Voluntariamente inserta en el misterio, María ha querido que Dios mismo configure su existencia.
1. Sobre Maria como creyente sigue siendo fundamental K. Rahner, María, Madre del Señor, Barcelona 1967. Cf. también A. Rouet, María, Madrid 1979; M. Rubio, María de Nazaret. Mujer, creyente, signo, Madrid 1981. La relación de Marta con la Iglesia, según la tradición, ha sido estudiada de forma clásica por H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, 247-296.
2) La fe implica también utopía liberadora. No ha nacido Jesús, va recibiendo en ella forma humana. María, la creyente (1,45), portadora de la bendición de Dios (1,42), traduce en fe el sentido y el alcance de esa bendición por el Magnificat (1,46-55). Así dice su palabra radical: desde el útero materno donde actúa la esperanza que Dios mismo ha sembrado en nuestra historia (cf. 1,31.42). Ciertamente, ella es madre: está al servicio de la vida que se acoge desde dentro para cultivarla con cariño y darla luego a luz sobre la tierra. Lo más débil y escondido es lo más grande: María, la mujer gestante, piensa desde el fondo de su seno maternal y de esa forma, hablando al niño que vendrá, canta el misterio de la nueva humanidad reconciliada. 2
3) En tercer lugar, fe implica encuentro con la historia. Los aspectos anteriores se podían entender como evasión: María ha puesto su existencia en manos del Padre-engendrador (anunciación) y de esa forma ha descubierto y canta a la nueva humanidad (Magnificat). Pues bien, esos aspectos de búsqueda creyente y utopía han de fundarse en la experiencia concreta de su historia: ha de aprender en el camino de Jesús, «conservando en su corazón» lo que percibe (cf. 2,19.51). La historia le sorprende y no la entiende ya a partir de sus principios anteriores. Todas sus certezas y utopías ceden ante el dato del Jesús pequeño, recostado en un pesebre, perdido sobre el templo. Aquí la fe supone estar abierta a lo nuevo de la historia: ensanchar el corazón, recibir lo no entendido en el espacio más extenso de su comprensión creyente (cf. 2,50-52).
4) La fe supone, en cuarto lugar, entrega de la` propia vida, en gesto de fidelidad pascual, si es que se puede emplear esa palabra. Así lo viene a desvelar de forma implicita el mensaje del vidente Simeón: «y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc 2,35). Alma es la vida, el camino de la entrega de María que, conforme a lo indicado, se ha puesto totalmente en manos de Dios (1,38), cantando ya la nueva libertad para los hombres (1,46-55). Pues bien, Dios la introduce ahora en el campo de Jesús, haciendo que ella participe de su pascua. Sólo así, la fe se vuelve ya transformadora: María asume la cruz y en esa cruz padece, madurando en un proceso de humanización creyente, en medio de una vida que se viene a desvelar como pequeña y conflictiva. Este elementode fe-pasión hace a María signo de Jesús sobre la tierra: ella misma participa de la gran contradicción donde se gesta el nuevo nacimiento de la historia.
5) La fe aparece, finalmente, como unidad y comunión cristiana (Hech 1,14). Todo el camino anterior ha culminado: acompañando a Jesús hasta el final, María viene a recibir la vida de su Espíritu en la Iglesia, en unidad con los apóstoles, parientes y mujeres, como don de fe colmada. Ha surgido la nueva comunión de los creyentes. Dentro de ella, María puede recibir en plenitud aquello que antes tuvo en forma introductoria: el misterio del Espíritu. La anunciación (Lc 1,35) se convierte así en Pentecostés (Hech 2): el antiguo se hace nuevo testamento, el judaísmo Iglesia. 3
Sobre este fondo, María se presenta como la creyente por antonomasia (cf. Lc 1,45): espejo donde todos nos podemos mirar, ejemplo que debemos repetir en nuestra vida. En las páginas que siguen he querido prescindir de los extremos del esquema: la fe como disponibilidad (Anunciación) y plenitud eclesial (Pentecostés); de ellos trataré más adelante, al ocuparme del Espíritu y María (caps. 7-8). De la fe como poder escatológico (Magnificat) he tratado en el capítulo anterior. Quedan por desarrollar los dos momentos centrales del esquema: encuentro con la historia (Lc 2,19.51) y entrega de la vida (2,35). En ellos voy a centrarme en lo que sigue.
De esta forma me sitúo en eso que pudiéramos llamar el paso de la anunciación al nacimiento. En nivel de anunciación, como promesa general, nos ponen las palabras del ángel (Lc 1,26-38) y María (1,46-55). En nivel de nacimiento vienen a ponernos las escenas que ahora siguen: María tiene que acoger de nuevo la verdad de Dios hecha palabra (2,19.51) para madurarla en sufrimiento (2,35). Así pasamos de la indeterminación de la promesa a la determinación sorprendente y creadora del nuevo cumplimiento.
Es indeterminada la anunciación del ángel (Lc 1,26-38). Habla del nacimiento del gran rey (1,31-33), pero no indica la forma de ese nacimiento, su carácter de misterio escondido, su humildad y pequeñez en el principio de la historia. El ángel anuncia nacimiento, pero no explicita el sentido y los caminos de la infancia de Jesús, tal como luego vendrán a concretarse. Por eso, María, la
2. He desarrollado el tema en el capítulo anterior. Significativa visión de la mujer desde el símbolo del útero en A. Nin, Diario II, Barcelona 1983, 298-300. Cf. también M. Navarro, María, la mujer, Madrid 1987, 51-156.
3. Cf. R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 360-380; J. Alfaro, María en la salvación cumplida por Cristo, en Cristología y antropología, Madrid 1973, 183-226; A. M. Serra, Dimensioni ecclesiali della figura di Maria nell'esegesi biblica odierna, en Maria e la Chiesa oggi, Roma 1985, 219-344.
Virgen «anunciada», que conoce el gran misterio a través de la promesa del ángel, debe ir aprendiendo día a día el camino concretó de la historia de su hijo (cf. Lc 2,19.51). Sólo de esa forma la fe abierta del momento anterior (Lc 1,38) se convierte en fe concreta que va creciendo al paso de la historia. Sin esa piedra de toque de la realidad, sin la mediación más fuerte y creadora de los hechos, la fe genérica de la anunciación podría terminar siendo evasión, un tipo de escapismo.
También resulta indeterminado el anuncio mesiánico de María (Lc 1,46-55). Es indeterminado porque no concreta ni las formas ni las mediaciones en que puede venir a realizarse la palabra de su canto: la utopía flota en su belleza sobre un mundo dividido, de judíos y gentiles y de clases enfrentadas desde antiguo. Por eso, el evangelio ha introducido a Simeón, el gran vidente, para explicitar y concretar esa utopía en el destino de Jesús que «ha sido puesto para caída y elevación de muchos, como signo de contradicción» (2,34). Pues bien, al centro de ese signo está María, que recibe la espada de dolor y de la prueba: ha de morir y renacer para formar parte del nuevo pueblo liberado (2,35).
Por eso debemos pasar de la anunciación al nacimiento, concretando así la misma figura del mesías. Antes lo hemos visto en general. Ahora le encontramos como un niño que nace sometido al dominio del emperador Augusto, al margen de la sociedad, «porque no había lugar en la posada» (cf. Lc 2,7) 4. Este es el signo de Dios, el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (2,12). También debe concretarse la figura de María, que empieza a interpretar el camino de Jesús (2,19.51), participando de su sufrimiento (2,35).
De esa concreción de María, en el camino de su fe, queremos tratar en las páginas que siguen. No ofrecemos una exégesis completa de los signos y palabra de Lc 2 Tratamos sobre todo de
Para el estudio de la relación entre anunciaciones y nacimiento sigue siendo clásico R. Laurentin, Structure et théologie de Luc 1-II, Paris 1957, además de R. E. Brown, o.c., y los comentarios de H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983 y J. A. Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987.
Además de obras citadas en nota 4, cf. G. M. Behler, Louange biblique de la Vierge, Bruges 1970, 47-192; L. Bouyer, Le Tróne de la Sagesse, Paris 1987, 51-73; R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 1986, 107-174; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres. A propósito de Lc 1-2, Salamanca 1978; P. Gächter, Maria en el evangelio, Bilbao 1959; J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960; R. Laurentin, Les Evangiles de 1'Enfance du Christ, Paris 1982; S. Muñoz 1., Los evangelios de la infancia II. Nacimiento e infancia de Juan y de Jesús en Lucas 1-2, Madrid 1987; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1974; H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969; A. M. Serra, Bibbia, en Nuovo Diz. de Mariologia, Torino 1985, 231-311, con amplia bibliografía.
María, como persona en la que viene a reflejarse la presencia de Dios sobre la tierra. Situada en esta línea, ella está inserta en la raíz del evangelio.
Sólo puede hablarse de evangelio si es que hay hombres que lo acogen e interpretan. El mensaje es salvador si es que nosotros lo aceptamos para convertirlo en clave de existencia. Pues bien, en ese tiempo de la infancia de Jesús hubo tan sólo una persona para recibirle plenamente: María. Sin su acogida creyente ese camino de la infancia hubiera quedado irremisiblemente olvidado en la conciencia de la Iglesia. Por eso, su presencia activa, creyente, comprometida, constituye un elemento esencial del evangelio.
En esta línea se comprende el paralelo entre María y los apóstoles. Decimos con el credo que la Iglesia y nuestra fe son apostólicas: la fe de los apóstoles sustenta nuestra fe; con ellos y por ellos nos ponemos en contacto con Jesús resucitado, actualizando de esa forma la experiencia originaria de la pascua. Pues bien, de forma equivalente debemos confesar que nuestra fe y nuestra Iglesia son marianas, pues con Lc 1-2 reconocemos la presencia salvadora de Dios en la venida (nacimiento) de su Hijo Jesucristo. No nos limitamos a cantar o confesar la fe sobre la tumba abierta, aclamando al Dios que resucita a Jesús de entre los muertos (cf. Rom 10,9). Retornamos al principio, «vamos a Belén» (cf. Lc 2,15) y confesamos allí mismo nuestra fe en el Cristo salvador, nacido entre los hombres (Lc 2,11). 6
De esa forma, la fe pascual se amplía como fe de nacimiento. Ciertamente, nos unimos al Dios que resucita a Jesús de entre los muertos. Pero, al mismo tiempo, confesamos con Lc 1-2 al Dios que hace nacer a Jesucristo Salvador en nuestra tierra. Pues bien, en ese plano nuestra fe debe llamarse y ser mariana, no tanto porque María fuera madre de Jesús en ámbito biológico sino porque ella ha guardado en su propio corazón el misterio del Hijo de Dios para transmitirlo en el camino de la Iglesia 7.
La fe pascual se explicita a través de los apóstoles
como expresión humana de la entrega y resurrección de Jesús. Con esa fe nace
la Iglesia, como asamblea de aquellos que se encuentran sostenidos,
vinculados, por el testimonio de la pascua. Sabemos que a su gran misterio
pertenece la resurrección personal de Jesús, como
A. M. Serra, Sapienza e contemplazione di Maria secondo Luca 2,19.51b, Roma 1982, 221-226.
O.c.,
victoria sobre la muerte y encuentro pleno con el Padre. Pero en esa misma pascua está incluida la fe de los apóstoles e Iglesia, como surgimiento de una forma nueva de existencia que se apoya en la presencia de Jesús resucitado. En ese aspecto, debemos afirmar que su resurrección es mesiánica: hace posible el surgimiento de la Iglesia como asamblea de creyentes liberados, dentro de la misma historia.8
Pues bien, ahora podemos añadir que al misterio de la Iglesia pertenece también la fe del nacimiento. Jesús construye la nueva humanidad no sólo porque muere-resucita sino también porque ha nacido como mesías-salvador entre los hombres (cf. Mt
2,1-15). Lógicamente, al proyectar su fe en el nacimiento, la Iglesia necesita un fundamento, es decir, un modelo de identificación creyente. ¿Dónde puede hallarlo?Los magos de Mt 2,1-15 no le bastan. Ciertamente, son testigos del nacimiento, pero no pueden tomarse como fundamento de la fe. Más que principio de un camino ellos son meta: signo de las gentes que, viniendo hacia Jesús, dirigiéndose a la pascua, encuentran la verdad de aquello que buscaban desde siempre.
Los pastores tampoco nos resuelven el problema. Ciertamente, ellos reciben la palabra del cielo (Lc 2,9-10) y la transmiten a otros hombres (2,17-18). Pero no son lós garantes de la comprensión cristiana de Jesús. Más que testigos primigenios de la Iglesia ellos parecen signo de aquellos pastores posteriores (predicadores y ministros) que proclaman el misterio de Jesús desde la cuna de su mismo nacimiento. 10
Maria.
Esta es, a mi juicio, la función más importante de María. Ella ha realizado en el contexto primordial del nacimiento el papel que los apóstoles realizan en la pascua: es el testigo primigenio de Jesús, espejo humano, creyente, de su gracia sobre el mundo. En otras palabras: siendo simplemente humana, ella ha sabido acoger en fe y entrega personal todo el misterio de la gracia, la presencia original de Dios sobre la tierra.
Cf. H. Schlier, De la resurrección de Jesús, Bilbao 1970; U. Wilckens, La resurrección de Jesús, Salamanca 1981.
C. A. Salas, La infancia de Jesús (Mt 1-2). ¿Historia o teología?, Madrid 1976, 218-224; M. J. Lagrange, Matthieu, Paris 1948, 19-44; P. Bonnard, Matthieu, Neuchátel 1970, 23-30.
Cf. C. Escudero F., o.c., 291-310; S. Muñoz I., o.c., 148-152.
Ciertamente, Dios es trascendente. Pero si sólo fuera eso no nos serviría para nada, no sería salvador. Dios ha venido hasta nosotros y nosotros debemos acogerle para que realice su misterio en nuestra historia. Pues bien, en nombre de todos le ha acogido y entendido ahora María. Ella recibe al Hijo de Dios en su seno de mujer y en su corazón de persona. De esa forma representa la garantía de la humanización de Dios que no sólo se humaniza sino que nos enseña a descubrirle y recibirle como humano. Misterioso es, por lo tanto, el Dios que se humaniza, naciendo como un niño en medio de la historia. Pero también es misteriosa aquella humanidad que le recibe llena de admiración, en camino de fe abierta hacia lo nuevo. Esa es María.
María ha recibido la palabra de Dios en sus entrañas de mujer creyente (anunciación-encarnación) convirtiéndola en principio de esperanza y canto (Magnificat). Pues bien, ahora le sigue recibiendo como niño rechazado y esperado. Por eso debe abrir su corazón a la verdad más honda (cf. Lc
2,19.51) y ofrecer su propia vida al filo de la espada que la purifica y la transforma (Lc 2,35). Así es madre admirada: aprende en gesto de memoria y sufrimiento (cf. Lc 2,18.33).
I. GUARDABA ESTAS COSAS (Lc 1,19.51)
1.
Memoria y corazónAl culminar su canto de utopía, anunciando el surgimiento de la nueva humanidad, María nos remite a la memoria de Dios «que se acuerda de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres» (Lc 1,54-55). Entre el pasado de la promesa y el futuro del cumplimiento se extiende el presente de la misericordia, como tiempo de recuerdo 11. Pues bien, a la memoria de Dios que es fiel a su palabra responde la memoria de sus fieles, los creyentes, que acogiendo esa palabra la conservan y meditan en su corazón, haciéndola principio de existencia.
La forma de entender la actividad de Dios y de
fijarse en su memoria suscita, por lo menos, dos maneras de expresar y
realizar nuestra existencia. El mismo Pablo las presenta en frase
programática: «los judíos
piden señales, los griegos
buscan sabiduría» Cf. D. Mínguez,
Poética generativa del Magnificat: Bib 61 (1980) 69-70; 1. Gomá, El
Magnificat. Cántico de la salvación, Madrid 1982, 174-181.
(1 Cor 1,22). La sabiduría remite a la hondura sacral de la existencia; las señales son, en cambio, como el sello de la acción de Dios en el camino de la historia.
Los griegos buscan sabiduría, a ejemplo de Platón, sabio por excelencia, a quien podemos comparar con otros fundadores y maestros de las grandes religiones del oriente (hinduismo, budismo). Todos ellos presuponen de algún modo la existencia de un nivel más hondo que define la verdad de nuestra vida. Pasamos por el mundo como a oscuras, ocupados en mil cosas exteriores, arrastrados por la fuerza de un deseo que nos saca de nosotros mismos y nos pierde. Por eso es necesario que volvamos hacia dentro y conozcamos, como en gnosis verdadera, lo que somos. De esa forma descubrimos la verdad y nos salvamos, alcanzando nuestro propio ser divino.
12En esta línea se sitúa la memoria que Platón ha definido como retorno hacia sí mismo. Estrictamente hablando, en el nivel original nunca aprendemos: descubrimos lo que somos, recordamos lo que fuimos en el plano en que se asienta y se define nuestra vida. Todo conocimiento es recuerdo, «anámnesis», retorno hacia el principio, vuelta hacia la hondura donde cobra sentido nuestra vida. Por eso, el hombre sabio, el filósofo que guía a los demás hacia el encuentro con lo bueno y con lo bello, es un «partero»: hace alumbrar, ayuda a descubrir y explicitar lo que llevamos dentro. Así lo ha definido Sócrates, el sabio:
Mi arte mayéutica tiene seguramente el mismo alcance que el de las comadronas, aunque con una diferencia: y es que se practica con los hombres y no con las mujeres, tendiendo además a provocar el parto en las almas y no en los cuerpos... Los que se acercan hasta mí parecen a primera vista unos completos ignorantes, aunque luego todos ellos progresan con maravillosa facilidad... Resulta evidente, sin embargo, que nada han aprendido de mí y que, por el contrario, encuentran y alumbran en sí mismos esos numerosos y hermosos pensamientos (Teeteto 150).
El hombre es ante todo un ser caído: vida superior, alma divina que se encuentra perdida sobre el mundo, envuelta en nubes de ignorancia y de deseo que le impiden volver sobre sí misma y recobrar «el tino, la memoria perdida de su origen divino, esclarecida» (Fr. Luis de León, Oda a Salinas). El filósofo o partero le ayuda a hacer memoria, llevándole al lugar donde consiga recordarse de sí mismo y realizarse así como divino.
12. He desarrollado el tema en Experiencia religiosa y cristianismo, Salamanca 1981, 279-289.
Conforme a esta postura de Platón, podemos afirmar que todo ser humano es de carácter femenino. Somos corporalmente distintos. Conforme a una tradición extendida, el varón es polo activo y la mujer pasivo. El varón crea hacia fuera, deja la semilla de su vida hacia lo externo. La mujer, en cambio, crea desde dentro, recibe la semilla y la cultiva dentro de sí misma. Pero en dimensión más honda, en el nivel del alma, todos somos femeninos: como mujer que lleva dentro la promesa de la vida y aprende (ha de aprender) a dar a luz, así somos nosotros. 13
A este nivel, los hechos y personas exteriores resultan secundarios. Secundario es el mundo como espacio que está fuera, porque el mundo verdadero de Dios lo llevo dentro. Secundaria es la existencia de los hombres, la atracción de los varones y mujeres, el encuentro mismo de las almas. Valen a un nivel determinado, como escala que me ayuda a caminar, a subir, aunque después hay que dejarla. Al final me encuentro solo, como un alma que descubre sus ideas, su verdad original para aquietarse en medio de ella. El mismo partero desaparece. Rompiendo los mil velos que recubren su matriz ha nacido y vive el hombre verdadero. Se cumple así el recuerdo, el pasado se vuelve realidad y el hombre habita en su presente eterno. Tal sería, en resumen, la visión de la sabiduría-recuerdo de los griegos.
Los judíos, en cambio, piden señales: buscan la presencia de Dios en el camino de la historia. Ciertamente saben que el hombre tiene o, mejor dicho, es alma. Pero el alma no se puede confundir con Dios. Es sólo espacio de ansiedad y motor de vida humana. Por eso, penetrando en su interior, los hombres siguen encontrándose a sí mismos. Nunca pueden confundir a Dios con la quietud o la inquietud del alma. Lógicamente, ningún partero de la tierra puede hacernos alumbrar a Dios sobre la tierra, porque Dios desborda siempre la verdad de nuestra entraña.
No se confunde Dios con nuestra hondura religiosa, intelectual, de sentimiento, pero actúa en nuestra historia: actúa en el proceso en que buscamos libertad, como Señor que ha establecido un pacto con los pobres de la tierra, ofreciéndoles su gracia y asistencia. Así ha nacido el pueblo israelita: la comunidad social-sacral de aquellos que han sentido la presencia de Dios, que han acogido su actuación en el camino y, de esa forma, aguardan el momento final de su presencia, como culmen de la historia.
13. Recupera el tema en perspectiva cristiana A. T. Queiruga,
A revelación de Deus na realización do borne, Vigo 1985, 95-135.Por eso, el símbolo de Israel no es el sabio que ha dado a luz la verdad, ni el partero (mayeuta) que le ayuda en el proceso de su alumbramiento. Representante de Israel es el profeta: el hombre que descubre las señales de Dios en el camino de la historia, ayudando al pueblo a conocerlas y aceptarlas, en camino de fidelidad abierta hacia el futuro. En esta línea se sitúan las palabras del recuerdo israelita, que citamos de manera condensada:
Guárdate muy bien de olvidar los sucesos que vieron tus ojos, no se aparten de tu memoria mientras vivas. Cuéntaselos a tus hijos y nietos: el día en que estuviste ante el Señor, tu Dios, en el Horeb... (Dt 4,9-10).
Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que te sacó de allí el Señor, tu Dios, con mano fuerte y brazo extendido. Por eso te manda el Señor, tu Dios, guardar el día del sábado (Dt 5,15).
Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno: amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino... (Dt 6,4-6).
Basten estos textos. Israel se ha definido como pueblo que ha gozado una experiencia fuerte de Dios en el principio. Ha gozado una experiencia y la conserva en la memoria, la recrea y la transmite, en actitud intensa de fidelidad colectiva. Lo primero es la memoria de la libertad, fundada para siempre en el recuerdo del Exodo. Por eso son judíos los que saben celebrar el sábado y la pascua, que actualizan aquel gesto y lo mantienen vivo en el camino de la historia. Hay también una memoria del pacto celebrado en la montaña del Horeb, actualizado en la existencia del pueblo que lo observa y explicita, según ley, en su conducta. Está la memoria creadora de futuro, siempre abierta al cumplimiento final de las promesas... 14
En esta línea ha definido Pablo a los judíos como pueblo que «pide señales». Conserva y actualiza las antiguas en su vida y en su culto, pero busca las señales nuevas de liberación definitiva y culminación escatológica. Precisamente en ese espacio de señales, desbordando la memoria sapiencial del helenismo y declarando ya cumplido el camino de memoria israelita, Pablo ha declarado: «nosotros, los cristianos, predicamos al Cristo crucificado, que es
14. Sobre el trasfondo veterotestamentario del tema, cf. W. Schottroff, Gedenken im Alten Orient und im AT. Das Wurzel ZAKAR im semitischen Sprachkreis, Neukirchen 1964. Sobre la reinterpretación cristiana del tema de la «memoria», «memorial», en la liturgia, cf. L. Maldonado, La plegaria eucarística, Madrid 1967 y J. M. Sánchez C., Eucaristía e historia de la salvación, Madrid 1983.
escándalo para los judíos y necedad para los griegos (los gentiles)» (1 Cor 1,23). A partir de aquí debemos comprender la novedad del testimonio (del recuerdo y la presencia) de María dentro de la Iglesia.
De ella dice el evangelio: «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19.51). Son las cosas de Jesús: la señal del niño frágil, envuelto entre pañales, recostado en un pesebre (Lc 2,12); la señal de Jesús perdido por tres días en el templo, tratando de las cosas de su Padre (Lc 2, 49). Ahora podemos formular de modo nuevo las palabras de Pablo: los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, pero nosotros descubrimos y adoramos a Dios en el misterio de un niño que ha nacido en impotencia y pequeñez sobre la tierra (cf. 1 Cor 1,22-23). La gracia salvadora de la pascua se proyecta y se realiza así en el mismo nacimiento. Jesús no es sólo aquel que muere como Cristo, Hijo de Dios, que triunfa de la muerte y resucita. Jesús nace ya como mesías: su misma pequeñez de hijo pequeño, niño de María, envuelto entre pañales, viene a desplegar ahora la gloria de Dios sobre la tierra.
Esto es lo que María ha contemplado, «conservándolo en su corazón», como luego indicaremos. Por eso, su verdad no es una idea que ella ha descubierto y alumbrado dentro de sí misma. Aquello que los filósofos buscaban como sabiduría interior, idea o pensamiento, viene a desvelarse ya como persona: es niño frágil que acaba de nacer y necesita del cariño de la madre; es Dios grande y poderoso que, al hacerse solidario de los hombres, necesita que ellos mismos le acojan y maduren.
Los judíos, a pesar de Dt 30,11-14, buscaban una señal de Dios en la grandeza y fuerza de la historia. Pues bien, los seguidores de Jesús han descubierto que Dios les ha ofrecido una señal distinta: la impotencia creadora del amor que muere en el Calvario; ésa es la señal que ahora descubren en el mismo nacimiento, como prometía de una forma misteriosa la Escritura hablando de «la Virgen que concibe y pare un niño» (Mt 1,23; cf. Is 7,14). Como protagonista de esa misma señal, María debe acogerla y meditarla en su corazón (Lc
2,19).La palabra corazón ha de entenderse aquí en sentido intenso, semita. El hombre es corazón en cuanto entiende en actitud comprometida, no en un plano racional de simple idea sino en gesto de escucha y decisión, de entrega de la vida. Dentro del mismo Lc 1-2 hallamos dos maneras de entender esa palabra. Corazón es el lugar del pensamiento soberbio que se eleva contra Dios y se destruye a sí mismo ante la luz de juicio de la gracia (cf. Lc 1,51; 2,35).
Pero el mismo corazón puede entenderse como lugar de acogida de Dios y del misterio de la gracia, tal como aparece explicitado por María (cf. Lc 2,19.51). Así lo ha proclamado Jesús en su evangelio, cuando instaura eso que pudiéramos llamar la religión del corazón frente a los signos de la ley del judaísmo (cf. Mc 7,21). Pues bien, en esa linea, frente al corazón soberbio que maquina dentro de sí mismo y se destruye, María nos conduce a la verdad del corazón que se abre al Cristo, descubriendo así la vida 15. Ella es la primera que ha vivido el misterio de la fe, en la línea de Rom 10,9-10.2. Recordar el nacimiento (Lc 2,19)
Significativamente, recordar (del latín recordar) implica traer de nuevo o situar un hecho en el hondón del corazón (cor) para entenderlo así profundamente, allí donde la vida adquiere su sentido. En ese aspecto, María ha recordado, evaluando y conservando en su raíz de corazón los hechos primordiales del nacimiento de Jesús, el Cristo, que aparecen en Lc 2,1-21. Son estos:
a) Jesús, heredero del trono de David, que reinará sobre Israel por siempre (Lc 1,32-33), nace como un simple ciudadano sometido al imperio de Augusto (Lc 2,1). Es la primera paradoja del misterio. La anunciación le colocaba en ámbito de gloria poderosa: ya parece que viene el gran milagro, el cambio trascendente, externo, victorioso, de los tiempos (Lc 1,26-38). Pues bien, la realidad le resitúa en el espacio de los hechos ordinarios de este mundo: en el imperio dominado por el César, entre los números de un censo. Como uno más nace Jesús, hijo de la promesa (Lc 2,1-7). 16
b) Nace y le recuestan sobre un pesebre, porque no había para ellos lugar en la posada de los ricos e influyentes (2,7). El pesebre de pastores puede recibir también otros sentidos, como luego mostraremos. Pero es claro que, en un primer momento, alude al campo abierto, a la vida que discurre fuera del poblado donde la posada ha de pagarse con dinero o con influjos sociales. Por eso, Jesús nace sometido a los poderes políticos (del César) y expulsado por las fuerzas económicas (posada). Nace entre los pobres más pobres de la tierra, en campo abierto, donde pasan y se juntan o
Sobre el corazón en perspectiva bíblica, como sede de conocimiento y de realización humana, cf. H. W. Wolff, Antropología del AT, Salamanca 1975, 63-86; F. Stolz, Léb, en E. Jenni y C. Westermann, Diccionario teológico manual del AT, Madrid 1978, I, 1176-1185; F. Baumgärtel y J. Behm, Kardia, TDNT, 3, 605-614; Th. Sorg, Corazón, en Dic. Teol. NT, Salamanca 21987, I, 339-341.
Cf. J. A.
Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987, 207-224.
refugian los rebaños. Sobre un pesebre de animales deben recostar al que según la anunciación es soberano universal. Es la segunda paradoja. 17
c) Nace Jesús
y le visitan los pastores que, también a campo abierto, fuera de los círculos de influjo social y religioso, montan guardia en torno a sus rebaños. Ciertamente, la palabra y el oficio de pastor guarda el recuerdo de los viejos tiempos en que grandes reyes y líderes del pueblo recibían nombre de pastores. En el entorno de Belén donde nos pone el evangelio resulta también clara la memoria de David, el pastor a quien Dios hizo rey sobre su pueblo (cf. 1 Sam 16; 2 Sam 7,710). Además, una larga tradición literaria de tipo arcádico y bucólico nos tiene acostumbrados al mundo primitivo de pastores como espacio de inocencia, de amor puro y comunión perfecta, como indica el mismo Don Quijote: «Dichosa edad y dichosos siglos aquellos... porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes...» (Parte I, cap. 11). Pues bien, sobre esas resonancias, los pastores de Lc 2,820 son en el contexto israelita de aquel tiempo personajes casi impuros, religiosa y socialmente marginados. Quizá no sean pobres en sentido económico; lo son en clave socioreligiosa. Su mismo trabajo les obliga a vivir a campo abierto y así no participan del ritual y la enseñanza, del culto y las costumbres que han impuesto en Israel los sacerdotes y letrados. Son precisamente estos pastores impuros, ignorantes, marginados, los que entienden el camino de Jesús, los que le buscan y le acogen, como Lc mostrará luego a lo largo de todo su evangelio. Esta es, a mi juicio, la tercera paradoja del texto. 18d) La cuarta es el niño envuelto entre pañales. Una larga tradición, reflejada en los iconos de la Iglesia oriental, ha proyectado sobre el nacimiento de Jesús el misterio de su muerte. Nacer en forma humana es comenzar a morir: asumir una existencia que culmina en el sepulcro, cuando el hombre ya difunto pone su existencia en manos del poder originario. Por eso, muchos iconos representan el pesebrecuna de Jesús como una tumba y sus pañales infantiles como vendas y sudario de difunto 19. A pesar de eso, el
Cf. R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 418419; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca 1977, 251-254.
Cf. R. E. Brown, o.c., 439-443; C. Escudero F., o.c., 291-302; J. A. Fitzmyer, o.c., 201-202, 224; A. M. Serra,
Cf. G. Drobot, Icóne de la Nativité, SpOr 15, Bellefontaine 1975.
sentido del pasaje me parece más sencillo. Los pañales son señal de pequeñez y de cariño. El niño no se viste, hay que vestirle. No tiene autoridad sobre su cuerpo; hay que cuidarle, alimentarle, limpiarle (cf. Sab 7,4-5). Un niño abandonado a quien arrojan a la vera del camino, sin frotarle ni envolverle entre pañales de cuidado-amor, es ser que muere, carece de futuro (cf. Ez 16,1-6). Pues bien, el mismo Hijo de Dios y soberano de la tierra necesita de una madre que le cuide. Así lo ha señalado el signo que el ángel ha dado a los pastores: le hallaréis en un pesebre, pero está bien arropado; es impotente como niño, pero cuenta con la ayuda de la madre (cf. 2,7.12.16). Esta es la cuarta paradoja: el rey del cielo necesita de los hombres. Dios ha prometido un soberano triunfador, pero María tiene que acoger, cuidar a un niño que no vive por sí mismo. Por eso, la pequeñez de Dios y la ayuda de María pertenecen al misterio original del nacimiento. 20
e) Como paradoja final quiero señalar el hoy del evangelio: «os evangelizamos un gozo grande: os ha nacido hoy un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David» (2,10-11). Esta palabra ha recibido en Lucas resonancias especiales que derivan del último Isaías: Jesús viene a este mundo para ofrecer buena noticia a los pobres (cf. Lc 7,22); por eso, el hoy de salvación se identifica con el hoy de su noticia redentora, que implica libertad y plenitud para los pobres de la tierra (Lc 4,18; cf. Is 61,1-2). Pues bien, éste es el hoy del evangelio de la infancia, la noticia gozosa y transformante de Dios a los pastores: «os ha nacido un salvador». 21
La paradoja está en la forma de entender ese momento de salvación. El texto no dice que
hoy, en pequeñez y esperanza, ha nacido un niño que después, en actuación transformadora, vendrá a ser el salvador del mundo. En ese caso, el nacimiento no sería más que el prólogo piadoso de una historia que tan sólo después se mostraría como redentora. Pues bien, el texto dice algo distinto: el hoy del nacimiento es ya día de revelación de Dios para los hombres. Por eso añade que ha nacido ya el Soter: el Cristo Kyrios de los cielos.Estas palabras nos devuelven al centro del Magnificar. María ha descubierto la grandeza de Dios y le presenta como Kyrios (Señor que está elevado) y Soter (salvador de plenitud ya realizada) (cf. Lc 1,46-47). Pues bien, ahora el anuncio oficial a los pastores
Cf. R. E. Brown, o.c., 417, 439; J. A. Fitzmyer, o.c., 223.
Cf. C. Escudero F., o.c., 259-279.
asegura que ese Kyrios grande es el Jesús recién nacido y que el Soter o salvador de la existencia y de la historia es el mismo hijo pequeño que María envuelve entre pañales. Lo que parecía camino de transformación externa, instantánea, victoriosa (casi mágica) de Dios ha venido a presentarse como urgencia de fidelidad cercana y servicio en lo pequeño 22. Quizá esperábamos el cambio inmediato de los tiempos, las personas y las cosas. Nos habíamos sentado a la puerta de la casa, aguardando las señales de los cielos, como aquellas que pidieron a Jesús los de su pueblo (cf. Mt 12,38; 16,1 y par). Pues bien, el Dios de Cristo nos ha dado una señal mucho más honda: el pesebre y pañales del Kyrios-Soter que ha nacido como un necesitado, puro niño, entre los hombres.
Esta es, a mi juicio, la inversión definitiva. Con las voces de su canto victorioso (Lc 1,46-55), María pudo encender la ilusión de un cambio fácil, realizado en la estructura más externa de la sociedad y de la historia. Pues bien, el nacimiento de Jesús le reconduce al centro, a la matriz de toda vida: la impotencia del niño refleja la fuerza de Dios; su pequeñez hace presente la grandeza originaria. Ahora sabemos que Dios empieza a salvarnos haciéndose «salvado»: necesitado de amor y mendigo de gracia en medio de la tierra.
En esta perspectiva ha de entenderse ya la anotación fundamental del evangelio: «María conservaba todas estas cosas, comparándolas o intepretándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella es el lugar donde se asienta y viene a hacerse humanamente comprensible la más grande paradoja: Dios que es soberano sometido, dueño sin posada, grande entre pastores marginados, poderoso entre pañales, salvador del cosmos al que debe acunar su misma madre. Esta novedad del evangelio que los ángeles de Dios anuncian sobre el mundo (cf. Lc 2,9-14), como nuevo nacimiento de la historia, ha desbordado su capacidad antigua de mujer israelita y de profeta de la historia. Por eso, después de proclamar el canto de la libertad universal (cf. Lc 1,46-55), ella misma ha de aprender y recorrer en carne propia el camino de esa libertad: deja que la vida de Dios le sorprenda en Jesucristo y, llena de sorpresa, le recuesta en el pesebre, rodeado de pañales. Su oficio materno pertenece al misterio de liberación que ella ha cantado en el Magnificat.
23En este aspecto
resulta muy significativo un dato que pudiera parecer marginal dentro del
texto. Los pastores reciben la señal del
Ibid., 277-291; J. A. Fitzmyer, o.c., 226-227.
Cf. A. M. Serra, o.c., 227-258; R. E. Brown, o.c., 447-451; H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983, 237-238.
salvador: «un niño envuelto entre pañales y recostado en un pesebre» (2,12). Corren aprisa y encuentran «a María y a José y al niño recostado en un pesebre» (2,16). Falta, como vemos, la señal de los pañales. En lugar de ella encontramos a María y a José que han acogido al niño, acompañándole, cuidándole, educándole. Dios sólo ha podido nacer humanamente si unos hombres, y de forma especial una mujer, le reciben con amor sobre la tierra. Por eso, en la raíz del evangelio es necesario el signo de María: ella no es sólo la mujer que ha dado a luz; es la que faja al niño con cuidado; es la primera creyente que se deja sorprender por el misterio, descubriendo, acogiendo, interpretando los caminos de Dios sobre la tierra.
3. Entender a Jesús (Lc 2,50-51)
Hemos visto que María «conservaba en su corazón» todas las cosas de eso que pudiéramos llamar el nacimiento pasivo de Jesús. El niño aún no hace nada, simplemente deja que le hagan y que en torno a él se anuncie y crezca el evangelio. Pero una escena posterior, Lc 2,41-52, expone aquello que llamamos nacimiento activo: el niño asume su propia singularidad y, rompiendo de algún modo con sus padres (Lc 2,48), traza un nuevo espacio de apertura al Padre del cielo, en búsqueda del Reino (2,49). Evidentemente, los padres del mundo no pueden entenderle. El camino que Jesús ha comenzado a recorrer les desborda (Lc 2,50). Pero María, desde el fondo de su misma incomprensión, acoge la palabra y la conserva (2,51), caminando así en una actitud de fe (cf. Lc 1,45; 8,21; 11,28) que culmina dentro de la Iglesia, en la venida del Espíritu, en la Pascua (Hech 1,14).
La escena empieza con un signo de ruptura familiar: «al acabar las fiestas, quedó Jesús en Jerusalén, sin que los padres lo supieran» (Lc 2,43). Como signo de actuación de Dios, como principio de Reino, María ha recibido un niño que debe ser cuidado, envuelto entre pañales (2,7). Pudiera haber pensado que ese niño, cercano, cariñoso, obediente, iba a mostrarse para siempre sumiso a su cuidado. Pero el niño, acercándose a su edad de independencia (doce años), se le vuelve independiente. Por eso, la señal de Dios se vuelve signo de ruptura. En un lugar fundamental del AT se nos dice que, al llegar a madurar, «el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a la mujer, formando así los dos una sola carne» (Gén 2,34). Pero Jesús no ha madurado todavía como esposo, ni abandona a sus padres en un gesto público de boda. Les deja cuando es solamente un niño y sin decirles nada: para señalar de esa manera que la voz de Dios supera los antiguos lazos familiares. Desde entonces la madre que ha entregado todo por Jesús viene a encontrarse como madre abandonada. La soledad de su abandono sobre el mundo pertenece desde ahora al ámbito del Reino. 24
La escena es, en segundo lugar, gesto de inserción israelita. Los padres encontraron a Jesús «en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles» (Lc 2,46). Ciertamente, tomado en perspectiva historicista, el relato ofrece rasgos de anécdota ejemplar: Jesús aparece como un niño maduro, casi prodigioso, que viniendo de la oscura Galilea sabe discutir con los maestros de Jerusalén y les asombra «con su comprensión y sus respuestas» (Lc 2,47). Pero superando la anécdota, el sentido del texto se desvela en eso que pudiéramos llamar maduración israelita de Jesús: es hijo de María, pero debe recibir luz y camino entre los sabios de su pueblo, sobre el templo. Por eso viene a escuchar y preguntar. Las palabras de la anunciación le presentaban como rey universal, santo, que tiene la fuerza del Espíritu divino (Lc 1,32-33.35). Pues bien, ahora le hallamos aprendiendo, dialogando sobre el templo. Sólo porque escucha y pregunta puede comprender y responde a los doctores. María le ha educado y quiere mantenerle cerca, pero él se independiza (se le pierde) en el camino de preguntas y respuestas de su pueblo. 25
En tercer lugar, la escena marca una ruptura trascendente. Como madre angustiada le dice María: «¡hijo!, ¿cómo te has portado de esta forma con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de dolor» (Lc 2,48). En un primer momento, el camino de liberación que María canta en Lc 1,51-53 se expresaba en el gesto de cuidado por un niño que no puede valerse por sí mismo. Pero ahora, la misma edad exige que Jesús rompa el estadio precedente de cariño cercano y obediencia infantil para asumir su responsabilidad de Hijo divino. De esa forma, ha respondido: «¿Por qué me buscabais? ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Supone esta respuesta que sus padres ya sabían, especialmente su madre. Sabían que el camino de Jesús es diferente y que no puede predecirse de antemano. Y sin embargo el día en que Jesús lo asume y rompe el equilibrio antiguo de familia ellos
Además de comentarios al texto, cf. H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 134-137; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 113-124; S. Muñoz I., Los evangelios de la infancia II, Madrid 1987, 217-268. Sigue siendo fundamental para todo el tema R. Laurentin, Jésus au temple. Mystére de Pâques et Foi de Marie en Lc 2,48-50, Paris 1966.
Destacan el comportamiento «de alumno» de Jesús J. A. Fitzmyer, o.c., 283-284; A. Plummer, Luke, ICC, Edinburgh 1981, 76.
se angustian: la misma cercanía se les vuelve señal de lejanía; han de perder al que sirvieron como niño, para descubrirle como salvador en el misterio de Dios Padre.
Quizá podamos destacar aún otro rasgo de esta escena y descubrir en ella el signo de la muerte de Jesús y de su pascua. Jesús abandona a los padres de este mundo, que le buscan por tres días, dominados por la angustia. Pasados esos días de dolor le encuentran en un gesto de pascua anticipada que les abre hacia la altura de Dios Padre (cf. Lc 2,46.49) Aunque esta referencia pascual no se halle literalmente demostrada, pensamos que teológicamente es verdadera. La maternidad mesiánica ha colocado a María en situación de cruz. Ella tiene que perder a su hijo si pretende recuperarle como Cristo. Esos tres días de abandono y soledad pertenecen a su propio destino de madre del mesías: ha de perder a Jesús, perder su propia vida, para descubrirle de nuevo y encontrarla en dimensión de Reino, como asegura el evangelio (cf. Mc 8,34-35).
Pero debemos avanzar, explicitando ya el quinto nivel de nuestra escena: vinculada todavía con José, María no comprende la palabra de su hijo (Lc 2,50). José, que es signo del AT, no le puede ayudar en esta empresa. Tampoco le resultan suficientes las palabras del ángel que anunciaban la realeza de su hijo (cf. Lc 1, 32-35), ni tampoco la palabra de utopía que ella misma ha proclamado cuando evoca la justicia final sobre la tierra (Lc 1,46-55). Pienso que el problema se ha desenfocado cuando pretendemos saber si es que María conocía o no el carácter divino de su Hijo. No es la divinidad en un sentido estricto lo que aquí se pone en juego. En juego está el camino de Jesús, su forma de tender ante Dios Padre, la manera de trazar y realizar su misión sobre la tierra. Pues bien, María, fundada en el camino de Israel y en su experiencia anterior (anunciación y nacimiento), no comprende. Ciertamente, ella no puede comprender porque es el mismo camino de la cruz el que ha empezado a desplegarse ante sus ojos, de una forma misteriosa.
A María le desborda la respuesta de Jesús: la forma en que ha empezado a ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49). Este dato es significativo. No se dice que María desconozca a Dios. A Dios le ha comenzado a comprender, recibiendo su palabra y acogiendo su misterio salvador en las entrañas (cf. Lc 1,34-38). Tampoco ignora la liberación universal: al contrario, la entiende y la ha
Cf. R. E. Brown, o.c., 497-498, 512-555.
Destaca este aspecto R. Laurentin, o.c., en nota 24. Cf. también C. Escudero F., o.c., 401-409; A. M. Serra, o.c., 265-284.
cantado (Lc 1,46-55). Lo que ignora es eso que pudiéramos llamar ruptura mesiánica del Cristo, la manera en que ha empezado a realizar su obra, abandonando a su familia y comenzando un camino de Calvario.
Pienso que esta ignorancia de María (y de José) debe entenderse a partir de lo que dice más tarde el evangelio. Jesús anuncia a sus discípulos, de un modo ya cercano, la exigencia de su muerte. Pero ellos no le entienden, la palabra de Jesús se les escapa, como realidad que sobrepasa sus posibilidades (cf. Lc 18,34; 9,45) 28. Esta ignorancia sólo puede superarse con la pascua, en el misterio de la nueva creación, cuando suscite Dios el Reino por Jesús, al rescatarle de los muertos. Por eso, María no puede entenderlo al principio. 29
Sólo en este fondo se comprende la palabra inmediatamente posterior: «y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Conserva precisamente aquello que no entiende, abriendo así un espacio nuevo de verdad, un tiempo nuevo de búsqueda. Nosotros, deformados por siglos de racionalismo, tendemos a igualar verdad y comprensión: sólo recibe sentido y es real aquello que nosotros dominamos, precisamos y catalogamos por medio de argumentos. Pues bien, el gesto de María nos invita a descubrir, a recibir y cultivar una verdad distinta donde cabe también lo no sabido, aquello que nosotros no podemos resolver por medio de razones. Esta es precisamente la verdad de la existencia, la más honda y creadora. 30
La verdad es creadora en la medida en que integra lo ignorado, sorprendente y novedoso dentro del espacio de búsqueda de aquello que sabemos o creemos. María, la creyente, acepta desde Dios el camino mesiánico de Cristo, su hijo. Por eso ha de aprender:
el misterio de su vida sigue abierto y allí donde acogió en su día el anuncio del ángel deberá acoger también la novedad del hijo anunciado, aunque al principio no le entienda. Así realiza su existencia como itinerario de fe, en la línea de los grandes creyentes de su pueblo (cf. Heb 11; Vaticano II, Lumen gentium 58).4. Camino de fe
Jesús mismo ha
comparado su Reino a una semilla que arrojamos en la tierra. Semilla es ante
todo la palabra: es la existencia
Cf. H. Räisänen, o.c., 135-136.
Cf. C. Escudero F., o.c., 383-388; J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 77; A. Feuillet,
Cf. R. Laurentin, o.c., 179-186; R. E. Brown (ed.),
y es la vida de Jesús que el mismo Dios nos ha ofrecido como germen en el centro de la historia. Podemos permitir que la palabra de Jesús resbale en nuestra vida, como grano que resbala sin entrar dentro de tierra; podemos recibir esa semilla para ahogarla después en nuestro campo pedregoso, sin hondura, en nuestra selva donde triunfan las malezas de la lucha por los bienes materiales o los simples placeres de la tierra (cf. Mt 4,1-9.13-20). Pues bien, en contra de eso, María es tierra buena: ella ha acogido la semilla de Jesús en su existencia más profunda (cf. Lc 1,39.45), en proceso de maduración y crecimiento que ahora precisamos en sus rasgos principales (cf. Lc 2,19.51; 7,21; 11,28), fijándonos de un modo especial en sus aspectos de madre, mujer y persona.
Lc 1,51 ha destacado la función de María como madre. Todo en el texto parece dirigir hacia ese tema. Son los padres (hoi goneis) los que, tomando a Jesús como mayor, antes de cumplir los 13 años de su maduración oficial, le llevan con ellos al templo. Jesús se queda allí, «ocupado en las cosas de su Padre» (Lc 2,49), mientras los padres de este mundo le buscan angustiados (2,43.48). Precisamente en ese fondo ha comentado el evangelio: «y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón» (1,51). «Ella irá reconociendo su verdadero ser de mujer-madre en la medida en que vaya descubriendo quién es el Padre; en la medida en que renuncia a lo que cree que es ser madre, revistiéndose de lo que Jesús, conscientemente, dice sobre su Padre de los cielos». 31
Así María, mujer-madre, viene a revelarnos un aspecto radical de la existencia. Conocemos de verdad si concebimos, como señalaba ya Platón cuando decía que «saber es recordar», traer al corazón y dar a luz lo que llevamos dentro. Pero ahora debemos añadir que concebimos porque Dios ha enriquecido nuestra vida también desde su propio misterio superior: recibimos la palabra y la acogemos como el campo acoge la semilla que penetra en nuestra vida y fructifica allá por dentro. En ese aspecto, conocer es acoger y dar a luz: sólo sabemos de verdad lo que se adentra en nuestra vida, madurando luego en ella. 32
Por eso ahora decimos que María conoce como madre: en un camino de crecimiento y maduración interna que comienza cuando nace su mismo hijo Jesucristo. Aquel que ha concebido le desborda; así en el momento en que lo entrega como fruto maduro, en manos del Dios Padre de los cielos, en el templo, lo ha perdido de nuevo
M. Navarro, Maria, la mujer, Madrid 1987, 191.
Visión del tema
y ella queda, como madre abandonada, buscando por las plazas y las calles de la gran ciudad adversa. Después, cuando lo encuentra descubre que ese hijo es ya distinto, que reclama autonomía y que le dice ¿por qué me buscabais...? (2,49). Al fondo de ese gesto hay un misterio de Dios sobre la tierra: el mismo Padre de los cielos se refleja en esta madre que se entrega por su hijo hasta olvidarse de sí misma. Su generosidad profunda y don intenso culmina allí donde cuida al niño que la deja y la desborda.
Pero tanto como la maternidad ha destacado Lc 2,19 la feminidad de María. Los pastores aparecen en la escena con su gesto de varones: cuidan los rebaños en la noche, sobre el campo (2,8). Escuchan la palabra de Dios, la compulsan con el signo del niño que ha nacido y luego la transmiten de manera abierta hacia los hombres (cf. 2,17-18). Ese rasgo es tan fuerte que muchos han visto una alusión a los mismos varones-pastores de fieles que anuncian, celebran y extienden la voz de la Iglesia (cf. Lc 2,20); el mismo nacimiento pertenece a la palabra de pascua que proclaman los ministros eclesiales cuando llaman a Jesús Soter y Kyrios (Salvador, Señor). 33
Pues bien, María la mujer está en silencio. Ella dialogó con Dios
y su palabra, transmitida en la raíz del evangelio (Lc 1,38), es fundamento de vida para todos los creyentes. Habló después en forma abierta, proclamando la llegada de la nueva humanidad sobre la historia (Lc 1,46-55). Ahora, en cambio, está callada. ¿Por qué? Porque es tiempo de silencio y todos, varones y mujeres, deben acoger con reverencia el gran misterio.Hay una palabra de varón que tiende a ser inútil y aburrida, si se cierra entre las cosas, repitiendo nombres, para dominarlas (Gén 2,19-20). La mujer, en cambio, sabe acoger en actitud interna, dejando que la vida la fecunde y enriquezca en actitud de maduración abierta hacia la vida. María está callada, acogiendo en su interior lo que sucede: la vida de su hijo. Así madura su palabra y puede transmitirla luego en el conjunto de la Iglesia (cf. Hech 1,14). Ella no quiere presentarse como la persona sabia que impone su verdad sobre los otros. Es sencillamente una mujer que sabe ir aprendiendo para ofrecer la voz de su experiencia entre los hombres y mujeres de su pueblo, dentro de la Iglesia.
Este gesto de María se refleja de manera significativa en
el pasaje central donde se afirma que ella «conservaba todas estas cosas
symballousa, interpretándolas (explicándolas, comparándolas)
Cf. C. Escudero F., o.c., 318-325; A. M. Serra, o.c., 220-226.
dentro de su corazón» (Lc 2,19). Esto significa que no queda en actitud pasiva, dejando que Dios diga su problema desde fuera o que los hombres (ministros de la Iglesia) precisen y resuelvan sus preguntas. Al contrario, ella se muestra como intérprete privilegiado: exegeta que compulsa los datos, compara las palabras y deduce, con la ayuda de Dios y con su propia inteligencia, los rasgos y caminos del misterio.34
Con esto hemos llegado al corazón del tema. María ya no actúa solamente como madre que madura y aprende al contacto con su hijo. Tampoco es simplemente una mujer que, en contra de aquello que realizan los varones, sabe recibir en actitud de acogimiento. Ella se presenta como persona humana: un individuo que, al ponerse en relación con Dios, acoge su misterio de manera responsable, madura, reflexiva. Esta reflexión, que está marcada por el verbo «symballousa», indica hondura, independencia. María sabe pensar y piensa. Por eso se sitúa ante el misterio de la revelación de Dios y «recuerda», en el sentido que ese término tenía en el AT, actualizando en su propia vida los signos que Dios ha realizado a lo largo de la historia. Pero hay más, iluminada desde el AT (cf. Lc 1,46-55) y acogiendo la verdad de Dios en su existencia (al modo más platónico), ella se pone de una forma reflexiva, esto es, pasivo-activa, frente al Cristo.
Esta traducción, interpretación, mariana del nacimiento pertenece al misterio de Cristo. Sabemos que la pascua implica el testimonio de una Iglesia donde se incluye la presencia de María
(In 19,25-27; Hech 1,14). Pues bien, en el nacimiento de Jesús sólo estaba ella, como auténtica creyente. Por eso, en aquel primer momento, ella es la Iglesia: la fe de todos los creyentes (varones y mujeres, laicos y pastores) se encuentra condensada en su fe de mujer-madre-persona. Así lo resaltamos a través de cuatro observaciones conclusivas.María representa la conciencia escatológica de la Iglesia, como han destacado aquellos que interpretan Lc 1,19 en sentido apocalíptico. En diferentes lugares del AT, sobre todo en Dan, se afirma que el vidente debe compulsar los datos para interpretar de forma recta sus visiones. Pues bien, María tiene la visión del Cristo que ha nacido como niño que está necesitado: ése es el signo que ella debe interpretar y que interpreta como profetisa de los tiempos delfinal, conforme al verbo symballousa. De esa forma nos transmite la certeza de que en Cristo han culminado ya todas las cosas. 35
María representa, al mismo tiempo, la conciencia sapiencial de los creyentes. Sabio es quien penetra en el misterio de Dios y va encontrando, compulsando, sus señales sobre el mundo. Pues bien, María ha descubierto que la sabiduría de Dios está encarnada en su propio hijo. Por eso le recibe en actitud orante. Más que el don de profecía, ella cultiva el don de inteligencia: es Virgen Sabia que penetra en el misterio de Dios que ella descubre en el recién nacido. Por eso, es modelo de contemplativos, de varones y mujeres que, poniéndose ante Cristo, van entrando de manera radical, comprometida, en el misterio de Dios sobre la tierra. 36
Pienso que se puede dar un paso más, viendo a María como tipo de aquellos que se comprometen en el seguimiento de Jesús. Le ha buscado como a un hijo a quien se debe proteger y le ha encontrado después como a un mesías «que se ocupa de las cosas de su Padre» (2,49). Por eso, recibir a Jesús, educándolo en su casa (2,51-52), significa ir aprendiendo el camino de la cruz. Precisamente allí donde María «no conoce» los designios y misterios de su hijo (2,50) ha de seguirle y le sigue en el camino.
De esa forma asume y explicita aquel proceso de
conocimiento que venía destacado en Lc 1,19. Jesús aparecía sobre un fondo de
pobreza: sometido al César de Roma, recostado en un pesebre, sobre el campo,
rodeado de pastores... Pues bien, sobre esa base, con los pobres de la
tierra, que fueron objeto de su promesa en Lc 1,46-55, María ha comenzado un
camino de interpretación creyente que le lleva al mismo centro del evangelio. Y
con esto pasamos al siguiente tema.
II. UNA ESPADA TE ATRAVESARÁ (LC 2,35)
1. Señal de contradicción
Hemos estudiado ya, en perspectiva mariana, las escenas del nacimiento (Lc
2,1-22) y revelación dentro del templo (2,41-52). En ambos casos hallamos a María en actitud meditativa, acogiendo el misterio de Jesús en su corazón. Pues bien, entre ambas escenas, Lucas ha insertado otra de tipo sacral y profético: la presentación34. Cf. F. Meyer,
But Mary kept all these things...: CBQ 26 (1964) 31-49; L. Legrand, L'Evangile aux Bergers. Essai sur le genre littéraire de Luc 2,8-20: RB 75 (1968) 161-187, esp. 180-181; A. Feuillet, o.c., 80-86.Cf. W. C. Van Unnik, Die Rechte Bedeutung des Wortes treffen, Lk 2,19, en
Cf. R. Laurentin, o.c., 137s.
(2,22-38). Prescindimos ahora de su aspecto sacral y estudiamos el profético, destacando la palabra que el anciano Simeón ha dirigido a María: «una espada te atravesará el alma» (2,35).
Esa profecía forma parte del mensaje de Simeón, que se halla dividido en dos mitades. La primera constituye un himno de alabanza y despedida que el anciano ha dirigido a Dios «porque mis ojos han visto ya la salvación» (2,30). El viejo israelita, que ha mantenido su camino de esperanza desde antiguo, puede descansar ( ¡morir!) porque ha llegado ya la luz de Dios sobre los hombres. Este es el contenido de su canto que, por las palabras latinas iniciales, suele llamarse «Nunc dimittis» (Lc 2,29-32) 37. La segunda parte del mensaje está formada por la profecía en torno al niño que ha nacido: anuncia su destino de juicio y dentro de ese juicio destaca la figura de María que, al ser madre de Jesús y fiel creyente, participa de la suerte de su hijo. 38
Probablemente esos dos textos surgieron como independientes. El primero (Nunc dimittis) parece más universal y misionero: el mismo anciano israelita canta jubiloso porque llega la salvación de Dios para las gentes. El segundo o profecía resulta más particular y está centrado en la suerte de Israel que ahora decide su destino (caída o salvación) desde la luz de Cristo. Aquí dejamos de lado el origen de los textos y venimos a estudiarlos en su forma actual, como aparecen dentro de Lc. 39
El Nunc dimittis sólo nos importa en cuanto sirve de contexto para la palabra y profecía que sigue. Simeón, representante de toda
Además de los comentarios fundamentales a Lucas, H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983; J. A. Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987; A. Plummer, Luke, Edinburgh 1981, cf. R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 445-492; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres. A propósito de Lc 1-2, Salamanca 1978, 331-364; S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia III. Nacimiento e infancia de Juan y de Jesús en Lucas 1-2, Madrid 1987, 179-216; Los cánticos del evangelio de la infancia según san Lucas, Madrid 1983, 293-314.
Además de las obras citadas en la nota anterior que, a excepción de la última, estudian también la profecía de Simeón (Le 2,34-35), cf. J. M. Alonso, La espada de Simeón (Lc 2,35a) en la exégesis de Ios padres, en Maria in Sacra Scriptura (Cong. Mar. 1965), Roma 1967, IV, 183-285; P. Benoit, Et toi-méme, un glaive te transpercera l'áme (Lc 2,35): CBQ 25 (1963) 251-261; R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 153-156; A. Feuillet, Jésus et sa Mire, Paris 1974, 58-69, donde recoge trabajos anteriores sobre el tema (cf. p. 100, nota 73); J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 63-75; T. Gallus, De sensu verborum Lc 2,35 eorumque momento mariologico: Bib 29 (1948) 220-239; A. de Groot, Die schmerzhafte Mutter und Gefährtin des göttlichen Erlösers in der Weissagung Simeon (Lk 2,35), Steyl 1956; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 104-112; H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 129-134; H. Sahlin, Der Messias und das Gottesvolk, Uppsala 1945, 272-280; P. J. Winandy, La prophétie de Siméon: RB 72 (1965) 321-351-
Sobre la relación entre Nunc dimittis y la profecía de Simeón ofrece una interesante hipótesis R. E. Brown, o.c., 474-476.
la piedad israelita, va a morir: se ha mantenido en vigilancia, ha realizado su misión, acaba, cierra, ya su vida sobre el mundo. Es evidente que su canto puede estar en boca de los nuevos creyentes de la Iglesia que mueren confiados porque han visto ya a Jesús y, aunque no llega aún su parusía, descansan en la paz porque ha venido el Señor a liberarles y de nuevo volverá muy pronto para rescatarlos de la muerte. Pienso, sin embargo, que el contexto originario es importante. Simeón es portavoz del pueblo de Israel que ha recorrido y terminado su camino de esperanza, ha realizado su misión y puede ya morir, debe morir, para que surja el pueblo universal de los cristianos. 40
Aquí se ha reflejado mucho más que la alegría o plenitud individual de un judío piadoso. Lo que ahora se realiza es el destino total del judaísmo como pueblo de promesa y esperanza. El pueblo entero ha mantenido su fidelidad, se ha mantenido en el camino hasta el final y ahora se encuentra preparado para «terminar en paz». ¿Por qué? Porque mis ojos han visto la salvación de Dios (to sótérion sou). Se ha cumplido así la profecía que anunciaba la segunda parte del Benedictus, superando su matiz nacionalista: la salvación no es libertad de manos de los enemigos (Lc 1,71.74) sino luz que se ha encendido de lo alto para todos los hombres de la tierra (cf. 1,79). Esa luz es la que ha visto ya el anciano Simeón, la ha contemplado con sus ojos, de manera que toda la promesa antigua (cf. Lc 1,76-79) se ha venido a convertir en canto de presencia salvadora y gozo ante la muerte y nuevo nacimiento del pueblo israelita (Lc 2,29-32).
Ciertamente, el himno puede resultar de alguna forma ambivalente. Por un lado dice que Dios ha presentado su salvación delante de todos los pueblos (kata prosópon pantön tön laón), sin distinguir a judíos y gentiles. Pero inmediatamente después, como enraizando esa misma salvación en el camino de los hombres, el mismo himno precisa que la luz tiene dos fines; es
para revelación de los gentiles,
para gloria de tu pueblo Israel (2,32).41
Estas palabras sólo se pueden interpretar adecuadamente en el contexto total de Lc-Hech que, como sabemos, ha recibido inter-
Sobre el contexto y mensaje universal del Nunc dimittis, cf. R. E. Brown, o.c., 460, 477-480; C. Escudero F., o.c., 343-346; J. A. Fitzmyer, o.c., 259-260; H. Schürmann, o.c., 249-252.
Para fundamentar la estructura y traducción del texto, cf. R. E. Brown, o.c., 460; J. A. Fitzmyer, o.c., 259-260; S. Muñoz I., Los cánticos, 298-306.
pretaciones diferentes 42. Pienso que pueden condensarse de manera introductoria como sigue: 1) La salvación de Dios resulta universal de modo que ella (dentro de la Iglesia) ha superado las antiguas divisiones de la historia; 2) Sin embargo, el único camino salvador viene a expresarse de modos diferentes. Los gentiles lo recorren a través de una revelación: es descubrimiento nuevo de la gracia-luz de Dios en Cristo. Los israelitas, en cambio, han de entenderlo como plenificación gloriosa de la misma historia de su pueblo; 3) Por eso, el profeta Simeón debe morir, igual que ha de morir el pueblo israelita, pues su gloria consiste en terminar como tal pueblo independiente, para unirse a los gentiles y formar así la Iglesia. 43
En esta perspectiva se comprenden las palabras que el anciano ha dirigido directamente al niño (Lc 2,34-35), al situarle dentro del contexto israelita. La luz de salvación es para todos (judíos y gentiles); pero ahora la palabra de su profecía se dirige a los judíos. Ellos han recorrido un largo camino de esperanza. Pues bien, ahora que ha llegado la salvación, preparada para todas las gentes de la tierra, muchos judíos no han querido recibirla. Por eso han rechazado a Jesús y siguen rechazando el camino de una Iglesia que extiende ya su comunión a los gentiles. No todos los judíos están dispuestos a morir como Simeón, saludando el alba de la redención universal (2,29). Por eso, el puñal de la ruptura y juicio de Jesús viene a insertarse dentro de la entraña de ese pueblo, desgarrando al mismo tiempo el alma de María:
Mira, éste se
halla para caída y elevación de muchos en Israel
y para señal de
contradicción.
Y a ti misma
(María) una espada te atravesará el alma,
de modo que
sean revelados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2,34-35).
El texto pertenece al género de la profecía apocalíptica que Lucas ha empleado varias veces anunciando la ruina de Israel o por lo menos de Jerusalén (cf. Lc 19,41-44; 21,20-24; 23,28-31). Pero ahora ofrece varias novedades que resultan muy significativas: 1) No habla sólo de ruina en un sentido negativo: habla de un juicio que está abierto a la caída y elevación, aunque luego resulta
Para una visión de conjunto de Hech, cf. J. Roloff, Hechos de los apóstoles, Madrid 1984; ofrece una visión discutida aunque muy sugerente de la misión cristiana según Hech J. Rius Camps, De Jerusalén a Antioquía. Génesis de la Iglesia cristiana (Hech 1-12), Madrid 1989; El camino de Pablo a la misión de los paganos (Hech 13-28), Madrid 1984.
Simeón, representante de los anawim judeocristianos según R. E. Brown, o.c., 473, es aquí representante de todo el judaísmo, que debe terminar con la llegada del Mesías universal.
dominante el aspecto de caída; 2) Este juicio de Israel no espera hasta la cruz sino que se decide ya en el mismo nacimiento de Jesús, expandido como luz universal de salvación para los hombres. Por eso, la suerte de Israel no se decide simplemente en relación a Dios; está ligada a su manera de entender (acoger o rechazar) a los gentiles (cf. Lc 2,29-32); 3) Finalmente, este mensaje ha recibido una expresión mariana, como indicaremos. 44
Resulta significativo el tema de la caída y elevación, que viene a situarnos donde estaba ya el Magnificat: «derriba a los potentados..., eleva a los oprimidos» (Lc 1,52). Pero hay una diferencia, al menos en principio. El canto de María presentaba la suerte de los hombres de una forma no confesional: lo que define la existencia es el poder y la opresión, la riqueza y la pobreza que nos tiene a todos divididos (1,51-53). Por el contrario, Lc 2,34-35 presenta el mismo tema en relación con Cristo: él personifica y decide el gran cambio (caída-elevación), como un catalizador que «eleva a los pobres de la tierra y disgrega, disipa, a los que pretenden realizarse como potentados» (cf. Lc 1,51-53). De una forma muy precisa, el texto le llama señal de contradicción: es signo o bandera donde vienen a expresarse y dividirse las suertes de los hombres 45. Pero veamos ya el tema concreto, distinguiendo los niveles de la profecía. Sólo así precisaremos el sentido de la espada que atraviesa el alma de María.
Hay un primer plano en que el pasaje debe interpretarse en perspectiva israelita: anuncia la caída-elevación de los judíos que, al ponerse ante Jesús, que es piedra de tropiezo y signo discutido, aceptan su presencia salvadora o la rechazan. Sabemos por el texto precedente (Lc 2,19; cf. 2,51) que aceptar a Cristo implica recibir de forma afirmativa su misterio. Pues bien, los que rechazan a Jesús y se resisten a morir, como ya muere Simeón, rechazan la verdad de su mismo camino israelita y se destruyen también como creyentes.
Hay un segundo plano que podemos llamar de relación entre
nacionalismo y universalismo. Jesús es salvación universal
(2,31-32). Por eso, allí donde los judíos quieren mantener su identidad e
independencia religiosa frente o contra los restantes pueblos de la tierra se
destruyen a sí mismos. Significativamente, la señal de contradicción que se
sitúa ante Israel (2,34) se identifica temá-
Lc 2,34-35
ha de interpretarse, por tanto, a la luz de toda la historia de la salvación
de Lc-Hech. En esa línea se sitúan las observaciones que ahora siguen. Cf. R. E. Brown,
o.c., 480-491; C. Escudero F., o.c., 349-357; S. Muñoz Iglesias, Los
evangelios..., 186-193.
ticamente con la palabra anterior de salvación «que has presentado ante todos
los pueblos», es decir, ante judíos y gentiles (2,30-31). La misma fuerza
salvadora, elevada como signo de Dios ante el conjunto de la humanidad, se ha
venido a convertir en bandera de discusión para los israelitas.
En un tercer nivel, relacionando la caída-elevación de Lc 2,34 con la inversión
de que trataba el canto de María (Lc 1,51-53), descubrimos la incidencia
social del tema. Ciertamente, los motivos parecen cruzarse: en un caso hay
conflicto político-económico (Lc 1,51-53) y en otro lucha religioso-nacionalista
(2,31-32.34). Pero si miramos más al fondo descubriremos que los dos aspectos se
implican. El rechazo de los judíos forma parte de eso que pudiéramos llamar su
autoseguridad: la soberbia nacional que aparece constantemente en Hech y de
forma especial en el último sermón de Pablo (Hech 28,17-31). Pues bien, a la luz
de todo el evangelio, ese rechazo está ligado a la opción de Jesús en favor de
pobres y pecadores, enfermos y marginados. Los justos de Israel han sentido
miedo de perder su identidad, su ventaja religiosa y su herencia sacral,
diluyéndose entre los pueblos, si es que acogen el mensaje universal de Cristo,
que ha querido suscitar el nuevo reino de Dios desde los pobres de la tierra. Lo
que he llamado soberbia de Israel, por emplear el término de Lc 1,51, está en la
línea de la riqueza y prepotencia del Magnificat. Los judíos que quieren
conservar su ventaja son prepotentes-ricos en sentido religioso. Mantienen para
sí la elección de Dios. Por eso no se quieren vincular a los
pequeños-pobres-oprimidos de la tierra, que son ahora los gentiles, para iniciar
con ellos un camino de salvación universal. Allí donde jesús ha ofrecido su
evangelio a los pobres de la tierra se ha iniciado un camino de universalismo
que destruye las antiguas barreras económicas, sociales, religiosas de los
pueblos, como afirma luego Gál 3,28.
Finalmente, en un cuarto nivel, todo el problema ha de entenderse en
perspectiva cristológica. La dificultad mayor consiste en aceptar el camino
de Jesús como mesías de los pobres. Precisamente porque ofrece el Reino a todos
(pecadores, hambrientos, enfermos) le han rechazado los justos y saciados,
sacerdotes y escribas, de Israel, haciéndole morir en el Calvario. Este es el
signo donde todo se decide, ésta es la piedra donde se edifica o se destruye la
existencia de los hombres, como sabe la tradición evangélica y cristiana (cf. Mc
12,10 par; Hech 4,11; 1 Pe 2,7-8; Rom 9,33). Evidentemente,
el signo de Lc 2,34 nos sitúa en esta perspectiva de cruz-pascua: ante el gran
juicio de la muerte-resurrección de Jesús. Pues bien, esta certeza se proyecta
sobre el mismo nacimiento de Jesús, de tal forma que el vidente Simeón, profeta
del futuro, viene a descubrir en Cristo-niño la suerte de Israel, todo el
sentido de la historia. En esta perspectiva ha de entenderse su palabra acerca
de María.
2. La espada de María
Volvamos a la escena. Simeón, que esperaba desde hace muchos años la consolación
de Israel (Lc 2,25), ha tomado a Jesús entre sus brazos y ha bendecido a
Dios diciendo: «ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz...» (2,29).
Lógicamente, el padre y la madre se admiran ante las palabras del anciano que,
en un gesto de expansión sagrada, les bendice también a ellos (Lc 2,33-34).
Luego, se centra de forma especial en María y le anuncia proféticamente la
suerte de su hijo, con las palabras ya citadas (Lc 2,34-35) que incluyen
un oráculo acerca de ella: «y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc
2,35).
Estas últimas palabras han dado lugar a una extensa bibliografía que recoge las
posturas exegéticas antiguas y modernas sobre el tema 46. Teniéndolas en cuenta,
destacamos aquellos rasgos que son más importantes en nuestra perspectiva: la
unión de María con el pueblo de Israel, su camino de fe personal, su relación
con Cristo.
Pero fijemos bien la escena. Simeón ha esperado muchos años para
descubrir el signo salvador. Una vez que lo ha visto cesa en su camino, al modo
de Moisés que muere ante la tierra prometida. María, en cambio, acepta el
signo de Jesús y hace el camino que ese signo le ha trazado. No se queda en
Israel, no ve la tierra prometida para morir antes de entrar a poseerla. Nace de
nuevo para hacer el camino de Jesús, en un proceso de transformación creyente,
dolorosa y creadora, que le lleva de la vieja comunión judía (cf. Lc 1,26-27) a
la nueva comunión del Cristo que es la Iglesia (Hech 1,14). Pues bien, sobre ese
camino ella padece la angustia de la espada.
Y así llegamos a los tres rasgos indicados: María signo de Israel, su camino de
creyente, su unión redentora con Jesús. Han sido destacados por diversas
escuelas exegéticas actuales, como indicará la bibliografía que citamos. Pero,
al mismo tiempo, ellos expresan los aspectos o niveles de un misterio
cristológico y mariano que desborda nuestras fijaciones racionales. No olvidemos 46. Ofrecen una
historia de la exégesis del texto J. M. Alonso, o.c., passim; A. de Groot,
o.c., 93-97; R. E. Brown, o.c., 482-484. Más bibliografía en S. Muñoz I., Los evangelios..., 306-309.
que el texto se presenta en forma de visión profética: es anuncio velado y creador que sólo se explicita cuando llega su verdad y cumplimiento.
1) Una primera opinión, defendida sobre todo por autores de lengua francesa, ha interpretado el texto desde la visión de María como Hija de Sión 47. En esta perspectiva se sitúan nuestras observaciones precedentes: partiendo de la luz universal de Cristo, que supera la antigua división de judíos y gentiles (cf. 2,29-32), Simeón se ocupa ahora del pueblo israelita a quien el mismo Cristo, que es bandera discutida y piedra de decisión, viene a derribar y levantar. Pues bien, la suerte de Israel se ha reflejado y realizado ahora en María que personifica, condensa y plenifica a todo el pueblo de la alianza. Ella ha recibido en carne propia, como espada que le hiere el alma, toda la ruptura y división de la historia israelita.
En este contexto vienen a cumplirse y se comprenden las palabras igualmente proféticas de Ez
14,17: «si mando la espada contra ese país, si ordeno a la espada que atraviese el país...». Es la espada de la decisión y el juicio de Dios que discurre a través del pueblo israelita, destruyendo a los perversos y salvando sólo a un resto de hombres fieles. Pues bien, María ha venido a presentarse en Lucas (cf. 1,28 a la luz de Sof 3,14-17; Zac 9,9; Jl 2,21.27) como Hija de Sión, resumen y condensación de todo el pueblo. Por eso, ha sentido como espada en sus entrañas y ha sufrido como herida en carne propia la escisión israelita. En ese aspecto pudiéramos hablar de un «purgatorio» judío de María: ha padecido de modo vicario (¿y redentor?) el sufrimiento de su gente. Por eso lleva en sus entrañas la espada del juicio y fracaso israelita.Lógicamente, esa espada del juicio (cf. Ez 14,17) que encontramos reflejada en Or Sib 3,316, viene a expresarse como medio de revelación escatológica del Siervo de Yahvé (cf. Is 49,2; ApJn 1,16; 2,12.16; 19,16.51). La novedad está en que ahora el filo de esa espada que penetra como signo de luz-guerra de Dios hasta la entraña del pueblo israelita se ha venido a concentrar en la persona y vida de María. Ella es el resto de Israel: es la verdad de sus hermanos. Así condensa y actualiza la tragedia de todo su pueblo. En nombre de Israel ha dicho el «fiat» humano de la encarnación de Dios (Lc 1,38). En lugar de Israel ha de asumir y sufrir todo el
47. Además de trabajos de P. Benoit y H. Shalin, citados en nota 38, para el trasfondo de María como Hija de Sión, cf. E. G. Mori, Figlia de Sion, en Nuovo Diz. di Mariologia, Torino 1985, 580-589.
dolor de esa encarnación. Junto a Jesús, el hombre (ser humano) universal, está María como signo y plenitud del pueblo israelita. Por eso, su palabra de dolor y espada viene a presentarse como fuente de esperanza: su dolencia vicaria pertenece al camino redentor de Dios; ella padece por el pueblo al que está representando, para que Dios pueda salvarle. 48
2) Una segunda opinión, que han destacado últimamente los investigadores católicos de lengua inglesa, ha visto la espada de María como signo de su camino personal de discernimiento y búsqueda creyente. Ella rompe la cláusula israelita, la fe cerrada de su pueblo y aparece como una persona que, en medio del dolor y lucha, ha realizado su camino de creyente. El mensaje de Jesús, consolador para los pobres-humildes de este mundo, viene a presentarse como duro y exigente para aquellos que ponían su seguridad en la experiencia y familia israelita: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os aseguro que no, sino división...» (Lc 12,51). Mt 10,34 ha interpretado esa división como una espada (makhaira y no romphaia, como en Lc 2,35, pero con sentido semejante): es la espada que corta los lazos anteriores, que deja al hombre a solas frente al Reino, en el lugar donde se pierde todo (caída) o todo se construye (elevación).
Por eso, la espada de María «sugiere las angustiosas dificultades que ella misma va a experimentar para comprender que la obediencia a la palabra de Dios está por encima incluso de los más sagrados vínculos familiares», como muestran Lc 8,21; 11,27-28 49. Espada significa prueba: María ha de ponerse ante Jesús que es piedra de tropiezo (y decisión), que es signo discutido, padeciendo en carne propia la escisión del Reino. «En la caída y levantamiento de muchos en Israel, María figurará entre el reducido número de los que se levantan, pertenecerá a ese puñado de los 120 que saldrá del ministerio como una compañía de creyentes (Hech 1,12-15). Pero esto se deberá solamente a que ella, como los demás, ha superado la prueba y ha reconocido el signo» 50. Así sufre, superando por Jesús, su identidad israelita.
Ciertamente, la espada no se puede interpretar aquí como una duda positiva de María, que habría perdido la fe, vacilando frente al Cristo 51. Por Lc 1,45; 2,19.51, sabemos que María ha sido siempre la creyente, aunque en un momento dado no entienda la
Cf. P. Benoit, o.c., 254-257; J. McHugh, o.c., 109-112.
Cf. J. A. Fitzmyer, o.c., 262.
R. E. Brown, o.c., 485; R. E. Brown (ed.), o.c., 154.
Opinión atribuida a Orígenes; cf. A. de Groot. o.c.. 93-94.
postura de Jesús (Lc 2,50). Pues bien, ese momento de dolor y espada, que le obliga a refundar su vida en Cristo, es el que viene a reflejarse en nuestro texto. «María, sin vacilar, pero sacudida dramáticamente por su condición de creyente, queda también desconcertada por el misterio de Jesús» 52. Por eso pueden escucharse en el fondo de esta escena las palabras de Jesús: «si alguien quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz... y me siga» (Lc 9,23 par). La cruz exterior, más ligada al signo del varón que lleva el peso de la vida en sus espaldas, ha venido a recibir en la existencia de María la forma de una espada: es el dolor profundo de su vida que se escinde y recrea desde Cristo, es la maternidad que ahora se siente y sufre como muerte que da vida. María se ha ligado de esa forma al signo de la espada: ella es una mujer concreta que, asumiendo el dolor de Jesús y viviéndolo por dentro como filo de purificación y fuego (cf. Heb 4,12-13) lo convierte en principio de nuevo nacimiento 53. El sufrimiento de Jesús le hace nacer a su verdad cristiana.
3) Una tercera perspectiva, de carácter más tradicional, ha situado el tema en línea cristológica: María sufre con Jesús y por Jesús, acompañándole en la vía de la cruz, en gesto de compasión corredentora. Se vinculan así los rasgos de Lc 2,35 y Jn 19,25-37. María es más que un signo del conjunto de Israel que sufre en el dolor del juicio por el Reino; ella es más que una persona individual, concreta, que realiza en sufrimiento su propio camino de creyente. Ella concretiza la nueva humanidad reconciliada que acompaña a Jesús en su dolor y completa (humanamente) lo que falta a su entrega redentora (cf. Col 1,24) 54. Sufre porque tiene a Jesús (su amor) crucificado.
Esta perspectiva ha destacado su aportación originaria junto a Cristo. María es más que un signo de Israel que cae y se levanta, más que una expresión de los creyentes que permiten que la espada de Jesús (la cruz) les purifique. En el momento final de su camino, culminados los aspectos anteriores, ella viene a presentarse como aquella que responde con su propia compasión materna y servicial a la pasión fundante de Cristo en el Calvario. Es como luna que refleja la luz-dolor del Cristo que es fuego de amor entre los hombres. Siendo Jesús redentor, ella es así corredentora.
Ciertamente, los aspectos anteriores siguen siendo verdaderos: la raíz israelita de María, su camino difícil de creyente. Pero esa raíz y ese camino han culminado allí donde la hallamos unida con el Cristo, en su destino pascual de muerte y nacimiento. Quizá han de interpretarse de nuevo en esta línea las palabras anteriores: «éste se halla para caída y elevación de muchos en Israel» (2,34). Significativamente, esa palabra elevación (anástasis) recibe en todo el NT el sentido específico de resurrección (de Cristo y los cristianos). Por eso, al situarse ante esa profecía, los creyentes de Jesús descubren no sólo la caída-elevación de muchos en Israel sino el misterio de muerte-resurrección de Cristo que es el juicio decisivo de la historia, la verdad de aquella inversión universal de la que hablaba el canto de María (Lc 1,51-53).
Por eso, interpretando bien a fondo este mensaje, no es preciso que veamos las palabras de Lc 2,34-35 como derivadas de la escena de la cruz en Jn 19,25-27. No hace falta que María se hallara física-mente en el Calvario. Tampoco hay que añadir, en esta perspectiva, que Jesús le haya encargado el cuidado (y al cuidado) del discípulo que amaba. Esto será cierto en otra línea, de armonización evangélica. Pero el pasaje primitivo que estudiamos no se debe entender de esa manera 55. Ha de tomarse por sí mismo, desde el contexto de Lc-Hech que ofrece suficiente luz para entender el sentido y presencia de María dentro de la Iglesia. Así lo mostrará la reflexión siguiente.
3. Para que se revelen los pensamientos
María ha traducido el camino de Jesús en forma de meditación interior, del corazón (Lc 2,19), viviendo y convirtiendo ese camino en vida de su vida, en un proceso de participación cordial que le lleva hasta la pascua, cuando ella ha transmitido su riqueza de creyente al resto de la Iglesia (Hech 1,14).
Desde ese fondo hemos de unir los dos aspectos del misterio: a) María conserva en su corazón y medita interiormente los aspectos del camino de Jesús; b) Sufre en su alma (psyche), es decir, en su proyecto vital, la exigencia de purificación de Jesús. Ella es, ante todo, corazón: interioridad que acoge la presencia de Jesús, en gesto
R. Escudero F., o.c., 358.
Cf. H. Räisänen, o.c., 129-133; H. Schürmann, o.c., 253-256.
Cf. A. de Groot, o.c., 100-114; A. Feuillet, o.c., 63-66; S. Muñoz I., o.c., 197-199.
En este punto están de acuerdo la mayor parte de los comentadores de Lc; Cf. H. Schürmann, o.c., 255-256; R. E. Brown, o.c., 483-484; J. A. Fitzmyer, o.c., 261-262.
de conocimiento participativo (cf. Lc 2,19.51). También es alma: se despliega y madura vitalmente en un camino de unión con Jesucristo (2,35).56
El canto del Magnificat presenta a María como un alma que engrandece al Kyrios (Lc 1,46): alma era el deseo de su vida abierta hacia el Señor en actitud de admiración y de alabanza. Pues bien, ahora María se descubre como un alma atravesada: en el deseo de su vida ha introducido Dios la espada de Jesús, aquella «palabra poderosa y muy cortante que penetra hasta las mismas junturas del alma-espíritu, juzgando (desnudando) los deseos y pensamientos más profundos del mismo corazón» (cf. Heb 4,12-13). Bajo el juicio de esa gran palabra se descubre María penetrada, iluminada y recreada en el dolor por esa llama de Dios que es Jesucristo.
Ella asume la cruz anticipada de aquel que lleva entre sus brazos (cf. Lc 9,23). La admiración y gozo de su canto (1,46-55) han recibido así forma de espada, conforme a lo que dice Heb 5,8 de su hijo Jesucristo: «ha conocido padeciendo». Ha descubierto la verdad de Dios en el dolor de su existencia, en un camino de maduración creyente que sólo adquiere sentido y plenitud por medio de la pascua.
Hemos esbozado ya los rasgos distintivos de la cruz y de la espada. La cruz es signo de condena externa: me la ponen desde fuera y me obligan a llevarla, por la fuerza, hasta clavarme en su madera. Por eso, es señal de conflictividad social: proviene de los grandes que colocan su peso en las espaldas de los pobres, hasta destruirlos así de un modo infame. También la
espada es signo de violencia: es la expresión privilegiada de la guerra, del enfrentamiento exterior entre los pueblos. Pero, en nuestro caso, ella parece independiente de la guerra: se presenta más bien como señal interior de la tragedia integral de la existencia.De forma quizá un poco apresurada, pudiéramos decir: espada es la forma interior de la crucifixión; por eso la padecen, de manera especial, los compañeros y amigos de los crucificados. María recorre así el camino de su fe (adquiere madurez creyente) en la medida en que, acogiendo a Jesús, le acompaña en el dolor de su entrega. De esa forma se hace signo de todos los creyentes de la Iglesia que «están crucificados con Jesús» (cf. Rom 6,6; Gál 2,19), completando (= traduciendo en clave humana) el misterio y amplitud de sus padecimientos (cf. Col 1,24).
Precisamente en esta espada se refleja el dolor de la utopía de liberación que proclamaba María por su canto: «derriba a los potentados..., eleva a los oprimidos; llena de bienes a los hambrientos, vacía a los ricos» (Lc 1,52-53). Esa utopía tiene un precio y nadie puede excusarse de pagarlo diciendo: ¡es cosa de otros! Uniéndose a Jesús hasta el final, acompañándole en su entrega y padeciendo como espada su pasión, María encarna en su propia vida el tema del canto que ha cantado. Sólo de esa forma completa su tarea en la nueva comunión de liberados que es la Iglesia (Hech 1,14).
A partir de aquí se puede interpretar ya el contenido general del texto. Son muchos los investigadores que, de forma expresa o más velada, entienden el pasaje mariano de Lc 2,35 en forma de paréntesis, de modo que el mensaje principal del texto seguiría inalterado aunque no hubiera esas palabras de la espada de María. Sólo el niño ha sido puesto para caída-elevación y como signo discutido (2, 34). Sólo en su presencia se desvela el pensamiento de muchos corazones. 57
Pues bien, después de todo lo indicado, pienso que no existe tal paréntesis. El texto ha de entenderse en su unidad, dejando que nos sobrecoja la extrañeza radical de su mensaje. Sólo Jesús es principio de caída-elevación, bandera discutida que decide el juicio de la historia, en perspectiva que se encuentra cerca de Jn 3,18. 35-36: es juicio donde viene a decidirse el camino de los hombres . Pero, en un segundo momento, Lc 2,35 ha introducido la figura de María en ese juicio: «y a ti misma una espada te atravesará el alma, de manera que sean revelados los pensamientos de muchos corazones».
Al fondo de esta asociación mariana puede hallarse el influjo de Is 7,14 donde el mismo Dios ofrece una señal de juicio y salvación para los hombres: «he aquí que una joven (virgen) está en-cinta y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios
56. Sobre el sentido de nephesh-psyche-alma en la tradición bíblica, cf. F. Lys, Néphésh. Histoire de l'ame dans la Révélation d'Israél au sein des religions procheorientales, Paris 1959; H. W. Wolff, Antropología del AT, Salamanca 1975, 25-45; C. Westermann, Näläs, en E. Jenni y C. Westermann, Diccionario teológico manual del AT, Madrid 1978, I, 102-133; G. Bertram y otros, Psyche, DTNT, 9, 608-667; G. Harder, Alma, en Diccionario teológico del NT, Salamanca 21987, 93-100.
Ofrece una buena aproximación al tema, desde el punto de vista textual, M. Black, An aramaic approach to the Gospels and Acts, Oxford 1971, 153-155, que postula un texto primitivo donde aparecería expresamente Israel como destinatario de la espada en Lc 2,35a. Suponen de algún modo que 2,35a es paréntesis: S. Muñoz I., o.c., 181-193; J. A. Fitzmyer, o.c., 262-263; R. E. Brown, o.c., 486.
Cf. J. Winandy, o.c., 350-351.
con nosotros» 59. Mt 1,23 asume expresamente esa señal y es muy probable que ella esté influyendo también en Lc 2,12.16 60. Pues bien, esa señal no es sólo un niño: es el niño con la madre, tal como supone nuestro texto (Lc 2,34-35).
María, la madre de Jesús, pertenece al signo de Dios sobre la tierra. Su camino de fe y maternidad forma parte del mismo evangelio. El tema aparece ya apuntado en el canto anterior de Simeón cuando presenta a Jesús como
luz para revelación (apokalypsin) de los gentiles. Esta revelación presenta dos sentidos. Uno activo: el mismo Dios se revela por Jesús, para iluminar de esa manera a los gentiles que se hallaban antes en la oscuridad (cf. Lc 1,78-79). Y otro responsivo o quizá mejor humano: son los mismos gentiles quienes deben revelarse, es decir, despliegan su propia verdad que antes se hallaba escondida. 61Sobre ese fondo aparece María. Ella está al lado de Jesús, con una espada en sus entrañas, para que «se revelen (apokalyphthosin) los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El término recibe aquí el segundo de los sentidos arriba indicados. Ciertamente, se supone una revelación activa de Dios que viene a explicitarse por Jesús, bandera de discusión a cuyo lado está María, atravesada por la espada. Pero aquí destaca ya la revelación responsiva: el signo de Jesús, unido con la espada de María, hace que se desplieguen, manifiesten y expresen plenamente muchos pensamientos.
Resulta significativo el modo de entender esos pensamientos.
El canto de María (Lc 1,51) presenta a los soberbios como enemigos de Dios por «el pensamiento de sus corazones» (dianoia kardias autón). Soberbios, autores de su propia condena, son aquellos que se elevan a sí mismos frente a Dios, a través de un pensamiento torcido del corazón que se traduce en la injusticia económico-social que ellos imponen por encima de los pobres (Lc 1,52-53). La profecía de Simeón ha explicitado esa misma soberbia de los pensamientos del corazón (kardión dialogismoi) en forma cristológica y mariana: se destruyen y condenan aquellos que rechazan el signo de Jesús, tal como viene a reflejarse también en la espada de la madre.Desde Is 7,14 se plantea ya el tema de la pertenencia de la «joven» (virgen) a la señal de Dios. Cf. R. Kilian, Die Verheissung Immanuels, SBS 35, Stuttgart 1968, 37.
Cf. L. Legrand, L'Annonce a Marie (Le 1,26-38), Paris 1981, 76, 106, 114, etc.
Es poco lo que dicen los comentarios sobre estos dos sentidos del término revelación. Cf. A. Plummer, o.c., 69; H. Schürmann, o.c., 250-251; S. Muñoz I., Los cánticos..., 308-314.
Siguiendo en esta línea podemos dar un paso más. El Magnificat condensa la reconciliación escatológica a través de un signo mariano: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (1,48): María expresa con su vida y canto aquella bienaventuranza originaria de los pobres que Jesús ha presentado como signo de su Reino (cf. Lc 6,20-21). Pues bien, la profecía de Simeón nos lleva a la misma perspectiva, cuando ofrece un signo o reflejo mariano del juicio de Jesús en Lc 2,35. Lucas sabe que Jesús es el único juez verdadero que reina ya en su trono del cielo (cf. Hech 2,32-36), para venir al final, restableciendo (reconstruyendo) todas las cosas de la historia (cf. Hech 3,19-21). Pero ese mismo Jesús ha expandido su gesto judicial a los apóstoles: «os sentaréis sobre tronos juzgando a las doce tribus de Israel» (Lc 22,30). En esa misma linea, ampliando y profundizando el motivo del juicio, nuestro texto ha iluminado la figura de María.
Los apóstoles pueden juzgar porque «han permanecido con Jesús en medio de sus tentaciones» (Lc 22,28). No lo harán por su poder, como los reyes y los grandes de este mundo, que oprimen a los otros y encima se llaman bienhechores (cf. Lc 22,25-26). Pueden juzgar porque han servido a los demás y han recorrido el camino de Jesús, subiendo con él hasta el Calvario. Pues bien, estos principios se aplican, de manera mucho más profunda, en nuestro caso. María puede juzgar porque ha sido y es pequeña, anunciando en su pequeñez la reconciliación universal entre los hombres (cf. 1,46-55). Juzga porque tiene el alma atravesada de dolor, porque la espada de Jesús ha penetrado de manera total en sus entrañas. Por eso puede presentarse como signo de juicio para el mundo. 62
Mirado en este plano, el texto resulta muy significativo. Aquí se dice que juzgar no es imponer, no es dominar desde lo alto ni valerse de la propia fuerza para decidir sobre los otros. Juzgar es presentar la propia vida como signo del amor definitivo. Así lo hace María. Está asociada al camino de Jesús: aporta al juicio de la historia el signo de su alma atravesada por la espada. Ciertamente, la espada no es el todo de su vida. Ella sigue siendo una mujer que canta, en gesto desbordado, la alegría de la nueva justicia de Dios sobre la tierra (Lc 1,46-55). Es también madre que recibe admirada el misterio de su hijo, en un proceso de intensa maduración personal (cf. Lc 2,19.51). Es también hermana y compañera de los fieles de la Iglesia (Hech 1,14). Pero, en un momento dado, viene a definirse por la espada: ésta es su cruz, su forma de asociarse, en
Cf. J. Galot, o.c., 72-75.
dolencia creadora, al camino de entrega y redención de Cristo, convirtiéndose en señal de su juicio sobre el mundo.
Dios no ha derrotado los pensamientos soberbios de los hombres a través de otros pensamientos más soberbios. No ha vencido a la fuerza con la fuerza, en una especie de talión sacralizante. Ha dispersado a los soberbios (Lc 1,51) y ha revelado la vanidad de los pensamientos-obras injustas de los hombres por medio de la entrega de su Hijo Jesucristo, en gesto de amor humilde y gratuito. Asociada a ese gesto hallamos a María, la mujer crucificada por la espada.
Este signo de dolor y juicio de María no puede interpretarse en sentido falsamente femenino, como si el varón fuera activo y dominante, redimiendo a los otros por su fuerza, mientras la mujer queda pasiva y sólo redime o ayuda con su llanto. El varón sería para luchar, conquistar y defender lo conquistado por la fuerza. La mujer, en cambio, estaría para acompañar y premiar al soldado vencedor, llorándole después en su derrota. Esta visión resulta, a mi entender, no sólo falsa sino también anticristiana. María, la mujer atravesada por la espada no es un signo simplemente femenino de impotencia, dolor o masoquismo. Ella es compendio de todos los varones y mujeres, de todos los humanos que reciben en su vida el signo de la cruz y que acompañan a Jesús en el dolor y la tarea redentora. En esta línea ya no existe varón dominador o victorioso ni mujer pasiva y resignada. Sólo existe el hombre nuevo que sigue a Jesucristo asumiendo su camino activo-pasivo de entrega creadora y fraternidad abierta (cf. Gál 3,28). Pues bien, como signo de ese hombre nuevo, universal, creador y reconciliado desde Cristo, nos presenta Lc 2,35 la persona de María.
4. Santa María de la liberación
El canto del Magnificat presenta a María como profetisa de la libertad: ella anuncia un tiempo nuevo de justicia en que se viene a superar la división actual de ricos-pobres, potentados-oprimidos (Lc 1,51-53). Sabemos también que ella, recorriendo el camino de su canto, ha realizado la verdad de Jesucristo: no sólo acoge su palabra (2,19.51) sino que manifiesta la hondura de su entrega redentora en medio de los hombres (2,35).
Desde ese fondo distinguimos tres tipos de personas. Por un lado, en el contexto del Magnificat hallamos a los ricos-potentados, es decir, aquellos que han triunfado sobre el mundo a costa de los otros. También hallamos a los hambrientos-oprimidos, que padecen no sólo el sufrimiento de la tierra sino también la misma prepotencia de los ricos. Pues bien, ahora podemos destacar un nuevo grupo de personas:
los seguidores de Jesús, esto es, aquellos que asumen el camino de la fe, como María (Lc 1,45). Ellos pertenecen socialmente al mundo de los pobres; también pueden ser antiguos ricos que lo han dado todo por los pobres (cf. Lc 9,57-62; 12,13-34; 14,15-24; 18,18-29; 19,1-10, etc.). Es grupo nuevo porque pueden actuar: han sido llamados para transformar el mundo, en misión universal, conforme al evangelio.Pues bien, el primero de estos discípulos evangelizadores, que entrega su existencia al servicio de Jesús sobre la tierra, es María. Ella ha recorrido ese camino que lleva del gran canto-utopía de liberación universal (Magnificat) al ámbito concreto de la Iglesia (Hech 1,14) donde ha de vivir conforme al ideal de reconciliación y comunión que ella misma ha cantado (cf. Hech 2,43-47; 4,32-37). Por eso, los creyentes conservan su memoria y su palabra como signo de bienaventuranza (Lc 1,48) y expresión de juicio de Dios sobre la tierra (2,35).
En esta perspectiva ha de entenderse la tradición mariana de la Iglesia posterior. Dentro de ella citaremos un ejemplo muy significativo de interpretación liberadora del mensaje de Lc 2,35. A principios del siglo XIII, algunos caballeros catalanes, bajo la dirección de Pedro Nolasco, se empeñaron en liberar a los cristianos cautivos, poniéndose bajo la protección y signo de la madre de Jesús. Pues bien, María misma se les muestra, fundando y promoviendo su camino redentor, como indica la tradición más antigua de sus seguidores. Ella les dice que «siguiendo las huellas de Jesús, con obras adecuadas de misericordia, se dediquen a visitar y liberar a los cristianos que se encuentran cautivados, ofreciendo por ellos su propia vida». Nolasco pregunta: «¿quién eres tú que me aconsejas realizar tal gesto de caridad...?». Ella le responde:
Yo soy María y en mi seno, de mi purísima sangre, tomó su carne el Hijo de Dios, para reconciliación del género humano. Soy aquella a la que dijo Simeón, cuando ofrecí mi Hijo en el templo: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y como señal de contradicción; y a ti misma una espada te atravesará el alma. 63
En toda su sobriedad, este pasaje, que la tradición medieval ha recreado y transmitido de diversas formas, nos conduce al centro del misterio mariano, tal como ha sido actualizado por la Iglesia. Tres son, a mi juicio, sus aportaciones, que ahora podemos valorar desde el trasfondo exegético indicado de Lc 2,35.
63. Texto latino en N. Gaver, Speculum fratrum, en G. Vázquez, Monumento ad Historiam O. de Mercede, Toledo 1928, 4-5.
1) Esta revelación mariana reinterpreta el sentido de la maternidad de María, poniéndola en clave de sangre, es decir, de entrega de la vida por el Cristo (para el Cristo). El texto evangélico (Lc 1,26-38; 2,1-21; Mt 1,18-25) resulta muy sobrio y no dice nada sobre el modo biológico de la concepción virginal y el nacimiento de Jesús. Algunos exegetas han querido replantear el tema a partir de Jn 1,13, aplicando a Jesús (en forma singular) las palabras que la tradición manuscrita más extensa atribuye a los creyentes que «no han nacido ni de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón sino de Dios». Si el texto tratara de Jesús nos mostraría que ha nacido sólo desde Dios y no de la voluntad-carne de varón ni de la sangre «materna» o de las sangres uterinas de la mujer 64. Sea como fuere, el texto medieval se sitúa en otra perspectiva, interpretando la sangre en un sentido más teológico y, al mismo tiempo, más antropológico.
Sangre es la expresión de la vida más profunda. Conforme a Lc 1,38, María ha engendrado humanamente a su hijo a partir de su propia palabra de consentimiento (¡genoito!), que viene a vincularse a la Palabra eterna de la generación trinitaria. Pues bien, nuestro pasaje ha traducido esa «palabra personal» como una entrega profunda o de sangre: María debe ofrecer su misma vida para el surgimiento de su Hijo Jesucristo 65. La maternidad implica donación gratuita de la madre que, en gesto martirial fundante, debe derramar su propia sangre para el surgimiento de su hijo; es regalo, amor creador, vida que se entrega al servicio de la vida. De esa manera, ofreciendo su sangre a Jesús (por Jesús) María se presenta como mártir: su muerte personal ha comenzado en el momento en que responde a Dios y concibe a su Hijo Jesucristo. No tiene que esperar hasta el momento del Calvario. No tiene que aguardar la profecía de Simeón, el anciano. Desde el principio de su maternidad, María lleva en sus entrañas de mujer-persona el misterio de la muerte de Jesús; como una espada le clava, haciendo que su sangre brote como fuente y principio de la vida.
64. Defienden la interpretación cristológico-mariana de Jn 1,13, entre otros, J. Galot, Etre né de Dieu. Jean 1,13, Roma 1969; P. Hofrichter, Nicht aus Blut sondern monogen aus Gott geboren (Joh 1,13-14), Würzburg 1978; In Anfang war der «Johannesprolog», Regensburg 1986; A. V. Cernuda, «Non da sangui». In mezzo all'incarnazione di Gv 1,13-14, en Sangue e antropologia nella Liturgia IV, 2, Roma 1984, 581-604.
65. Este es un tema que ha sido elaborado por la tradición teológica medieval como muestra H. Graef, María. La mariología y el culto mariano a través de la historia, Barcelona 1968, 266, 271.
María se presenta, según esto, como Madre de Dolores. La palabra de Simeón (Lc 2,35) ha explicitado y presentado de manera universal el tema precedente. No se trata de una espada nueva, es la anterior: la herida de la concepción y maternidad continúa abierta en el seno de María a lo largo de la historia.
Camino de sangre fue la vida de María sobre el mundo, como se resaltaba en la piedad de aquel momento (siglos XIII-XIV): la espada se convierte en siete espadas, el dolor pasajero en sufrimiento permanente, pues María ratifica desde el cielo su actitud de entrega redentora por los hombres 66. El mismo Vaticano II ha venido a recoger esta visión cuando nos habla de María como madre de amor y de dolores que sigue sufriendo y acompañando a «los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias» sobre el mundo (Sobre la Iglesia, 62). De esta forma se traduce, en ámbito mariano, el tema de Jesús el sacerdote, que sigue ofreciéndose ante el Padre, vestido de su sangre, hasta el final del tiempo (cf. Heb 8-10). Pues bien, asociada al sacrificio de Jesús, María se presenta a Pedro Nolasco llevando clavada en sus entrañas la espada del cautiverio de la historia.
De esta forma, el descubrimiento de la opresión del mundo se convierte en revelación del misterio de María. Al lado de Jesús, ella aparece como signo universal de dolor sobre la tierra: ha concentrado el sufrimiento de los hombres de la historia, de manera que la misma voz del juicio de Mt 25,31-46 podría aparecer de alguna forma como dicha así por ella: «tuve hambre, tuve sed, estuve exilada, fui cautiva y enferma sobre el mundo». Enraizada en el misterio de la solidaridad cristológica, María se ha presentado en la Iglesia como portadora del sufrimiento de los pobres y cautivos. Por eso sigue derramando sangre sobre el mundo. Lleva en su alma la espada y cautiverio de la historia. Por eso no alcanza su gloria y descanso mientras siga sin cumplirse plenamente su palabra de justicia y libertad, fijada en el Magnificat (Lc 1,46-55).
3. Pero el texto implica un tercer rasgo: el mandato liberador de María convierte a Pedro Nolasco y a sus amigos en servidores de su amor y libertad sobre la tierra. De esta forma ha vinculado Mt 25,31-46 con el canto del Magnificat. El Magnificat era palabra de visión y profecía de la nueva humanidad que ya se cumple en Jesucristo. Allí se proclamaba la grandeza del Dios que «derriba del trono a los potentados y exalta a los humildes, que llena de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos» (Lc 1,51-53).
66. C. S. Maggiani, Addolorata, en Nuovo Diz.
di Mariologia, Torino 1985, 3-16.La palabra era hermosa, pero faltaba mediación concreta para realizarla. Pues bien, ahora sabemos que esa mediación fundamental es Jesucristo, con su entrega hasta la muerte, reflejada en la espada de María.
Desde ese fondo ha de entenderse la mariofanía que estamos comentando. María se presenta como madre de Merced, es decir, liberadora de cautivos. Ciertamente, está exaltada sobre el cielo y por eso, unida a Cristo, puede revelar su voluntad sobre la tierra. Pues bien, esa voluntad se expresa como voz liberadora: en nombre de Jesús, ella ha mandado a Pedro Nolasco que funde un movimiento concreto de liberación, comprometiéndose en favor de los hermanos cautivos, hasta el extremo de «entregar por ellos la propia sangre y vida», si es que fuere necesario. La espada de dolor que atraviesa el alma de María viene a presentarse de esa forma como espada creadora: ofrenda de la propia vida, en favor de los cautivos. Así se expande a todos (varones y mujeres) el signo fundante de la sangre de María.
Esta interpretación de Lc 2,35 presenta a María como signo de humanidad y redención dentro de la Iglesia. Ella es signo de la humanidad sufriente, como centro donde vienen a expresarse y condensarse, en forma personal, materna, humana, los dolores de la historia. Pero, al mismo tiempo, es signo de acción liberadora: ha inaugurado un movimiento de servicio interhumano, dirigido hacia la plena redención de los cautivos y oprimidos sobre el mundo. Vinculando así los temas (Lc 1,46-55; 2,35) la Madre de Jesús se expresa como signo de la nueva humanidad fundada en Cristo, en solidaridad, entrega mutua, gozo y esperanza. La fuente de su sangre maternal se ha convertido así en señal de vida abierta hacia los hombres; todos nosotros, varones y mujeres, podemos ofrecer nuestra existencia en gesto de amor liberador sobre la tierra. Obrando así descubriremos que María, unida a Jesús, es la primera persona realizada de la historia. No ha dado su sangre como madre-esclava sino como persona libre, dueña de sí misma, en apertura al Reino.
XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS