Tema 3.3

PROYECTO DE EVANGELIZACIÓN
desde la E U C A R I S T Í A.
Etapa tercera

Rasgos generales de la experiencia cristiana

O R A C I Ó N
(Se expone el Santísimo. Bien en la custodia o de otra forma adecuada)

A m b i e n t a c i ó n

“El pan y el vino… Nos manifiestan de una manera única la presencia de Cristo, que derrama su vida en nosotros por el don de su Espíritu”.

Ponerse en oración es entrar en el ámbito de lo divino. Lo mismo que Jesús, cuando le vemos situado en la montaña, el lugar de Dios.

Bien es verdad que a Dios se le puede adorar en cualquier parte. Lo importante es que lo hagamos en “espíritu y en verdad”. Y esto es lo principal.

No obstante, el ser humano necesita unos apoyos que le faciliten y orienten en su oración.
Nosotros, que deseamos tener la Eucaristía como centro, hemos optado por los elementos fundamentales de dicho sacramento: el pan y el vino.

Ellos son encarnación de la presencia de Dios. Ellos nos recuerdan, también, la ley general del Dios que se hace “carne” en todas las cosas. Efectivamente, Dios “está de corazón en cada cosa”. Es lo nuclear de todas ellas, su esencia. Todo es presencia.

Ese pan y ese vino ante los que nos situamos en actitud orante, tienen sus características: el pan es “partido”, como cuerpo “entregado”; y el vino, “bebido”, como sangre “derramada”. Y todo para nosotros.

La presencia de Dios en la Eucaristía, su actitud es la de “derramar su vida en nosotros”. En este sentido, podemos decir, que el objetivo de nuestra oración no es tanto Dios, sino nosotros. Quien desarrolla el papel activo en la misma es El y no nosotros. Podemos imaginar que Dios nos dice: “no sois vosotros los que me adoráis; soy yo quien os amo y cuido”.

Por eso nuestra actitud en la oración tiene que ser “pasiva”: dejarnos amar, dejarnos transformar, dejarnos recrear. Esta es una de las características de la oración contemplativa. Y es la que mejor responde a la entrega de sí mismo que Dios nos hace en este sacramento.

El que Jesús en la Eucaristía sea como un manantial de agua viva, nos pide que en la oración nos vayamos vaciando a fin de dejarnos llenar por El.

Lo “nuestro” es secundario; es más, es bueno que no esté presente en la oración. Como dice Santa Teresa: “quien a Dios tiene, nada le falta”. Y como, también, dice San Juan de la Cruz: “en la oración todo depende de cómo va la botella: si llena o medio vacía”.

L e c t u r a  d e l  e v a n g e l i o

Primero, se lee en alto.

Después, cada uno lo lee a nivel personal cuantas veces sean necesarias hasta que haya algo que le llame la atención, le impacte, le diga algo. Y se va poniendo en común.

Cuando todos han terminado de expresarse, cada uno elige el “punto” en que va a concentrarse durante la oración. Puede durar unos veinte minutos.

(Como final, se puede dar la bendición del Santísimo, o , simplemente, se reserva o se cubre con un paño).

Terminada la oración, se puede intercambiar impresiones, experiencias, dudas, etc...

Después se reparte las hojas del tema y se pueden leer en común. Mientras se va leyendo, se pueden comentar, presentar interrogantes, pareceres, etc...

RASGOS GENERALES DE LA EXPERIENCIA CRISTIANA

En medio de todas las dificultades y oscuridades, Dios está aquí en nosotros, entre nosotros, en el mundo. “El hombre es un ser con un Misterio en su corazón, que es más grande que él mismo” (H.U. von Baltasar). Este misterio se ha dado a conocer a los humanos y ha originado, en culturas muy diversas, religiones diferentes que lo evocan de forma diferente y adoptan ante él actitudes diferentes.

Nos proponemos ahora señalar cuáles son los elementos generales de dichas experiencias y cómo se realizan en la experiencia cristiana.

1.  La presencia originaria de Dios

El Dios que se nos revela en Jesucristo no sólo es el Centro de la experiencia cristiana; es también su Origen. Desde siempre y para siempre Él está presente en el mundo, en las personas, en la historia. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,27 ss). Él está cerca. En cambio, no siempre los seres humanos le permitimos que se manifieste a nosotros y a través de nosotros. “Tú estabas cerca de mí, pero yo estaba lejos de ti; tú estabas dentro, era yo quien estaba fuera de mí mismo” (san Agustín). Pero los obstáculos que le oponemos no expulsan a Dios del mundo. Solamente dificultan que la presencia de Dios sea percibida por nosotros como una dimensión consciente, histórica, visible, transformadora de las personas y de la realidad.

La presencia de Dios es nosotros no es en absoluto estática ni apática. Como un mar cuyas olas acarician y azotan las playas y las rocas del litoral, Dios busca continuamente el encuentro con el ser humano, le llama constantemente, le quiere despertar del letargo en el que está sumido por sus resistencias interiores y las dificultades exteriores. Le ama y quiere revelarse a él. “El que me ama será amado por mi Padre. También yo le amaré y me manifestaré a él” (cfr Jn 14,21).

La experiencia religiosa consiste en reconocer, acoger y consentir a este Dios insistente a través de la fe en Él. Cuando se produce este encuentro, Dios se torna “real” para esta persona. Dios empieza a ser Dios en su vida.

2.  Dios toma la iniciativa

Encontrarse con Dios puede parecer, a veces, desde fuera, el premio final a un esfuerzo humano. Conocemos personas que han pasado gran parte de su vida buscando lo absoluto y han acabado encontrando al Absoluto. Si examinamos la trayectoria de estas personas con una atención más cuidadosa vemos que la realidad es muy diferente. Como un pescador que deja “sedal largo” y tira suavemente hasta que comprueba que el pez está atrapado, Dios les ha seguido, les ha esperado, les ha acompañado discretamente en sus frustraciones y desvaríos hasta el momento en que les ha desvelado algo de su Rostro. “Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae” (Jn 6,65).

El proceso de la conversión comienza cuando “el pecador, movido y ayudado por la gracia divina” (Concilio de Trento) dirige su mirada hacia el Dios de Jesucristo. B. Pascal conocía por experiencia propia esta verdad cuando ponía en boca de Jesucristo esta expresión dirigida al creyente. “Tú no me buscarías si yo no te hubiese encontrado”.

3. Tocados en el centro de nuestra persona.

La manifestación de Dios nos afecta allí donde Él especialmente habita: en el centro de nuestra persona. Desconcertado, sobrecogido, encandilado y temeroso al mismo tiempo, este ser humano necesita tiempo para “aclararse” y poner muchas cosas en orden. Pero hay algo que no puede ni quiere diferir: reconoce a Dios que le llama y consiente gozosamente a Él. Se rinde. Como Zaqueo ante Jesús no repara en costos materiales y humanos para acogerle. Es lo más importante que le ha sucedido en su vida. Es el acontecimiento.

No queda todo ahí. Esta persona que ha vivido gravitando en torno a sus intereses y proyectos egocéntricos o, en el mejor de los casos, entregado a causas humanitarias, cambia de centro vital. Ya no es el astro rey. Ni siquiera lo son su familia, la sociedad, la justicia. Dios es el Centro. Él es el Primer Valor. Toda la constelación de valores que gobernaban su vida quedan alterados en función del Valor central descubierto. Algunos “ganan enteros”, p.e. la oración y el servicio a los pobres. Otros, como la voluntad de acumular dinero o prestigio, lo pierden.

Podría parecer que un hombre así entregado, desbancado de su propio centro y orientado vitalmente con insospechadas energía al Dios recién descubierto, es víctima de una fascinación que lo merma en su dignidad de sujeto autónomo y libre. No es así. Dios no empequeñece a sus hijos, antes bien, acrecienta su libertad purificándola. No suponen una regresión hacia ninguna forma fusional de relación que desdibuje su identidad. Del encuentro con el Dios de Jesucristo sale robustecida la persona, en su condición de sujeto de deseo, de libertad y de responsabilidad.

4. Un corazón nuevo para un hombre nuevo.

Desde el centro de la persona en la que Dios habita, esta “marea divina” va alcanzando todas sus dimensiones, todos sus dinamismos. Nacen en él otros criterios, otros proyectos, otra sensibilidad. Surge un hombre nuevo.

Cinco profundas actitudes anímicas caracterizan al hombre y a la mujer nuevos a los que Dios se ha manifestado.

4.1 Una comprensión más viva del mensaje cristiano.

Cuando nuestra fe es agraciada con una profunda experiencia, los misterios cristianos “se ponen a hablar”. Emerge en nosotros el “conocimiento interno de nuestro Señor Jesucristo” (san Ignacio de Loyola). A la manera como los buenos guías de los museos nos ayudan a descubrir en los lienzos tesoros de belleza que pasan inadvertidos a la mirada superficial y distraída, el Espíritu Santo se nos muestra como el Guía excepcional y único que nos inicia vitalmente en los misterios de nuestra fe. A su luz vamos comprendiendo mejor, paso a paso, la Encarnación, la Pasión, la Resurrección, la vida cristiana, la importancia de los pobres. Adquirimos “noticia amorosa de Dios (san Juan de la Cruz). El mensaje cristiano que en tantos aspectos aparece seco e incluso extraño a veces a la mirada del mismo creyente, se aclimata, se arraiga en nuestro interior como algo familiar y connatural, sin perder nunca su carácter paradójico  e interpelador.

4.2 Confianza absoluta.

Desinstalados del lugar central que se habían asignado espontáneamente a sí mismos, persuadidos de que no disponen de su propia existencia, superada la doble tentación de desesperarse o de recuperar lo entregado, el hombre y la mujer visitados por Dios, vencida su nativa resistencia a “expropiarse”, entregan  de pies y manos su persona, su pasado, su presente, su futuro a Aquel que se les ha revelado como su única y suprema realización, es decir, como su única salvación. “En las manos que han sido taladradas; en las manos que sólo se han abierto para acoger y para bendecir; en esas manos por las que pasa un amor tan grande, es confortador entregar el espíritu”, escribía pocos días antes de morir P. Teilhard de Chardin.

4.3 Fidelidad connatural

En la medida en que la fe cristiana se impregna de experiencia, la fidelidad requerida por aquella se torna algo connatural. La voluntad de Dios deja de sonar a frío imperativo categórico que es preciso cumplir por coherencia o por voluntarismo. Es acogida con espontaneidad del corazón. El creyente se siente identificado con el autor del Salmo 118: “Cuánto amo tu voluntad; serán mi delicia tus mandatos; a medianoche me levanto para darte gracias por tus justos mandamientos; más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata”. A la manera de Jesús cuyo alimento consistió en cumplir la voluntad de su Padre, el creyente que ha llegado a hacer de su fe una sólida experiencia encuentra (por supuesto no sin resistencias ni vacilaciones ni debilidades) en la realización del proyecto de Dios sobre su vida, el verdadero alimento: lo que motiva su actividad y lo que le sostiene en su ejercicio. “El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad de Dios” (M. García Morente).

4.4 Amor

La revelación del Dios de Jesús que el Espíritu actualiza en el creyente se condensa en la expresión de San Juan: “Dios es Amor”. El creyente tocado por la experiencia cristiana percibe a Dios no sólo como realidad absolutamente consistente que fundamenta nuestra existencia y le confiere un sentido, sino ante todo como Amor desbordante que quiere encontrarnos para ofrecernos su salvación. “El hombre es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ha amado por sí mismo” (G.S. 24).

El amor de Dios es acogido por el creyente y, a la manera como el amor de los padres al hijo se torna, dentro de éste, en amor a los padres, por la acción del Espíritu el amor de Dios se vuelve en nosotros amor a Dios. Le amamos con el amor que Él ha derramado en nosotros. La experiencia de sabernos amados por Él origina en nosotros la experiencia de nuestro amor e Él. “Nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19).

4.5 Alegría

El encuentro con Dios es para el hombre fuente de inmensa, inefable alegría. Ésta hace en el ser humano cuando están respondidas sus aspiraciones más profundas. Un corazón hecho para Dios descansa en Él como en su hogar, porque Dios es infinito y el hombre es ansia de infinito.

5. A Dios le vemos siempre “de espaldas” y en penumbra.

Expresión y fruto de la fe, la experiencia cristiana tiene que ser necesariamente oscura. Desvela y vela al Dios que en ella entrevemos. Su presencia es “tan impalpable como innegable, tan invisible como inconfundible” (J.Martín Velasco).

El dolor y el sufrimiento inherente a la experiencia cristiana no son, en absoluto una veleidad de Dios que tras haber atraído al creyente se sustrae a él. Es tal la riqueza, la belleza, la grandeza, la bondad de Dios que sólo puede ser “degustado” por nosotros, pero nunca abarcado y menos poseído. Él es más íntimo que nuestra propia intimidad y, al mismo tiempo, más desbordante que toda nuestra capacidad de ver y comprender.

El sufrimiento por su ausencia es una forma oscura de presencia de Dios. Él se revela también en su ocultamiento. Nos induce a disponer nuestro corazón purificándolo de los pequeños ídolos que lo cautivan.

6. Experiencia de pecadores

Bajo la luz tamizada de la experiencia creyente, todo se ve de distinta manera. También nuestras fragilidades, infidelidades y pecados. Así nos explicamos que los santos, que han vivido la experiencia cristiana en grado eminente, tengan una sincera y viva conciencia de pecadores, que puede parecer exagerada a quienes volamos más “a ras de tierra”. No es exageración; es lucidez.

No por ello se menosprecian ni se castigan a sí mismos con desmedidos sentimientos de culpabilidad. Únicamente perciben el contraste entre la realidad de Dios y lo que ella promete y postura y la incoherencia humana que se entrega con desmesura a otras realidades inmensamente menos consistentes y gratificadoras.

Así como una cristalera, al parecer limpia, desvela, cuando el sol la ilumina en el atardecer, las manchas de polvo adheridas a ella, el corazón iluminado intensamente por Dios percibe en su comportamiento opacidades y resistencias que le hacen sufrir.

7. Mar adentro

Internarse en la inmensidad de Dios a través de la fe iluminada por la experiencia, es un proceso inacabable. El encuentro con Dios es un camino, más que una meta. El deseo que Él ha sembrado en nosotros y nos constituye por dentro es ilimitado. Por esta doble razón “la presencia de Dios es una esperanza, no una realidad alcanzada plenamente. Es una búsqueda continua de la presencia en el seno de la comunión con Él” (J. Mouroux).

Las ciencias del hombre han profundizado en el análisis del deseo humano y han subrayado con insistencia, juntamente con su vinculación a la esperanza y al gozo, su carácter esencialmente insatisfecho, siempre sediento de algo mayor y mejor.

El hombre es un ser limitado con un deseo ilimitado. Los saberes humanos y la teología encuentran en este punto una relativa convergencia. La teología descubre en esta condición del deseo humano la huella de la presencia de Dios en el corazón del hombre. También el deseo de Dios es un deseo necesariamente insatisfecho en nuestra vida creyente.

(De la carta pastoral de los obispos vascos: “Vivir la experiencia de la fe”, pág. 9-14)

por José Cruz Igartua sss
Fuente: Religiosos Sacramentinos