Penitencia, Pastoral de la
DPE
 

SUMARIO: 1. Situación pastoral de la penitencia en el momento presente. - 2. La penitencia: virtud y sacramento.- 3. Algunas exigencias básicas del nuevo Ritual de la P. - 4. Pastoral del confesor. - 5. El penitente: pastoral relativa a sus disposiciones. - 6. La confesión frecuente y la dirección espiritual. - 7. Situaciones irregulares y difíciles. - 8. La primera confesión (y primera comunión). - 9. Horizontes


1. Situación pastoral de la penitencia en el momento presente

Sería interesante, aunque no fácil, realizar una encuesta en todo el mundo para conocer en qué situación se encuentra la práctica de este sacramento. Ciertamente, se descubrirían situaciones extremadamente diferentes, ligadas a las distintas condiciones humanas, sociales, eclesiales y espirituales. Mientras en algunos países y ambientes los fieles continúan practicando la confesión frecuente e individual y no desean participar en una celebración comunitaria, en otros la confesión individual ha cedido a las absoluciones colectivas. Así mismo, mientras en algunos lugares los fieles han descubierto o potenciado el sentido eclesial del pecado y de la penitencia, en otros continúan considerando el pecado y la penitencia como un asunto entre ellos y Dios. Además, una buena parte de cristianos practicantes —jóvenes y adultos— no se confiesan nunca, aunque siguen valorando la importancia del perdón. Los ejemplos podrían multiplicarse.

Respecto a la frecuencia, en bastantes países de Europa ha descendido de modo llamativo. Es el caso, por ejemplo, de Francia, según atestiguan los sondeos realizados en 1952, 1974 y 1983; sin embargo, en ese mismo periodo ha aumentado notablemente el número de los que participan en la comunión, con el consiguiente desasosiego en no pocos pastores, que se preguntan en qué condiciones reciben la Eucaristía tantos cristianos. En Italia se hizo un sondeo en 1997, a cargo de la Universidad Católica, sobre un muestreo de 4500 personas de una edad entre 18 y 74 años. Los resultados pusieron de relieve una notable "desafección" de los italianos por el sacramento de la reconciliación.

Según los realizadores de la encuesta, el mayor problema no consiste en la caída de la frecuencia, aunque es notable, sino en las expectativas que las personas demuestran respecto a la confesión y en las críticas que formulan al modo en que se realiza frecuentemente. Cada día, en efecto, es más importante, también en el actuar religioso, la atención a la persona en toda su riqueza, de la autenticidad del acto. Por otra parte, se ha impuesto la idea de un Dios cercano a los hombres, un Dios misericordioso, mientras que la confesión es vivida como una práctica sacramental no permeada del todo de esta nueva atmósfera. En América Latina, en cambio, a pesar de la escasez de sacerdotes, las confesiones son muy numerosas y no es infrecuente que los fieles se desplacen varios kilómetros para recibir el sacramento de la reconciliación. En España la situación es similar a la del resto de Europa (CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Dejaos reconciliar con Dios, Madrid 1989, nn. 8-9, pp. 9-11).

También han cambiado los lugares de la confesión. Si en muchas parroquias los candidatos son raros, en algunas iglesias se constata una afluencia masiva. En París, en la iglesia de Saint-Louis-d'Antin, se confiesa de modo ininterrumpido durante siete horas por la mañana y siete horas por la tarde, y antes de la Pascua es preciso recurrir a diez sacerdotes como mínimo para atender a los penitentes. Algunos conventos y monasterios son también lugares privilegiados de la confesión, pues la gente espera una persona que les escuche y dé una respuesta espiritual. Ciertamente, en Lourdes, Fátima y tantos lugares de peregrinación se ve afluir a cristianos que buscan el perdón de Dios. Lo mismo puede decirse de los santuarios italianos y españoles, pequeños o grandes. Si se escribiese la geografía de la penitencia hoy, seguramente nos encontraríamos con una pluriformidad semejante a la que atestigua la historia de este sacramento (cf. C. COLLO, Posfazione, en PH. ROULLARD, La celebrazione della penitenza dalle origini al nostri giorni, Brescia 1999, 193-196).

No es difícil suponer que una tan variada fenomenología tiene detrás una no menos variada causalidad (para ampliar la situación actual y sus causas, cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Dejaos reconciliar con Dios, Madrid 1989, nn. 7-20, pp. 9-22). Por ello, sería pretencioso buscar una respuesta adecuada que obviara las generalizaciones y las terapéuticas prolijas. Parece oportuno, por tanto, limitar nuestro estudio a las orientaciones fundamentales que dimanan del nuevo Ritual de la Penitencia.

En este sentido, queremos destacar los puntos siguientes: 1) la penitencia es más amplia que su celebración sacramental; 2) son exigencias del nuevo ritual tanto la pluriformidad celebrativa, como la revalorización de la Palabra de Dios y la incorporación de otras celebraciones no sacramentales; 3) la pastoral penitencial es inseparable de la pastoral profética, en su dimensión kerigmática, homilética y catequética; 4) la pastoral de la penitencia tiene un ámbito sacramental, propio del ministerio ordenado, y otro que corresponde también al sacerdocio común. A todo esto hay que añadir 5) el problema que plantean los cristianos que se encuentran en situación irregular, 6) el de los que están alejados de la práctica e incluso de la misma fe y, consiguientemente, del sacramento del perdón desde hace no pocos años y 7) el de los niños que acceden por primera vez al sacramento.

2. La penitencia: virtud y sacramento

La penitencia no es sólo sacramento sino virtud. Más aún, es virtud antes que sacramento; resultado, por tanto, de actos humanos libres y responsables que pertenecen a la dignidad personal del hombre, que el sacramento cristiano presupone y de los que no debería dispensar. "En todo tiempo -dice el Concilio de Trento- la penitencia ha sido necesaria para todos los hombres que han sido manchados por el pecado mortal, para obtener la gracia y la justicia" (Sesión XIV, cap.1. D 894). Lo que equivale a decir que la actitud de la conversión interior y exterior de confesión y penitencia pertenecen a la condición del hombre pecador y amenazado por la culpa. Un dato antropológico que, de alguna manera, es corroborado por la sicología profunda, según la cual todo hombre debe "gestionar" su pasado. No se trata de negarlo, como si no hubiera existido, sino de situarse de otro modo respecto a él y así "cicatrizarlo" por una actitud de libertad que permite la reconciliación consigo mismo y es solidaria de la reconciliación con los demás. En este sentido, también la vida es una serie de conversiones y reconversiones.

La historia de las religiones atestigua este dato antropológico, pues está llena de ritos y ceremonias de purificación de las faltas, de reconciliación fraterna y de aplacamiento del poder divino ofendido. La tradición bíblica, por su parte, contiene llamadas continuas de los profetas a la conversión y a la penitencia; más aún, la educación de esta "virtud" en el pueblo elegido es un aspecto decisivo de la revelación que se le hace. Los ritos de la Iglesia antigua están fuertemente inspirados en esta tradición veterotestamentaria.

La visión cristiana no suprime en nada este presupuesto fundamental de la virtud con relación al sacramento; en caso contrario, se colocaría en la pendiente resbaladiza de una degradación del sacramento, en la que éste sería llamado a sustituir la virtud y asegurar de modo automático el itinerario que el pecador rechaza realizar: la conversión interior.

Pero la visión cristiana de la virtud de la penitencia incluye otro presupuesto, sin el cual no puede existir, menos aún desarrollarse: el de la gracia de Dios, gracia del arrepentimiento y de la contrición, premisa necesaria a la gracia del perdón. La visión cristiana de la penitencia implica, además, el anuncio de la "buena nueva" de que el perdón se oferta siempre al pecador que se arrepiente en razón de la pasión de Cristo, que ya nos ha salvado del pecado y reconciliado con Dios. Esto conlleva una componente antropológica decisiva: si el ofendido carga sobre sí mismo el pecado para conceder el perdón, el ofensor encontrará siempre esperanza y fuerza para ponerse en camino hacia la reconciliación.

Por otra parte, la virtud de la penitencia comporta otras formas penitenciales que no son sacramentales; lo que equivale a decir que el sacramento propiamente dicho no agota todas las formas de penitencia en la vida eclesial. En este sentido, hay que recordar la gran trilogía bíblica del ayuno, la oración y la limosna; los tiempos litúrgicos de penitencia como la Cuaresma y ciertas vigilias; la liturgia penitencial del comienzo de la misa; ciertas formas no sacramentales de celebración penitencial; las peregrinaciones; el empeño de reconciliación con el hermano; la corrección fraterna; "los capítulos de culpas" monásticos o paramonásticos; el diálogo espiritual; las mortificaciones voluntarias, internas y externas; las cruces enviadas por Dios y aceptadas con amor; la visita a los enfermos y menesterosos; etc. Podría decirse, además y con igual razón, que todas estas formas, inscritas en la vida de la Iglesia, "sacramento fundamental" de la gracia y del perdón de Dios, son expresiones, más o menos próximas o lejanas, de la gracia del sacramento actuándose en ella, en cuanto que son preparaciones, etapas o frutos (cf. B. SESBOÜÉ, Pardon de Dieu, conversion de I'homme et absolution par I'Église, en J-M. CHAUVET - P. DE CLERCK, Le Sacrament du Pardon. Entre hier et demain, Paris 1993, 159-161).

Más aún, dada la interconexión entre la virtud y el sacramento de la penitencia, la recuperación de éste pasaría por la recuperación las formas penitenciales antiguas y la creación de otras nuevas; no a expensas del sacramento, sino en íntima unión con él. Todas estas formas penitenciales pueden enmarcarse en un itinerario que comienza en los caminos cotidianos de la conversión y —mediante formas litúrgicas y paralitúrgicas— llega hasta el sacramento de la penitencia. Juan Pablo II, en la exhortación Reconciliatio et Paenitentia, recuerda que la Iglesia desarrolla su ministerio no sólo "en cuanto proclama el mensaje de la reconciliación (...), sino también en cuanto señala al hombre los caminos y le ofrece los medios para la cuádruple reconciliación con Dios, consigo mismos, con los hermanos y con toda la creación" (n. 8). Son los "muchos otros remedios" de que habla Trento (Sesión XIV 14, cap. 5).

Hemos hablado antes de la tríada bíblica (oración, limosna, ayuno). Debería ser recuperada y enriquecida con formas nuevas de penitencia. Pueden considerarse tales, la que conlleva el cumplimiento diligente del propio deber en la familia, en la sociedad y en la Iglesia; la aceptación de situaciones que ponen a prueba nuestra vida; la caridad activa hacia los hermanos; la corrección fraterna ejercitada y recibida; el perdón mutuo; el compromiso por la justicia; la sencillez de vida; la pobreza libremente asumida; la autolimitación en las ganancias; la asunción de tareas no gratificantes; el cansancio del trabajo cotidiano; la aceptación de las los defectos de las personas con quienes se convive; la participación en las tareas de evangelización y la lectura personal de la Palabra de Dios. La lista podría enriquecerse. Además, es preciso redescubrir y valorar la dimensión penitencial y reconciliadora de todos los sacramentos, signos "no sólo de la gracia propia sino de penitencia y reconciliación" (cf. Reconciliatio et Paenitentia (RP) 27). El bautismo es la primera y radical reconciliación sacramental a la que se refieren todas las demás. La confirmación significa y realiza "una mayor conversión del corazón y una más intima y efectiva pertenencia a la misma asamblea de los reconciliados" (RP 27). La Eucaristía tiene entre sus efectos la reconciliación comunitaria (unitas et caritas) y es "antídoto que libra de las culpas cotidianas y preserva de los pecados mortales" (RP 27). Su dimensión reconciliadora está expresada en muchos gestos e invocaciones penitenciales, algunos de los cuales apuntamos: el rito penitencial del principio, el 'Gloria' ('Tú quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros'), el Padre nuestro y el 'Líbranos, Señor' que le sigue, el gesto de la paz, el 'Cordero de Dios' con la aclamación 'Señor, no soy digno...'.

Estos caminos cotidianos de penitencia se sitúan en el centro de la vida real y la renuevan desde dentro de modo concreto y eficaz, y tienen la ventaja de estar siempre al alcance de la mano. Persuaden incluso a los alejados, que desconfían de las celebraciones, y son posibles para cuantos no pueden acercarse al sacramento de la reconciliación. Con la reconciliación con Dios a través de estos caminos cotidianos se supera la deletérea dicotomía entre vida y celebración y se reaprende a celebrar lo que se vive y a vivir lo que se celebra.

3. Algunas exigencias básicas del nuevo Ritual de la Penitencia

El Ritual renovado de la Penitencia ofrece, entre otras, estas tres orientaciones básicas: la recuperación del carácter eclesial de la celebración, la mejor percepción del nexo existente entre la Palabra de Dios y el sacramento, y la incorporación de celebraciones penitenciales no sacramentales.

a) Aspecto eclesial de la reconciliación. Si el pecado tiene una dimensión eclesial, en cuanto ofensa a Dios y herida infligida a la Iglesia, la penitencia ha de ser reconciliación con Dios y con la Iglesia. Esta dimensión está presente en muchos momentos de la celebración actual del sacramento. La praxis pastoral la ha acogido incluso con cierto entusiasmo, como lo explicaría el hecho de que no pocas comunidades, parroquiales y no parroquiales, celebran frecuentemente el sacramento según la forma que el Ritual denomina "Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual" (rito B).

Los aspectos positivos de estas celebraciones son los siguientes: sitúan el ministerio del sacerdote en el interior de la oración de la comunidad; permiten preparar conjuntamente las grandes fiestas de Navidad y Pascua; recuerdan a todos los miembros de la comunidad el deber de la conversión y les desvelan las implicaciones concretas; manifiestan la necesidad de pedir perdón a Dios y también a los hermanos y así crear un mundo en el que las relaciones entre los hombres puedan desarrollarse en la reconciliación; el interés con que muchas comunidades han preparado el examen de conciencia ñrealizado en el curso de la celebraciónñ ha sido una especie de catequesis vivida, que ha permitido captar mejor la unión que existe entre fe y vida, dando a los penitentes la posibilidad de mejorar el lenguaje de su acusación; finalmente, muchos cristianos han tomado así conciencia de que nuestro mundo comporta, según la expresión de Juan Pablo II: "estructuras de pecado, de las que cada uno somos en parte responsables". Este es un tema importante en la doctrina de Juan Pablo II, como lo atestigua el sentido global de la "Jornada del perdón", celebrada el 14 de marzo del 2000 y estas palabras referidas a las "responsabilidades de los cristianos por los males de hoy": "Confesamos... nuestras responsabilidades de cristianos por los males de hoy. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, el relativismo ético, a las violaciones del derecho a la vida, al desinterés por la pobreza de muchos países, tenemos que preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades" (JUAN PABLO II, Jornada del perdón. Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado, Ed. Palabra, Madrid 2000, 16).

b) La Palabra de Dios. La segunda orientación del Ritual ha sido recibida sólo en parte. No olvidemos que prevee una lectura incluso en las confesiones individuales. Muy pocos cristianos han sido instruidos de esta invitación y muchos confesores no saben cómo aplicarla. Sin embargo, esta relación de la Palabra de Dios con la calidad de la vida cristiana es esencial. Viva es, en efecto, la Palabra de Dios, enérgica y más cortante que una espada de doble filo; penetra hasta las junturas y entresijos del alma y juzga las intenciones y pensamientos del corazón, de modo que ninguna criatura se escapa a su mirada.

La Palabra de Dios interviene de dos maneras: es anuncio de un Dios que perdona y hace resonar las llamadas del Evangelio.

El perdón de Dios. La Palabra de Dios no nos es dada para culpabilizarnos, sino para hacer renacer en nosotros la esperanza, ante un Dios que lejos de querer la muerte del pecador, "ha enviado su Hijo al mundo (...) para que el mundo se salve por Él" (Jn 3, 17). Por eso precisa el Ritual que al elegir los textos bíblicos se ha de poner el acento en el anuncio de la Buena Nueva de un Dios que ama y perdona y, por ello, invita a la conversión (cf. n. 24). Se trata, por tanto, de celebrar la reconciliación y el perdón de Dios, y no de fijar al hombre en su pecado. Algunas celebraciones parecen olvidarlo.

- Las llamadas del Evangelio. La Palabra de Dios es también la fuente del examen de conciencia. El Ritual lo subraya en varios momentos. El cristiano no es alguien que conforma su vida con una "ley", sino que acepta escuchar las llamadas del Evangelio.

c) Celebraciones penitenciales no sacramentales. Las "celebraciones penitenciales no sacramentales" son las celebraciones comunitarias de la Palabra en las que no existe confesión y absolución. El Ritual de la Penitencia las sitúa en el Apéndice. Su importancia no ha pasado inadvertida, dado que el mismo Ritual pondera sus aspectos positivos. Entre otros, cabe señalar los siguientes: 1) permiten escuchar y meditar conjuntamente la Palabra de Dios -que anuncia la misericordia divina y descubre los pecados-, y experimentar la dimensión comunitaria del pecado, de la reconciliación y de la conversión así como acoger al que está todavía espiritualmente inmaduro y ayudarlo a convertirse; 2) educan las conciencias y enseñan el lenguaje para decir con franqueza los propios pecados; 3) ofrecen a los participantes la oportunidad de un perdón mutuo; 4) pueden ser provechosas también a los que se encuentran en situaciones irregulares; y, finalmente, 5) aunque no posean plenamente la eficacia sacramental, promueven la conversión y favorecen la súplica de la Iglesia que consigue cuando pide.

No son, ciertamente, una alternativa al sacramento; no obstante, tampoco han de considerarse como una mera preparación al mismo: poseen un valor autónomo y al mismo tiempo incrementan y mejoran las confesiones sacramentales. La pastoral debería valorarlas más, puesto que son lugares preciosos para la educación de las conciencias y para la pedagogía de la conversión, además de momentos de gracia en la Iglesia y por medio de la Iglesia, sacramento universal de salvación (cf. B. SESBOÜÉ, Pardon de Dieu, conversion de l'homme et absolution par l'Église, en J. M. CHAUVET - P. DE CLERK, eds., Le Sacrement du pardon entre hier et demain, Paris 1993, 174-175).

d) Pastoral penitencial y pastoral profética. Palabra y sacramento son dos realidades que se autorreclaman, según el adagio teológico "por la Palabra a la fe, y por la fe, al sacramento" y, a la inversa, "desde el sacramento, a la fe y desde ésta a la Palabra". La pastoral del sacramento de la Penitencia es inseparable, por tanto, de la pastoral profética -sobre todo catequética y homilética- acerca del pecado del hombre, la llamada divina a la conversión y la oferta que Dios hace, en y por la Iglesia, de su misericordia.

El pecado ocupa un lugar central en toda la historia de la salvación, puesto que todas las páginas de la Escritura Santa dan cuenta de la presencia del "mysterium iniquitatis". La historia de los renacidos en Cristo por el Bautismo es una historia en la que el pecado acompaña su peregrinación en todas las geografías y culturas y pueden apropiarse con verdad las palabras que abren la celebración eucarística actual: "Yo confieso... que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión".

El rostro del pecado tiene a estas alturas de la historia unos rasgos muy definidos, formados por la violación sistemática de los mandamientos de Dios y de la "ley de Cristo" en el ámbito personal, familiar y social a lo largo de la historia. Pero es un rostro que no cesa de adquirir nuevos perfiles con las respuestas negativas que el hombre va dando a las nuevas situaciones existenciales en que se encuentra. En el momento actual, por ejemplo, se ha implantado y generalizado en las sociedades occidentales el pecado del ateísmo, la infidelidad matrimonial (divorcio, adulterio), la limitación artificial de los nacimientos, el aborto intencionado, la violencia física y psíquica, la injusticia, la explotación del sexo, el escándalo de los niños. Es verdad que "donde abundó el pecado" ha sobreabundado "la gracia", pero ello no elimina la realidad, extensión y gravedad del pecado.

La actitud profética de la Iglesia frente al pecado se descubre desde la actitud de Jesús. Según los Sinópticos, la predicación del Reino de Dios iba acompañada de la invitación a la conversión y el ofrecimiento del perdón a todos. Más aún, ponen de relieve el nexo entre la llegada del Reino y el perdón de los pecados, como aparece en la curación del paralítico (Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26) y en la perícopa de la unción de Jesús por la pecadora (Lc 7, 36-50). Jesús no oculta la realidad del pecado ni su gravedad y consecuencias; al contrario, condena con severidad el escándalo y el adulterio, y habla con una solemnidad particular sobre el pecado contra el Espíritu Santo; incluso denuncia como verdaderos pecados los que se comenten en el interior del hombre (cf. Mt 5, 22.28), que están en el origen de sus acciones públicas (cf. Mt 15, 10-20; Mc 7, 14.23). Ahora bien, nada más contrario al Jesús de los Sinópticos que el de una persona enemiga o distante de los hombres pecadores; muy al contrario, la suya fue una actitud benévola, reconociendo que en ellos existe una aptitud para acoger la llamada a la conversión y, por tanto, para recibir la gracia de la justificación.

En este sentido, los pecadores son los verdaderos clientes del Reino que anuncia y viene a implantar. Para El, el verdadero obstáculo de la salvación no es el pecado sino el obstinado rechazo de la invitación divina a la conversión y la confianza puesta en las propias fuerzas y posibilidades. La incomparable parábola del padre del hijo pródigo (Lc 15) revela no sólo la triste suerte del hijo que abandona la casa del padre, sino, y sobre todo, la actitud de éste para perdonarle generosamente y tratarle con especial cariño, hasta el punto de suscitar la envidia del hermano mayor.

Jesús, por tanto, sitúa en el centro de su ministerio profético tanto la realidad del pecado como su gravedad; pero no fustiga ni condena al pecador, sino que lo llama a la conversión. Por otra parte, el motivo que aduce para provocar el cambio interior y exterior no es sólo ni principalmente el castigo sino, sobre todo, el amor misericordioso de su Padre, que se hace realidad viviente en la amistosa acogida que Él dispensa a los pecadores y, de modo especial, en la entrega generosa de su vida. El ministerio profético de Jesús tiene, pues, una dimensión esencialmente penitencial, orientada por estos tres ejes: la realidad-gravedad-universalidad del pecado, la infinita misericordia de Dios y la invitación a dejarse ganar por ella, acogiéndola en la propia vida.

La predicación de la Iglesia no puede obviar, por tanto, la realidad del pecado a la hora de realizar su ministerio de reconciliación, incluido el sacramental. Precisamente, una parte importante de la actual crisis penitencial es atribuible al déficit profético sobre la presencia y gravedad del pecado en la vida personal y comunitaria. Y, más todavía, al olvido o descuido de la orientación bíblica, según la cual la predicación sobre el pecado tiene por objeto mostrar la misericordia de Dios y disponer al perdón. Esta orientación reviste hoy especial importancia, pues el hombre actual, tantas veces herido y alejado, necesita que se le presente a Dios como el Dios de la misericordia y del amor, que sale a su encuentro para salvarlo y devolverle la dignidad perdida; un Dios que saca adelante su plan de salvación no sólo ni principalmente mediante castigos, sino por la bondad y el amor que, en forma de perdón, se activa en presencia del pecado reconocido.

La catequesis y la homilía necesitan tener en cuenta, por tanto, que el pecado no es un apéndice casual de la historia de la salvación, sino que forma parte de un drama permanente con unos protagonistas bien determinados: el pecador que ofende al Dios tres veces Santo; Dios, que se pone de parte del hombre para libertarlo de su pecado y le mueve a la conversión; Cristo, que quita los pecados del mundo y revela el rostro de un Dios cuyo poder se muestra, sobre todo, perdonando; y la Iglesia, en la que Jesús sigue salvando a los pecadores.

4. Pastoral del confesor

La literatura ascética del siglo de oro español distinguía bien entre el confesor y el maestro de espíritus. "Confesor" era todo sacerdote con capacidad de absolver de modo válido y lícito. "Maestro de espíritu", en cambio, era el experto en guiar las almas por el camino que Dios quería. Sin entrar en precisiones técnicas, no es difícil adivinar que estos autores apuntaban un gran principio pastoral, que podría formularse así: si para perdonar los pecados "basta" que cualquier sacerdote absuelva válidamente, para ser una ayuda eficaz para las almas penitentes se requiere "algo más". Más en concreto que el confesor sea, además de un juez justo, un buen médico con entrañas de padre.

a) El ministro, "juez". La historia del sacramento de la Penitencia remite necesariamente al concilio de Trento, el cual sentó, de modo solemne y definitivo, algunas de sus bases dogmáticas, entre ellas, la doctrina sobre el valor de la absolución. Frente a la afirmación de los Reformadores, según la cual la absolución tiene un valor declarativo, en cuanto que manifiesta el perdón concedido por Dios en atención a los méritos de Jesucristo y la fe fiducial del pecador en ellos, Trento definió que tiene valor absolutorio, es decir: que perdona realmente los pecados al pecador que los ha confesado y está arrepentido de ellos; lo cual comporta que el confesor conozca tales pecados y juzgue sobre su especie, número y gravedad, y luego dicte sentencia absolutoria. Eso explica que Trento use la categoría de juicio, al referirse al sacramento de la Penitencia.

Ahora bien, el mismo Concilio tiene conciencia de utilizar una imagen y que, por tanto, es un juicio en sentido analógico: "ad instar actus iudicialis", afirma el capítulo sexto de la sesión catorce. En efecto, existen notables diferencias entre lo que acontece en el sacramento y en un juicio humano: 1) el juez laico debe probar las acusaciones contra el reo, para condenarlo o absolverlo; en la penitencia, el penitente se autoacusa, para ser absuelto; 2) la absolución del juez es una mera declaración de no culpabilidad del acusado; la absolución sacramental restituye la gracia a quien se reconoce realmente culpable; 3) ante el juez laico, el reo se defiende; ante el confesor, se denuncia pecador y sólo reconociéndose con humildad necesitado de perdón, obtiene absolución y misericordia.

Estas precisiones y toma de distancia con el juicio ante el tribunal humano, no deben inducir a la anulación del significado espiritual y bíblico-evangélico del juicio que expresa el sacramento, como lo confirma el Catecismo de la Iglesia Católica: "En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al final de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta. Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida 'y no incurre en juicio'" (CIgC 1470).

b) Médico. El sacerdote que reconcilia no es sólo juez, sino también médico espiritual cuya misión es la curación. La figura del confesor-médico tiene una honda radicación evangélica, como atestiguan estas palabras de Jesús: "No son los sanos quienes necesitan al médico, sino los enfermos (...). Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores" (Lc 5, 31 ss). En los textos del concilio de Trento, la imagen del sacramento como medicina y del confesor como médico está presente (Ses. XIV, cap. 5 y 8), pero en segundo plano respecto a la de juicio-juez. En cambio, tuvo gran desarrollo y éxito en los textos posteriores de espiritualidad y pastoral penitencial destinados a los confesores y directores espirituales. Recientemente, la exhortación postsinodal Reconciliado et Paenitentia retoma el argumento en estos términos: "Reflexionando sobre la función de este sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, "medicina salutis" (RP 31.11). "Yo quiero curar, no acusar", decía san Agustín refiriéndose a la práctica penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión como la experiencia del pecado no degenera en desesperación (cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 82, 8: ML 39, 1558ss.).

La curación espiritual, por tanto, acontece gracias a la acción de Cristo: Cristo es el médico que cura, el buen samaritano que lava las heridas y que "derrama el aceite del consuelo y el vino de la esperanza sobre el cuerpo y el espíritu llagados de todos los hombres" (MISAL RoMANO, Prefacio común VIII). El sacerdote, ministro de este sacramento, se une ante todo "a la intención y caridad de Cristo" (PO 13), la actualiza en una correcta celebración del sacramento y la expresa con su humanidad, en gestos y palabras, respeto y delicadeza, capacidad de acogida y sapiente consejo, apoyo y acompañamiento.

c) Actitudes del confesor juez-médico. Las actitudes y comportamientos de fondo que debe cultivar el confesor para desarrollar su función de juez y médico se pueden resumir de este modo: su ministerio ha de ayudar al penitente a confesar sus pecados, ofrecerle ayuda para un auténtico discernimiento como presupuesto para un camino renovado de vida cristiana, y asignarle una congrua penitencia, como reparación y medicina.

Una premisa ineludible para el confesor es que su ministerio está al servicio de un magisterio de verdad y, por ello, no puede imponer sus opiniones personales, sino la doctrina de Cristo y de la Iglesia. Además, "sobre el sacerdote recae el grave deber de poseer la doctrina moral y canónica adecuada al menos para los communiter contingentia" (JUAN PABLO II, Discurso deI 21 de marzo de 1994, "L'Osservatore Romano", 22 de marzo 1994, 5). Asimismo, ha de poner especial empeño en "facilitar al penitente la acusación de sus pecados, compaginando la exigencia de una integridad moral, irrenunciable para los pecados mortales en cuando a su especie, número y circunstancias que cambian la especie, con la preocupación de no hacer odiosa o penosa la confesión, sobre todo a quienes se encuentran en momento de incipiente conversión" (JUAN PABLO II, Discurso del 27 marzo de 1993, "L'Osservatore Romano", 28 de marzo de 1993, 5).

Por otra parte, aunque "el sacramento no puede convertirse en técnica psicoanalítica o psicoterapéutica, sin embargo una buena preparación psicológica, y en general de las ciencias humanas, permite al ministro adentrarse mejor en el misterioso ámbito de la conciencia, con el fin de distinguir -lo cual no es fácil con frecuencia- el "acto humano" del que se es responsable, y "el acto del hombre", a veces condicionado por mecanismos psicológicos -morbosos o provocados por hábitos inveterados- que quitan o disminuyen la responsabilidad" (L.c.). Igualmente, el sacerdote no debe mostrar nunca extrañeza ante los pecados que escucha, por graves y frecuentes que sean, ni usar palabras que suenen a condena de la persona, ni provocar miedo en el penitente, ni indagar en aspectos de su vida que no sean necesarios para la valoración de sus actos.

Por último, a ejemplo de Jesús, el sacerdote-confesor ha de mantener con el penitente un coloquio lleno de caridad, ofreciéndole, de un lado, motivos de razonable y sobrenatural confianza que dispongan su alma a recibir dignamente la absolución sacramental y, de otra, asignarle una adecuada satisfacción, que, en primer lugar, repare las faltas cometidas, y luego sea una medicina espiritual que refuerce los buenos propósitos de virtud (cf. JUAN PABLO II, Discurso del 18 de marzo de 1995, "L'Osservatore Romano" 19 de marzo de 1995, 5).

Todas estas atenciones proceden de la mejor tradición, que tiene en san Alfonso de Ligorio uno de sus principales pilares. Son actitudes que hacen del sacerdote-confesor un juez justo y un buen médico del espíritu y en cuyo interior se ubican debidamente las exigencias de Dios y las del hombre pecador. Ellas concuerdan con las que santo Tomás resumía la identidad del confesor: dulcis, affabilis, atque suavis, prudens, discretus, mitis, plus atque benignus, que comentaba así el obispo español del siglo XIV, Andrés Escolar: "dulce al corregir, breve al enseñar, caritativo al castigar, afable al preguntar, cortés al aconsejar, medido al imponer la penitencia, paciente al escuchar, benévolo al absolver" (cf. J. DELUMEAU, La confessione e il perdono. Le difficolá della confessione dal XIII al XVIII secolo, Cinisello Balsano 1992, 29. Este autor es el que recoge las palabras del Aquinate).

5. El penitente: pastoral relativa a sus disposiciones

La iniciativa misericordiosa de Dios es siempre el principio de todo camino de conversión. Dios, fiel a su designio de amor incluso cuando el hombre se opone a él, llama, mediante su gracia, al pecador a la reconciliación y una renovada comunión con El. La conversión y la reconciliación del pecador serían imposibles si Dios no se le adelantase para ofrecerle su perdón y no le llamase sin cesar a su amistad. La acción de la gracia es la que trasforma al pecador y le hace posible la conversión. Pero la gracia llama a las puertas de la libertad del hombre, de modo que la reconciliación resulta imposible si el hombre-pecador se obstina en su pecado y vuelve las espaldas a la acción del Espíritu Santo. La conversión y reconciliación aparecen así como una acción conjunta de Dios y del hombre, el cual participa en la obra salvífica de la gracia mediante los actos que, según la terminología clásica, se llaman actos del penitente y que son, en concreto, la contrición, confesión y satisfacción.

La contrición. El más importante es la contrición, "es decir el rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, así entendida, es el principio y el alma de la conversión, de la metanoia evangélica que devuelve al hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al Padre, y que tiene en el sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, "de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia" (RP 6-c).

El arrepentimiento, al menos inicial, es indispensable para recibir válidamente la absolución sacramental y el confesor tiene la responsabilidad de realizar el necesario discernimiento para valorar la existencia de este presupuesto mínimo. La detallada casuística que surgió en la manualística clásica sobre la manifestación del arrepentimiento mediante signos externos, puede revestir hoy menos importancia; pues la grave desafección hacia el sacramento y la práctica inexistencia de confesiones por motivos sociales o costumbre, favorece la presunción de que el penitente se acerca con un sincero deseo de confiarse a la misericordia divina. De todos modos, el ministro no puede contentarse con valorar la sinceridad del arrepentimiento, sino que también ha ayudar al penitente a adentrarse con decisión en el camino de la conversión, sosteniéndolo en el empeño de alejarse del pecado y adherirse a Dios. Esta visión dinámica del camino de conversión aparece con claridad si se tiene presente que toda la vida del creyente ha de estar continuamente orientada y sostenida por el deseo de una cada vez mayor adhesión a la voluntad salvífica de Dios y a su designio de amor.

La confesión de los pecados. La confesión íntegra de los pecados mortales fue definida por el concilio de Trento como "necesaria por derecho divino". La manifestación de los pecados al ministro aparece ya en el estadio de la "penitencia canónica", momento en el que el obispo, después de escucharle los pecados, concedía, denegaba e imponía las condiciones al pecador que solicitaba entrar en el "estado penitencial". La confesión de los pecados en orden a recibir la reconciliación sacramental no nace en la edad media con los monjes de san Columbano. En ese momento se afianza el esquema penitencial que ya no responde a la "penitencia única" en la vida, sino otro que facilitaba, al menos en teoría, la reiteración de la Penitencia y que se denomina comúnmente como "penitencia tarifada". Pero la manifestación de los pecados más graves, particularmente los de adulterio, homicidio y apostasía, al obispo se remonta a los mismos orígenes de la Iglesia.

"Se comprende, pues, que desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los Apóstoles y a Cristo, la Iglesia haya incluido en el signo sacramental de la Penitencia la acusación de los pecados. Ésta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre usual del Sacramento ha sido y es todavía el de confesión. Acusar los pecados propios es exigido, ante todo, por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquel que en el sacramento ejerce el papel de juez... y, a la vez, el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. Pero la confesión individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, de comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios.

La acusación de los pecados no se puede reducir, por tanto, a cualquier intento de autoliberación psicológica ñaunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, la cual es connatural del corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al Padre y es acogido por El con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona" (RP 31, III).

Aquí está una de las claves de comprensión de la acusación individual, no comunitaria ni genérica, de los pecados personales, salvo en situaciones del todo extraordinarias: si el pecado es un hecho personal, intransferible, por el que una persona abandona la casa paterna recorriendo caminos concretos de pecado, sólo ella tiene en sus manos emprender el camino del retorno, precisamente desandando esos caminos. Además, "esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediante el ministro de la Penitencia es la Comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado" (RP 31, 111).

El penitente que confiesa sus pecados, confiesa también su fe en la obra salvífica de Cristo y en la mediación de la Iglesia. La confesión de los pecados resulta así un acto de culto con el cual el fiel, ejercitando el carácter bautismal que lo hace partícipe del único sacerdocio de Cristo, tributa alabanza a Dios, confesando tanto su pecado como la misericordia divina. La acusación de los pecados tiene una dimensión religiosa y humana profunda, dado que la designación por su nombre de los propios pecados, se convierte también en expresión concreta de la voluntad real de reparación, de la seriedad de la conversión y del esfuerzo de luchar contra el mal.

En íntima relación con la necesidad de la acusación íntegra se encuentra el examen de conciencia previo al sacramento. Este examen ha de hacerse a la luz de la misericordia divina y no debe confundirse con una ansiosa introspección psicológica. En realidad es una confrontación serena y sincera de la propia existencia con la ley moral interior, con la normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Señor, maestro, modelo y fuente de la vida nueva, y con el Padre celestial que, por medio del Espíritu Santo, llama al bien y a la perfección.

La satisfacción o penitencia. La satisfacción es el acto que corona el signo sacramental de la reconciliación. Muchos pecados comportan directamente una ofensa al prójimo y en cuanto tales exigen una reparación en justicia. Por ejemplo, el robo exige la restitución; la calumnia, el restablecimiento de la reputación comprometida; si se ha sido causa de un daño, la asunción de las propias responsabilidades. Pero el pecado no sólo implica ofensa al prójimo sino que es, ante todo y principalmente, ofensa a la bondad y dignidad de Dios. Además introduce una fuente de desorden en el interior del corazón del hombre. Estas realidades llevan consigo que la voluntad de conversión vaya acompañada de obras de penitencia y satisfacción.

Éste no es el precio que el pecador paga por el pecado absuelto y el perdón recibido, pues ningún precio es parangonable con el bien obtenido, fruto de la pasión de Cristo y de la efusión salvífica de su Sangre. Las obras satisfactorias son, más bien, el signo del compromiso personal que, en el sacramento, el cristiano ha asumido con Dios de comenzar una existencia nueva e incluye la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir la propia mortificación, física o espiritual, a la pasión de Cristo.

En tal sentido, la satisfacción adquiere un valor medicinal en los comportamientos del pecador que, mediante ella, se apresta a reparar la disgregación introducida por el pecado en su persona y orienta nuevamente hacia el bien sus capacidades de elección y estilo de vida; pues, incluso después de la absolución, perdura en el corazón del creyente una zona de penumbra, debida a las consecuencias del pecado y al debilitamiento de sus facultades espirituales. Esta zona de sombra tiene necesidad de ser combatida tenazmente con la mortificación y la penitencia.

El confesor está obligado a imponer una penitencia proporcionada a la naturaleza y gravedad de los pecados, teniendo en cuenta las condiciones y posibilidades del penitente. La norma general es que la satisfacción se actúa sobre todo mediante la oración, como alabanza a Dios y a su misericordia, aunque en ciertos casos puede requerir también obras buenas que orienten hacia el ejercicio de las virtudes, especialmente de la caridad, sin excluir la mortificación corporal. En este sentido, se pueden recordar la práctica de la abstinencia y el ayuno, una especial dedicación al propio trabajo y a los propios deberes, la limosna y ayuda a los pobres y necesitados.

La satisfacción es un cierto "contrapeso" y una medicina respecto al pecado; pero debe ser sencilla, para no convertirla en gravosa, quizás nociva, para la vida espiritual del penitente, cuyas condiciones humanas y espirituales han de ser sopesadas con un adecuado discernimiento pastoral. Ciertamente, debe existir "una cierta proporción cuantitativa entre el pecado cometido y la satisfacción; pero es preciso tener en cuenta el grado de piedad, la cultura espiritual, la misma capacidad de comprensión y atención y, eventualmente, la tendencia al escrúpulo del penitente. Por esto, mientras se aprovecha la penitencia sacramental para impulsar a los penitentes a la oración, habrá que atenerse, ordinariamente, al principio de que es mejor una penitencia módica pero cumplida con fervor, que una penitencia muy grande no cumplida o cumplida con ánimo displicente" (JUAN PABLO II, Alocución a la Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las basílicas patriarcales de Roma, 18 de marzo de 1995).

6. La confesión frecuente y la dirección espiritual

Para el cristiano, la llamada a la conversión y al perdón no debería limitarse a los casos objetivamente graves. Los pecados cotidianos requieren también la medicina del sacramento, otras celebraciones no sacramentales y el debido acompañamiento espiritual. La confesión frecuente de este tipo de faltas "es muy útil" (RP 7-b). "No se trata, en efecto, de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús. En estas confesiones, los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus propias faltas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu" (Ibídem).

La confesión frecuente tiene hondas raíces en la vida de la Iglesia. Su primera etapa se remonta el siglo quinto, momento en el que el paso de la penitencia "única en la vida" a la penitencia reiterada preparó el terreno a la praxis de la confesión frecuente. El segundo momento importante se sitúa en torno al cuarto concilio lateranense, con la promoción de la práctica de la comunión frecuente, que trajo consigo la práctica correlativa de la confesión. Trento, en respuesta a la posición luterana, definió como lícita, aunque no obligatoria, la confesión de los pecados veniales. Posteriormente, los romanos pontífices, especialmente Benedicto XIV, Pío VI, san Pío X y Pío XII no han cesado de impulsarla y recomendarla. Este último, dejó escrito en la encíclica Mystici Corporis (Pío XII, Mystici corporis, "AAS" 25 [1943] 193-248), que había sido introducida en la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo, en respuesta a la controversia teológica del área alemana, que sometía a discusión la legitimidad de la confesión de los pecados veniales. El Vaticano II (cf. PO 18) ratificó la exhortación a la confesión frecuente.

La reflexión teológica actual contempla la confesión frecuente en el contexto más amplio del redescubrimiento de la dimensión cristológica y mistérico-pascual de este sacramento; la revalorización de su dimensión litúrgica; la reafirmación de la dimensión personal del pecado y de la conversión; la toma de conciencia de la unidad del septenario sacramental, del que la penitencia forma parte y, por ello, la especificidad de este sacramento.

A la luz de esta dimensión cristocéntrica, sacramental y pascual de la Penitencia, la confesión aparece como un encuentro personal con Cristo que salva. El sacramento hace experimentar que el perdón es inmerecido, gratuito, procedente no del hombre sino de Dios. Así entendida, la confesión sacramental de los pecados veniales tiene su propia especificidad respecto a los demás medios de perdón, sobre todo la Eucaristía.

Por otra parte, vista en perspectiva histórico-salvífica, la confesión frecuente aparece como una sacramentalización del camino de conversión del cristiano que vive, en el momento de la confesión, una etapa significativa en su itinerario espiritual.

La vida de los santos y la modalidad con que los institutos religiosos y otros movimientos, asociaciones e instituciones eclesiales exhortan y viven la confesión frecuente es una nueva luz sobre este importante tema.

El acompañamiento espiritual es hoy objeto de una demanda, incluso mayor que en épocas pasadas; con la particularidad de que proviene ampliamente de bautizados que no son clérigos ni religiosos. Son muchos, en efecto, los laicos que, bien con ocasión de un acontecimiento familiar o personal, o en conexión con un compromiso asumido en el servicio de la Iglesia, experimentan esa necesidad.

La Iglesia debe alegrarse y responder a este demanda. No es indispensable que sea una tarea reservada a los sacerdotes. En Oriente, por ejemplo, está admitido como costumbre, desde san Basilio, que el sacerdote, por el hecho de estar ordenado, no está cualificado para oír confesiones y, al contrario, el padre espiritual -el pater pneumatikos- no tiene que estar necesariamente ordenado. En fin, el acompañamiento espiritual, con la "confesión" de tipo terapéutico que ella comporta, no está ligada necesariamente a la absolución sacramental. La llamada "confesión a los laicos" y la de los primitivos monjes no fueron una confesión sacramental sino una modalidad de dirección espiritual. El carácter bautismal, en cuanto participación en la misión santificadora de Cristo, habilita a los seglares para asumir esta responsabilidad, con tal de poseer suficiente buen sentido, ciencia, prudencia y experiencia de Dios.

7. Situaciones irregulares y difíciles

Un campo concreto de la pastoral penitencial viene determinado por los católicos que se encuentran en situación matrimonial irregular o difícil. Hasta hace unos años su extensión era bastante reducida; hoy, en cambio, ha adquirido grandes proporciones y las expectativas de crecimiento siguen un ritmo creciente en los países de tradición cristiana.

La pastoral penitencial de hoy no puede prescindir de este amplio sector de cristianos. El punto de partida exige una labor de discernimiento para distinguir con claridad quiénes se encuentran comprendidos entre los casos "irregulares" y quiénes entre los "difíciles", pues no son equiparables desde el punto de vista teológico, jurídico y pastoral.

a) Se encuentran en situación matrimonial irregular, al menos estas tres categorías de personas: los divorciados civilmente vueltos a casar; los conviventes ("uniones de hecho"), y los casados tan sólo civilmente.

El primer grupo está formado por los católicos que, contraído validamente el vínculo matrimonial y permaneciendo dicho vínculo, han atentado un "nuevo matrimonio" y viven en él. Esta situación se suele crear mediante una sentencia de divorcio, emitida por la autoridad civil (o de cesación de los efectos civiles, en el caso de matrimonio concordatario) y por un pretendido nuevo vínculo matrimonial que se asume mediante el matrimonio civil. Se encuentran en idéntica situación de los divorciados vueltos a casar y asimilados, quienes, dejando de lado el anterior vínculo matrimonial válido, viven de hecho una convivencia (que parece) matrimonial, esté o no sancionada por una formalidad civil.

El segundo grupo lo forman los católicos que, sin haber asumido un vínculo matrimonial válido, simulan el estado matrimonial, condividiendo "techo, mesa y lecho", realidades típicamente matrimoniales pero que no tienen el respaldo de ningún vínculo matrimonial. Se les equiparan en todo, los católicos que tienen una convivencia marital basada tan sólo en el matrimonio civil y después, abandonada esta "experiencia", conviven en una relación únicamente de hecho. Para formar parte de esta categoría es indispensable la ausencia de todo matrimonio precedente válido y la ausencia de toda formalidad, aunque sólo sea civil, que "ratifique" su convivencia.

Finalmente, el tercer grupo está constituido por los católicos que conviven sin haber asumido ningún matrimonio válido y "fundan" su actual convivencia en la única formalidad de la "celebración" de un "rito" matrimonial público ante la autoridad civil.

b) Estas situaciones irregulares no deben confundirse con la de los matrimonios católicos que se encuentran en situación difícil, a saber: los separados y los divorciados. Los separados son aquellos católicos que han interrumpido la convivencia matrimonial y no comparten ya con el propio cónyuge "techo, mesa y lecho", aunque admiten la persistencia de su vínculo matrimonial válido. Como es sabido, la "separación" no es una decisión autónoma de los cónyuges, sino que obedece a criterios objetivos determinados por la Iglesia y a su juicio. Los divorciados son los católicos que han interrumpido la convivencia a pesar de existir un vínculo matrimonial válido, recuperando la posibilidad de "contraer" un nuevo "matrimonio" civil, aunque hasta ahora no han hecho uso de dicha posibilidad.

Aunque pudiera parecer que todos estos grupos están en idéntica situación, la diferencia es esencial, pues los matrimonios en situación irregular se encuentran en un estado objetivamente contrario a la ley de la Iglesia, mientras que los de la situación difícil están sólo en peligro de caer en tal estado.

1) La posición eclesial de los que se encuentran en situaciones matrimoniales irregulares es ésta: no están excomulgados, pero, estando en la Iglesia y en comunión con ella, tal comunión no es plena. No están excomulgados porque la excomunión, como pena medicinal o censura que la Iglesia impone en los casos más graves para impulsar a los cristianos a la conversión, no está prevista para este tipo de católicos. Estas personas son y permanecen cristianos y miembros del Pueblo de Dios, tanto por el Bautismo, como por otros muchos vínculos que, más allá del Bautismo y la fe, permanecen entre estos divorciados y la Iglesia. Si la comunión con la Iglesia resulta del triple vínculo: la fe, los sacramentos y los pastores (cf. LG 14), los divorciados vueltos a casar no se diferencian de los otros cristianos respecto a su inserción en la Iglesia. Continúan dentro de la Iglesia, que los sigue considerando como hijos, más aún: los invita y anima a una vida cristiana más intensa. Su no plena comunión con la Iglesia no está en la carencia de algunos o algunos de vínculos que constituyen la comunión, sino en la manifestación de dicha comunión. La imposibilidad de acceder a la Eucaristía no llega a desvirtuar su comunión con la Iglesia.

No obstante, los "matrimonios en situación irregular" no pueden acceder a la comunión eucarística, pues no pueden recibir la absolución sacramental. En efecto, los que tienen conciencia de pecado grave, no pueden "comer el cuerpo y beber la sangre del Señor" sin previa reconciliación sacramental (cf. 1 Cor 11, 27-29 y el CIC, c. 916), puesto que su estado de vida es objetivamente contrario al Evangelio y cierran la posibilidad de reconciliarse, dado que la reconciliación exige una ruptura con los pecados confesados y, en consecuencia, propósito de no cometerlos. No parece que haya duda sobre el hecho de que su vida está en abierto contraste con el Evangelio, puesto que éste proclama y exige un matrimonio único e indisoluble. Si la comunidad cristiana vive con profundidad las exigencias del Evangelio, ha de sentir el divorcio y el nuevo matrimonio civil como gravemente contrario con las indicaciones evangélicas.

Ahora bien, la Iglesia no contempla con indiferencia o desprecio estas situaciones irregulares de sus hijos, ni con tanto rigor que niegue toda posibilidad para que los divorciados vueltos a casar reciban la confesión y comunión eucarística. Hay circunstancias en las que la Iglesia puede conceder el perdón de la Penitencia a estos hijos sin traicionar la fidelidad a su Esposo. Los obispos italianos han señalado las condiciones siguientes: arrepentimiento sincero, causa justa, compromiso de trasformar en amistad, estima y ayuda mutua la convivencia "matrimonial", recepción de la comunión eucarística en un lugar donde no sean conocidos y se evite el escándalo (cf. CEI, La pastorale dei divorziati risposati e dai quanti vivono in situazioni matrimoniali dificili, ""Notiziario della Conferenza Episcopale Italiana" [1979], 66-84). Entre las causas justas han indicado "la edad avanzada o la enfermedad de uno o de ambos cónyuges, la presencia de hijos necesitados de ayuda y educación" (n. 28b).

La "mera abstención" de relaciones conyugales no da derecho a acceder a la comunión; es preciso, además, un motivo proporcionado, que aproxima tal concesión a una especie de favor o dispensa. El compromiso de vivir en plena continencia, es decir: de abstenerse de los actos propios de los cónyuges, debe ser serio: apoyado en la certeza moral de poder mantenerlo, con la gracia de Dios y la puesta en práctica de los medios oportunos al efecto. En este sentido, la praxis pastoral no puede ser menos rigurosa que en los casos en que, al confesar una relación adulterina, se exige "no volver a cometer pecado". La tercera condición -trasformar en relaciones amistosas la convivencia "marital"- resulta tan difícil de precisar en la práctica, que la Familiaris consortio prescinde de ella (cf. FC 84e). La última condición se rige por las normas generales sobre el escándalo; esto explica que la Familiaris consortio tampoco la mencione (lb.).

2) Los conviventes y casados sólo civilmente se encuentran en idéntica situación que los divorciados vueltos a casar, por lo que respecta a la reconciliación sacramental y a la comunión eucarística. Su situación es, no obstante, menos angustiosa en la praxis pastoral, pues puede ser regularizada con la celebración sacramental, o incluso con la convalidación y sanación "in radice". No se les exige dejar la convivencia, sino hacerla reconocer como válida por la Iglesia, convirtiéndola en vínculo matrimonial válido y sacramento.

3. Los que se encuentran en situaciones difíciles -separados y divorciados no casados de nuevo- pueden acceder al sacramento de la reconciliación y a la comunión eucarística. La Conferencia Episcopal Italiana exige, en el caso de los separados, que mantengan viva "la exigencia del perdón propia del amor" y la disponibilidad "para preguntarse ñcon el fin de actuar en consecuenciañ sobre la oportunidad o no de reemprender la vida conyugal" (n. 45) y en el caso de los divorciados que han pedido y obtenido el divorcio, "el arrepentimiento sincero y la reparación de mal hecho" (n. 48b).

Más en concreto, "para que pueda recibir el sacramento de la reconciliación el simple divorciado, debe manifestar al sacerdote que, aunque ha obtenido el divorcio civil, se considera verdaderamente ligado ante Dios con el vínculo matrimonial y que vive ahora como separado por motivos moralmente válidos, concretamente: por la inoportunidad o incluso imposibilidad de una reanudación de la vida conyugal" (n. 48c).

El confesor debe evitar dos extremos: adoptar la actitud previa de negar sacramentalmente la absolución o, al contrario, no hacer de ello ningún problema. Está ligado por una doble fidelidad: el bien espiritual de los fieles y la doctrina del magisterio de la Iglesia. La primera fidelidad le impone valorar la situación del fiel y, si se aviene a las condiciones mencionadas, procurarle los medios necesarios y aptos para su salvación, incluidos los sacramentos (cf. c. 213), tras haber verificado que el fiel (penitente) posee las disposiciones debidas (cf. c. 980). Por otra parte, dado que no es dueño de la confesión, sino ministro de la Iglesia, en la dispensación de la misericordia divina a los que están verdaderamente arrepentidos, no puede sino ser fiel a las directrices y normas de la autoridad competente (cf. c. 978.2).

A título orientativo, éstas han de ser sus actitudes: insistencia en la actitud de acogida como buen pastor; presunción a favor de la buena voluntad del penitente; discreción y prudencia al preguntar; no traicionar el ministerio de la misericordia, negando apresuradamente la absolución; saber usar con prudencia las situaciones de error o ignorancia, y las dudas de conciencia. Brevemente: en este caso, como siempre, es indispensable un discernimiento tanto en el mismo acto de la confesión como fuera de ella, momento este último, en que puede resultar más fácil analizar la situación del interesado. A través de una buena dirección espiritual el fiel será ayudado para no tener que repetir su situación en cada confesión y entre tanto acercarse a este sacramento, y a otros medios de reconciliación, en el contexto de un más amplio camino de conversión.

8. La primera confesión (y primera comunión)

La primera confesión constituye también una situación especial dentro de la pastoral de la Penitencia. Unas pinceladas históricas pueden facilitar su comprensión.

a) Como es sabido, el concilio Lateranense cuarto impuso la obligación de la confesión anual y comunión pascual a quienes hubiesen alcanzado "la edad de la discreción", es decir: aquella en que se es capaz de distinguir -a nivel intelectual y moral- entre el bien y el mal, de modo que se puede cometer pecado grave. Trento ratificó que la penitencia es obligatoria, al menos una vez al año, para los fieles que han llegado "a los años de la discreción" (DS 1683). En los siglos posteriores prevaleció la idea de que se requería un mayor uso de razón para acceder a la Eucaristía que a la Penitencia y -por influjo de las corrientes rigoristas- se insistió en una mayor preparación para la primera que para la segunda.

La praxis pastoral dio como resultado que la comunión se retrasase -en no pocas partes hasta los catorce años-, y se considerase como culminación de los esfuerzos del niño, mientras que la Penitencia se practicaba antes, incluso regularmente, por considerarse al niño como sujeto capaz de cometer pecado grave.

Precisamente, san Pío X reaccionó contra este rigorismo y estableció que la edad requerida tanto para la primera comunión como para la confesión es la de la discreción o momento en el cual el niño comienza a razonar (hacia los siete años); rechazó la praxis de admitir a los niños a la primera comunión sin la confesión previa; y decretó que el estado de gracia y la rectitud de intención eran las dos únicas condiciones necesarias para recibir la Eucaristía.

El Código de 1917 (cns. 853-854; 859; 905) sancionó estas directrices. El Directorio Catequético General, en el Addendum ("AAS" 64 [1972] 97-176; Addendum: pp. 173-176), ratificó la necesidad de hacer preceder la confesión a la primera comunión, si bien permitía algunos experimentos bajo el control de las Conferencias Episcopales en diálogo con la Santa Sede. En los años posteriores, estas experiencias -que ya habían comenzado antes de permitirlas el Directorio- se difundieron por Europa, Canadá y los Estados Unidos, a veces al margen de la autoridad de los obispos.

Surgieron así dos pastorales distintas: una que insistía en la Penitencia como preparación a la Eucaristía, en el pecado y en la dignidad necesaria para una participación fructuosa en la mesa eucarística, y otra que exigía la Penitencia previa sólo en el caso de pecado grave -eventualidad que muchos consideraban imposible en los niños- y la maduración psicológica para comprender y vivir tanto el sacramento de la Penitencia como el de la Eucaristía. Los experimentos fueron prohibidos en 1973 por la Sanctus pontifex, Declaración conjunta de las Congregaciones para el Clero y para la Disciplina de los Sacramentos (24.5.1973) ("AAS" 65 [1973] 410) y luego por una carta circular de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos (31.3.1977) y una respuesta oficial de las Congregaciones antes citadas (20.5.1977) ("AAS" 69 [1977] 427).

El Código de 1983 dedica el canon 913§1 a la primera comunión en los casos normales y el 913§2 al caso de los niños en peligro de muerte; el 914 está dedicado a la preparación a la primera comunión. Los dos criterios de admisión se especifican de modo muy sintético: "conciencia suficiente" y "debida preparación". La "conciencia suficiente" implica no sólo el uso de razón o la capacidad de distinguir el pan eucarístico del común, suficiente en el caso de peligro de muerte, sino al menos una conciencia que permita a los niños "percibir, según su capacidad, el misterio de Cristo"; la "debida preparación" comporta una catequesis que capacite al para "recibir con fe y devoción el Cuerpo del Señor". No especifica, por tanto, una edad determinada para la primera comunión, sino que requiere una valoración caso por caso sobre la capacidad mínima, inicial, que tiene el niño de encontrarse con el misterio de Cristo. Tal madurez mínima se adquiere normalmente hacia los 7-8 años, según el sentir común de los autores (J. MANZANARES, L'Eucaristia, en W, 1 sacramenti della Chiesa, Bologna 1989, 101-102).

El mismo canon 914 ratifica -en continuidad con las decisiones que en este siglo han ido madurando desde el Quam singulari (8.8.1910)- que la celebración de la penitencia sacramental previa es necesaria para recibir la primera comunión. Juan Pablo II ha insistido en la secuencia tradicional y en la preparación pedagógica de los ministros de la reconciliación, para que eduquen la conciencia de los niños respecto a la necesidad la Penitencia previa siempre y sólo cuando hayan cometido pecado grave, y puedan iniciarlos a la Penitencia en una forma adaptada a su edad.

b) La niñez es la edad del descubrimiento progresivo de la vida y de las relaciones, en un continuo intercambio entre la realidad y la fantasía, la creatividad e imitación, todo ello dentro de un contexto que cambia con mucha rapidez. Aquí se sitúan los dos criterios básicos de discernimiento sobre la madurez humana y cristiana del niño: la valoración ha de ser personas, caso por caso; el progreso de valoración moral se desarrolla de modo lento y progresivo. En consecuencia, un niño normal es capaz de ser introducido en el misterio de Cristo y mantener con Cristo una inicial experiencia espiritual mediante la oración; así mismo, puede hacer opciones buenas y malas.

La educación moral del niño debe iniciarse con el primer despertar de su conciencia, inteligencia y libertad, momento en el que se le inicia en la inteligencia de la fe y la formación de la conciencia para una elección libre y responsable del bien. A esa edad son muchas las veces que escucha en el ambiente familiar y escolar expresiones como "no hagas eso", "muy bien", "obedece", "deja eso", a la vez que ve, observa, capta, imita, pide perdón. A través de todo esto, va formando sus propios criterios morales. Por otra parte, si se trata de una familia cristiana, en ese momento comienza a conocer a Jesús y su palabra a través del catecismo, la participación en la misa del domingo y en manifestaciones diversas de piedad popular, se integra en grupos de amigos que aprenden a rezar y se preparan a la primera comunión.

Es indudable que los niños de seis o siete años son capaces de celebrar la penitencia y la reconciliación. Es el tiempo de la primeras celebraciones penitenciales no sacramentales, contempladas en el nuevo Ritual de la Penitencia, con las que va tomando conciencia poco a poco de la presencia del mal en la existencia humana y su liberación por Cristo. No se trata de aplicarle los criterios de valoración de los adultos, sino de juzgarle "según su capacidad", es decir, de acuerdo con una maduración relativa. A esa edad, en efecto, el niño sabe cuándo se porta bien en casa y en el colegio y cuando se porta mal, si lo que dice es o no mentira, si le dan un premio o un castigo, si es egoísta o buen amigo de sus amigos, lo que es el perdón de sus padres, etc.

Lo que dice la Instrucción para la aplicación litúrgica del Código de las Iglesias Orientales sobre la primera comunión, es aplicable igualmente a la primera Penitencia: "La modalidad de su participación en la Eucaristía corresponderá a su capacidad: al principio será distinta de la de los adultos -necesariamente menos consciente y poco racional-, pero se irá desarrollando progresivamente mediante la gracia y la pedagogía del sacramento (...). El sacramento es siempre un don que obra eficazmente, de modo distinto, como distinta cada persona" (CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES, lstruzione per l'aplicazione delle prescrizione liturgiche del Codice dei canon delle Chiese orientali (6.1.1996), n. 51, "AAS").

Es, pues, correcto tanto desde el punto de vista de la teología como de la pastoral, admitir a los niños a la primera confesión y primera comunión una vez que, verificado caso por caso, se constata que posee al menos un desarrollo inicial de la conciencia moral y una primera respuesta a la catequesis sobre el misterio de Cristo. Incluso es bueno separar ambos sacramentos para no dar implícitamente el mensaje de que son inseparables. Es verdad que la preparación a vivir fructuosamente el sacramento de la Penitencia es más difícil que la de la Eucaristía, pero eso no implica que la catequesis no deba detenerse en los problemas de cada uno de los niños el tiempo que sea necesario, e involucrar también a los padres, dado que ellos son una referencia esencial en esta edad.

En cuanto a la pedagogía de la catequesis sobre el sacramento de la Penitencia, parece que en un primer momento hay que insistir sobre todo en la penitencia como actitud continua de la vida cristiana (virtud) y luego en el sacramento de la Iglesia que otorga el perdón del Padre. Quizás sea oportuno iniciar este segundo momento con algunas celebraciones comunitarias no sacramentales; ciertamente, se concluye con la preparación específica a la celebración individual sacramental. Un aspecto importante de esta catequesis es la participación consciente en la celebración eucarística, que contiene tantos elementos penitenciales: acto penitencial, Señor, ten piedad, Cordero de Dios, etc. En la práctica, una parte no pequeña de la problemática que hoy recae sobre el sacramento de la Confirmación pasaría a formar parte de la primera penitencia y reconciliación.

9. Horizontes

El horizonte que se abre a la dimensión penitencial de la pastoral de la Iglesia en los albores del tercer milenio se configura a partir de, al menos, los siguientes factores (para una visión más amplia, cf. CEE, Dejaos reconciliar con Dios, Madrid 1989, 73-103). 1°) La presencia del pecado en la vida de tantos cristianos, la pérdida progresiva de la conciencia de culpabilidad, el oscurecimiento generalizado del sentido moral, y el alejamiento masivo y dilatado de muchos de la práctica religiosa y, más en concreto, de la penitencial, ponen a la acción pastoral de la Iglesia ante la prioritaria e inaplazable responsabilidad de llamar a la penitencia y a la reconciliación a todos sus hijos, más aún, a todos los hombres. Parte importante de esta responsabilidad es el ejercicio vibrante del ministerio profético, que afronte la realidad del pecado en toda su crudeza y, a la vez, presente la infinita misericordia de Dios para con los pecadores. 2°) La reconciliación es un aspecto central de la misión de la Iglesia. Ella, por tanto, ha de dar un espacio primordial a la profesión y celebración de la Penitencia, pues le faltaría algo esencial a una comunidad cristiana que no tuviese tiempo de reunirse para hacer memoria del acontecimiento del perdón ofrecido de una vez por todas por Cristo y permitir a cada uno confesar sus pecados. Pues es del pecado de lo que Cristo ha salvado a los hombres. 3°) Las situaciones penitenciales son muy diversas, si bien parece que las principales se agrupan en estos tres bloques: a) los cristianos alejados del sacramento desde hace mucho tiempo o en situaciones familiares, profesionales y sociales particularmente graves, quizás escandalosas, que han sentido la llamada a la conversión y desean regularizar su situación por la reconciliación con Dios y con la Iglesia; b) los que, tras haber caído en pecado grave, desean el sacramento para restablecer la amistad con Dios; y c) los cristianos más o menos fervorosos que acceden al sacramento de modo habitual para purificar su conciencia de las faltas cotidianas, ahondar en el espíritu de penitencia y configurar su vida entera según las exigencias de la vocación bautismal. Situaciones tan diversas requieren también celebraciones diversas, aunque todas deban ajustarse a la doctrina y praxis de la Iglesia. 4°) Es urgente resituar la pastoral de la Penitencia dentro de la pastoral de la fe y del bautismo y del proceso penitencial de la vida cristiana; esto conlleva la recuperación de la penitencia como virtud y como sacramento. 5°) Los sacerdotes han de conceder un tiempo generoso a la celebración del sacramento y renovar sus actitudes personales y pastorales, en vistas a acoger con entrañas paternales a cada uno de los pecadores y hacer que su ministerio sea más eficazmente medicinal. 6°) La confesión frecuente posibilita el ejercicio del diálogo personal con el penitente y ha dado frutos inmensos en los siglos pasados; de ahí la clara apuesta pastoral por su conservación y crecimiento. Esto no impide, al contrario, exige que sea revitalizada con una adecuada catequesis sobre la dimensión eclesial del pecado y de la reconciliación, y renovada mediante las celebraciones previstas por el Ritual (rito B) y otras celebraciones penitenciales de la Palabra. 7°) La oferta de un acompañamiento espiritual o de una "dirección de concienciaí debe ser propuesta de modo claro y concreto. 8°) Para las personas culpables, al menos objetivamente, de una grave ruptura con Dios y, en consecuencia, con la Iglesia -bien sea a través de un acto concreto o a través de un período más o menos largo de vida- la confesión individual de sus pecados a un sacerdote constituye el único camino ordinario de reconciliación. "La Conferencia Episcopal Española estima que, en el conjunto de su territorio, no existen casos generales y previsibles en los que se den estos elementos que constituyen la situación de necesidad grave en la que se puede recibir la absolución sacramental general (c. 961&1.2.). Por consiguiente, la forma ordinaria de reconciliación sacramental, que debe facilitarse por todos los medios a los fieles, es y seguirá siendo la confesión individual en las dos formas determinadas en el Ritual" (CEE, Dejaos reconciliar con Dios Anexo 1). 9°) La confesión de los niños, especialmente la que precede a la primera comunión comporta una dificultad objetiva pero es también ocasión privilegiada para la formación de su conciencia, la maduración de sus actitudes penitenciales y la inserción progresiva en el misterio de Cristo.

BIBL. – A. MIGLIAVACCA, La "confessionefrecuente di devozione". Studio teologico-giuridico sul periodo fra i Codici del 1917 e del 1983, Roma 1997, pp. 297-324 (bibliografía); CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑotA, Dejaos reconciliar con Dios, Madrid 1989; JUAN PABLO II, Reconciliación y Penitencia, "AAS" 77 (1985) 185-275 (en castellano "Ecclesia" 45 (1985)16-46 y PPC (DE 99), Madrid 1984); E. MIRAGOLI (ed), II sacramento della Penitenza. 11 ministero del confessore: indicazioni canoniche e pastorali, Milano 1999; J. RAMOS-REGIDOR, El sacramento de la Penitencia. Reflexión teológica a la luz de la Biblia, la historia y la pastoral, Salamanca, 1975; W., Sobre el Sacramento de la Penitencia y las absoluciones colectivas, Pamplona 1976.

José Antonio Abad Ibáñez