Jesús de Nazaret
DPE
 

SUMARIO: 1. La Buena Noticia. -2. Desde la experiencia del Resucitado. — 3. Los nombres propios de Jesús. — 4. Jesús y el Dios del Reino. — 5. Orientaciones pastorales.


Jesús, nacido de María en Belén de Judá, que vivió en Nazaret y formó un grupo de discípulos, anunció el Evangelio del Reino con obras y palabras, entró en conflicto con los poderes establecidos, fue condenado a muerte en tiempos de Poncio Pilatos y resucitó según las Escrituras. Este crucificado y resucitado (Hech. 2,36), vendrá al final de la historia como único Señor (Hech. 1,11). La fe cristiana afirma la identidad entre Jesucristo sentado a la derecha del Padre y Jesús de Nazaret.

1. La buena noticia

La noticia más grande y definitiva es que Dios ha enviado a su Hijo (Mc. 1,11) para que fuéramos hijos en el Hijo (filiación adoptiva) (Gál. 4,5). El Hijo eterno de Dios "ha venido en carne" (1 Jn. 4,2); el verbo se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn. 1,14.16). El artículo 2° del Credo dice: "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor".

El nombre Jesús en hebreo significa "Dios salva"; en la cultura semítica el nombre expresa la identidad y la misión que la persona ha recibido (Lc. 1,31). Dios Padre en y por Jesús "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1,21). "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Hech. 4,12; 9,14). En la persona de Jesús, Dios nos salva y reconcilia (2 Cor. 5,19); por la Encarnación la segunda persona de la Santísima Trinidad se ha unido a todos la humanidad (Rom. 10,6-13). La Resurrección de Jesús le sitúa "sobre todo nombre" (Flp. 2,9); por El podemos poder llegar hasta el Padre y seguir su misión en este mundo. Todas las oraciones en la liturgia cristiana se elevan a Dios Padre "por Nuestro Señor Jesucristo que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos".

La salvación de Dios la reconocemos y la recibimos en Jesús de Nazaret; Cristo Jesús es Dios y hombre al tiempo, es la revelación de Dios y del hombre al hombre. Por eso mismo, nos cuestiona y nos llama a la conversión. Lo que Jesús dijo e hizo, sus criterios y aptitudes, sus gestos y sensibilidad, sus propuestas y su causa, el anuncio del Reino y su presencia transformadora de la realidad, son las manifestaciones de su persona; en consecuencia, conectar con esta manera de ser y actuar de Jesús es la única manera de llegar a conocer a Jesús sin manipulaciones e intereses. Para Jesús de Nazaret el Reino es el horizonte de su vida; ahí aparece el rostro de Dios como Padre de todos que alienta la esperanza más allá de la muerte. La resurrección de Jesús resitúa la persona y la vida de Jesús en el horizonte salvador para los que a lo largo de la historia han acogido y transmitido la fe en Jesús.

2. Desde la experiencia del resucitado

Los apóstoles tienen una experiencia única de la resurrección; sienten que el Señor vive y está presente en la historia. Desde esta experiencia van recordando hechos, gestos y palabras, y van rastreando la existencia histórica de Jesús de Nazaret desde la confesión de fe en Cristo resucitado.

Los evangelios se preguntan por el origen de aquel que se proclama Dios y Señor; la resurrección de Jesús es la expresión de que Dios ha cumplido su promesa de salvación mantenida a lo largo de la historia; por eso se hacen las genealogías al comienzo de los sinópticos. Y Juan en el prólogo de su evangelio sitúa a Jesús de Nazaret en la preexistencia trinitaria; también nos presentará los escritos en N.T. la dimensión cósmica de la existencia de Jesús, que es la manifestación plena de su preexistencia: Él es la cabeza de la Iglesia (Col. 1,18) primogénito de entre los muertos (Col. 1,8) y a su nombre se dobla toda rodilla en la tierra y en el cielo (Flp. 2,10).

El interés de la tradición evangélica y de los evangelios escritos por la historia de Jesús pretenden situar en la existencia terrena todo lo que Jesús nos manifestó y proclamar que Cristo vive y actúa en el presente. Los evangelios son cristologías no sistemáticas que nos comunican el misterio de la persona y vida de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, Señor de la historia y esperanza para la humanidad. Los evangelios hablan de Jesús como buena noticia (Hech. 8,35), de Cristo Jesús (5,42; 8,12) y del Señor Jesús (11,20; 15,35).

El evangelio de San Marcos nos presenta a Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios (1,11; 9,7 y 15,39) que ha vencido al mal y nos ha salvado y nos asegura el encuentro con Dios.

En el evangelio de San Mateo Jesús de Nazaret aparece como el Hijo del Hombre que tiene el poder y está con nosotros todos los días hasta el final (Mt. 28,18-20); el Padre ha puesto todo en manos de Jesús (Mt. 11,17) y el reino de Dios es el mismo Jesucristo.

El evangelio de San Lucas presenta la opción preferencial de Jesús por los pequeños, enfermos y pecadores; los Hechos de los Apóstoles sitúan a Jesús entre el Mesías prometido y la vida de la Iglesia naciente (Lc. 22,35-38; Hech. 2,1).

El evangelio de San Juan parte de la preexistencia: el Verbo se ha manifestado en la existencia de Jesús (1,14) que revela la gloria del Padre. La gloria del triunfo de Jesús resucitado se anticipa en las acciones terrenales de Jesús y culmina en la vuelta al Padre (Jn. 3,13.31; 6,62). Juan relaciona los fundamentos de la vida sacramental, —Bautismo (3,22-30) y Eucaristía (6)— con la vida de Jesús de Nazaret.

Pablo manifiesta cómo la presencia de Jesús no se puede separar de la vida de los cristianos: "Yo soy Jesús al que tu persigues" (Hech. 9,5; 22,8; 26,15). La experiencia más profunda de San Pablo es la de haber sido "alcanzado por Cristo Jesús" (Flp. 3,12), "plenitud divina" (Col. 1,15-20) y que tiene una historia terrena "tal como lo habéis recibido" (Col. 2,6). La vida eterna del cristiano consiste en dedicar "la vida al nombre de nuestro señor Jesucristo" (Hech. 15,26) y "morir por el nombre del Señor Jesús" (Hech. 21,13) es el mayor triunfo, pues al nombre de Jesús "toda rodilla se dobla, en el cielo, en la tierra y en los infiernos" (Flp. 2,9). La misión apostólica consiste en hablar en nombre de Jesús en todo tiempo y lugar (Hech. 5,40; 9,20; 17,18; 1 Cor. 2,2).

El libro del Apocalipsis presenta, desde la experiencia litúrgica de la comunidad, a Cristo como el cordero degollado y entronizado que cuida y dirige a la Iglesia (Ap. 1-3). Jesucristo es el primero y el último (Ap. 1,17), el principio y el final (Ap. 22,13), el alfa y la omega (Ap. 1,8; 21,6), el amén (Ap. 3,14), el Ungido de Dios, al que se debe todo honor y toda gloria (Ap. 19,19; Ap. 17,14).

3. Los nombres propios de Jesús

Nos referimos a los nombres de Cristo, Hijo único de Dios y Señor. El nombre de Cristo expresa en griego el término hebreo Mesías que significa "ungido". El Mesías prometido en el A.T. sería ungido por el Espíritu de Dios (Is. 11,2) como sacerdote profeta y rey. Jesús de Nazaret cumple esta promesa, y así lo expresa cuando lee en la sinagoga el texto de Is. 61,1 (Lc. 4,16-21). Jesús aceptó el título de Mesías con precaución por los intereses con que utilizaban los discípulos y el pueblo este término (Mt. 22,4-46; Jn. 6,15, Lc. 24,21). Jesús aporta la novedad del Mesías que Él encarna: viene del Padre (Jn. 3,13; 6,12) y se presenta como "homo servus" (Mt. 20,28). La pasión de Cristo es la plenitud de su misión mesiánica; "sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hech. 2,38).

La proclamación de Jesús de Nazaret como hijo único de Dios es el núcleo de la fe y de la predicación de los apóstoles (Hech. 9,20; Jn. 20,21; 1Ti. 1,10). Cuando Pedro confiesa a Jesús como Hijo de Dios, Jesús le responde que "no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mc. 16,17). En el Bautismo de Jesús y en el episodio de la transfiguración la voz que viene de lo alto proclama: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt. 3,17; 17,5). La relación de Jesús con el Padre es única y llena de novedad; Él nos asocia a esta relación, y mantiene la diferencia; por eso dice: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn. 20,17). La resurrección de Jesucristo es la plena manifestación del alcance de lo que significa "Hijo de Dios ". "Hemos visto en gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn. 1,14).

El título de Señor (Kyrios) entronca en la tradición veterotestamentaria; es el nombre con el que Dios se manifestó a Moisés (Ex 3,14) y es el nombre más utilizado por el Pueblo de Israel. Los escritos del N.T. lo aplican a Jesús al que confiesan como Dios (1 Cor. 2,8). Algunas actuaciones de Jesús en el Evangelio llevan a los que las presencian a reconocerle como Señor, pues hasta el mar y los demonios le obedecen. En las apariciones del resucitado, este título expresa admiración, alegría y adoración: "Señor mío y Dios mío" (Jn. 20,28) y "Es el Señor" (Jn. 21,7). Las confesiones de fe de las primeras comunidades confiesan que este título le pertenece a Jesús por su "condición divina" (Flp. 2,6) y porque Dios Padre le ha glorificado (Rom. 10,9; 1 Cor 12,3; Flp. 2,11). En consecuencia, el cristiano sólo reconoce a Jesucristo como único Señor al que deben estar sometidos todos los proyectos e intereses. "La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (G.S. 10,2; 45,2), y mientras espera la parusía ora diciendo: "¡Ven, Señor!" (1 Cor. 16,22).

4. Jesús y el Dios del reino (Mc. 1,15 y par.).

Jesús anuncia el Reino de Dios y al Dios del Reino como Buena Noticia, pues parte de la iniciativa de Dios, está entre nosotros (Lc. 6,20) y manifiesta el amor por los excluidos y pecadores (Lc. 4, 18.43). Estas características hacen que algunos se escandalicen de la persona y el mensaje de Jesús (Lc. 7,22 ss).

Este anuncio liberador es buena noticia y llamada a la conversión (Mt. 4,17); cerrarse al Reino de Dios y al Dios del Reino es el mayor pecado, pues impide acoger a Dios y a su proyecto. La conversión que pide el evangelio conlleva el aceptar una forma nueva de entender a Dios, no desde la justificación por la ley, sino desde la misericordia entrañable para con todos, y especialmente para los pobres. Esta actitud no es fruto del esfuerzo ético, sino de la gracia de Dios que toma la iniciativa y nos pucede. Para poder amar como Dios nos ha amado tenemos que empezar por experimentar su amor y su perdón; sólo así podemos ser buenos samaritanos para con el hermano maltrecho y marginado. Del amor seremos juzgados (Mt. 25, 31-46), pues de las obras de misericordia y de servicio depende la salvación.

El anuncio del Reino que Jesús de Nazaret hace parte de la experiencia de Dios como Abbá, Padre. En el modo de vivir y visionar de Jesús hay una preocupación constante: hacer la voluntad del Padre en quién confía plenamente y con quién vive una relación de profundísima intimidad. La persona y existencia de Jesús son la autocomunicación de la misericordia y bondad del Padre que está especialmente cercano a los pobres, excluidos y enfermos (Lc. 6,35). Nada ni nadie puede anteponerse a ser más importante que Dios (Mt. 6,26), pues Dios se impone por su entrañable misericordia y perdón; en consecuencia, Jesús nos invita a los humanos a tener con los demás las mismas actitudes de cercanía y entrega que Dios tiene para con nosotros. Esta experiencia del Padre es la que lleva a Jesús a orar alabando y bendiciendo, y a acoger su voluntad en todo momento.

El Dios del Reino le lleva a Jesús a estar completamente disponible para el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio y la salvación de la humanidad en las circunstancias históricas que le tocó vivir y enfrentándose a todos los problemas y dificultades. Como dice la carta a los Hebreos, Jesús aprendió en la obediencia, las pruebas y los sufrimientos. Este modo de asumir se condición y misión se ve reflejado en el Evangelio en el enfrentamiento con los poderes políticos y religiosos, la subida a Jerusalén y el relato de la pasión.

La muerte de Jesús en la cruz en la palabra definitiva de Dios sobre sí mismo, sobre la historia y sobre la humanidad. "Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo" (Jn. 3,1). Y Jesús, "habiendo amado a los suyos los amó hasta el final" (Jn. 13,1); Dios se ha manifestado plenamente como amor, cercanía y donación en la entrega del Hijo amado (Rom. 8,37; Jn. 3,16). La resurrección de Jesucristo expresa con la fuerza de Dios que su causa es definitiva, que el Reino es inseparable de la persona de Jesús, y que caminamos hacia la plenitud (1 Cor. 15,28).

Los Apóstoles y las primeras comunidades confiesan a Jesús como el "ungido" de Dios, el Hijo de Dios y el Señor de la historia; y al mismo tiempo confiesan que el Hijo de Dios, el Resucitado es Jesús de Nazaret. Y desde esta experiencia que da sentido definitivo a la historia se escriben los Evangelios.

La filiación de Jesús de Nazaret y la entrega salvadora a los hermanos hasta dar la vida son los dos elementos fundamentales para entender la persona y la misión de Jesús de Nazaret. La existencia, palabras y acciones revelan a Jesús como Hijo de Dios, pues "en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad". La historiedad de Jesús revela a Dios y es el acceso al Padre; y, por eso, desde la experiencia de la resurrección, la fe apostólica afirma que Cristo fue verdaderamente humano.

5. Orientaciones pastorales

— El anuncio de Jesucristo debe llevar a los que son evangelizados a creer en El y a entrar en comunión de vida con Él. "En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros" (C.T. 5). "En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado, Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca... Todo catequista deberá poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn. 7,16)." (C.T. 6). Por eso la finalidad de la catequesis consiste en "conducir a la comunión con Jesucristo: sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu a hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad" (C.T. 5) (cfr. D.G.C. 80-81).

— El catequista debe haber experimentado lo que intenta transmitir: el "conocimiento interior" de la persona de Jesucristo que le lleve a realizar todo y "ha dejarse alcanzar" por la persona de Jesucristo (cfr. Flp. 3,8-11). La urgencia de la evangelización la sienten las personas que viven esta comunión con Jesús; y desde ahí procuran que otros abran el corazón a la novedad de vida que supone la persona de Jesús de Nazaret y su Evangelio.

— En la educación de la fe hay que purificar las imágenes de Jesucristo que tienen muchos cristianos por la religiosidad que han heredado, la presión del medio ambiente y la imagen de Jesús que transmiten algunas publicaciones y películas de gran difusión. La actitud religiosa madura conlleva la aceptación del Dios revelado en Jesús de Nazaret. La vida de Jesús, sus actuaciones y actitudes son el lugar de encuentro con Dios Padre y con el Reino; por eso Jesús de Nazaret debe ser presentado como buena noticia y que pone en cuestión a las personas. Sólo quien deja de Jesús salga a su encuentro y transforme la mirada y el corazón puede encontrarse con Dios Padre.

— La fe en la persona de Jesús conlleva el asumir aquello que para Jesús fue lo más importante: hacer la voluntad del Padre. Lo que Dios quiere es la llegada del Reino y la promesa de su consumación. Sigue a Jesús quien la experiencia del discipulado con otros y llega a confesar a Jesús como Mesías. Este acto de fe expresa el sentirse hijo de Dios y hermano de todos sin excepción.

— El rostro de Jesús debe buscarse donde está presente: la palabra, los sacramentos, la Eucaristía especialmente, la comunidad, los ministerios y los pobres (Puebla 196). Son diferentes mediaciones del encuentro: unas remiten a las otras, y deben vivirse todas ellas. Estas mediaciones manifiestan la condescendencia de Dios y la kénosis de Jesucristo. La salvación realizada por Jesucristo nos lleva a la comunión con Dios y a la intercomunión solidaria con los hermanos (D.G.C. 101-102), pues "en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Gál. 2,9).

— El encuentro con Jesucristo lleva a los creyentes a ser evangelizadores que comunican lo que "han visto y palpado" dan testimonio con su vida de aquello en lo que creen, analizan los signos de los tiempos desde el Evangelio y promueven los proyectos liberadores en favor de los más necesitados. Y todo ello lo hacen con alegría y esperanza, conscientes de que el amor de Dios está pasando por ella y llega a los demás. El ser cristiano debe configurar la vida entera del creyente y de las comunidades eclesiales; estamos llamados a ser alternativa de un modo de vida desde Dios y en favor de los más necesitados; esto no es posible sin un corazón convertido que genere servicio de solidaridad y de paz.

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