Domingo
DPE
 

SUMARIO: Introducción. - Primero parte: El domingo cristiano: a) El día del Señor. b) El día de Jesús Resucitado. c) El día de la Iglesia. d) El día del hombre. - Segunda parte: El día festivo. - Tercera parte: Los retos del culto dominical: 1) Al interior de la Iglesia. a) La celebración eucarística; b) las obras; c) los que no pueden celebrar la Eucaristia, dl los que, pudiendo, no vienen. 2) El reto que nos presenta la sociedad.


Introducción

El Domingo, Día del Señor, es un tema de muy amplia significación tanto y fundamentalmente en la tradición cristiana, como en el quehacer humano. Este pequeño resumen va a intentar introducirnos en la problemática que suscita en ambos aspectos, señalando tanto las vertientes en las cuales se influye con fuerza desde la tradición cristiana, como las nuevas presiones y costumbres que recibimos de la sociedad en relación al domingo y tiempo libre.

Los aspectos centrales de la tradición cristiana han sido resaltados recientemente por el Papa Juan Pablo II en su carta apostólica «El día del Señor» (Dies Domini, DD) que utilizaremos como guía para centrar toda la primera parte del artículo.

En el aspecto humano, hay que reconocer que, cada día más el domingo, aún dentro del mundo occidental, deja de ser un tiempo igual para todos. Hay diferencias muy esenciales marcadas sobre todo: por la edad, por los efectos de la sociedad de consumo, por los nuevos horarios de diversión, por el alargamiento del tiempo del domingo incluyendo también todo o parte del sábado y en ocasiones uniéndolo a otros días festivos, por la práctica de actividades diversas, por la disminución de la vivencia religiosa, por el sentido solidario de la vida, y también, sin duda, por la disponibilidad económica. Todos estos aspectos, y quizá algunos más, tienen una influencia importante en el uso del domingo.

En general, y para las nuevas generaciones, el domingo está dejando de ser ese tiempo de 24 horas, religioso, festivo, familiar, de sana holganza, de clara diferenciación hasta en el vestir, que tenía también ese ritmo de tiempo de calma y de interioridad alargado al máximo, ese tiempo de familia. Toda esta forma celebrativa ha sido transformada en virtud de nuevas presiones, nuevos gustos, nuevas costumbres, enmarcadas sobre todo en el mundo del ocio y del consumo.

Resaltaremos, pues, los aspectos centrales del «Día del Señor», considerado desde la fe cristiana y sus prácticas seculares, así como también las circunstancias actuales sociales y culturales en los que se mueve el domingo.

Primera parte: El domingo cristiano

El Domingo para el cristiano es un día especial, es un día distinto, es el día entre los días en el cual manifiesta su fe, en el culto y en las obras.

Es un día lleno de tradición, de historia, de significación: El Abad Vonier decía al efecto unas palabras, que, aunque exageradas, nos presentan la realidad del domingo y su valoración dentro del ambiente cristiano: «Sin domingo, el pueblo de Dios se encontraría como sin plan de vida. Perder el domingo sería perder al pueblo de Dios, porque en este día —sobre todo en la celebración eucarística— reafirma este pueblo su propia identidad».

Ciertamente que cuando el cristiano, a lo largo de la historia, se ha encontrado o aún se encuentra en situaciones duras de persecución o con dificultad máxima de celebrar la fe, el domingo tiene para él una significación especial, es como su seña de identidad, por eso lo guarda de la mejor forma posible, y en medio del «guardar el domingo», está, si es posible, la celebración eucarística, plenitud de la vida cristiana y fuente fecunda de caridad apostólica.

Juan Pablo II en el «El día del Señor», nos recuerda algunos aspectos centrales de lo que representa el domingo y su entronque con las mismas raíces de la Creación y de la Salvación.

a) El día del Señor

El domingo es inseparable del mensaje que nos ofrece la Escritura desde sus primeras páginas, sobre el día del descanso de Dios, cuando trata de la Creación del Mundo. Al terminar todo su trabajo nos dice: «bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él había descansado de toda su obra creadora» (Gen. 2,3).

Este «descanso» de Dios no se puede interpretar como una especie de «inactividad», sino, al contrario, el descanso divino subraya la plenitud de la realización llevada a término y es como una mirada llena de gozosa complacencia ante un trabajo bien hecho. Una mirada contemplativa, un día en que no se «produce más» sino que se goza con la plenitud de lo hecho.

Para Israel este día, «el día séptimo», «el shabbat», «el sábado», tiene una significación especial de relación con la voluntad de Dios, por eso, al hacerlo obligatorio, no lo coloca junto a los ordenamientos meramente cultuales, sino que lo va a incluir dentro del Decálogo en las «Diez palabras» que delimitan los fundamentos de la vida moral, constituyendo así: «una expresión específica e irrenunciable de su relación con Dios» (DD 13).

El día de descanso se constituye como tal, ante todo porque es bendecido y santificado por Dios, o sea, separado de los otros días para ser, de entre todos, el «Día del Señor». Esto es algo que la Escritura lo recordará permanentemente al pueblo de Israel: «Recuerda el día del Sábado para santificarlo... pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y cuanto contienen y el séptimo descansó, por eso bendijo el Señor, el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex. 20, 8-11).

b) El día de Jesús Resucitado

Los cristianos, después de la Resurrección de Jesús que sucedió: «el primer día de la semana», y por este especial recuerdo, desde los más tempranos tiempos, celebran no ya el sábado sino el domingo, como el «Día del Señor».

En efecto, sabemos que la muerte y la sepultura de Jesús sucedió antes de la Pascua y que la Resurrección fue «en el primer día de la semana». Este primer día después del sábado tomará una especial significación desde el primer momento para la reunión de los cristianos. Así nos lo dicen ya textos de las Apariciones del Resucitado.

En ellas se aprecia incluso la importancia de sus reuniones cada ocho días. Así vemos que Jesús se apareció en el mismo día de su Resurrección a los discípulos de Emaús (Lc. 13, ss) y a los once apóstoles reunidos (Lc. 24, 36 ss.); y, «ocho días después», Jesús se aparece nuevamente a los Apóstoles que también estaban reunidos (Jn. 20, 26).

Esto mismo nos lo indican otros textos del N.T., entre ellos el de Pablo en 1 Cor. 16, 1-2: «En cuando a la colecta a favor de los santos, haced también vosotros lo mismo que mandé a las Iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su poder lo que haya podido ahorrar». Y en Troade (Hch. 20, 7). Pablo se reúne con la comunidad, en domingo, para la fracción del pan. También es en domingo, cuando Juan cae en éxtasis y recibe la orden de escribir (Ap. 1, 7 ss.).

Sin embargo, en estos primeros tiempos de la Iglesia, el ritmo semanal de los días (trabajo y descanso) todavía no era conocido ni estaba asimilado en las regiones donde se comenzaba a difundir el Evangelio. Los días festivos de los calendarios griego y romano no coincidían con el domingo cristiano. Esto comportaba dos aspectos: el primero, una dificultad para su celebración por parte de los cristianos, que tenían que celebrarlo con sacrificio antes del amanecer; y el segundo, un aspecto muy positivo: que los cristianos comenzaron a ser reconocidos, según Plinio el Joven, por su costumbre «de reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios» (DD 21).

Poco a poco también se va diferenciando el domingo cristiano del sábado judío. Aun en los cristianos que provenían del judaísmo pronto llegaron a ser dos días distintos, y así era, según nos dice San Ignacio de Antioquía: «Si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte» (DD 23).

La reflexión teológica fue llenando de contenidos al «Día del Señor». La conexión como «primer día de la semana» con el primer día de la creación, relaciona Resurrección con Creación; por lo tanto el domingo será el día de la «Nueva Creación», aspecto que el cristiano debe recordar. Ahora bien, como esta nueva creación el cristiano la recibe por el Bautismo en Cristo, donde se hace hombre nuevo, de aquí que la Iglesia le recuerde en la liturgia del domingo su dimensión bautismal.

El domingo siguió tomando otras significaciones especiales: se le llamó también el «día del sol», expresión con que los romanos denominaban a este día; es San Justino el que nos dice: «los cristianos hacían su reunión en el llamado día del sol». De esta forma, el culto al sol que hacían los romanos fue orientada por los cristianos hacia el reconocimiento de Cristo «verdadero sol de la humanidad».

También se le dice «día de fuego» ya que es en domingo, cuando reunidos los Apóstoles, reciben, en forma de fuego, al Espíritu Santo, en el gran día de Pentecostés.

Y, finalmente, domingo es el «día de la fe». La liturgia de la Eucaristía nos recuerda las palabras de Santo Tomás y su adhesión a Cristo después de flaquear en su fe. Por ello la Iglesia domingo tras domingo reafirma su fe proclamando el Credo.

Son estas consideraciones formuladas con vigor y extensamente lo que le hace decir a Juan Pablo II que el domingo para la Iglesia es un día irrenunciable; y que aun en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo su identidad debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. «Si el día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro?» (DD 30).

c) El día de la Iglesia

El domingo es el día de la Iglesia, de la Comunidad -con mayúscula-, que se congrega en torno a Cristo Resucitado, cuya presencia reconoce y celebra: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28,20). En la Asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la comunidad descrita por Lucas: «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y las oraciones» (Hc. 2,42).

Esta realidad, el domingo, tiene en la Eucaristía su fuente que nutre y modela a la Iglesia. «Es en la Misa dominical donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos» (DD 33). En aquel pequeño núcleo de discípulos, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos.

Es cierto en que cada Eucaristía, nos sigue llegando a todos de igual modo el saludo del Señor: «Paz a vosotros», y seguimos manifestando la íntima relación de la Eucaristía con el Resucitado, al realizar los mismos gestos que el Señor hizo en la Ultima Cena. Pero es en la Eucaristía dominical, por la especial solemnidad y por una mayor presencia de la Comunidad, donde se subraya más la dimensión de la Iglesia local que se abre también a la totalidad de la Iglesia universal.

La Eucaristía dominical no es la Eucaristía de un grupo, de una comunidad, es la Eucaristía de la comunidad de comunidades. Es normal que en ella se encuentren participantes de los diversos grupos, movimientos, asociaciones, e incluso las comunidades religiosas. Todas, unidas, congregadas, como signo de la Iglesia en la Eucaristía del Día del Señor.

Para ello hemos de sentirnos especial y gozosamente convocados, es más, identificados también porque nos reunimos «cada ocho días», y porque esta reunión eucarística dominical no ayuda a vivir «con un solo corazón y una sola alma» (Hch. 4, 32).

Celebramos la Eucaristía como pueblo peregrino que somos, esperando la venida del Señor, que forma parte del mismo misterio de la Iglesia. Esta espera no es espera humana, sino que es virtud esencial radicada en Cristo, es esperanza cristiana. Esperanza que no se diluye sino que se afirma en medio de los gozos y de las alegrías, de las tristezas y de las angustias de todos los hombres en especial de los más pobres y desposeídos. La Eucaristía se une así también a la vida.

En la mesa de la Palabra. - Lo mismo que los primeros cristianos acudían asiduamente a oír y escuchar la Palabra, aquella Palabra en la que un día habían creído, pero sobre la cual tenían que volver para comprenderla mejor, para fortalecerse más en ella; del mismo modo, los cristianos necesitamos fortalecer nuestra fe.

La Palabra nos sigue ofreciendo la comprensión de la Historia de Salvación y particularmente en el Evangelio los principales acontecimientos de la Vida de Jesús, que culminaron con el Misterio de la Muerte y Resurrección.

La Palabra que merece de nosotros todo tipo de cuidado y de respeto. Puesto que es esta Palabra, cuidadosamente escogida, bellamente proclamada, y atentamente escuchada y acogida desde la experiencia personal y comunitaria, la que ejerce, sobre todos y cada uno de nosotros, esa fuerza transformadora que posee. A la Palabra la acompaña la Homilía, que está a su servicio, en la línea de hacer más comprensivo el sentido de las lecturas e introducirlas en su relación con la vida.

Para una mayor eficacia de todo esto, el Papa sugiere: preparar comunitariamente la liturgia dominical, reflexionar previamente sobre la Palabra; y, ya en la Celebración, hacerla viva con escucha, oración, canto, y otros signos que faciliten la apertura al diálogo de Dios con su Pueblo, en el que se proclaman de nuevo las maravillas de la Salvación y se vuelven a proponer las exigencias de la alianza (DD 40-41).

En la mesa del Cuerpo de Cristo. — La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico y en el ambiente festivo del encuentro de toda la Comunidad en el día del Señor, la Eucaristía se presenta, más visible que en otros días, como la «gran acción de gracias» con la cual la Iglesia llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad (DD 42).

El ritmo semanal invita a recordar los acontecimientos de los días transcurridos y los intenta comprender a la luz de Dios. De este modo la vida está presente en la celebración eucarística y se toma conciencia nuevamente de que todo ha sido creado por Cristo y con El y en El se lo ofrecemos al Padre.

Sucede en un doble movimiento: ascendente, como movimiento gozoso lleno de reconocimiento y esperanza por el especial recuerdo de la Resurrección que nos invita a «elevar los corazones» y también del movimiento descendente de Dios hacia nosotros, claramente grabado en la esencia del sacrificio Eucarístico, expresión suprema de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo «se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp. 2, 8).

En la mesa de la fraternidad. — La Eucaristía es banquete en el cual Cristo es el alimento. Banquete que es invitación a participar en la comunión sacramental. Invitación que se hace a todos los que participan de la Eucaristía, de toda Eucaristía, pero, ciertamente, de un modo más especial de la Eucaristía dominical.

No se trata sólo de una Comunión espiritual, se trata de la Comunión Sacramental, de la Comunión real, con Cristo real y vivo. Comunión que te proyecta a la comunión con los hermanos. No se puede separar la unión con Cristo de la unión con los hermanos.

Por eso la Asamblea Eucarística es un acontecimiento de fraternidad. Es una fiesta de hermanos, una celebración que está llena de signos que manifiestan esta particularidad: la acogida, el estilo de oración, el signo de la paz, el compromiso mutuo que se adquiere al participar del Unico Pan, nos ayuda a sentir y gozar de la fraternidad de los Hijos de Dios.

Que nos invita a la Misión. — Al recibir el Pan de Vida los discípulos de Cristo se disponen a afrontar con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu los cometidos que les esperan en su vida ordinaria (DD 45).

La Eucaristía es una llamada para ser evangelizadores y testigos. La oración de la comunión y el rito de conclusión —bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor desde este punto de vista. Quienes han participado en la Eucaristía deben sentir más profundamente la responsabilidad que se les confía.

La Eucaristía dominical no es el fin de un cumplimiento sino que conlleva el compromiso de hacer de la vida un sacrificio espiritual agradable al Señor. El cristiano se siente deudor para con sus hermanos de las gracias que ha recibido en la celebración y experimenta la exigencia de compartir con otros la alegría del Encuentro con el Señor.

d) El día del hombre

La carta apostólica de Juan Pablo II trata en su capítulo cuarto acerca del Día del Señor como Día del Hombre bajo una triple temática: día de la alegría, del descanso y de la solidaridad.

En el día de la alegría. - La liturgia maronita tiene un hermoso texto que expresa con mucha fuerza este aspecto de la alegría en el Señor: «Sea bendito Aquel que ha elevado el gran día del domingo por encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la alegría» (DD 55).

Es cierto que, desde el punto de vista histórico, para los cristianos el domingo antes que día de descanso fue día de gozo, de alegría: Antes de que estuviera reconocido el descanso dominical, la Didascalia de los Apóstoles ya decía: «El primer día de la semana estad todos alegres».

San Agustín asimismo, haciéndose eco de la alegría pascual del domingo relata que: «se dejan de lado los ayunos y se ora estando de pie como signo de la Resurrección; por eso, además, en todos los domingos se canta el aleluya».

Ciertamente la alegría es una virtud cristiana que debe ser permanente, pero de forma especial el domingo nos invita a descubrirla en su verdadera dimensión, a descubrir sus rasgos auténticos. Es la perspectiva de considerar el domingo como «fiesta», de intentar penetrar y llenarnos de todos los elementos de la fiesta. Alegría cristiana y alegría humana no se oponen, nada hay verdaderamente humano que no sea también cristiano.

En el día del descanso. - Durante los primeros siglos los cristianos vivieron el domingo sólo como día de culto y de alegría, y de la caridad, pero no día de descanso. Es en el siglo IV, concretamente en el año 321, cuando el emperador Constantino reconoce el ritmo semanal y con él el descanso del domingo, al disponer que «en el día del sol, los jueces y las poblaciones de las ciudades y de las corporaciones de los diferentes oficios, dejaran de trabajar» (DD 64).

Es una orden que mira también a las necesidades concretas de otros sectores, ya que a los agricultores, por ejemplo, no se lo ordena: «porque sucede con frecuencia que no se puede sembrar el trigo ni plantar la viña en mejor día que ese. Para no perder, en fin, esa ocasión favorable, concedida precisamente a ese día por la divina Providencia».

Esta legislación beneficia enormemente a los cristianos que se alegran de ver así superados los obstáculos que hasta entonces habían hecho, a veces heroica, la observancia del domingo. Ahora se puede dedicar ya a la oración y a la Fracción del Pan, sin ningun impedimento.

La relación entre el Día del Señor y el día de descanso en la sociedad civil sigue siendo muy beneficiosa e incluso tiene una significación que va más allá de la perspectiva cristiana.

El descanso es una cosa «sagrada», querida por Dios mismo, como se deduce en el pasaje de la Creación. Es para el hombre una condición que le ayuda a liberarse de una serie de compromisos a veces demasiado absorventes y poder tomar conciencia de que todo es obra de Dios. Todavía, en nuestros días, el trabajo es, para muchos, una dura servidumbre y esto por diversas causas, por la discriminación, por las condiciones, por los horarios, por las injusticias.

Se debe insistir todavía en el compromiso de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad y del descanso que son necesarios a la dignidad de los hombres. Por medio de él se puede atender a las exigencias religiosas, familiares, culturales, sociales; lo que difícilmente se consigue si al menos no hay un día de descanso semanal.

El descanso nos trae armonía, nos ayuda a poner las tareas diarias en su justa dimensión, nos ayuda a un diálogo sereno con los demás, a admirar las bellezas de la naturaleza, nos pone en paz con Dios y con los hombres. El descanso responde, pues, a una auténtica necesidad humana, en plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico (DD 67).

En el día de la solidaridad. — El domingo debe ofrecer también ocasión de que nos podamos dedicar a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. «La participación interior de la alegría de Cristo Resucitado, implica compartir plenamente el amor que late en su corazón» (DD 69).

Por lo tanto la Eucaristía dominical nos compromete más a los fieles a toda clase de obras de caridad mediante las cuales los cristianos manifestemos que, aunque no somos del mundo, somos luz para el mundo y glorificamos al Padre ante los hombres.

San Pablo en su carta a los Corintios (1 Cor. 16, 2) nos indica que desde el primer momento la Eucaristía fue para los cristianos un momento de compartir, y él mismo reprende con dureza en la misma carta (1 Cor. 11, 20-22) a los que no sólo no comparten, sino que avergüenzan a los demás con la abundancia y aún el derroche.

Nos está indicando, pues, que la Eucaristía establece una cultura del compartir. No se puede celebrar la Eucaristía si no se comparten los bienes con los pobres.

San Ambrosio, haciéndose eco de este mensaje dirá a los ricos que presumían de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la Iglesia sin compartir sus bienes con los pobres: «¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia no para dar algo a quien es pobre, sino para quitarle». Más tarde San Juan Crisóstomo dirá también con claridad: «¿Deseas honrar al Cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres; ni lo honres aquí, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez». (DD 71).

La Eucaristía es un acontecimiento y proyecto de fraternidad. Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de los fieles comenzando por animar el mismo modo de vivir el resto del domingo.

¿Por qué no dar al día del Señor un mayor clima de compartir poniendo en juego toda a creatividad de que es capaz la caridad cristiana?

Segunda parte: El día festivo

El Domingo es un día de Fiesta. Con el domingo se altera el orden del trabajo semanal, se hace un alto en el camino, se establece un ritmo distinto en la actividad humana. El domingo es para todos, aún para los que no tienen trabajo o incluso para los que trabajan el domingo, un día social distinto, puesto que viven en una sociedad donde el ambiente lo expresa.

El domingo es, pues, un día diferente, un día que se debe aprovechar de otro modo. Un día que debemos esperar con alegría y con optimismo. Un día para el que hay cosas trascendentales en la vida de cada uno a las que podemos dedicar mas tiempo y mayor cuidado.

Pero el domingo no es un absoluto, no es algo al que debamos someternos, pues el domingo no está por encima, sino que está al servicio del hombre y de su realización personal. El domingo está hecho para el hombre, no el hombre para el domingo.

Por eso el señorío del hombre sobre el domingo y sobre las cosas no debe ser arrebatado por nadie, ni por leyes, ni por sistemas, sin embargo, casi estamos llegando a hacer del domindo un estereotipo fijo. Nos encontramos ahora con un domingo que se valora más y se proyecta casi exclusivamente como tiempo libre, como tiempo de ocio, pero un ocio señalado de forma compulsiva: consumo, actividad, el turismo, viajes, lugares de moda, y con un marcado uso distinto del tiempo.

El vivir el domingo, su ritmo natural, debiera ser más personal, debiera ser más fácil poder unirlo mas al ideal que el mismo hombre tiene. En el hombre la búsqueda de la felicidad y su realización personal, es su reto mayor y a la vez su necesidad más sentida.

La felicidad viene de la armonía interior, de una mejor relación consigo mismo, con la familia, con las personas más cercanas, con quienes te necesitan más, con la misma naturaleza. La armonía es, alrededor de estos ejes, silencio y lenguaje, escucha y diálogo, y es también comprensión, es arte y es apertura, es gesto y es compartir. La armonía interior nos lleva al descanso pero no a la inactividad. Es sencillamente saber recibir la luz que dimana de nosotros mismos y abrirnos también a la luz esplendorosa que nos viene de fuera.

Esta es una buena opción para el domingo, algo que debemos buscar, que nos ayuda a retornar agradecidos a la vida cotidiana; pero la sociedad, impulsada por la economía, ofrece ocio, ofrece actividad, ofrece consumo, ofrece distinto 'uso del tiempo. Impulsa las conquistas sociales a alargar el domingo que ya para muchos se ha convertido en día y medio o dos días. Hay razones de solidaridad y de producción que llaman incluso a rebajar las horas de trabajo semanal (no es bajo este aspecto que lo consideramos ahora). La sociedad, ofrece incluso días enlazados, los puentes, e ilusiona a los hombres porque podrán disponer de más tiempo, ¿para qué? El problema actual no es el de tener «tiempo libre», sino el de saber «qué hacemos con él».

El domingo también es Fiesta. Y la fiesta hay que esperarla y celebrarla. La tiesta es algo connatural al hombre, algo que está profundamente inserto en su esencia. La fiesta es alegría, es recuerdo y alabanza, es fraternidad y relación, es Música y manjares escogidos, es vino compartido y celebración de una realidad, de una vida común. La fiesta relaciona, en la fiesta se comparte. La fiesta hace que aflore en cada uno lo mejor de sí mismo.

Pero la fiesta debe ser también proyección interior, gozo interno, relación más profunda con tus seres queridos, la fiesta es agradecimiento, es relato y a la vez proyecto futuro, es alegría pero también dominio de sí. Es abundancia pero no exceso. La fiesta está al servicio del hombre, de su realidad. El hombre es también el Señor de la fiesta. El hombre es el centro, la fiesta es un instrumento más para facilitar su alegría, su felicidad, no para embotarlo ni empequeñecerlo.

Es claro que en nosotros los cristianos, descanso y fiesta se revisten de los valores religiosos y en ambos tenemos oportunidad de relacionarnos con el Señor de la Vida. La firmeza de estos valores dentro de nosostros mismos nos debe ayudar a no permitir que sean desplazados por la agresividad del consumo, por el exceso del derroche, o la búsqueda de un ocio a veces despersonalizador. Es uno de los principales retos que debemos asumir.

Sin embargo es claro que este reto está siendo demasiado fuerte para muchos. Hay un desplazamiento progresivo de los valores religiosos por lo menos en lo que se refiere a su relación con el culto, la fiesta resalta más otros valores u otros aspectos menos relacionados con la fe. El centro religioso se desplaza.

Tercera parte: Los retos del culto dominical

Decía Juan Pablo II en su carta «El Día del Señor» que el domingo debe ser un día irrenunciable para nosotros, repitamos de nuevo sus palabras textuales: «incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente... el Día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿cómo se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro?» (DD 30).

Y el Papa ha puesto todo su entusiasmo en la descripción del domingo, ha sido tanta la riqueza doctrinal e histórica que nos han presentado en su carta que avalan con mucho sus palabras.

Por otra parte, nuestra propia experiencia nos habla de la certeza de las afirmaciones: es cierto que la celebración de la eucaristía dominical, cuidada con esmero y participada con fuerza por la comunidad, es fuente de gracia y vivencia de fe. Es cierto que el domingo vivido en armonía y paz interior y orientado a la familia, al esparcimiento y a las obras de solidaridad con los demás es altamente enriquecedor.

Sin embargo, en muchas ocasiones, vemos cuánta distancia hay del deseo a la realidad. Precisamente vamos a dedicar esta tercera parte a señalar algunos retos que se nos presentan con más fuerza en relación con el culto y también con una nueva utilización del domingo.

Los retos nos dejan al descubierto algunos aspectos negativos que es bueno sacarlos de nuevo a la luz en orden a procurar profundizar en la búsqueda creativa del camino de su solución.

1) Al interior de la iglesia

a) La celebración eucarística

La celebración de la Eucaristía dominical, más que ninguna otra, es la celebración de la comunidad. La comunidad como tal no sólo debe «asistir» a ella, sino prepararla, participar activamente con variedad de servicios, estrechar con los demás lazos de profunda relación, y fortalecerse activamente en su fe proyectada a la vida.

Para todo esto hace falta que el laico esté activo, nos parece que el laico todavía está acostumbrado, y no por su culpa, a que le den todo preparado. En la Eucaristía generalmente «asiste» pero no participa. Las Misas de los domingos se suceden con horarios fijos e incluso, en algunos templos, con personas más asiduas a cada una (lugar y tiempo), pero no por eso participan más. Sin duda el sacerdote tiene demasiada fuerza en su orientación; el laico busca «quién celebra la Misa» para ubicarse o no en su participación.

El sacerdote imprime a la Misa su sello peculiar, su homilía ocupa un lugar muy central, desbancando incluso la fuerza de las lecturas bíblicas que se preparan poco y a veces se leen mal. su modo de dirigirse a los demás, de «presidir» se hace demasiado notorio, marca un ritmo.

Quizá sea natural, pero también puede ser de otra forma. Si la Misa es de la Comunidad, la Comunidad debe estar más presente en ella, debe ser más notoria. En algunos lugares, en algunas Misas, quizá se note algo más, no así en otros. No es problema de las personas que acuden a la Eucaristía fuera de su «lugar», normalmente ellos agradecen la presencia de la Comunidad que notan. Es problema más bien de algo más innegable: la necesidad de cuidar y ayudar al crecimiento y fortalecimiento de la Comunidad activa y respetar los cauces de participación en el culto dominical.

A pesar de todas las ausencias, al templo acude una apreciable cantidad de fieles para celebrar la Eucaristía del Domingo. Son fieles a los que hay que cuidar, a los que hay que atender. La Misa dominical para ellos debe ser ocasión de fortalecer su fe y seguir proyectando su vida cristiana.

Pero para algunos quizá el domingo quede ahí, en el cumplimiento del precepto, que a veces pareciera que no nace tanto de una necesidad interior. De esta forma el culto puede quedar vacío, sería lo más contrario a lo que debe ser el culto al Señor. Sabemos que el culto del domingo tiene fuerza en sí mismo, si lo sabemos orientar, para fortalecer la fe, y para interpelar en el compromiso cristiano tanto en el mundo como al interior de la comunidad eclesial. La fe si no está viva y se manifiesta por las obras es una fe muerta.

b) Las obras

La participación en la Misa es celebración de la vida. No puede estar aislada del comportamiento en el mundo. La identidad cristiana que manifestamos el domingo tiene mucho más valor en el cumplimiento de la justicia, del amor, de la verdad, en el respeto a la vida, en la construcción de la paz, en la dedicación a los más necesitados, en la solidaridad.

Celebración y militancia. Celebración y lucha por la justicia son consecuencias claras de una coherencia cristiana. No se puede celebrar lo que no se vive ni orar por lo que uno no se compromete. Oración de petición y compromiso deben caminar juntos.

El culto sin obras es rechazado por Dios, (Is. 1, 10-20; 58, 1-11). Las obras es el mejor de los testimonios del alimento que recibimos en la Eucaristía. No se trata sólo de ocupar el domingo en obras de amor y de solidaridad, lo cual es hermoso y aconsejable; se trata de algo más profundo, de darle sentido pleno a toda nuestra vida.

Cada vez más están cobrando ejemplaridad las acciones con personas que forman parte, por diversos motivos, del grupo de los «excluidos» sociales: enfermos de sida, inmigrantes, enfermos terminales, presos, ancianos casi totalmente dependientes. Todas estas obras están ganando espacio día a día, no es sólo cosa del domingo. El voluntariado que se dedica a ellos, crece firmemente y es una ayuda solidaria eficaz y llena de significado. La celebración de la fe dominical cobra dimensión caritativa durante toda la semana.

Debemos también resaltar una acción de culto particularmente hermosa, significativa y muy de acuerdo con las necesidades actuales y las orientaciones de la Iglesia, la unión en el culto con nuestros hermanos separados.

La realización del culto ecuménico junto a otras Iglesias y Comunidades, alabando a Dios, como hermanos fraternos e hijos de un mismo Padre, y buscando no sólo la unión, sino también el compromiso en la opción por el pobre, en la lucha por la justicia y en la defensa de la dignidad de la persona humana, es sin duda una de las obras más hermosas que podemos hacer.

c) Los que no pueden celebrar la Eucaristía

En las Iglesias de América Latina, que todavía después de cinco siglos llamamos Iglesias jóvenes, y en las Iglesias de Africa o de Asia, cada una con sus particularidades, son muchos los cristianos que no tienen oportunidad de participar en la celebración eucarística todos los domingos.

En América Latina, por ejemplo, dado el altísimo porcentaje de católicos, lo extenso de sus territorios rurales, la gran cantidad y extensión de las parroquias urbano-marginales, y la escasez de sacerdotes, de hecho hay un alto porcentaje de católicos que no pueden participar en la Misa Dominical.

Es un problema grave. En la medida que resaltamos la importancia y aún incluso la necesidad y precepto de la participación en la Misa Dominical, y, por otra parte, sabemos que muchos quedan excluidos habitualmente de ella. Sabemos que es una de las mayores preocupaciones de algunas Iglesias locales, que buscan soluciones todavía con pequeños resultados.

Se ha hablado mucho del problema de las vocaciones, del mejor reparto del clero, hasta de posibles diversas formas de ejercer el ministerio sacerdotal para que se pueda atender a las necesidades reales que surjan. Y sin sacerdote no hay Eucaristía.

Es cierto que una Celebración de la Palabra, digna y preparada con el esmero de las clases sencillas, es un culto «agradable a Dios» y que fortalece a la misma Comunidad. Pero también salta a la vista cómo, a pesar de la madurez que está adquiriendo el laicado, todavía no tiene toda la fuerza, ni toda la preparación, ni todo el poder de convocatoria que haría posible reunir a la Comunidad para Celebrar la Palabra y distribuir la Comunión.

Algo se avanza, hablamos mucho de la madurez del laicado y de sus diversos ministerios, es cierto, pero todavía, cuando se mira hacia la necesidad, se ve que se trata de una minoría, se dan casos en que es posible, pero dista de que sea una realidad tan general y amplia como se necesita.

Tenemos ciertamente comunidades pequeñas que viven su fe y reflexionan sobre ella, que celebran y se comprometen. Son las comunidades al interior de las cuales surgen y se promueven este tipo de laicos orientados hacia los ministerios y servicios. No es suficiente, hay muchísimos cristianos que viven al margen.

d) Los que, pudiendo, no vienen

Uno de los retos mayores que tenemos en relación a la Misa Dominical es el que nos presentan aquellos que no se sienten ni atraídos ni obligados, que no se sienten convocados, que simplemente no vienen, como dicen ellos mismos «pasan de ella». Es un número alto y, por desgracia, va en crecimiento. Y tiene también una connotación preocupante, muchos jóvenes.

Constatamos el hecho de que preocupa ciertamente a todos. No se sienten atraídos por las estructuras eclesiales ni por sus formas cultuales. Las encuestas de diversos países nos dicen que muchos cristianos «creen en Dios, pero no creen en la Iglesia», «creen pero no practican». No se trata ahora de analizar la razón de sus afirmaciones o lo que pueda haber detrás de ellas. Simplemente, decimos, dejamos constancia de un hecho muy preocupante.

Esta ausencia de participación se nota especialmente en los jóvenes. Y la estadística de la ausencia de los jóvenes presenta una curva de aumento, cada vez mayor. No es cuestión tampoco de educación ni de práctica familiar, es cuestión generacional. A veces los padres practican y con ellos sus hijos, mientras la edad indicaba una mayor dependencia familiar aún para los días y modos del ocio, pero al asumir los jóvenes sus propias formas de «pasar el domingo», muchos de ellos han dejado de practicar.

No se trata ahora de reconocer y valorar con fuerza a los jóvenes entregados y comprometidos que están en el interior de la Iglesia y que llevan adelante importantes obras, participando también asiduamente de la Eucaristía en los domingos y fiestas principales. La Iglesia tiene en ellos su futuro.

Se trata, más bien, de considerar el problema de los que no vienen, puesto que la Iglesia es misionera y debe preocuparse en primer lugar por los que están fuera o por los que se van alejando. ¿Qué es lo que falla? «Si la identidad de este día -insistimos- debe ser salvaguardada» ¿por qué no vienen? ¿cómo lograr que vengan y se mantengan? Y, lo que es más importante ¿qué se lograría con ello?

Pero no son sólo los jóvenes, son también muchos los cristianos que no participan habitualmente de la Eucaristía en los Domingos. Son cristianos, porque están bautizados, quizá han recibido la Primera Comunión (ya en porcentaje menor) e incluso pueden estar confirmados (de nuevo baja más notablemente el porcentaje), pudiera ser incluso que estén casados por la Iglesia (también con fuerte tendencia a la baja), pero lo cierto es que han dejado de participar en las misas dominicales.

La deserción, decimos, va en aumento. Y es otra grave preocupación de la Iglesia. Es cierto que la no asistencia al culto de los domingos no es un indicativo terminante de ausencia de vida cristiana, pero también es cierto que la celebración del culto dominical es una fuente de energía espiritual y un reconocimiento del Señorío de Dios a quien debemos la adoración, la reverencia y la acción de gracias, y es una invitación de la Iglesia a compartirlo en Comunidad.

Las Iglesia tiene que asumir con fuerza esta realidad y buscar nuevos planteamientos o caminos de solución. Es cierto que forma parte de un fenómeno más general que tiene como marco el cuestionamiento de algunos aspectos de la Iglesia institucional, la identidad del cristiano, su presencia en el mundo, e incluso las formas cultuales con las que se manifiesta la fe.

Pero la Iglesia es por esencia misionera y debe permanecer intranquila mientras vea que muchos de sus hijos pasan de ciertas formas. Tiene aquí una tarea central de discernimiento, de búsqueda misionera, de acogida, de escucha y quizá también de aceptación de nuevos planteamientos.

2) El reto que nos presenta la sociedad

La consideración cristiana del domingo, tanto en el aspecto de culto al Señor, como en el del descanso lleno de armonía y la proyección hacia los valores del espíritu o la posibilidad de una vivencia mayor con la familia, las obras de solidaridad, etc., está sufriendo serias dificultades ante los nuevos planteamientos de una sociedad que, centrada en el consumo, promueve otras perspectivas.

Jesús se enfrenta a la utilización legalista dell uso del sábado, que hace que, de esta forma, el hombre quede esclavo de él, y afirma por el contrario que: «el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado».

Esta perspectiva que fue orientada y vivida en el cristianismo del modo señalado, y favorecida también por la coincidencia en el tiempo: del día de descanso civil y el Día del Señor, se está perdiendo por la presión e intereses socio-económicos.

Si el planteamiento del marxismo y de las sociedades que se basaban en esta ideología era (y es en las que quedan) un planteamiento radical de negación de Dios, rechazo de la religión y la negación de la autorización para la celebración del culto; el planteamiento de la nueva sociedad neo-liberal, es el de establecer nuevos ídolos, nuevas formas de cultos, nuevos templos, nuevas liturgias, no se niega en teoría a Dios, ni a la fe, ni el derecho al culto, pero, en la práctica, se cultivan y promueven otros valores.

Refiriéndonos sólo al aspecto del ocio y del consumo, que es lo que nos interesa más por su relación con la proyección hacia el domingo, notamos con claridad:

Que hemos entrado de lleno en la sociedad centrada en el consumo, en el ocio, en la utilización «consumista» del tiempo libre. En la sociedad de la liturgia del espectáculo musical, de la movilización de los jóvenes hacia formas comunes de diversión, de la utilización del tiempo nocturno.

Estamos en una sociedad donde son constantes los «puentes» aprovechando o uniendo fiestas, la movilización agresiva que se promueve alrededor de ellos, el culto al turismo de consumo, la moda permanentemente renovada de vestidos, lugares, modos, deportes, el culto a «pasarlo bien», a «vivir la vida».

Los planteamientos de una sociedad que, quizá por la dialéctica del contraste, realza ahora más la estética que la ética; el placer que el deber; que antepone primero lo útil a lo solidario, lo temporal a lo duradero; lo eficaz a lo correcto; ciertamente choca con los planteamientos cristianos que tienen una perspectiva distinta en cuanto a las prioridades.

Además, el tiempo de ocio o de descanso ya no coincide con el tiempo del domingo. Es más amplio, incluye ciertamente el domingo, pero lo desborda, y en muchas ocasiones, lo oculta, lo desvanece. Para muchos jóvenes es más importante la noche del viernes o del sábado (para el ocio, para la diversión) que el domingo mismo, Y si se trata de que ha habido puentes, por lo menos la tarde del domingo se emplea para la carretera. El descanso y el ocio dominical se ha convertido en movilización, a veces, hasta peligrosa.

Todo esto lleva a muchas personas, a evadirse de la costumbre, de la práctica, de la obligación, de la necesidad (pongamos el nombre que más nos ayude), de la celebración de la Eucaristía Dominical. La sociedad con sus planteamientos transforma los modos tradicionales de celebrar el domingo.

Es un reto que es actual y que se sigue proyectando, desconocerlo sería demasiado grave, abordarlo es nuestra obligación eclesial, de todos sin exclusión.

La Iglesia, a lo largo de su bimilenaria existencia ha tenido que hacer frente a otras dificultades, también de tipo de participación en el culto dominical, su culto sigue lleno de significación y a veces también de esplendor, pero eso no quita de la obligación de estar abiertos a considerar las nuevas situaciones y a proponer soluciones creativas. Quizá está llegando el tiempo de que la Iglesia sea un signo más claro del Reino por la calidad de sus obras y por la autenticidad y coherencia de sus celebraciones, que por la participación masiva aunque pasiva en ellas.

Pero tengamos esperanza, siempre nos quedan las palabras de Jesús: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de este mundo» (Mt. 28, 20).

BIBL. — JUAN PABLO II: «Pies Domini. El día deI Señor» Carta Apostólica. Mayo de 1998. Editorial San Pablo. 2 edición, 1998. Madrid; Catecismo de la Iglesia Católica. Coedición Española. Asociación de Editores del Catecismo 1992. Madrid; Revista «ORAR». Núm. monográfico: «Celebremos el Domingo», núm. 67. Año 1993. Editorial Monte Carmelo. Burgos.

Daniel Camarero