INTRODUCCIÓN AL SANTORAL

 

LOS SANTOS, MODELOS PORQUE REFLEJAN

Una carta dirigida hoy a «todos los santos en Cristo Jesús», que están en una determinada localidad, suscitaría sin duda extrañeza, porque por mucho que se empeñase el cartero, le resultaría difícil encontrar a los destinatarios. Si preguntase, por ejemplo, a los asistentes a la celebración dominical de la iglesia de la localidad, todos, movidos por un piadoso temor, dirían que no eran santos, y llamarían la atención sobre sus deficiencias. Y, sin embargo, «los santos de las Iglesias de Corinto, Roma, Filipo y de otras ciudades, son (a comienzos de nuestra era) los destinatarios de las cartas de San Pablo. Cartas que llegaban a un grupo bien concreto de personas que se sabían sus destinatarios. El llamarlos santos no es obstáculo para que luego Pablo les advierta sobre sus deficiencias y fallos, sus divisiones y rencillas, su desobediencia. El lector moderno se preguntará cómo es esto posible. Y habrá que aclararle que el término «santo», en el lenguaje de Pablo, no se refiere principalmente a cualidades éticas, sino a la pertenencia a Cristo Jesús. La santidad es una marca que manifiesta la pertenencia de quien la lleva a un determinado grupo que, como toda pertenencia, implica una forma concreta de vida e impone ciertos límites a la conducta del interesado.

El contraste entre el uso que San Pablo hace del término «santo» y la idea de perfección e incluso elitismo que esta palabra suscita en el hombre de hoy, nos orienta hacia una primera conclusión: la palabra santo comporta diversos matices, dentro de una identidad fundamental de contenido. La liturgia, por ejemplo, lo aplica a Dios, indicando al mismo tiempo que su santidad es difusiva: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad»1. Pero también dice que Cristo es «solo santo», o celebra a los santos. Nosotros hablamos de los santos Evangelios o de la Semana Santa. Importa, pues, tener una idea correcta de lo que esta palabra significa, pues ello tiene repercusiones en la manera de entender y vivir el cristianismo.

 

LA SANTIDAD DE DIOS, PARTICIPADA POR LOS HOMBRES

Según el Antiguo Testamento, la santidad no es un atributo más de Dios. Caracteriza a Dios mismo: su Nombre es santo (Sal 33, 21; Am 2, 7). Santo y Yahvé son sinónimos (Sal 71, 22; Is .5, 24; Ha 3, 3). En su sentido más estricto, «sólo Dios es santo». Sólo a Dios se aplica con toda propiedad la santidad (cf. Ex 15, 11; 1S 2, 2; Is 6, 3; Ap 4, 8). Al calificar así a Dios se designa su poder y la perfección de su ser, separado y distinto de todo lo que implica límite y, en definitiva, de todo lo imaginable. Por extensión se aplica también la palabra a todo lo que, de alguna manera, puede estar vinculado a Yahvé: personas, objetos, tiempos, lugares. Así, por ejemplo, a Moisés se le advierte que el lugar que pisa es suelo sagrado (Ex 3, 5). Pero es sobre todo Israel el que es designado como nación santa', (Ex 19, 6) por ser un pueblo «propiedad personal' de Yahvé entre todos los pueblos (Ex 19, 5). Este pueblo, designado como santo, es llamado a «ser santo», porque Yahvé, su Dios, es santo (Lv 19, 1). Esto implica todo un proceso por medio del cual el pueblo va adoptando unos comportamientos acordes con la santidad de Yahvé, que culminan en el amor al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). Dos cosas podemos concluir de este breve recorrido: en primer lugar, que la santidad (que significa separación, trascendencia) no aleja a Dios, sino que lo acerca al pueblo. Más aún, la santidad de Dios puede y debe ser

1 Plegaria eucarística II. También la plegaria III.

participada por el pueblo: el pueblo tiene »capacidad de Dios. Y en segundo lugar, que la santidad es a un tiempo llamada, don de Yahvé, pero exige también un ir realizando aquello que ya se es: el santo es llamado a ser santo.

En continuidad con el Antiguo Testamento, en el Nuevo, Jesús se dirige al Dios del cielo como «Padre santo» (Jn 17, 11). Pero el Nuevo Testamento reconoce también en Jesús «a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo' (Jn 10, 36), «el santo de Dios» (Mc 1, 24), o sencillamente «el Santo» (Ap 3, 7; Hch 3, 14; cf. 2, 27; 4, 27.30), «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4, 1) desde su concepción (Lc 1, 35). Tampoco esta santidad aleja a Jesús de los hombres: ¡nadie más cercano y solidario que él! Con una solidaridad que llega hasta el extremo, hasta el punto de que la santidad de Jesús resultó chocante para sus contemporáneos. En vez de manifestarse como fuego purificador que quema la cizaña, su santidad le acerca a los pecadores, siendo incomprendido y fuertemente criticado por ello (Lc 15, 2; Mt 9, 10-11). «Él que no cometió pecado» (1P 3, 22), se «hizo pecado por nosotros» (2Co 5, 21; Ga 3, 13), mostrando así lo que es la verdadera santidad: no separación, sino unión; no juicio, sino amor. A la luz de Jesús, la santidad no es este sueño de lo íntegro, lo incontaminado y lo puro, como a veces pensamos, sino el amor solidario con el dolor, capaz incluso de cargar con el pecado del otro.

Todos los creyentes en Jesús están llamados a vivir en el amor y a participar así de la santidad de Dios (Jn 17, 19; Hb 2, 11; 10, 14), formando una «nación santa», el «Pueblo de Dios» (1P 2, 9-10). Y, como sucedía en el Antiguo Testamento, también según el Nuevo, los creyentes, que son santos (Rm 1, 7), deben hacerse lo que son: «los santificados, llamados a ser santos» (1Co 1, 2); »elegidos para ser santos» (Ef 1, 4), para ser perfectos como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5, 48). El cristiano, unido a Dios, debe asemejarse cada vez más a él: «la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1Ts 4, 3), lo que exige una serie de rupturas y un modo de comportarse que, como ya sucedía en el A.T., culmina en el amor al prójimo: ''que nadie falte a su hermano (1Ts 4, 6). Los cristianos deben obrar «con la santidad y sinceridad que vienen de Dios, y no con la sabiduría carnal» (2Co 1, 12).

El Concilio Vaticano II se sitúa en una dinámica similar a la de la Escritura. Al tratar de la santidad, comienza por decir que Dios, comunión inefable de las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu, es «el único santo»2. Reconoce en Jesús al «iniciador y consumador» de toda santidad, que «predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida», que consiste en «la perfección de la caridad»3. «Todos los fieles, de cualquier condición y estado..., son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre4. La santidad, indica también el Concilio Vaticano II, es progresiva, de modo que resulta posible santificarse ''más cada día»»5. Dios es el único santo; todos podemos participar de la santidad; todos estamos llamados a santificarnos en nuestra realidad concreta, sea cual sea la situación humana y las circunstancias de la vida... Finalmente, el Vaticano II añade una precisión que ya estaba implícita en la Biblia, pero que es importante explicitar (y sobre la que tendremos que volver): «La santidad suscita un nivel de vida más humano»6.


LA SANTIDAD, UNA REALIDAD TENSIONAL

Si ya somos santos, pero también estamos llamados a serlo, esto significa que la santidad es un camino, un proceso. Y significa también que la santidad es imperfecta en este mundo. Importa aclarar que dicha imperfección no se debe única ni principalmente a nuestra condición de pecadores. Su razón profunda está en nuestra limitación y condición creatural. La

2 Lumen gentium, 39; cf. Lumen gentium, 47.
3 Lumen gentium, 40.
4 Lumen gentium,
11 c.
5 Lumen gentium,
41 g.
6 Lumen gentium, 40
b.

santidad en el ser humano es una participación de la santidad de Dios. La teología enseña que tal participación se concreta y expresa en una vida de fe, esperanza y amor. En estas tres actitudes o virtudes consiste la santidad del cristiano. Pues bien, en este mundo, tales virtudes se viven, al menos bajo algún aspecto, con una cierta imperfección. La imperfección de la fe (y de la esperanza) proviene de la falta de visión de Dios en nuestra situación terrena7. A propósito de la caridad, plenitud de la vida cristiana y perfección de toda santidad, Tomás de Aquino escribe: «En el estado presente, la caridad es imperfecta; pero se perfeccionará en la patria»8. La razón está en que actualmente nuestra comunión con Dios no es plena. Si la santidad se vive en las condiciones limitadas de este mundo se comprende que encuentre su perfección en la escatología («en la gloria celeste»9), pues sólo entonces nuestra participación de Dios alcanzará su perfección: «Cuando Dios se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (lJn 3, 2; cf. 1Co 13, 12).

Esta dimensión procesual o dinámica de la santidad no nos remite al pasado (a lo que otros han sido), sino, con la mirada puesta hacia el futuro (lo que llegaremos a ser y lo que otros ya son), nos invita a ser en el presente: »sed imitadores de Dios». ¿Cómo es esto posible? «Vivid en el amor». ¿Dónde encontramos en nuestra situación humana un modelo en el que fijarnos para imitar a Dios viviendo en el amor? «Como Cristo os amó y se entregó por nosotros» (Ef 5, 1). Dicho de otro modo: la imitación de Dios se realiza imitando a Cristo: todos hemos sido destinados a «reproducir –a producir de nuevo– la imagen del Hijo» (Rm 8, 29), o sea, a ser otro Cristo».

Precisamente porque (y no na pesar de») la santidad en este mundo tiene un carácter procesual, se vive de forma tensional,

7 Imperfectio cognitionis est de ratione fidei; fides non potest esse perfecta cognitio» (TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 67, 3. Cf. De Veritate, 14, 1, ad 5 y ad 8).
8 Suma de Teología,
II-II, 23, 1, ad 1.
9
Lumen gentium, 48.

lo que se manifiesta en el anhelo o deseo de Dios, un Dios sólo imperfectamente alcanzado en el presente. Dios es la meta y el sentido de toda vida humana. En Dios el hombre encuentra su verdad. De ahí la inquietud que produce la imperfecta posesión de Dios en el presente. Al comienzo de sus Confesiones (I, 1), San Agustín describe así la condición humana: »Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti"'. Estas palabras encuentran un eco en Tomás de Aquino cuando afirma que, si bien «todo entendimiento desea naturalmente la visión de la sustancia divina»'°, mientras este deseo no se realiza, el ser humano vive en una constante inquietud11. «El fin último del hombre es el bien increado, es decir, Dios, el único que con su bondad infinita puede llenar perfectamente la voluntad del hombre»12.


LA SANTIDAD HUMANIZA

Si Dios es el que colma al ser humano, esto significa que, en la medida en que en este mundo sea posible alcanzar a Dios, en esta medida el hombre encontrará su felicidad y su verdad. Dicho de otro modo: la santidad (la participación de Dios) es la verdadera humanización, de modo que cuanto más santo es uno, más humano es. Así se entiende perfectamente lo que decía Ignacio de Antioquía: «Llegado allí (al cielo), seré verdaderamente hombre>»13. O lo que decía San Agustín: «Nosotros seremos el día séptimo (el de la gloria final), cuando seamos llenos y colmados de la bendición y de la santificación de Dios14. Mientras tanto, «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto,

10 Suma contra los gentiles, III, 57.
11Suma contra los gentiles, III, 50.
12 Suma de Teología, I-II,
3, 1.
13 Ad Romanos
VI, 2; Padres apostólicos, ed. de D. Ruiz Bueno, Madrid, 1965, 478.
14 Ciudad de Dios
XXII, 30, 4.

se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»15.

La santificación no consiste en que el hombre deje de ser humano para adquirir la naturaleza divina, cosa imposible, sino en hacernos cada vez más personas al vivir a nuestra manera según el modo de ser de Dios, que es Amor. Eso quiso decir Tomás de Aquino cuando escribió: »El hombre se asemeja más a Dios cuando tiene cuanto requiere su condición natural, porque entonces imita mejor la divina perfección»16. Dios no reemplaza nuestro ser, sino que lo potencia, lo renueva y lo lleva a plenitud. Dios no infantiliza, sino que madura, libera y responsabiliza. Es una idea forjadora de identidad. Lo que hay que dejar claro es que la identidad del ser humano no está en el tener y el poseer, sino en la solidaridad y el amor.

El pecado, por el contrario, se opone a la realización del hombre, atenta contra lo mejor de uno mismo: «Los pecadores son enemigos de sí mismas», dice la Sagrada Escritura (Tb 12, 10). En esta línea se rtua Tomás Aquino al escribir que el pecado atenta contra nuestro propio bien17. Y el Vaticano II recordó: «El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud»18. El creyente en particular y la Iglesia como comunidad de fieles, no serán más humanos por ser más pecadores, sino por ser más santos. El hecho de que el pecado acompañe siempre nuestra condición terrestre, no niega lo precedente. Al contrario: afirma que la auténtica dimensión humana es escatológica y que en esta tierra peregrinamos hacia ella (Hb 11, 13-16).

El Evangelio, por tanto, lejos de ser la oposición a lo humano, es lo más humano y humanizador. Así se comprenden estas afirmaciones del Vaticano II: «La santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena»; eleva la

15 Gaudium et spes, 41.
16 Suma de Teología, Supl. 75,1,ad
4.
17 Cf. Suma contra los gentiles,
III, 122; Suma de Teología, I-II, 78, 3; 109, 8.
18 Gaudium et spes,
13.

dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos»; «no hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo»19. Se comprende también que los grandes modelos de santidad hayan sido también grandes modelos de humanidad y grandes benefactores de la humanidad. Más aún, su influencia humanizadora no se ha limitado a su corta vida; ha continuado una vez que han dejado esta tierra, en ocasiones por medio de otros que han proseguido su carisma y han creado instituciones educativas, sociales, hospitalarias u otras, siempre buscando el mejor bien para los seres humanos.


DIOS SE HACE PRESENTE POR MEDIO DE LOS SANTOS

La santidad es el modo como Dios se hace hoy presente entre los hombres. En efecto, en este mundo no es posible ver a Dios cara a cara (cf. Ex 33, 20). Sin embargo, Dios se da a conocer por medio de signos y mediaciones, por medio de realidades sacramentales. En Jesús de Nazaret, y en la vida de aquellos que use transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cf. 2Co 3, 18), Dios manifiesta al vivo entre los hombres su presencia y su rostro»20. 'Cuanto más semejante a Dios es una criatura decía Tomás de Aquino-, tanto más claramente se ve por medio de ella a Dios»21. En esta línea, Gregorio de Nisa, comentando el dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», exhorta a los cristianos a limpiar el propio corazón para que así resplandezca en ellos «la hermosura divina». ««Del mismo modo que el que contempla el sol en un espejo, aunque no fije sus ojos en el cielo, ve reflejado el sol en el espejo, no menos que el que lo mira directamente», así puede verse a Dios a través de los limpios de corazón, pues «la santi

19 Lumen gentium, 40; Gaudium et spes, 40 y 41.
20
Lumen gentium, 50
21 Suma de Teología,
I, 94, 1.

dad, la pureza, la rectitud son el claro resplandor de lá naturaleza divina, por medio del cual vemos a Dios22.

Si no hay evidencias de la presencia de Dios, sí hay huellas o signos de su actuar. La santidad es uno de los más claros. La santidad es un faro luminoso que suscita la pregunta por la razón de una vida: «Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). La santidad es un modo de vivir que contrasta con el modo de vivir del mundo: «Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo (Flp 2, 14-15).

De este modo, los santos se convierten en modelos. Ahora bien, conviene dejar bien claro que si la santidad es un signo de contraste para el mundö y un ejemplo para los propios creyentes, esto es debido a que la vide de Dios se refleja en los santos. En ellos se manifiesta un Die, que nos acompaña en nuestra historia, interviniendo en favor nuestro. Si los santos son modelos, es porque previamente son reflejos. Son espejos donde se refleja la luz de Dios. En ellos reverbera un Misterio y ellos se convierten así en señales que orientan al Misterio.

Y puesto que la presencia de Dios en un ser humano no anula la humanidad, sino que la potencia, o dicho de otro modo, puesto que Dios no uniformiza, hay diferentes modelos de santidad. En esta línea se situaba el Vaticano II, cuando afirmaba que en cualquier estado o condición se estaba llamado a la santidad. La multiplicidad de modelos de santidad es debida no sólo a la diversidad de caracteres, sino, sobre todo, al hecho de que la inmensa riqueza de Dios, manifestada en Cristo, nunca se agota en este mundo. En cada santo o santa puede manifestarse mejor o con más claridad un aspecto de la riqueza de Cristo: en unos la humildad, en otros la misericordia, la paciencia, la generosidad, etc. Pudiera así parecer que los santos se reparten el ideal y cada uno lo realiza bajo un determinado as-

22 PG 44, 1270-1271.

pecto, aunque no debemos olvidar que todas las virtudes están ligadas y que la que parece más dominante comporta necesariamente las otras. Esto explica también la diversidad de carismas y espiritualidades que hay en la Iglesia.

Pero la pluralidad de modelos de santidad explica otro aspecto que tiene que ver con la credibilidad de la santidad, a saber, que no todos los modelos manifiestan la misma significatividad en diferentes épocas o sociedades, o para diferentes personas. Sin duda, un testigo (o un signo) siempre pretende orientar. Pero su significado profundo o la buena orientación a la que tiende, no se desvela automáticamente. En la captación del correcto significado interviene la sintonía cultural entre el testimoniante y los que reciben el testimonio. Hombres y mujeres que en una época dieron lugar a un fuerte movimiento religioso, pierden su fuerza en otras épocas o en otras áreas culturales. No conviene olvidar este aspecto que tiene que ver con la necesaria inculturación de la fe cristiana. Y, por supuesto, cuando se habla de lo santo y de lo cristiano como modelo, no se trata de una acomodación superficial para mejor llegar a determinadas culturas o personas. Pero sí se trata de conocer la imagen que proyectamos y que otros reciben, para mejor orientarla o modificarla si fuera menester, de modo que quienes nos ven, vean, no lo que quieren ver, sino lo que deben ver. Si el santo se convierte en un escándalo para el mundo, este escándalo no tendría que ser debido a una mala incomprensión o falta de inteligibilidad, sino precisamente al desacuerdo o provocación que también se da cuando se ha comprendido perfectamente.


EL CULTO A LOS SANTOS

Ya hemos indicado que la santidad es imperfecta en este mundo. En el cielo encuentra su perfección. Allí el hombre alcanza su meta y participa estable y plenamente de Dios, según la medida de su capacidad.

Así se explica una distinción importante referente a la santidad: en este mundo todos los cristianos están llamados a ser modelos para los demás, como Pablo era un modelo para la Iglesia de Tesalónica, y los fieles de Tesalónica eran un modelo para los creyentes de Macedonia y de Acaya (1Ts 1, 6-7). Pero mientras peregrinamos en esta tierra, dada la fragilidad humana, nadie puede ser objeto de culto y veneración definitiva. Ahora bien, una vez llegados a la patria celestial, algunos cristianos han sido objeto de culto y veneración. Ya desde los comienzos del cristianismo se distinguió entre dos categorías de difuntos: aquellos por los que se rogaba, conscientes de que la oración les ayudaba, y aquellos a quienes se rogaba, solicitando ayuda e intercesión. En esta última categoría se incluyó muy pronto a los mártires y posteriormente a otros que habían destacado por su vida virtuosa. Esta invocación comportaba dos aspectos: por una parte, el recuerdo y celebración de su nacimiento a la gloria; por otra, el recurrir a su intercesión, a lo que se añadía la veneración de su tumba o de sus reliquias.

Esta doble consideración de los que han muerto se relaciona con el artículo del Credo sobre la comunión de los santos, o sea, con el hecho que los creyentes forman un solo cuerpo y el bien de los unos comunica a los otras. Así desde los primeros tiempos del cristianismo la Iglesia ofrece sufragios por los difuntos, pero también se encomienda a ellos, pues estando más unidos con Cristo, tienen por eso mismo una mayor solidaridad con los que todavía peregrinamos. Consciente de ello, Domingo de Guzmán, estando moribundo, dijo a sus frailes: «No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida». Y Teresa del Niño Jesús dejó escrito: «Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra>23.

En los comienzos de la Iglesia, esta consideración de algunos como valiosos intercesores tenía un carácter local, y su santidad era declarada, bien por aclamación popular, bien por un decreto episcopal. Los primeros santos venerados litúrgicamente fueron los mártires. Antonio (fundador del monacato y muerto en el 356) y Martín (evangelizador del mundo francés,

23 Ambos testimonios han sido recogidos por el Catecismo de la Iglesia Católica, n.° 956.

obispo de Tours, donde creó un centro monástico, muerto en 397) fueron los primeros confesores (no mártires, o mejor: mártires «in voto», de deseo), considerados heroicos en el combate espiritual. Poco a poco, el culto de algunos santos, comenzando por la Virgen María y aquellos que veneraba la liturgia romana, se extendió más allá de sus lugares de origen. A partir del siglo X se empezó a recurrir al papa para la inscripción del nombre de un santo (o canonización) en la lista de los santos (martirologio). Gregorio IX, en 1234, debido a la proliferación del culto a los santos, reservó el derecho de canonizar al papa. Y desde el siglo XIII se generalizó la costumbre de poner a los niños, en el momento de su bautismo, el nombre de un santo canonizado, ofreciendo así al nuevo cristiano un modelo de santidad y asegurándole su intercesión. A partir del siglo XVII aparece la distinción entre santos y beatos, cuyo culto litúrgico es más local o restringido, aunque en la situación actual la categoría de beato se entiende también como un paso hacia una veneración más universal. La inscripción en el catálogo de los santos va precedida de un examen de la vida y virtudes del candidato, así como del requerimiento de algún milagro24.

¿Qué sentido tienen las canonizaciones? Fundamentalmente dos:

1. Dada nuestra psicología, todos tenemos necesidad de modelos con los que identificarnos. Proponer a la consideración de los demás un modelo de fidelidad es una práctica atestiguada por la Escritura (Si 44-50; Hb 11). Y, aunque es cierto que hay que evitar dependencias que anulen nuestra libertad y nuestra responsabilidad, el recuerdo de quienes han vivido ejemplarmente su ser cristiano sostiene nuestra esperanza y estimula nuestro caminar. Indirectamente, en algunos casos, la canonización puede ser también un aval eclesial de una determinada institución u obra alentada por el santo o la santa canonizados.

24 Cf. Pierre-Marie GY: «Cu1te des saints«, en Dictionnaire critique de théologie, PUF, París, 1998, 296-298; Paul McPARTLAN, «Sainteté«, en Dictionnaire critique..., 1043-1047.

2. El proclamar solemnemente que algunos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en fidelidad a la gracia de Dios, es una manera bien concreta de reconocer las maravillas de Dios y su poder de santificación. Y reconocer así en los santos y santas el secreto de toda renovación en la Iglesia y de todo su apostolado y misión, a saber, Dios mismo. En esta línea, el Vaticano II aclaró que «al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos»25. Por tanto, lo que en ellos se celebra es el misterio de Cristo que se ha manifestado grande en sus vidas. Jesucristo es la vida, cuya única savia corre por la cepa y los sarmientos... Cuando veneramos a mujeres y hombres que han sido fieles cristianos, estamos rindiendo culto al Hijo de Dios26. Lo que en realidad se manifiesta en los santos es la gloria de Dios. Así lo proclama la liturgia: "Al coronar sus méritos, coronas tu propia obra (la de Dios)»27. De ahí la necesidad, también proclamada por el Vaticano II, de que 'las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación» 28.


UNA GRAN NUBE DE TESTIGOS

Entre todos los santos que la Iglesia venera destaca la Virgen María, la madre de Jesús. Ella es celebrada en sus diversos misterios, siendo el fundamental y el origen de todos, el de su maternidad divina. «En ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser»29. Hay una relación muy profunda entre María y la Iglesia: en Maria resplandece aquello que es la Iglesia y aquello hacia lo que la Iglesia camina. Precisamente por

25 Sacrosanctum Concilium, 104; también el Catecismo de la Iglesia Católica, n.° 1.173.
26 Jesús ESPEJA, La espiritualidad cristiana, Verbo Divino, Estella, 1992,
398.
27 Prefacio I de los santos.
28 Sacrosanctum Concilium, 111.

29 Sacrosanctum Concilium,
103.

esto, lo más admirable en Maria es su fe (Lc 1, 45) y su acogida de la Palabra (Lc 2, 19.51). Ella es la peregrina de la fe30. Por eso su vida, más que objeto de admiración, debe ser motivo de imitación. La cercanía de Maria y su presencia en todos los pueblos se manifiesta en las distintas advocaciones, muchas de las cuales tienen una connotación geográfica: Pilar, Guadalupe, Covadonga, Peregrina, Montserrat, Valvanera, La Real, Aparecida, Desamparados, Fuensanta, Rocío, Guadalupe, Camino, Fuencisla, Llanos, Almudena, Begoña, Lluch, Candelaria... Se manifiesta también así que la experiencia religiosa cristiana (que es lo importante y lo que debe prevalecer) no es algo etéreo y abstracto, sino cercano a cada cultura y situación.

Ya hemos indicado que el culto a los mártires es muy antiguo. Ellos nos recuerdan que la vida cristiana y eclesial es un elemento crítico que contrasta en muchas ocasiones con el mundo hasta el punto de provocar el enfrentamiento, no buscado por los mártires, pero sí padecido. Y que, en este caso, la fidelidad al Evangelio puede pagarse con la vida, a consecuencia del "odio del mundo» (Jn 15, 18 ss.). La misma muerte de Jesús fue vista como el resultado trágico de una lucha entre fuerzas antagónicas: «Tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad' (Jn 8, 40; cf. 8, 37). El martirio forma parte de la vida de la Iglesia y es una posibilidad permanente del creyente31. Digo bien posibilidad, ya que el martirio (en el sentido actual de la palabra, no en el etimológico de mártir como testigo) no debe considerarse como una «realidad» permanente, sino como una disposición permanente. La autocandidatura al martirio pudiera ser hasta sospechosa de fanatismo. La actitud de los cristianos perseguidos es la paciencia, no la provocación o el celo exagerado.

Como éste es un tema delicado, al menos en algunos ambientes, me permito resaltar dos cosas en las que creo que se

30 Lumen gentium, 58.
31 Cf. Lumen gentium, 42 b; Dignitatis humanae, 14 c. Sobre el martirio, ver: M. GELABERT: «La fe exige un testimonio que puede conducir al martirio», en Vida Religiosa, 1 septiembre 1993, 345-351.

puede estar de acuerdo: por una parte, el mártir es un testigo de la fe, de una fe en la que ya no tienen importancia para la propia vida las consecuencias que puedan derivarse de su testimonio. En este sentido merece todo respeto y es un estímulo para nuestro propio testimonio. Por otra parte, no creo impertinente afirmar que si bien los mártires merecen todo honor y toda gloria, un cristiano debe estar en contra del martirio (en cuanto asesinato, no en cuanto a testimonio), pues un cristiano está a favor de la paz y la reconciliación entre los hombres y los pueblos. Por eso, la memoria de los mártires debe estimularnos a ser mensajeros de paz y de reconciliación en nuestro entorno.

Además de los mártires, muchos otros cristianos, que han vivido consagrados al Señor en pobreza, castidad y obediencia; o han hecho de su matrimonio y de su familia una iglesia doméstica; o han vivido con alegría su soltería o su viudez, son honrados con toda razón como santos. En muchas ocasiones, también ellos siguieron a Cristo en medio de dificultades y contrariedades. Con sus fallos y debilidades, e incluso con sus pecados. Pero lo importante es que fueron fieles. Una de las pruebas más exigentes de la fidelidad es la duración, la perseverancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida 32.

A propósito de la santidad, incluida la de los mártires, importa destacar la credibilidad. Ya hemos indicado que no todos los santos tienen la misma significatividad en todas las épocas, culturas o situaciones. Sobre la credibilidad de la santidad hay que añadir que el significado profundo del testimonio de los santos sólo puede captarse en todo su valor con los ojos de la fe, o sea, por aquel que vive con sus mismos sentimientos, que son, en definitiva, los sentimientos de Cristo Jesús. No es posible reconocer el valor de la santidad si uno no reconoce en

32 Cf. JUAN PABLO II: Homilía en México, el 27 de enero de 1979.

ella aquello mismo que él es y que debe ser. Por tanto, el martirio y la santidad, como motivos de credibilidad, no son tantc razones que conducen a la fe, cuanto argumentos que refuerzan la fe que ya existe.

Otro aspecto que hay que tener en cuenta, a la hora de hablar de la santidad como testimonio, es la veracidad de la vich presentada. No hay que ocultar los defectos y debilidades de santo, ni presentarle plagado de heroicidades y envuelto en au reolas que hoy resultan lejanas e irreproducibles. Las debilida des de los santos los hacen más cercanos a nosotros, y en mu chas ocasiones resultan consoladoras. ¿No sería desesperantB una santidad inmaculada, que proyectase sobre nosotros, po bres pecadores, el juicio que merece nuestra vida? La vida de los santos no debe presentarse como una hazaña de grandeza humana, sino como una hazaña del Dios de la alianza. De h que se trata no es de celebrar el esfuerzo humano, sino d, anunciar la fidelidad de Dios. Y también su misericordia. La cercanía de Jesús a los pecadores, él que es el verdadero mc delo de toda santidad, manifiesta que uno es tanto más sant cuanto más misericordioso y cercano es.

María, los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los confesc res, una inmensa nube de testigos de la fe nos rodea (Hb 12, 1 y nos invita a seguir, como ellos, a Jesús. Algunos de estos te: tigos tienen un nombre conocido y admirado en muchos lugares y por muchas personas. Algunos están oficialmente canon zados. Su santidad ha sido reconocida por la Iglesia, que nc los propone como estímulo y modelo para nuestro camina Pero esto no significa ni que sean los únicos, ni que sean los mejores. Ya sabemos que una canonización no se hace sin una seria investigación de las virtudes de aquel que va a ser elevado a los altares. Pero, además de las virtudes, también interviene otros motivos en las canonizaciones. Cosa que no deber escandalizar a nadie. Los humanos somos así. Pero tampoco debería confundir a nadie, en el sentido de pensar que no hay otros que, con las mismas o mejores razones, también pudieran verdaderos modelos para los creyentes.

Lo importante es que todos estamos llamados a la santidad. Y que todos conocemos cristianos ejemplares que son un estímulo para nosotros. Aquellos que nos han dejado, pueden interceder por nosotros. A unos les ha sido reconocida la santidad de forma pública y general, y a otros de forma privada. El que un santo sea mucho, poco o nada conocido, el que haya sido objeto o no de una proclamación solemne, no quita un ápice a su santidad.

MARTÍN GELABERT, O.P.