MEMINISSE IUVAT

 

Pío XII

 

Carta Encíclica Plegarias y novena en la fiesta de la Asunción por
la paz en el mundo y por la libertad de la Iglesia


Del 14 de julio de 1958

 

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica

 

INTRODUCCIÓN:

María nuestro refugio en las terribles amenazas

 

1. La salvación en la poderosa intercesión de la Virgen.

Nos parece oportuno recordar que cuando nuevos peligros amenazaban al pueblo cristiano y a la Iglesia, Esposa del Divino Redentor, Nos, como en los siglos pasados lo habían hecho Nuestros predecesores, Nos dirigimos suplicantes a la Virgen María, madre amantísima nuestra, e invitamos a  toda la grey a Nos confiada a abandonarse confiadamente a su protección. Y mientras el mundo era funesta víctima de una guerra espantosa, hicimos cuanto pudimos para exhortar a la paz a ciudades, pueblos y naciones, y para llamar los ánimos de los hombres desgarrados por la lucha al mutuo acuerdo en nombre de la justicia, de la verdad y del amor; y no solamente no nos limitamos a esto, sino que, viendo que no contábamos con medios humanos y con ayudas terrenas, con diversas cartas de admonición que invitaban a una santa emulación de oraciones, invocamos la ayuda celestial mediante la poderosa intercesión de la gran Madre de Dios, a cuyo corazón inmaculado consagramos toda la familia humana[1]

 

2. Rumor de guerra y terrible amenaza de la bomba atómica.

En la hora presente, si bien finalmente se ha apaciguado la lucha armada de los pueblos, no reina, sin embargo, aún la paz justa, ni la ven los hombres consolidarse en fraternal entendimiento; serpentean, en efecto, gérmenes latentes de discordia, que, de vez en cuando, estallan amenazadores y tienen las mentes de los hombres en ansiosa trepidación tanto más que las terribles armas que ahora ha descubierto el ingenio del hombre, son de tan grande potencia que pueden arrastrar y sumergir en el universal exterminio no sólo a los vencidos, sino a los vencedores y a toda la entera humanidad.

 

PRIMERA PARTE

Causas de este estado de cosas

 

3. Menosprecio de la Autoridad de Dios. 

Pero si examinamos atentamente las causas de tantos peligros, presentes y futuros, fácilmente vemos que las decisiones, las fuerzas y las instituciones humanas están destinadas a un fracaso inevitable, cuando la autoridad de Dios —que ilumina las mentes con sus preceptos y sus prohibiciones, que es principio y garantía de justicia, fuente de verdad y fundamento de la ley— se descuida, o no se coloca en el justo puesto, o del todo se suprime. Toda casa que no se apoye sobre una base sólida y segura, se derrumba; toda inteligencia que no sea iluminada por la luz divina, más o menos se aleja de la plenitud de la verdad; surgen, aumentan y crecen las discordias si la caridad fraternal no enfervoriza a los ciudadanos, a los pueblos y a las naciones.

 

4. La Religión cristiana es el remedio de los males; combatirla daña la sociedad y la humanidad. 

Ahora bien, solamente la Religión cristiana enseña esta verdad plena, esta justicia perfecta y esta caridad divina que elimina los odios, animosidades y luchas; en efecto, sólo ella la ha recibido en depósito del Divino Redentor que es camino, verdad y vida[2], y con todas sus fuerzas debe ponerla en práctica. No hay, por tanto, duda de que quienes deliberadamente quieren desconocer la Religión cristiana y la Iglesia, o se esfuerzan en obstaculizarla, ignorarla, subyugarla; debilitan por eso mismo las bases de la sociedad o las sustituyen con otras que absolutamente no pueden sostener el edificio de la dignidad humana, de su libertad y bienestar.

 

Es necesario, por tanto, volver a los preceptos del cristianismo si se quiere formar una sociedad sólida, justa, equilibrada. Es dañoso e imprudente ponerse en conflicto con la Religión cristiana, cuya perennidad ha sido garantizada por Dios y probada por la Historia.

 

5. La importancia y la misión de la Religión en la sociedad civil. 

Reflexiónese que un Estado sin Religión no puede tener dirección moral ni orden. Ella hace que los ánimos se formen en la justicia, en la caridad, en la obediencia a las leyes justas; condena y proscribe el vicio; induce a los ciudadanos a la virtud y, más aún, rige y reglamenta su conducta pública y privada; enseña que la mejor distribución de la riqueza no se obtiene con la violencia ni la revolución, sino con justas normas, de modo que el proletariado, que aún no tiene los medios suficientes y necesarios para vivir, pueda elevarse a una condición más decorosa solucionando felizmente los problemas sociales; de este modo aporta una valiosísima contribución al buen orden y a la justicia, aún, cuando la Religión cristiana no haya sido instituida únicamente para procurar y acrecentar las comodidades de la vida.

 

6. Dos cosas angustian: a) la descristianización y corrupción en los países cristianos.

Considerando, pues, tales cosas con aquella disposición de ánimo que nos sitúa por encima de los contrastes humanos y que Nos hace amar paternalmente a los pueblos de todas las estirpes y razas, dos cosas se Nos presentan y Nos causan intensa angustia y preocupación. Por una parte, vemos que en no pocos países los preceptos cristianos y la Religión católica no son tenidos en la consideración debida. Masas de ciudadanos, especialmente del pueblo menos instruido, son atraídas con facilidad por los errores ampliamente divulgados y muchas veces revestidos de apariencias de verdad; los atractivos e incentivos al vicio que perturban con su nefasto influjo las almas por medio de publicaciones de todo tipo, de espectáculos cinematográficos y televisivos, corrompen particularmente a la juventud. Muchos escriben y difunden sus obras, no para servir a la verdad y a la virtud ni para dar un sano entretenimiento a sus lectores, sino para ejercitar —con fines de lucro— sus turbias pasiones: o para llenar de fango, con mentiras, calumnias y ofensas todo cuanto hay de sagrado, noble y bello. Muy frecuentemente —doloroso es decirlo— la verdad es mal presentada; y se da público realce a cosas falsas y vergonzosas. No hay quien no vea cuántos males se derivan de allí para la sociedad misma y para enorme daño de la Iglesia.

 

7. b) la persecución abierta de la Iglesia. 

Por otra parte, vemos con sumo dolor de Nuestro corazón de Padre, que la Iglesia Católica, tanto de rito Latino como Oriental, en no pocas naciones sufre graves vejámenes; los fieles y los ministros del culto, aunque no con palabras, pero sí con hechos, se plantean el siguiente dilema o abstenerse de profesar y difundir públicamente la fe, o sufrir muy graves daños. Muchos Obispos han sido ya expulsados de sus sedes, impedidos en el ejercicio libre de su ministerio, encarcelados o desterrados. En una palabra, se tiende a realizar temerariamente aquella palabra: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas[3]

 

8. Prensa, escuela y misiones destruidas.

Además, casi todos los diarios, revistas y publicaciones católicas han quedado reducidas al silencio, como si la verdad fuese de exclusivo dominio y arbitrio de quien manda, y como si las ciencias divinas y humanas, y las artes liberales no tuviesen el derecho de ser libres para poder florecer en provecho del bien público.

 

Las escuelas abiertas en otro tiempo por los católicos, están abolidas y prohibidas; en su lugar se han abierto otras que no imparten noción alguna Dios y de religión, o proclaman y difunden máximas del ateísmo, cosa que muy frecuentemente sucede. 

 

Los misioneros que, habiendo abantado la casa y la dulce tierra natal, habían soportado numerosos y graves trabajos para dar a otros la luz y fuerza del Evangelio, han sido expulsados de tantas regiones como individuos nocivos y peligrosos; de tal modo, el clero, que ha quedado reducido en número ante la extensión territorial, y a menudo vigilado y perseguido, no puede todas las exigencias de los fieles.

 

9. El Nacionalismo conculca los derechos de la S. Sede, eligiendo "obispos" y persiguiendo al clero.

Con dolor vemos pisotearse a veces los derechos de la Iglesia, a la cual compete, solamente bajo el mandato de la Santa Sede, elegir y consagrar a los Obispos destinados a gobernar legítimamente el pueblo cristiano; y esto sucede con gravísimo perjuicio de los fieles, como si la Iglesia católica fuese una cosa interna de una sola nación y dependiente de la autoridad civil y no una institución divina destinada a acoger a todos los pueblos.

 

10. Heroica constancia y fidelidad de los cristianos. 

A pesar de tan graves y dolorosas angustias hay, sin embargo, algo que la mayor parte de los fieles de rito latino y oriental permanecen adictos con todas sus fuerzas a la fe de sus mayores, aun viéndose privados de las ayudas espirituales que sus Pastores pudieran administrarles si no estuvieran impedidos. Continúen, pues, con valor y pongan toda su esperanza en Aquel que conoce el llanto y los sufrimientos de quien sufre por la justicia[4]. Él no tardará en cumplir su promesa[5] y consolará finalmente a sus hijos con el justo premio.

 

11. Exhorta a la unidad salvadora.

Con paternal afecto exhortamos, además, y de modo particular, a aquellos Venerables Hermanos y Amados Hijos Nuestros que son empujados de tantos modos —aun con engaño e insidia— a abandonar la sólida, firme y constante unión con la Iglesia y la estrechísima fidelidad a esta Sede Apostólica, sin la cual tal unidad es acechada y atacada con engañosas opiniones y con todas las artimañas posibles. Pero recuerden todos que la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesucristo, debe estar "compaginado y unido en todas sus partes según la operación proporcionada a cada miembro[6] hasta que nos reunamos todos en la unidad de la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, como en un hombre perfecto, en la medida de la plena edad de Cristo[7] de quien el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es, por divina disposición, Vicario en la tierra.

 

12. Palabras de San Cipriano sobre la unión con la Iglesia y con Roma.

Recuerden y mediten las prudentísimas palabras de San Cipriano Obispo y Mártir: El Señor habla así a San Pedro: "Yo te digo que tú eres Pedro, y .sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia"[8]. Sobre él solamente se edifica la Iglesia... Esta unidad debe ser firmemente conservada y defendida especialmente por nosotros, los Obispos que gobernamos en la Iglesia... También Ella es una y se extiende ampliamente a una gran multitud con el continuo aumento de su fecundidad; del mismo modo que los rayos del sol son muchos, pero una sola es la luz; y muchas las ramas del árbol, mas uno el tronco que se arraiga en el terreno con poderosas raíces; y cuando de una sola fuente dimanan diversas corrientes de agua, aunque parezca que su número se ramifica por la abundancia de agua, que brota, sin embargo una sola es la fuente. Puedes arrancar un rayo de sol, pero la unidad de la luz no se divide; puedes cortar del árbol una rama, pero quedando roto, no podrá germinar; interrumpe un arroyuelo que viene de la fuente y se secará. Así también la Iglesia, inundada por la luz divina, envía sus rayos por todo el universo; pero es un solo esplendor el que por doquiera se difunde; y la unidad del organismo no se divide. Ella extiende sus ramas sobre la tierra con exuberante riqueza, hace correr por doquier abundantes riachuelos; pero uno solo es el tronco, una sola la fuente. ...Y no puede tener a Dios por Padre, quien no tiene a la Iglesia por madre... Quien no conserva esta unidad, no conserva la ley de Dios, quien no mantiene la del Padre y la del Hijo, no tiene vida ni salvación[9].

 

13. Después de la lucha heroica, la victoria de la Iglesia es segura; palabra de San Ignacio, mártir. 

Estas palabras del Santo Obispo mártir, serán de consuelo, de exhortación, de defensa especialmente para aquellos que, no pudiendo de ningún modo o con grande dificultad, comunicarse con la Sede Apostólica, se encuentran en grandes peligros y tienen que superar muchos obstáculos e insidias. Confíen, sin embargo, en la ayuda divina y no cesen de invocarla con fervorosas súplicas. Y recuerden que todos los perseguidores de la Iglesia —lo enseña la historia— pasaron como una sombra, mientras el sol de la verdad divina nunca jamás se pone, porque la palabra de Dios puede ser combatida, pero no vencida, porque toma sus fuerzas no de los hombres, sino de Dios. Más aún, no cabe duda de que ella debe ser martirizada en el transcurso de los siglos por las persecuciones, divergencias, calumnias, como sucedió con su divino Fundador, según la profecía: Si me han perseguido a Mí, os perseguirán también a vosotros[10]; pero es igualmente cierto que ella, en fin de cuentas, así como triunfó Cristo Nuestro Redentor, obtendrá sobre todos sus enemigos una victoria pacífica. Confiad, pues, y sed fuertes y constantes. Os exhortamos con las palabras de San Ignacio, aunque seguros estamos que no tenéis necesidad de exhortaciones: Sed gratos a Aquel por el cual combatís... Ninguno de vosotros ha de ser un desertor. Vuestro Bautismo ha de ser como una arma, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como una armadura completa. Vuestras obras han de ser vuestros tesoros, para que merezcáis una digna recompensa[11].

 

14. San Ambrosio exhorta a la fortaleza y la esperanza en el triunfo.

Además, que las bellísimas palabras de San Ambrosio Obispo os den una segura esperanza y una fortaleza invencible: Empuña el timón de la Fe, para que las tempestuosas borrascas de este mundo no te hagan zozobrar. Es verdad que el mar es vasto e inmenso, pero no temas porque El la fundó sobre los mares y la consolidó sobre los ríos. No sin razón, pues, la Iglesia del Señor permanece inmóvil en medio de tantas corrientes, porque El la construyó sobre el peñón apostólico y persevera sobre su fundamento, inconmovible ante las furias del mar. Las olas la combaten sin moverla y si bien los oleajes de este mundo rugen al quebrarse en su derredor, ella, sin embargo, tiene un puerto segurísimo para acoger a los navegantes fatigados[12]

 

SEGUNDA PARTE

Invocación del auxilio de la Virgen María, especialmente en la Fiesta de su Asunción a los cielos, por medio de públicas oraciones durante la novena previa.

 

15. Oraciones en común ahora por los perseguidos.

Y como ya desde la era Apostólica, cuando los cristianos sufrían particulares persecuciones en ciertas regiones, todos los demás cristianos unidos por el vínculo de la caridad, elevaban súplicas y oraciones a Dios, Padre de misericordia, con unánime acuerdo para que les infundiese fortaleza e hiciese cuanto antes resplandecer tiempos mejores para la Iglesia: así también ahora, Venerables Hermanos, deseamos que a todos los que desde hace tanto tiempo sufren condiciones adversas y penosas en las regiones de Europa Oriental y Asia, no vayan a faltarles los consuelos y ayudas divinas invocadas por sus hermanos.

 

16. Plegarias y novena a la Virgen en su Asunción por la Iglesia vejada.

Y ya que tanto confiamos en el patrocinio e intercesión de la Virgen María, expresamos Nuestros ardientes votos de que en todas las regiones de la tierra los católicos eleven públicas plegarias y particularmente por la Iglesia que, como se ha dicho, en algunos lugares, sufre vejámenes y aflicciones, durante la novena que suele preceder a la festividad de la Asunción de la augusta Madre de Dios. 

 

17. María, asunta, Reina del Cielo, aparecida en Lourdes nos escuchará.

Nos abrigamos la esperanza de que la Virgen María, cuya asunción al cielo en cuerpo y alma hemos proclamado -no sin divina voluntad- durante el Año Santo de 1950[13]; Ella declarada por Nos Reina del Cielo y como tal propuesta a la veneración de todos[14]; Ella, finalmente, a cuyos pies al cumplirse un siglo desde su aparición en la gruta de Lourdes, como benigna distribuidora de gracias, a una inocente doncella, hemos invitado a las multitudes de peregrinos para que pudiesen gozar de sus gracias maternales[15]; Ella, no lo dudamos, no querrá de ningún modo evadir ni rehusar estos Nuestros anhelos y plegaria universal de los católicos.

 

18. María alcanzará que la Iglesia se libre de los males presentes, especialmente los causados por la persecución.

Esforzaos, pues, Venerables Hermanos, para que con vuestras exhortaciones y ejemplo, los fieles a vosotros confiados acudan suplicantes en los días señalados, en el mayor número posible ante los altares de la Madre de Dios, la cual para todo el género humano ha sido causa de salvación[16]; y con una sola voz y un solo corazón imploren que, finalmente y por doquiera, se dé libertad a la Iglesia; aquella libertad que le sirva solamente para obtener la salvación eterna de los hombres, no menos que para confirmar las justas leyes con el deber de conciencia y para consolidar los fundamentos de la sociedad civil. Imploren de un modo especial al maternal patrocinio para que cuantos estén inciertos y dudosos y se sientan débiles, reciban nuevo vigor por la divina gracia, de manera que estén prontos y dispuestos a sufrirlo todo, antes que abandonar la fe cristiana y la unidad católica. Que cada diócesis —y esto es objeto de Nuestro más ardiente anhelo— pueda tener su propio y legítimo Pastor; pueda difundir libremente la ley cristiana en todas las regiones y en todas las clases sociales; que puedan los jóvenes en las escuelas elementales y superiores, en el campo y en el taller, librarse de las redes de la ideología materialista, atea y hedonista, que debilita el vuelo de la mente y enerva el vigor de la virtud y que la luz de la sabiduría evangélica los ilumine, aliente, sostenga y dirija a procurar lo mejor; que por doquiera se dé curso libre a la verdad; que nadie le ponga obstáculos; que todos comprendan que nada puede, por largo tiempo, resistir a la verdad ni oponerse a la caridad.

 

19. María obtenga la vuelta de los misioneros al campo de su trabajo.

Finalmente, que los misioneros puedan volver cuanto antes a aquellos pueblos que han ganado para Cristo con su celo apostólico al precio de fatigas y sudores, y que ardientemente anhelan hacer progresar en la civilización cristiana aún a costa de trabajos, sacrificios y dolores.

 

20. Orar por los perseguidores.

Imploren todo esto los fieles ante la Madre divina; y no dejen de pedir perdón por los mismos perseguidores de la Religión cristiana, siguiendo el impulso de aquella caridad por la cual el Apóstol de las gentes no dudó en afirmar: Bendecid a los que os persiguen[17]; ni dejen de implorar para ellos las gracias y luces celestiales que al mismo tiempo disipen las tinieblas y establezcan el recto orden en las conciencias.

 

TERCERA PARTE

Unir la reforma de las costumbres a la oración

 

21. Ofrecer una vida reformada, penitencia y sacrificios. 

Ahora bien Venerables Hermanos, sabéis que a estas oraciones públicas, es menester unir la reforma cristiana de las costumbres sin la cual nuestras preces son voces vanas que de ninguna manera pueden agradar a Dios. Por consiguiente, con aquella tierna y ardiente caridad con que los cristianos aman a la Iglesia Católica, no sólo eleven al cielo piadosas plegarias, sino que ofrezcan también sentimientos de penitencia, obras de virtud, sacrificios, penas, y todos los dolores y asperezas que necesariamente acompañan esta vida mortal y las que libremente, con ánimo generoso conviene de vez en cuando imponerse.

 

22. Vivan como "ciudadanos del cielo".

Con esta anhelada renovación moral, unida a las suplicantes plegarias, no solamente conquistarán para sí la gracia de Dios, sino también para la Santa Iglesia, a la que deben amar como a Madre amantísima. Reproduzcan entre sí, cuando las circunstancias lo exijan, lo que tan expresiva y maravillosamente se describe en la Carta a Diogneto: Los cristianos son de carne, pero no viven según la carne. Viven en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen a las leyes establecidas,, pero su tenor de vida supera a las mismas leyes. Aman a todos y todos los persiguen. Son despreciados y ajusticiados, condenados a muerte y se sienten vivificados... son escarnecidos y con la ignominia adquieren gloria. Su fama es destrozada y se rinde testimonio a su justicia... Se comportan como gente honrada y se les castiga como a malhechores; y mientras se les castiga, gozan como si recibieran ímpetus de vida[18]. Y para resumirlo en una palabra: lo que es en el cuerpo el alma, eso son los cristianos en el mundo[19]

 

CONCLUSIÓN

 

23. El cristianismo vivido sólidamente logrará que nos escuche María.

Si, como en la era de los Apóstoles y de los Mártires, las costumbres cristianas reflorecen, entonces, con segura confianza, podemos esperar que la Virgen María nos escuche benignamente, deseosa como está de que todos sus hijos imiten en su propia vida sus virtudes y, por tantas voces suplicantes invocada, alcanzará cuanto antes para la Iglesia de su Divino Hijo y para todo el género humano, tiempos felices y tranquilos.

 

24. Bendición Apostólica, especialmente para los perseguidos. 

Deseamos, Venerables Hermanos, que estos deseos y exhortaciones Nuestras, las propaguéis en Nuestro nombre y de la manera más apta que juzguéis, a los fieles confiados a vuestros cuidados; y entretanto, en prenda de las celestiales gracias y en testimonio de Nuestra benevolencia, tanto para vosotros como para vuestra grey, y especialmente para los que padecen persecuciones y vejámenes por vindicar los derechos de la Iglesia y le atestiguan su amor, impartimos de todo corazón Nuestra Bendición Apostólica.

 

Dado en Roma, en San Pedro, el día 14 de Julio del año 1958, vigésimo de Nuestro Pontificado. Pío XII

 


[1] Pío XII, Préghiera: Consacrazione al Cuore Inmaculato di Maria, Regina del Santissimo Rosario, 17-XI-1942, A. A. S. 34 (1942) 345-346.

[2] Juan 14, 6.

[3] Mat. 26, 31; Zacarías 13. 7.

[4] Mat. 5, 10. 

[5] II Pedro 3, 9.

[6] Efesios, 4, 16.

[7] Efesios, 4, 13.

[8] Ver Mat. 16, 1

[9] S. Cipriano, De Unitate Ecclesiae, IV, V, VI (Migne P.L. 4, col. 513, 514, 516-520)

[10] Juan 15, 20.

[11] San Ignacio, Ad. Pol. 2 (Migne P.G. 5, col 723-726)

[12] S. Ambrosio, Epist. II (Migne P.L. 16, col. 917).

[13] Ver Pío XII, Bula Dogmática MUNIFICENTISSIMUS DEUS, 1-XI-1950.

[14] Ver Pío XII, Encíclica AD CAELI REGINAM, 11-III-1954.

[15] Ver Pío XII, Const. Apost. PRIMO EXACTO SAECULO, 1º-XI-1957; y Encíclica LE PELERINAGE DE LOURDES, 2-VII_1957.

[16] S. Ireneo, Contra Haeret. III, 22 (Migne P.G. 7, col. p59)

[17] Romanos 12, 14.

[18] Autor anónimo. Epístola ad Diognet. V (Migne P.G. 2, col. 1117-1184).

[19] Autor anónimo. Epístola ad Diognet. VI (Migne P.G. 2, col. 1175).