VEHEMENTER NOS
Carta Encíclica
de San Pío X
Sobre la Separación de la Iglesia y el Estado.
Del 11 de febrero de 1906
A los Arzobispos, obispos, clero y a todo el pueblo
Galo
VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y A TODOS
LOS DEMÁS ORDINARIOS EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
I. LA LEY FRANCESA DE SEPARACIÓN[1]
Apenas es
necesarios[2] decir la honda
preocupación y la dolorosa angustia
que vuestra situación nos
causa con la promulgación de una ley que, al mismo
tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés
con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación
indigna y lamentable. Hecho
gravísimo y que todos los buenos deben lamentar,
por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa.
Sin embargo, no puede
parecer inesperado a todo observador que haya seguido
atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la
Iglesia de los gobernantes de
la República francesa. Para vosotro veneables
hermanos, no constituye ciertamente ni una novedad ni una sorpresa,
pues habéis sido testigos de
los numerosos ataques dirigidos a las instituciones
cristianas por las autoridades públicas. Habéis presenciado la violación
legislativa de la santidad y
de la indisolubilidad del matrimonio cristiano; la
secularización de los
hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de
la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio
militar; la dispersión y el
despojo de las órdenes y Congregaciones religiosas
y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total
indigencia. Conocéis también
otras disposiciones legales: la abolición de
aquella antigua costumbre
de orar públicamente en la apertura de los Tribunales
y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; la supresión de las
tradicionales señales de
duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los
buques de guerra; la
eliminación de todo cuanto prestaba al juramento judicial
un carácter religioso, y la prohibición de todo lo que tuviese un significado
religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra,
en todas las
instituciones públicas dependientes de la autoridad política. Estas
medidas y otras parecidas, que poco a poco iban separando de hecho a la
Iglesia del Estado, no eran
sino jalones colocados intencionadamente en un
camino que había de
conducir a la más completa separación legal. Así lo han
reconocido y confesado sus
autores en diversas ocasiones. La Sede Apostólica ha hecho cuanto ha estado de
su parte para evitar una calamidad tan
grande. Porque, por una
parte, no ha cesado de advertir y de exponer a los
Gobiernos de Francia la
seria y repetida consideración del cúmulo de males que habría de producir su
política de separación; por otra parte, ha multiplicado las pruebas ilustres de
su singular amor e indulgencia por la nación
francesa. La Santa Sede
confiaba justificadamente que, en virtud del vínculo
jurídico contraído y de la
gratitud debida, los gobernantes de Francia detuvieran
la iniciada pendiente de su política y renunciaran, finalmente, a sus
proyectos. Sin embargo,
todas las atenciones, buenos oficios y esfuerzos realizados
tanto por nuestro predecesor como por Nos han resultado completamente
inútiles. Porque la violencia de los enemigos de la religión ha terminado
por la fuerza la ejecución de los propósitos que de antiguo pretendían realizar
contra los derechos de vuestra católica nación y contra los derechos de todos
los hombres sensatos. En esta hora tan grave para la Iglesia, de acuerdo con la
conciencia de nuestro deber, levantamos nuestra voz apostólica y abrimos nuestra
alma a vosotros, venerables hermanos y queridos hijos;
a todos os hemos amado siempre con particular afecto, pero ahora os
amamos con mayor ternura que
antes.
II. LA
TEORÍA DE LA SEPARACIÓN
ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
Es falsa y engañosa
Que sea
necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente
falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el princípio
fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión,
infiere una gran injuria a
Dios, que es el único fundador y conservador tanto
del hombre como de las
sociedades humanas, ya que en materia de culto a
Dios es necesario no
solamente el culto privado, sino también el culto público.
En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera
negación del orden
sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la
prosperidad
pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de
toda sociedad política, y se
despreocupa completamente de la razón última
del ciudadano, que es la
eterna bienaventuranza propuesta al hombre para
cuando haya terminado la
brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena
por completo al Estado.
Tesis completamente falsa, porque, así como el orden
de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo
y absoluto bien, así también
es verdad evidente que el Estado no sólo no
debe ser obstáculo para
esta consecución, sino que, además, debe necesariamente
favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la
vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera
concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque
ambas sociedades, aunque
cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad
sobre las mismas personas, y
de aquí proviene necesariamente la frecuente
existencia de cuestiones
entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece
a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no
vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente
surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entre
ambas potestades, y que perturbarán
el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las
almas. Finalmente, esta tesis inflige un
daño gravísimo al propio Estado,
porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia
la religión, que es la regla y la
maestra suprema del hombre para conservar
sagradamente los derechos y las
obligaciones.
Ha sido condenada por los
Romanos Pontífices
Por esto
los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las
circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían
la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre
predecesor León XIII expuso
repetida y brillantemente cuan grande debe ser,
según los principios de la
doctrina católica, la armónica relación entre las
dos sociedades; entre éstas,
dice, «es necesario que exista una ordenada relación
unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y
el cuerpo»[3]. Y añade además
después: «Los Estados no pueden obrar,
sin incurrir en pecado,
como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil.
Error grande y de muy graves consecuencias es excluir
a la Iglesia, obra del mismo
Dios, de la vida social, de la legislación, de la
educación de la juventud y de la familia».[4]
III. EL CASO PARTICULAR DE FRANCIA
Ahora
bien, si obra contra todo derecho divino y humano cualquier Estado cristiano que
separa y aparta de sí a la Iglesia, ¡cuánto más lamentable es que
haya
procedido de esta manera Francia, que es la que menos debía obrar así!
¡Francia, que en el transcurso de muchos siglos ha sido
siempre objeto de una grande y señalada
predilección por parte de esta Sede Apostólica! ¡Francia, cuya prosperidad, cuya
gloria y cuyo nombre han estado siempre unidos a la religión y a la civilización
cristianas! Con harta razón pudo decir el mismo
pontífice León XIII: «Recuerde Francia que su unión providencial con la
Sede Apostólica es demasiado estrecha y
demasiado antigua para que pueda en
alguna ocasión romperla. De esta unión, en efecto, procede su verdadera grandeza
y su gloria más pura... Destruir esta unión tradicional seria lo mismo
que arrebatar a la nación francesa una parte de su fuerza moral y de la alta
influencia que ejerce en el mundo».[5]
Resolución unilateral del
Concordato
A lo cual
se añade que estos vínculos de estrecha unión debían ser más
sagrados
aún por la fidelidad jurada en un solemne Concordato. El Concordato firmado por
la Sede Apostólica y por la República francesa era, como
todos los pactos del mismo
género que los Estados suelen concertar entre sí,
un contrato bilateral que
obligaba a ambas partes. Por lo cual, tanto el Romano Pontífice como el jefe de
Estado de la nación francesa se obligaron solemnemente,
en su nombre y en el de sus propios sucesores, a observar
inviolablemente las
cláusulas del pacto que firmaron. La consecuencia, por
tanto, era que este
Concordato había de regirse por el mismo derecho que
rige todos los tratados
internacionales, es decir, por el derecho de gentes, y
que
no
podía anularse de ninguna
manera unilateralmente por la voluntad
exclusiva de una de las
partes contratantes. La Santa Sede ha cumplido siempre
con fidelidad escrupulosa los compromisos que suscribió, y ha pedido
siempre que el Estado
mostrase en este punto la misma fidelidad. Es éste un
hecho cierto que no puede
negar ningún hombre
prudente y de recto juicio.
Pues bien, he aquí que la República
francesa deroga por su sola voluntad el
solemne y legitimo pacto que había
suscrito; y no tiene en consideración
alguna, con tal de separarse de la Iglesia
y librarse de su amistad, ni la injuria
lanzada contra la Sede Apostólica, ni la
violación del derecho de gentes, ni la
grave perturbación para el mismo orden
social y político que implica la
violación de la fe jurada; porque,
para el desenvolvimiento pacífico y seguro de
las mutuas relaciones entre los pueblos,
nada es tan importante a la sociedad
humana como la observancia fiel e
inviolable de las obligaciones contraídas en los tratados internacionales.
Violación del derecho internacional
Crece de
un modo muy particular la magnitud de la ofensa inferida a la
Sede
Apostólica si se considera la forma con que el Estado ha llevado a cabo
la resolución unilateral del
Concordato. Porque es un principio admitido sin
discusión en el derecho de
gentes y universalmente observado en la moral y
en el derecho positivo
internacional que no es lícita la resolución de un tratado
sin la notificación previa, clara y regular por parte del Estado que quiere
denunciarlo a la
otra parte contratante. Pues bien: no sólo no se ha hecho a la
Santa Sede en este asunto
notificación alguna de este género, sino que ni
siquiera le ha sido hecha la
menor indicación. De esta manera, el Gobierno
francés no ha vacilado en
faltar contra la Sede Apostólica a las más elementales
normas de cortesía que se suelen observar incluso con los Estados más
pequeños y menos importantes
; ni ha tenido reparo, siendo como era representante
de una nación católica, en menospreciar la dignidad y la autoridad
del Romano Pontífice, jefe
supremo de la Iglesia católica; autoridad que debían
haber respetado los gobernantes de Francia con una reverencia superior
a la que exige cualquier
otra potencia política, por el simple hecho de estar
aquella autoridad ordenada
al bien eterno de las almas sin quedar circunscrita
por límites geográficos algunos.
La ley es intrínsecamente injusta
Pero, si
examinamos ahora en sí misma la ley que acaba de ser promulgada,
encontramos un nuevo y mucho más grave motivo de queja. Porque,
puesta la premisa de la
separación entre la Iglesia y el Estado con la abrogación
del Concordato, la consecuencia natural seria que el Estado la dejara en
su entera independencia y
le permitiera el disfrute pacífico de la, libertad
concedida por el derecho
común. Sin embargo, nada de esto se ha hecho,
pues, encontramos en esta
ley multitud de disposiciones excepcionales que, odiosamente restrictivas,
obligan a la Iglesia a quedar bajo la dominación del poder civil. Amarguísimo
dolor nos ha causado ver al Estado invadir de este
modo un terreno que
pertenece exclusivamente a la esfera del poder eclesiástico;
pero nuestro dolor ha sido mayor todavía, porque, menospreciando la equidad y la
justicia, el Estado coloca a la Iglesia de Francia en una situación
dura, agobiante y
totalmente contraria a los más sagrados derechos de la
Iglesia.
Porque es contraria a la constitución de la Iglesia
Porque,
en primer lugar, las disposiciones de la nueva ley son contrarias a
la constitución que Jesucristo dio a su Iglesia. La Escritura enseña, y la tradición
de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo,
regido por
pastores y doctores[6],
es decir, una
sociedad humana, en la
cual existen autoridades
con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar[7].
Esta sociedad es, por tanto, en virtud de su misma naturaleza, una
sociedad
jerárquica;
es decir, una sociedad
compuesta de distintas categorías
de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto
en los diferentes grados de
la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas
categorías son de tal modo
distintas unas detrás, que sólo en la categoría pastoral residen la autoridad y
el derecho de mover y dirigir a los miembros
hacia el fin propio de la
sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no
es otra que dejarse gobernar
y obedecer dócilmente las directrices de
sus
pastores. San Cipriano,
mártir, ha expuesto de modo admirable esta verdad:
«Nuestro Señor, cuyos
preceptos debemos reverenciar y cumplir, al establecer
la dignidad episcopal y la manera de ser de su Iglesia, dijo a Pedro:
"Ego
dico tibi, quia tu es Petrus,"
etc. Por lo cual,
a través de las vicisitudes del
tiempo y de las sucesiones,
la economía del episcopado y la constitución de
la Iglesia se desarrollan de
manera que la Iglesia descansa sobre los obispos,
y toda la actividad de la
Iglesia está por ellos gobernada». Y San Cipriano
afirma que esto «se halla
fundado en la ley divina».[8] En
contradicción con
estos principios, la ley de la separación atribuye la administración y la tutela
del culto público no
a la jerarquía divinamente establecida, sino a una determinada
asociación civil, a la cual da forma y personalidad jurídica, y que es
considerada en todo lo
relacionado con el culto religioso como la única entidad
dotada de los derechos civiles y de las correspondientes obligaciones.
Por consiguiente, a esta asociación
pertenecerá el uso de los templos y de los
edificios sagrados y la propiedad de los
bienes eclesiásticos, tanto muebles como inmuebles; esta asociación
dispondrá, aunque temporalmente, de los
palacios episcopales, de las casas rectorales y de los seminarios; finalmente,
administrará los bienes, señalará
las colectas y recibirá las limosnas y legados
que se destinen al culto. De la jerarquía no se dice una sola palabra. Es
cierto que la ley prescribe que estas
asociaciones de culto han de constituirse
conforme a las reglas propias de la
organización general del culto, a cuyo
ejercicio se ordenan; pero se advierte que
todas las cuestiones que puedan
plantearse acerca de estas asociaciones son de la competencia exclusiva del
Consejo de Estado.
Es evidente, por tanto, que dichas
asociaciones de culto estarán
sometidas a la autoridad civil, de tal manera que la autoridad eclesiástica
no tendrá sobre ellas competencia alguna. Cuan contrarias sean todas
estas disposiciones a la dignidad de la Iglesia y cuan opuestas a sus derechos y
a su divina constitución, es cosa evidente para todos, sobre todo si se
tiene en cuenta que, en esta materia, la
ley promulgada no emplea fórmulas
determinadas y concretas, sino cláusulas tan vagas y tan indeterminadas, que
con razón se pueden temer peores
males de la interpretación de esta ley.
Desconoce la libertad de la
Iglesia
En segundo lugar, nada hay más
contrario a la libertad de la Iglesia que
esta ley. Porque, si se prohíbe a los pastores de almas el ejercicio del pleno
poder de su cargo con la creación de
las referidas asociaciones de culto; si se
atribuye al Consejo de Estado la
jurisdicción suprema sobre las asociaciones
y quedan éstas sometidas a una serie de
disposiciones ajenas al derecho común,
con las que se hace difícil su fundación y más difícil aún su conservación;
si, después de proclamar una amplia libertad de culto, se restringe el ejercicio
del mismo con multitud de excepciones; si se despoja a la Iglesia de
la inspección y de la vigilancia de los
templos para encomendarlas al Estado;
si se señalan penas severas y excepcionales
para el clero; si se sancionan estas
y otras muchas disposiciones parecidas, en las que fácilmente cabe una
interpretación arbitraria, ¿qué es todo esto sino colocar a la Iglesia en una
humillante sujeción y, so pretexto de
proteger el orden público, despojar a los ciudadanos pacíficos, que
forman todavía la inmensa mayoría de Francia,
de su derecho sagrado a practicar libremente su propia religión? El Estado
ofende a la Iglesia, no sólo restringiendo el ejercicio del culto, en el que
falsamente pone la ley de separación
toda la fuerza esencial de la religión,
sino también poniendo obstáculos a su
influencia siempre bienhechora sobre
los pueblos y debilitando su acción de mil
maneras. Por esto, entre otras
medidas, no ha sido suficiente la supresión de las Ordenes religiosas, en las
que la Iglesia encuentra un precioso auxiliar en el sagrado ministerio, en la
enseñanza, en la educación, en las obras de caridad cristiana, sino que se ha
llegado a privarlas hasta de los
recursos humanos, es decir, de los medios
necesarios para su existencia y para el
cumplimiento de su misión.
Y niega el derecho de la propiedad de la Iglesia
A los
perjuicios y ofensas que hemos lamentado hay que añadir un tercer
capítulo:
la ley de la separación viola y niega el derecho de propiedad de la
Iglesia. Contra toda
justicia, despoja a la Iglesia de gran parte del patrimonio
que le pertenece por tantos
títulos jurídicamente eficaces; suprime y anula
todas las fundaciones
piadosas, legalmente establecidas, para fomentar el
culto divino o para rogar
por los fieles difuntos; los recursos que la generosidad
de los católicos ha ido acumulando para sostenimiento de las escuelas
cristianas y de las
diferentes obras de beneficencia religiosa, son transferidos
a establecimientos laicos,
en los que normalmente es inútil buscar el menor
vestigio de religión; con lo
cual no sólo se desconocen los derechos de la
Iglesia, sino también la
voluntad formal y expresa de los donantes y testadores.
Pero lo que nos causa
preocupación especial es una disposición que, pisoteando
todo derecho declara propiedad del Estado, de las provincias o de
los ayuntamientos todos los edificios que la Iglesia
utilizaba con anterioridad al Concordato.
Porque, si la ley concede el uso indefinido y gratuito de
estos edificios a las asociaciones de
culto, pone a esta concesión tantas y
tales condiciones, que, en realidad, deja
al poder público la libertad de disponer
totalmente de dichos edificios. Tememos, además, muy seriamente por la santidad
de los templos, pues existe el peligro de que estas augustas moradas
de la divina majestad, centros tan queridos
para la piedad del pueblo francés,
en quienes tantos recuerdos suscitan, caigan en manos profanas y queden
mancilladas con ceremonias también
profanas. La ley, por otra parte, al liberar
al Estado de su obligación de atender al culto con cargo al presupuesto,
falta a los compromisos contraídos en un
tratado solemne y, al mismo tiempo, ofende gravemente a la justicia. En
efecto, no es posible dudar en este punto,
porque los mismos documentos históricos lo prueban del modo más
terminante: cuando el Gobierno francés
contrajo, en virtud del Concordato,
el compromiso de asignar a los eclesiásticos una subvención que les permitiese
atender decorosamente a su propia subsistencia y al sostenimiento del
culto público, no lo hizo a título gratuito
o por pura cortesía, sino que se
obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes
que el Estado arrebató a ésta durante la primera revolución. Por otra parte,
cuando en este mismo Concordato, y
por bien de la paz, el Romano Pontífice
se comprometió, en su nombre y en el de sus
sucesores, a no inquietar a los
detentadores de los bienes que
fueron arrebatados a la Iglesia, puso a esta
promesa una condición: la de que el Gobierno
francés se obligase a cubrir
perpetuamente y de un modo decoroso los gastos del culto divino y del clero.
Es además dañosa para el propio Estado francés
Finalmente, no hemos de callar un cuarto punto: esta ley será gravemente
dañosa no sólo para la Iglesia, sino también para vuestra nación. Porque es
indudable que
debilitará poderosamente la unión y la concordia de los espíritus,
sin la cual es imposible que pueda prosperar o vivir una nación; unión
cuya incólume conservación,
sobre todo en la actual situación de Europa,
deben buscar todos los
buenos franceses que aman a su patria. Nos, siguiendo
el ejemplo de nuestro predecesor, de cuyo particularísimo afecto a vuestra
nación somos herederos, al esforzarnos por conservar en vuestra nación la
integridad de los derechos de la religión recibida de vuestros mayores, hemos
procurado siempre, y seguiremos procurando, la confirmación de la
paz y de la concordia
fraterna, cuyo lazo más fuerte es precisamente el vínculo
religioso. Por esta razón, vemos con suma angustia la ejecución por parte
del Gobierno francés de una
determinación que, avivando las pasiones populares,
harto excitadas en materia religiosa, parece muy propia para perturbar
profundamente vuestra nación.
Condenación de la ley
Por todas estas razones, teniendo presente nuestro deber apostólico, que
nos obliga a defender contra
todo ataque y conservar en su integridad los
sagrados derechos de la
Iglesia, Nos, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido,
condenamos y reprobamos la ley promulgada que
separa al Estado francés de
la Iglesia; y esto en virtud de las causas que
hemos expuesto
anteriormente, por ser altamente injuriosa para Dios, de quien
reniega oficialmente,
sentando el principio de que la República no reconoce
culto alguno religioso; por
violar el derecho natural, y el derecho de gentes,
y la fidelidad debida a los
tratados; por ser contraria a la constitución divina
de la Iglesia, a sus
derechos esenciales y a su libertad; por conculcar la justicia,
violando el derecho de propiedad, que la Iglesia tiene adquirido por multitud
de títulos y, además, en virtud del Concordato; por ser gravemente ofensiva
para la dignidad de la Sede Apostólica, para nuestra persona, para el
episcopado, para el clero y
para todos los católicos franceses. En consecuencia,
protestamos solemnemente y con toda energía contra la presentación, votación y
promulgación de esta ley, y declaramos que jamás podrá ser alegada
cláusula alguna de esta ley para invalidar los derechos imprescriptibles
e inmutables de la Iglesia.
IV. LA
IGLESIA ANTE LA NUEVA SITUACIÓN
Postura de la Santa Sede
Era
obligación nuestra hacer oír estas graves palabras y dirigirlas, venerables
hermanos, a vosotros, al pueblo francés y a todo el orbe cristiano, para
condenar esta ley de
separación. Profunda es, ciertamente, nuestra tristeza,
como ya hemos dicho, porque preveemos los
males que esta ley va a traer sobre una
para Nos querida nación; y nos produce una tristeza más honda
todavía la perspectiva de los trabajos,
padecimientos y tribulaciones de toda suerte que van a caer sobre vosotros,
venerables hermanos y sobre vuestro
clero. Sin embargo, el pensamiento de la
divina bondad y de la divina providencia
y la certísima esperanza de que Jesucristo nunca abandonará a su
Iglesia ni la privará de su indefectible
apoyo nos impiden incurrir en una
depresión o tristeza excesivas. Por esta razón, Nos estamos muy lejos de
temer por la Iglesia. La estabilidad y la
firmeza de la Iglesia son cosa de Dios, y la experiencia de tantos siglos lo ha
demostrado suficientemente. Nadie ignora, en efecto, las innumerables y cada vez
más terribles persecuciones que ha
padecido en tan largo espacio de tiempo, y, sin embargo, de
esas situaciones, en las que toda
institución puramente humana habría perecido necesariamente, la Iglesia sacó una
energía más vigorosa y una más opulenta fecundidad. Y las leyes persecutorias
que contra la Iglesia promulga el
odio -la historia es testigo de ello- acaban casi siempre derogándose
prudentemente, cuando quedan evidenciados
los daños que causan al propio
Estado. La misma historia moderna de Francia prueba este hecho histórico.
¡Ojalá que los que en este momento ejercen
el poder en Francia imiten en esta
materia el ejemplo de sus antecesores! ¡Ojalá que, con el aplauso de
todas las personas honradas, devuelvan pronto a la religión, creadora de la
civilización y fuente de prosperidad
pública para los pueblos, el honor y la
libertad que le son
debidos!
Acción del episcopado y del clero de Francia
Entretanto, y mientras dure la persecución opresora, los hijos de la Iglesia,
revestidos de las armas de
la luz[9],
deben trabajar
con todas sus fuerzas por
la justicia y la verdad: si
éste es siempre su deber, hoy día es más que nunca
necesario[10].
En esta lucha santa, vosotros, venerables hermanos, que debéis
ser maestros y guías de
todos los demás, pondréis todo el ardor de aquel
vigilante e infatigable celo
que en todo tiempo ha sido gloria universal del
episcopado francés. Sin
embargo, Nos queremos que vuestra mayor preocupación consista -es cosa de
capital importancia- en que en todos los proyectos
que tracéis para la defensa de la Iglesia os esforcéis por realizar la
unión más perfecta de
corazones y voluntades. Nos tenemos el firme propósito
de dirigiros, a su tiempo, la norma directiva de vuestra labor en medio de
las dificultades de
la hora actual; y tenemos la seguridad de que conformaréis
con toda diligencia vuestra conducta a nuestras normas.
Entretanto, proseguid la obra saludable a
que estáis consagrados, de vigorizar todo lo posible
la piedad de los fieles; promoved y
vulgarizad más y más las enseñanzas de
la doctrina cristiana; preservad a la grey
que os está confiada de los errores
engañosos y de las seducciones corruptoras
tan extensamente difundidas hoy día;
instruid, prevenid, estimulad y consolad a vuestro rebaño; cumplid, en suma,
todas las obligaciones propias de vuestro oficio pastoral. En esta empresa
tendréis siempre la colaboración infatigable de vuestro clero, rico en
hombres de valer por su virtud, su ciencia
y su adhesión a la Sede Apostólica,
del cual sabemos que se halla siempre dispuesto, bajo vuestra dirección, a
sacrificarse sin reservas por el
triunfo de la Iglesia y la salvación, de las almas.
Ciertamente, los miembros del clero comprenderán que en esta tormentosa
situación es menester que se apropien los afectos que en otro tiempo
tuvieron los apóstoles, y sentirse
contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de
Jesús. Por consiguiente, reivindicarán
enérgicamente los derechos y la
libertad de la Iglesia, pero sin ofender a
nadie en esta defensa; antes bien,
guardando cuidadosamente la caridad, como conviene sobre todo a los
ministros de Jesucristo, responderán a la injuria
con la justicia, a la contumacia con la
dulzura, a los malos tratos con positivos
beneficios.
Conducta del laicado católico
francés
A vosotros
nos dirigimos ahora, católicos de Francia. Llegue a vosotros
nuestra
palabra como testimonio de la tierna benevolencia con que no cesamos
de amar a vuestra patria y como consuelo en las terribles calamidades
que vais a experimentar.
Conocéis muy bien el fin que se han propuesto las
sectas impías que os hacen
doblar la cerviz bajo su yugo, porque ellas mismas lo han declarado con cínica
audacia: borrar el catolicismo en Francia.
Quieren arrancar
radicalmente de vuestros corazones la fe que colmó de gloria
a vuestros padres; la fe que ha hecho a vuestra patria próspera y grande
entre las naciones; la fe
que os sostiene en las pruebas, conserva la tranquilidad
y la paz en vuestros hogares y os franquea el camino para la eterna felicidad.
Bien comprenderéis que tenéis el deber de consagraros a la defensa de
vuestra fe con todas las
energías de vuestra alma; pero tened muy presente
esta advertencia: todos los
esfuerzos y todos los trabajos resultarán inútiles
si pretendéis rechazar los
asaltos del enemigo manteniendo desunidas vuestras
filas. Rechazad, por tanto, todos los gérmenes de desunión, si existen entre
vosotros, y procurad que la unidad de pensamiento y la unidad en la
acción sean tan grandes como
se requiere en hombres que pelean por una
misma causa, máxime cuando
esta causa es de aquellas cuyo triunfo exige de
todos el generoso sacrificio,
si es necesario, de cualquier parecer personal.
Es totalmente necesario que
deis grandes ejemplos de abnegada virtud, si
queréis, en la medida de
vuestras posibilidades, como es vuestra obligación,
librar la religión de
vuestros mayores de los peligros en que actualmente se
encuentra. Mostrándoos de
esta manera benévolos con los ministros de Dios,
moveréis al Señor a
mostrarse cada vez más benigno con vosotros.
Dos condiciones necesarias
Pero, para iniciar dignamente y mantener útil y acertadamente la defensa
de la religión, os son
necesarias principalmente dos condiciones: primera,
que ajustéis vuestra vida a
los preceptos de la ley cristiana con tanta fidelidad, que vuestra conducta y
vuestra moralidad sean una patente manifestación
de la fe católica; segunda, que permanezcáis estrechamente unidos con
aquellos a quienes pertenece
por derecho propio velar por los intereses religiosos, es decir, con vuestros
sacerdotes, con vuestros obispos y, principalmente,
con esta Sede Apostólica, que es el centro sobre el que se apoya la fe
católica y la actividad
adecuada a esta fe. Armados de este modo para la
lucha, salid sin miedo a la
defensa de la Iglesia; pero procurad que vuestra
confianza descanse
enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, por tanto,
no ceséis de implorar su
eficaz auxilio. Nos, por nuestra parte, mientras dure
este peligroso combate,
estaremos con vosotros con el pensamiento y con el
corazón; participaremos de
vuestros trabajos, de vuestras tristezas, de vuestros padecimientos, y
elevaremos nuestras humildes y fervorosas oraciones
al Dios que fundó y que
conserva a su Iglesia, para que se digne mirar a
Como prenda de estos celestiales bienes y testimonio de nuestra especial
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 11 de febrero de 1906, año tercero
de nuestro
pontificado. PÍO X.
[1]
Los jalones principales
de esta política sectaria anticatólica fueron los siguientes: ley
declarando obligatoria
la instrucción laica en la enseñanza primaria pública (28 marzo de 1882);
ley restableciendo el divorcio (27 julio de 1884); ley suprimiendo las
oraciones
públicas al comenzar los periodos parlamentarios (14 agosto de 1884); ley
contra el
patrimonio de las Ordenes y Congregaciones religiosas (29 diciembre de
1884); ley
excluyendo de la enseñanza pública a los institutos religiosos (30 octubre
de 1886); ley
declarando obligatorio el servicio militar de los clérigos (15 julio de
1889); ley excluyendo
del derecho común a las Ordenes y Congregaciones religiosas (1 julio de
1901); ley de supresión de los Institutos religiosos dedicados a la
enseñanza (17 julio de 1904).
En la alocución
consistorial de 14 de noviembre de 1904, Pío X rechazó la acusación
de que la Iglesia
hubiese violado el concordato con el Estado francés (ASS 37 [190419051301-309).
La Secretaría de Estado publicó con este motivo una exposición documentada
acerca de la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas entre la Santa
Sede y el
Gobierno francés (ASS 37 [11904-1905136-43).
En un importante
discurso, de 19 de abril de 1909, a una peregrinación francesa. Pío
X, después de subrayar
la inalterable fidelidad de la Francia católica a la Cátedra de Pedro y
señalar que la Iglesia domina al mundo por ser esposa de Jesucristo, se expresaba
con los siguientes términos: «El que se revuelve contra la autoridad de la
Iglesia con el
injusto pretexto de que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone
limites a la verdad; el que la declara extranjera en una nación, declara al
mismo tiempo que la verdad debe ser extranjera en esa nación; el que teme
que la Iglesia debilite la libertad y
la grandeza de un
pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser grande y
libre sin la verdad.
No, no puede pretender el amor un Estado, un Gobierno, sea el que sea el
nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la verdad, ultraja lo que hay
en el hombre de
más sagrado. Podrá sostenerse por la fuerza material, se le temerá bajo la
amenaza del
látigo, se le aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo, se le
obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes
humanos, supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa a ley de Dios.
Pero, sí el cumplimiento de este deber
respecto de los poderes
humanos, en lo que es compatible con el deber respecto de
Dios, hace la obediencia
más meritoria, ésta no será por ello ni más tierna, ni más
alegre, ni más
espontánea, y desde luego nunca podrá merecer el nombre de veneración
y de amor» (AAS 1
[ 10091407-410).
Puede establecerse un cierto paralelismo, por las analogías intrínsecas de los supuestos nacionales respectivos, entre la carta Vehementer Nos, de San Pío X, al episcopado francés, y la carta Dilectissima Nobis, de Pío XI, al episcopado español con motivo de la legislación republicana persecutoria de la Iglesia.
[2]
Pío X,
Carta encíclica al episcopado, clero y pueblo de
Francia: ASS
39 (1906) 3
[3] León XIII, Immortale Dei [6]: ASS 18 (1885) 166; AL 2,152ss.
[4] Ibid.
[5] Alocución de 13 de abril de 1888 a una peregrinación francesa, A lo largo del año 1904, Pío X reiteró sus avisos a los católicos de Francia; véanse particularmente las alocuciones a una peregrinación de obreros franceses católicos, 8 de septiembre de 1904 (ASS 37 [1904-1905] 150-154), y a una peregrinación de la archidiócesis de París, 23 del mismo mes (ASS 37 [1904-1005! 231-235) y el Discurso de 15 de octubre de 1904 a la Asociación de Juristas Católicos de Francia (ASS 37 [1904-19051359-361).
[6] Ef 4, 11 ss.
[7]
Cf. Mt 28,18-20; 16,18-19;
18,17; Tt 2,15; 2 Cor 10,6; 13,10.
[8] San Cipriano, Epist. 33 (al. 18 ad lapsos) 1: PL 4,298.
[9] ROM 13,12.
[10] En la carta dirigida al director de la Revue Catholique des Institutions et du Droit por la Secretaría de Estado con fecha 17 de enero de 1910 se exhortaba a los juristas franceses a defender el derecho frente a la legislación sectaria: "En las graves circunstancias en que se encuentra la católica Francia, cuando el poder legislativo no es, por desgracia con demasiada frecuencia, en manos de los que dominan, más que un instrumento de persecución, es necesario que hombres que unan los principios religiosos inflexibles con un conocimiento profundo de las cuestiones jurídicas puedan defender el derecho con excesiva frecuencia desconocido, y por lo menos iluminar a los que hacen las leyes, a los que las aplican y a los que las padecen" (AAS [1910191).