UBI NOS

PÍO IX


Carta Encíclica sobre los Estados Pontificios y nulidad de las garantías

Del 15 de mayo de 1871

 

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica

 

1. La persecución y sus frutos

Cuando Nos, por secreto designio de Dios, reducidos bajo una potestad hostil, vimos la triste y acerba suerte de esta Nuestra Urbe y el Principado civil de la Sede Apostólica sojuzgado por la invasión armada, por la carta a vosotros enviada el día primero de noviembre del año próximo pasado, os dedicamos a vosotros y por vuestro medio a todo el orbe católico cuál fuese el estado de Nuestras cosas y de esta urbe y qué impíos y desenfrenados excesos Nos oprimiesen; cuando afirmamos delante de Dios y de los hombres, según lo exigía Nuestro supremo cargo, que queríamos mantener salvos e íntegros los derechos de esta Sede Apostólica, os excitamos a vosotros y a todos los fieles encomendados a Nuestros cuidados a aplacar con fervientes plegarias a la Divina Majestad. Desde entonces los males y calamidades que luctuosos experimentos presagiaban para Nosotros y esta Urbe, redundaron de hecho con exceso, mermándolas, en la dignidad y autoridad apostólicas, en la santidad de la Religión y de las costumbres y en Nuestros dilectísimos súbditos. Ni es esto sólo, venerables Hermanos, puesto que agravándose cada día más la situación, Nos vemos obligados a decir con San Bernardo: principios de los males son éstos, tememos cosas peores[1]. La iniquidad no ceja en sus designios, promueve consejos y ya no se preocupa mucho en ocultar sus pésimas obras, imposibles de encubrir, procurando aprovechar los últimos despojos de la justicia, honestidad y Religión conculcadas. En medio de estas angustias que llenan Nuestros días de amargura, sobre todo cuando pensamos a qué peligros y asechanzas se ven expuestas la fe y la virtud de Nuestro pueblo, no podemos dejar de recordar sin gratísimo gozo Nuestro, vuestros eximios méritos, Venerables Hermanos, y los de los amados hijos que abraza vuestra solicitud. Pues en todas partes los fieles siguiéndoos a vosotros como guía y ejemplo, respondieron con admirable decisión a Nuestras exhortaciones y desde aquel infausto día en que fue tomada esta Urbe insistieron en asiduas y fervorosas plegarias y ya con preces públicas, ya con sagradas peregrinaciones, ya frecuentando sin intermisión las iglesias y recibiendo los sacramentos, o bien ofreciendo las demás principales obras de la virtud cristiana, juzgaron ser de deber suyo acercarse al trono de la clemencia divina. Y no pueden quedar sin abundantísimo fruto estas encendidas plegarias delante de Dios. Pues muchos más bienes de los que ya de esto se han derivado, se nos prometen y con esperanza y fe los esperamos; vemos la firmeza de la fe, el ardor de la caridad acrecentarse cada día, contemplamos una solicitud tal en los ánimos de los fieles cristianos por los trabajos de esta Sede y del Supremo Pastor que sólo Dios pudo producir, y es tanta la unidad de las mentes y voluntades que desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta nuestros días nunca pudo decirse con más esplendor y verdad que la muchedumbre de los creyentes era un solo corazón y una sola alma[2]. Al referirnos a este espectáculo de virtud no podemos dejar de hablaros acerca de Nuestros amantísimos hijos ciudadanos de esta alma Urbe pertenecientes a todas las clases y órdenes sociales, aun los más encumbrados, cuyo amor y piedad hacia Nosotros, cuya firmeza no superada por las dificultades y magnanimidad, no ya digna sino émula de sus antepasados, espléndidamente brilló y brilla todavía. Damos pues, a Dios misericordioso, inmortal gloria y acción de gracias por vosotros, Venerables Hermanos, y por Nuestros amados hijos los cristianos, puesto que ha obrado y obra tales maravillas en vosotros y en su Iglesia y ha hecho que sobreabundando la malicia sobreabundase la gracia de la fe, caridad y confesión. "¿Cuál es pues, nuestra esperanza, nuestro gozo y corona de gloria? ¿No lo sois acaso vosotros delante de Dios? El hijo sabio es la gloria de su padre. Favorézcaos pues Dios y acuérdese del fiel servicio y piadosa compasión, consolación y honor que prestasteis y prestáis en los tiempos adversos y en los días de aflicción a la esposa de su Hijo[3].

 

2. Simulación de los perseguidores

Pero entre tanto, el gobierno del Piamonte mientras por una parte se apresura a ridiculizar la Urbe ante el mundo entero[4], por otra, para engañar a los católicos y calmar su ansiedad, se preocupó por disponer ciertas fútiles inmunidades y privilegios que vulgarmente llaman garantías, con la mira de que las aceptáramos en lugar del Principado civil de que Nos despojó con una larga serie de maquinaciones y con armas parricidas. Nosotros ya declaramos Nuestro juicio acerca de esas inmunidades y cauciones, Venerables Hermanos, señalando su absurdo, la astucia e ironía en la carta escrita el 2 de marzo a Nuestro Venerable hermano Constantino Patrizi, cardenal de la Santa Romana Iglesia, decano del Sacro Colegio, Vicario Nuestro en la Urbe, que no hace mucho fue publicada por la prensa.

 

3. Dolor por los últimos sucesos

Pero como quiera que es costumbre del gobierno del Piamente unir una perpetua y torpe simulación con un imprudente desprecio contra la pontificia dignidad y autoridad, y con los hechos mostró que nada le importaban Nuestras protestas, postulaciones y censuras; de aquí que no obstante haber expresado Nuestro juicio acerca de las predichas cauciones, no desistió de urgir y promover su discusión ante los Supremos Ordenes del Reino, como si se tratara de un negocio serio. En esa discusión apareció claramente tanto la verdad de Nuestro juicio sobre la naturaleza e índole de aquellas cauciones como el inútil esfuerzo de los enemigos para velar su malicia y fraude. Ciertamente es increíble, Venerables Hermanos, que tantos errores abiertamente repugnantes a la fe católica y aun a los mismos fundamentos del derecho natural y tantas blasfemias como se profirieron en aquella ocasión, hayan podido tener lugar en medio de esta Italia que siempre se glorió y se gloría principalmente del culto de la Religión católica y de la Sede Apostólica del Romano Pontífice, y por cierto que, gracias a la protección de Dios sobre su Iglesia, son enteramente otros los sentimientos que en realidad alimentan a la gran mayoría de los italianos que con Nosotros gime y deplora esta nueva e inaudita forma de sacrilegio y con insignes y cada día mayores manifestaciones de su piedad nos demostró que está unida en el espíritu y en los sentimientos con los demás fíeles del Orbe.

 

4. Nulidad de las garantías

Por lo cual Nosotros, Venerables Hermanos, os dirigimos nuevamente la palabra y si bien los fieles a vosotros encomendados, ya con sus cartas ya con gravísimos documentos de protesta abiertamente han manifestado con cuanto disgusto sufren la situación que Nos oprime y cuanto disten de ser engañados con las falacias que se encubren bajo el nombre de cauciones, con todo juzgamos ser obligación de Nuestro oficio apostólico declararos solemnemente a vosotros y a todo el Orbe que no sólo las llamadas cauciones y que vanamente han sido dispuestas por el gobierno subalpino, sino cualquier clase de títulos, honores, inmunidades y privilegios y cuanto sobrevenga con el nombre de cauciones o garantías, de ninguna manera pueden servir para asegurar el expedito y libre uso de la potestad a Nosotros divinamente confiada y para proteger la necesaria libertad de la Iglesia.

 

5. La Iglesia nunca podrá aceptar conciliaciones que menoscaben sus derechos

Siendo así las cosas, como muchas veces declaramos y afirmamos, Nosotros no podemos admitir ninguna conciliación que de alguna manera destruya o menoscabe Nuestros derechos, que son los derechos de Dios y de la Santa Sede, sin incurrir en culpa por violación de la fidelidad prometida bajo juramento; por eso ahora por considerarlo obligación de Nuestro oficio, declaramos que nunca admitiremos o aceptaremos ni podremos admitir o aceptar aquellas cauciones o garantías excogitadas por el gobierno piamontés, cualquiera sea su forma, ni otras cosas similares de cualquier género o de cualquier manera sancionadas nos ofrecieren con el pretexto de proteger a Nuestra sagrada potestad y libertad en lugar y en sustitución del Principado civil, con el que la Divina Providencia quiso proteger y acrecentar la Santa Sede Apostólica que Nos confirman tantos legítimos e inconcursos títulos, como la posesión de más de once siglos.

 

6. La Iglesia no puede estar sometida a un poder civil.

Necesariamente comprenderá con evidencia cualquiera que, al estar sujeto el Romano Pontífice a la dominación de otro príncipe, ni tendría ya verdaderamente en el orden político la potestad suprema, ni podría —sea que se considere su persona o los actos del ministerio apostólico—, sustraerse al arbitrio de aquel gobierno al que estaría sometido, el cual podría ser herético o perseguidor de la Iglesia y encontrarse en guerra o estado de guerra con otros príncipes. Y en efecto, esta misma concesión de seguridades a que nos referimos ¿no es por sí misma un clarísimo testimonio de que a Nosotros, a quienes ha sido dada por Dios la autoridad de promulgar leyes referentes al orden moral y religioso y que estamos constituidos como intérpretes del derecho natural y divino en todo el orbe, se Nos imponen leyes y tales leyes que se vinculan con el gobierno de toda la Iglesia y sin otro derecho acerca de su conservación y ejecución que lo que prescribe y determina la voluntad del poder civil? Por lo que respecta a las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil, bien sabéis, Venerables Hermanos, que todas las prerrogativas y todos los derechos de autoridad necesarios para regir la Iglesia Universal, los recibimos Nosotros, a través de la persona del Bienaventurado Pedro, directamente del mismo Dios y aún más que todas esas prerrogativas y derechos y la misma libertad de la Iglesia fue lograda por la sangre de Jesucristo y debe ser estimada por el infinito precio de su divina sangre. Nosotros, ciertamente, corresponderíamos muy mal a la Sangre de Nuestro Divino Redentor, lo que Dios no permita, si negociáramos con los príncipes de la tierra estos derechos Nuestros, sobre todo en las condiciones en que ahora se Nos ofrecen tan disminuidos y adulterados. Hijos y no señores de la Iglesia son los príncipes cristianos a los que muy bien hablaba aquella gran lumbrera de santidad y dortrina Anselmo arzobispo de Cantorbery: "No juzguéis que la Iglesia de Dios os ha sido dada para serviros como a señores, sino que os ha sido encomendada como abogados y defensores. Nada ama Dios más en este mundo que la libertad de su Iglesia"[5]. Exhortándolos escribía en otro lugar: "Nunca juzguéis que se disminuye la dignidad de vuestro encumbramiento si amáis y defendéis la libertad de la Iglesia, Esposa de Dios y Madre Nuestra, no juzguéis que os humilláis al fortalecerla. Ved, mirad a vuestro alrededor; los ejemplos abundan; considerad qué aprovechan y en qué paran los príncipes que la impugnan y conculcan. A la vista está, no es necesario decirlo. Ciertamente, los que la glorifiquen, con ella y en ella se glorificarán"[6].

 

7. La libertad de la Iglesia está ligada al bien universal.

Ahora pues, por las cosas que en otras ocasiones y recientemente os expusimos, Venerables Hermanos, a nadie se oculta que la injuria hecha a la Santa Sede en estos tiempos calamitosos redunda en toda la República Cristiana. Como decía san Bernardo a todos los cristianos de la tierra, atañe la injuria hecha al glorioso Príncipe de los Apóstoles y como quiera que, según expresión del predicho San Anselmo, la Iglesia Romana trabaja para todas las Iglesias, quien le quita lo suyo, se hace reo de sacrilegio, no sólo contra ella sino contra todas las Iglesias[7]. Ni puede para nadie ser motivo de duda que la conservación de los derechos de esta Sede Apostólica está estrechamente ligada con las supremas conveniencias y utilidades de la Iglesia Universal y con la libertad de vuestro ministerio episcopal.

 

Reflexionando Nosotros sobre Nuestra obligación y considerando todas estas cosas, Nos vemos obligados a confirmar una vez más y a profesar constantemente lo que muchas veces declaramos con unánime consentimiento vuestro, o sea, que el principado civil de la Santa Sede fue por singular decreto de la Divina Providencia dado al Romano Pontífice y que el mismo es necesario para que el Romano Pontífice, no sujeto jamás a ningún príncipe o potestad civil, pueda ejercer con plenísima libertad por la Universal Iglesia Católica la potestad y autoridad divinamente recibida del mismo Cristo Señor Nuestro y mirar por el mayor bien, utilidad y necesidades de la misma Iglesia. Entendiendo esto, vosotros, Venerables Hermanos, y con vosotros los fieles encomendados a vuestro cuidado, con razón os conmovisteis por causa de la religión, justicia y tranquilidad que son los fundamentos de todos los bienes, e ilustrando a la Iglesia de Dios con un digno espectáculo de fe, piedad, constancia y un ejemplo nuevo, admirable en sus anales.

 

8. Exhortación a rogar por la libertad de la Iglesia

Por cuanto el Dios de las misericordias es autor de estos bienes, elevando a El Nuestros ojos, corazones y esperanzas, sin interrupción le rogamos que confirme, robustezca y aumente vuestros preclaros sentimientos y los de los fieles y la común piedad, amor y celo; a vosotros y a los pueblos encomendados a vuestra vigilancia intensamente exhortamos a que cada día con más firmeza y fervor cuanto más recrudece el combate, claméis con Nosotros al Señor para que se digne adelantar los días de su propiciación. Quiera Dios que los príncipes de la tierra a quienes en gran manera interesa que la usurpación que Nosotros padecemos, no se establezca vigorice, como ejemplo para ruina de toda potestad y orden, se unan todos en concordia de almas y voluntades, y, quitadas las disensiones, tranquilizadas las perturbaciones de los rebeldes, desbaratados los criminales planes de las sectas, junten sus esfuerzos para que sean restituidos a esta Santa Sede sus derechos y con ellos a la cabeza visible de la Iglesia su plena libertad y a la sociedad civil la tranquilidad deseada. Ni debéis pedir con menor intensidad, Venerables Hermanos, a la divina clemencia en vuestras preces y las de vuestros que convierta a la penitencia los corazones de los impíos, y, disipando la ceguedad de sus mentes antes que sobrevenga el día del Señor, grande y terrible, o bien reprimiendo sus malignos planes muestre cuan vanos e insensatos son los que se esfuerzan en derrocar la piedra fundada por Cristo y violar los divinos privilegios[8]. En estas plegarias deben fundamentarse fielmente Nuestras esperanzas en Dios: ¿Creéis que podrá Dios apartar de su queridísima esposa cuando clamare contra aquellos que la angustian? ¿Cómo no reconocerá el hueso de sus huesos, la carne de su carne y aun en cierta manera el espíritu de su espíritu? Es ciertamente esta la hora de la maldad y del poder tinieblas[9]. Por lo demás, es la hora última y ese poder pronto pasa. La virtud de Dios y la sabiduría de Dios, Cristo, está con nosotros e interviene en la causa. Confiad, El venció al mundo[10]. Mientras tanto con magnanimidad y fe cierta sigamos la voz de la eterna Verdad que dice: Lucha a favor de la justicia exponiendo tu vida, y hasta la muerte combate por la justicia, y vencerá Dios por ti a tus enemigos[11].

 

9. La Bendición Apostólica

Suplicando a Dios de lo profundo de Nuestro ánimo que os conceda a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos los clérigos y fieles laicos encomendados al cuidado de cada uno de vosotros, os impartimos amorosamente a vosotros y a los mismos amados hijos, la Bendición Apostólica, prenda de Nuestro singular e íntimo amor hacia vosotros y ellos.

 

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de mayo de 1871, de Nuestro Pontificado el año vigésimo quinto. Pío IX.

 


[1] S. Bernardo, Epist. 243 n. 4 (Migne PL. 182, col. 439-C)

[2] Act. 4, 32.

[3] S. Bernardo, Epist. 238 y 130 (Migne PL. 182, col. 428-B)

[4] S. Bernardo, Epist. 243 n. 3 (Migne PL. 182, col. 439-A)

[5] S. Anselmo de Cantorb., Carta 8. 1, 4

[6] S. Anselmo de Cantorb., Carta 12. 1, 4

[7] S. Anselmo, Carta 42. 1, 3.

[8] S. Gregorio VII, Carta 6 1, 3

[9] Lucas 22, 53; S. Bernardo, Carta 126 nrs. 6 y 14 (Migne PL. 182, col. 275-B y C; col. 280 D-282 A)

[10] Juan 16, 33

[11] Eclesiástico 4, 33