AL SERVICIO DE UNA FE MAS VIVA
«Creo; ayuda a mi poca fe» (Mc 9, 24)

CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA


CUARESMA - PASCUA DE RESURRECCIÓN, 1997



VI

EL FORTALECIMIENTO DE LA FE

80. Cuando los padres presentan a sus hijos para ser bautizados el celebrante les pregunta: «¿Qué pedís a la Iglesia?», y ellos responden: «La fe.» Ésa es, precisamente, la primera misión de la Iglesia: suscitar la fe. «Proclamad la Buena Noticia a toda la humanidad. El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará» (Mc 16, 15-16). ¿Cómo realizar hoy esa tarea, de invitar y de ayudar a creer?

El servicio a la fe

Antes de nada, hemos de descubrir con más claridad cómo ha de ser en estos momentos de crisis religiosa el servicio de la Iglesia al fortalecimiento de la fe. Sugerimos algunas líneas de fuerza.

- Fundamentación de la fe

81. Uno de los errores puede ser actuar dando por supuesta la fe. En realidad, son bastantes los que viven una situación vaga y confusa. Nunca han sido iniciados a la fe. Nunca han tenido ocasión de plantearse de forma consciente y responsable su postura ante Dios. Por ello hay que introducir en nuestras Iglesias y comunidades una primera preocupación: ¿dónde y cómo estamos ayudando a despertar la fe?

Como es bien sabido, la fe no se puede propiamente «transmitir». Podemos exponer al otro el contenido de la fe. Pero «creer» es un acto personal; una decisión que cada hombre o mujer ha de tomar libremente ante Dios. No es posible «forzar» a creer. El servicio a la fe consiste en preparar esa relación personal de cada uno con él. No sólo «informar» de la fe, sino ayudar a tomar una decisión responsable ante el Dios vivo revelado en Cristo. Poner en el centro de su vida a Dios no como amenaza, sino como promesa. Acompañar a la persona hasta ese «punto» en el que puede decidirse responsablemente ante Dios. La acción pastoral no es: «Tú debes creer», sino «Si quieres ... »

82. Esto significa poner ante esa persona lo esencial del cristianismo: el amor eterno de Dios que ha tomado cuerpo en Jesucristo. Ayudar a descubrir que bajo esa religión objetivada en dogmas y prácticas religiosas, lo más primigenio y decisivo es la adhesión a Jesucristo: el vivir la experiencia originaria de los primeros discípulos que se pusieron en contacto con Jesús y experimentaron en él «la cercanía salvadora de Dios». La fe sólo se afianza y fortalece «con los ojos fijos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Heb 12, 2). Nadie va al Padre si no es por él (Jn 14, 6). Es «la puerta» (Jn 10, 9) que conduce hacia el misterio del verdadero Dios. En la actual crisis religiosa nos parece importante ayudar a las personas a encontrarse con Cristo desde esa triple perspectiva. Con un Cristo Amigo, que revela el amor incondicional del Padre y saca al ser humano de la «servidumbre religiosa» a la amistad con Dios: «Ya no os llamo siervos.... Os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Con un Cristo Maestro, el único al que podemos llamar así (Mt 23, 8) porque nos enseña a invocar a Dios «Abba». Guiados por su Espíritu de Hijo, también nosotros gritamos: «¡Abba, Padre!» (Ga 4, 7). Con un Cristo Salvador que no sólo viene a «quitar el pecado» (Jn 1, 29), sino también a liberarnos de la pérdida de identidad y del absurdo existencial, revelándonos que somos «hijos de Dios» (1 Jn 3, l).

- Superación del modelo de instrucción

83. El hombre contemporáneo, por lo general, no busca a Dios desde una experiencia expresa de pecado. Si lo hace, es, sobre todo, desde una sensación de vacío y pérdida de identidad. El hombre de hoy busca «suelo firme» donde poder apoyarse. Busca apoyo, cobijo, seguridad, y no sabe dónde encontrarlos. Anhela «fundamentar» su existencia. Lo que le preocupa no es demostrar la existencia de Dios con pruebas. Lo que busca es saber si podemos confiar. El servicio a la fe se ha de orientar inicialmente a despertar «la confianza originaria» ante el Misterio.

Esto exige un giro en el esfuerzo de fundamentación de la fe: superar el modelo basado en la instrucción y cuidar más la experiencia que está en el origen del «creer». Más importante que las pruebas y saberes es aprender a abrirse confiadamente al Misterio y escuchar incluso en medio de la oscuridad la interpelación de Dios: «¿Por qué preguntas mi nombre?» (Gn 32, 30).

La fe no se transmite a la manera de otros conocimientos, utilizando la enseñanza doctrinal. No se trata de conocer la fe, sino de sentirse movido a creer. Este despertar de la fe no es un proceso de aprendizaje que tiene lugar entre un maestro, mejor informado, que instruye sobre la verdad de la fe, y un alumno que aprende sometiéndose a u autoridad. La fe «se transmite» haciendo posible la experiencia de confianza radical en Dios. Esto no significa, en modo alguno, arrinconar o minusvalorar la argumentación racional. También hoy, como siempre, es importante mostrar los caminos que llevan, de manera razonable, a la afirmación de Dios y a la fundamentación de la fe. La clarificación racional del acto de fe y la adhesión confiada a Dios no se contraponen, sino que se complementan. Es así como la persona entera se siente invitada, por diversos caminos, a escuchar la voz del Espíritu y a adherirse confiadamente a Dios.

- Por los caminos de la experiencia

84. Cuando hablamos de la importancia de la experiencia en el despertar de la fe, esto puede entenderse de formas diversas. En primer lugar, son importantes las experiencias de la persona en su vivir diario: aspiraciones y trabajos, problemas y penas, gozos y conflictos; desde ahí se abre a la fe. Son importantes también sus interrogantes y anhelos respecto a su origen y destino, vida y muerte, mal o felicidad; a ellos viene a responder la fe. Esta atención a la experiencia ayuda a despertar la sensibilidad religiosa y permite intuir mejor el significado concreto que puede tener Dios en la vida de la persona.

Pero se ha de atender también a disponer a la persona a «la experiencia de Dios». ¿Qué significa esto? Dios ciertamente no se puede convertir nunca en objeto de la experiencia directa del hombre. Pero el ser humano puede tomar conciencia de su presencia concomitante y permanente en el fondo de su ser. Puede, por ejemplo, identificarla cuando, en medio de la fragilidad, se siente sustentado por una fuerza que no sabe de dónde proviene o cuando, en medio de la oscuridad, vislumbra una realidad de otro orden, que le invita a la confianza. Hay una experiencia de Dios cuando, de formas concretas diversas, la persona toma conciencia de la presencia del misterio en su vida y lo acepta como el centro y la salvación de su ser. Todo se mueve en el plano de la fe, pero la persona vive «una certidumbre que queda en el alma» (santa Teresa).

Esta experiencia, imprescindible para despertar una fe viva en Dios, no es pura emoción afectiva, sino vivencia en que toman parte todas las facultades de la persona. No es tampoco una experiencia subjetiva aislada, sino abierta a la experiencia de toda la comunidad de creyentes de la que recibe confirmación y abierta al mundo donde se ha de vivir y concretar.

La experiencia de Dios pide aprender a vivir la «trascendencia». Esta palabra, utilizada hoy de muchas formas, indica un movimiento de «travesía» (trans), y un movimiento de «subida» (scando). Pide, por tanto, un cambio de nivel. Sólo es de verdad «trascendente» aquella realidad a la que llegamos trascendiéndonos o, mejor, la que, al entrar en nuestra vida, nos hace ir más allá de nosotros mismos. Así es Dios y así es la fe que nos conduce hacia él.

Esta experiencia de un Dios trascendente se sustenta, sobre todo, en dos experiencias que es necesario cultivar para despertar la fe. En primer lugar, la oración. No hay fe sin comunicación personal con Dios. Y no hay despertar de la fe sin iniciación a esa comunicación. La oración se ha de explicar y ejercitar. A través de ella aprende la persona a «levantar» su corazón a Dios. Junto a ella, el amor. Amar a Dios y saberse amado. Este amor «hace salir» a la persona de sí misma hacia Dios y la remite a los hermanos como lugar natural de su verificación. Este amor «hace ver», capacita para el conocimiento propio de la fe. Quien ama, tiende a Dios aunque viva en la duda e incertidumbre.

- El lenguaje

85. No es una cuestión secundaria de la que se puede prescindir pues la fe cristiana se despierta a partir de la predicación: «¿Cómo van a creer sin oír hablar de él? Y ¿cómo van a oír sin uno que lo anuncie?» (Rm 10, 14). Es necesario anunciar la Buena Noticia de Dios. Para ello, no basta hablar. Es necesario hablar de tal manera que ese mensaje llegue al hombre de hoy. Un lenguaje rutinario, muerto, inadaptado, puede significar falta de auténtica experiencia de Dios, conocimiento insuficiente de la realidad actual o pereza. El anuncio de Dios no sólo exige ser ortodoxo y correcto. Ha de llegar a la gente para alcanzar su pretensión de ser luz y vida. Y no tiene posibilidad alguna de llegar si no es fiel a la Palabra de Dios y fiel a la experiencia de aquellos a los que va dirigido. No es la gente la que ha de abandonar sus categorías para tratar de captar nuestro lenguaje, apto sólo para «iniciados». Somos nosotros los que hemos de hacer el esfuerzo propio de todo evangelizador: encarnar la noticia de Dios en las categorías y experiencias del hombre de hoy. Una pregunta para predicadores, catequistas, educadores y cuantos hablamos de Dios: nuestro lenguaje ¿está inspirado por un deseo de llegar a la gente o sigue rutinariamente el camino de lo prefijado?

Actitudes básicas

Para que nuestras Iglesias y comunidades puedan ser «voz» y «luz» de Jesucristo hemos de cuidar más algunas actitudes básicas.

- Servicio

86. Toda la actuación de la Iglesia ha de nacer de la fidelidad a su Señor y de la voluntad de servir al hombre. También el esfuerzo por despertar y fortalecer la fe. No se trata, por tanto, de buscar una mayor adhesión a la Iglesia. Menos aún, de pretender un sometimiento espiritual de la sociedad. Lo que nos ha de mover es el servicio al hombre de hoy, necesitado como siempre de Dios.

Estamos viviendo una situación en la que es difícil a veces saber si uno pertenece a la Iglesia. Bastantes siguen creyendo a su manera sin que sea fácil determinar la distancia que hay entre la fe de la Iglesia y lo que ellos viven en su corazón. Puede ser tentador pretender introducir claridad fijando fronteras bien precisas. Pero con ello no habríamos hecho todavía lo más evangélico.

A la persona no se le acerca a Dios poniéndola en la alternativa de aceptar forzosamente una determinada ortodoxia o bien irse de la Iglesia. Lo importante no es marcar fronteras para saber exactamente quién está dentro de la Iglesia. Lo decisivo es que, en medio de una sociedad tan desprovista de sentido y esperanza, haya una comunidad creyente capaz de tender puentes hacia el Misterio de Dios. Incluso habrá personas que no serán jamás miembros plenos de la Iglesia en la forma habitual pero que esperan de ella signos y palabras de Evangelio. Solo Dios «conoce su fe».

- Diálogo

87. Los creyentes no «poseemos» la verdad de Dios en propiedad. Caminamos hacia ella buscando sin descanso su rostro. Por eso podemos caminar junto a los que también buscan la verdad y el sentido de la vida. El modo de caminar juntos se llama diálogo. Lo primero que exige este diálogo es respetar la libertad del otro y su propia postura. No es un individuo «a recuperar» sino una persona a respetar en sus propias convicciones y su propia «historia interior» sin humillarlo con una pretendida superioridad religiosa o moral. El diálogo es posible cuando nos situamos todos, creyentes y menos creyentes, agnósticos o indiferentes, en la búsqueda sincera de un hombre más humano.

Hemos de decir más. Los creyentes podemos aprender mucho en el diálogo. Las «razones» del no creyente o del que duda pueden ser las «preguntas» que los creyentes llevamos dentro. Comprender la incredulidad es más de una vez comprender algo de lo que sucede en nosotros mismos. La persona de fe vacilante nos enseña que Dios no es una evidencia, sino un Misterio que no hemos de manipular. El ateo nos puede obligar a criticar falsas representaciones de Dios. El no creyente nos hace pensar a qué Dios servimos nosotros, de qué Dios hablamos los cristianos.

- Testimonio

88. La invitación a creer exige que quien la hace pueda «corporeizar» su propia fe en un testimonio convencido y convincente. Estamos persuadidos de que ésta es hoy la mejor manera de contribuir al fortalecimiento de la fe: invitar a otros a que realicen su propia experiencia y ofrecer el testimonio de cómo esa experiencia de fe ha transformado nuestra vida. La fe no se va a despertar hoy, por lo general, desde los libros o las discusiones religiosas, sino desde esa «nube de testigos» (Heb 12, 1) que pueden encarnar en su vida y su palabra al único «testigo fiel» que es Jesucristo (Ap 1, 5).

La experiencia y el testimonio de los verdaderos creyentes desempeña un papel de mediación indispensable cuando se trata no de instruir, sino de atraer a la fe. Es la tarea confiada por Jesús a sus apóstoles y discípulos: «Vosotros sois testigos de todo esto» (Lc 24, 48). Son los testigos los que irradian la fe. De ahí la importancia de los santos. Santos antiguos y santos de hoy, santos canonizados y no canonizados. Su recuerdo vivo y sus vidas son una fuente inestimable de conocimiento de Dios. De temperamentos variados, enraizados en medios y momentos históricos diferentes, han enriquecido y seguirán enriqueciendo nuestra búsqueda del Dios vivo.

- Acompañamiento

89. Entre nosotros hay personas que buscan a Dios y quieren creer en él. Son creyentes alejados de la práctica religiosa o de fe vacilante, que necesitan acogida y acompañamiento personal o en grupo. Su fe no podrá crecer si no es acompañada, confirmada y fortalecida por otros creyentes. Por ello hemos de atender a quienes vienen a la catequesis organizada, pero también hemos de aprender a acompañar a quienes, por diversos caminos, buscan hoy a Dios.

Los motivos y acontecimientos que invitan a la fe no son programables por la Iglesia. La fe -no lo olvidemos- es un don. Sólo Dios llama a la fe y lo hace por caminos que no siempre están previstos en nuestros programas pastorales. La Iglesia ha de estar atenta a esta acción del Espíritu.

Acompañar a estas personas significa escucharlas con respeto; que tengan a alguien con quien poder hablar de su «historia interior». Significa también intercambiar experiencias: todos estamos en camino hacia Dios; todos podemos «aprender» los unos de los otros; el aprendizaje es mutuo y la conversión se da por ambos lados. Así se hace patente que la fe no es resultado de la iniciativa tomada por un individuo aislado, sino acción de Dios en nosotros, que tiene su lugar más natural en una Iglesia que peregrina hacia él. Este es uno de los retos de nuestras Iglesias: ¿Dónde encontrar creyentes capaces de acompañar en el camino hacia la fe?, ¿dónde hay grupos que puedan ofrecer un espacio de diálogo y de intercambio a quienes buscan a Dios?, ¿no hay entre nosotros catequistas llamados a prepararse para este servicio?

La comunidad parroquial

Para la mayoría, la parroquia es el lugar concreto donde se alimenta y crece su fe. Desde esa comunidad, abierta a la Iglesia diocesana y a la comunión de la Iglesia universal, vive la única fe católica «cimentada sobre la roca de los apóstoles». ¿Cómo puede ser hoy la parroquia lugar de revitalización de la fe? Ofrecemos algunas sugerencias orientadoras.

- Iniciación a la fe. Pastoral catecumenal

90. Uno no nace cristiano, sino que se hace cristiano. El Bautismo exige, antes o después, una respuesta libre y responsable. Pero una persona no se hace cristiana porque haya asistido a la catequesis parroquia durante un determinado número de cursos. Si hoy tantos bautizados viven una fe lánguida, mal conocida y peor vivida, ¿no será porque nunca han sido iniciados a la fe?

La iniciación a la fe es el gran reto para muchas parroquias. Por lo general, las familias no educan hoy en la fe. Por otra parte, los jóvenes son fácilmente captados por la sociedad a una comprensión de la existencia y un estilo de vida, alejados del Evangelio. En esta situación, no se puede seguir trabajando sólo con el modelo de catequesis que era apto para una sociedad de cristiandad.

Con diferentes nombres (catequesis misionera, catequesis kerigmática o catequesis de anuncio), se viene buscando desde hace algunos años una catequesis más orientada a iniciar en la fe cristiana a estos jóvenes y adultos de fe mal fundamentada. Nosotros mismos os hablábamos hace tres años de buscar procesos «diferentes del desarrollo normal de la catequesis, donde la comprensión de cada situación personal, la escucha sincera de las dudas y prejuicios, el testimonio de la propia fe del evangelizador, la oración de búsqueda, la escucha directa de Jesús en los evangelios, el análisis de la propia vida "sin esperanza y sin Dios en el mundo" y, sobre todo, el anuncio de un Dios gratuito y liberador ocuparan el lugar más importante».16

El futuro de nuestras Iglesias se juega, en buena parte, en esta iniciación a la fe. «Iniciar» es un acto que inaugura y abre una vida nueva. Es ayudar a creyentes de fe vaga y vacilante a dar a su vida un nuevo comienzo cristiano. Es, por ello mismo, regenerar y renovar nuestras comunidades. Por eso, os animamos a los Secretariados diocesanos de catequesis a impulsar buscando esa catequesis orientada directamente a iniciar en la fe. No es sólo tarea vuestra. Sabemos que detrás de todo ello subyacen problemas que hemos de abordar entre todos: formación de catequistas, comunidades sensibles y acogedoras, pedagogía adecuada, planteamiento correcto de los sacramentos de iniciación. Para ello vemos más necesaria que nunca la colaboración entre parroquias y centros educativos.

- Pastoral misionera

91. No basta ir asegurando mejor la iniciación a la fe en las comunidades parroquiales. Nuestras Iglesias diocesanas se han de plantear ya el estudio y desarrollo de una pastoral catecumenal orientada directamente a ofrecer una respuesta adecuada a personas no bautizadas o totalmente alejadas que, sin embargo, en estos momentos preguntan por Dios. No es un número grande, aunque probablemente son más de los que pensamos. No se trata de un trabajo masivo, sino de ir buscando un «cambio cualitativo»: despertar la vocación misionera de toda la Iglesia.

Los primeros pasos serán modestos: contacto personal, escucha sincera, diálogo abierto, testimonio de la propia fe. En una Carta anterior os animábamos a «seguir cuidando y mejorando el encuentro evangelizador con personas alejadas que se acercan a la parroquia (contactos con padres con ocasión del Bautismo o primera comunión de sus hijos, novios indiferentes que piden recibir el matrimonio, funerales de personas alejadas ... ). También pueden ser oportunos otro tipo de contactos como reuniones domésticas, visitas evangelizadoras, invitaciones a jornadas dedicadas al anuncio intensivo del Evangelio, encuentros de familias jóvenes». 17

Pero tal vez ha llegado el momento de experimentar en algunos puntos de nuestras diócesis un verdadero catecumenado o, al menos, encuentros con personas que inician su búsqueda de Dios «desde fuera de la Iglesia». Pensamos en procesos donde sea importante: abordar los grandes interrogantes del ser humano; presentar lo esencial de la fe cristiana; purificar la idea de Dios; mostrar las afinidades entre el Evangelio y el corazón humano; concretar las principales aportaciones de la fe al crecimiento humano; iniciarse en la oración a Dios.

- La celebración del domingo

92. La Eucaristía dominical es para muchos cristianos la única experiencia que alimenta y sostiene su fe. De ahí la importancia de cuidarla con solicitud. Más que una obligación privada e individual de cada cristiano, celebrar el domingo con fe es deber y misión de toda comunidad eclesial, llamada a ser testigo de la esperanza abierta por el Resucitado. Sin esta celebración semanal, la fe de la Iglesia se apagaría. ¿Podemos hacer en estos momentos algo más importante para reanimar la fe de los creyentes que celebrar de forma viva la Eucaristía dominical?

En nuestra Carta «Celebración cristiana del domingo» os hacíamos algunas «propuestas para revitalizar la celebración del domingo»18. Os invitamos de nuevo a reflexionar sobre ellas. Desde la perspectiva de esta Carta, sólo os queremos hacer algunas sugerencias sencillas que podrían dar otro tono a la Eucaristía dominical. Consideradlas en vuestras parroquias los sacerdotes y cuantos colaboráis en la acción litúrgica: Dedicar más tiempo y atención a preparar entre todos la celebración de la Eucaristía dominical; en la celebración, dar a cada gesto y a cada palabra su sentido e importancia; ir explicando cada domingo alguna parte o algún aspecto de la Eucaristía, pues sólo se puede vivir lo que se conoce; lograr que se lea la Palabra de Dios despacio, con unción, subrayando lo esencial del mensaje; una homilía bien preparada, breve, sin caer en tópicos, en sintonía con la crisis religiosa actual, orientada a despertar la fe; ayudar a que los cantos y oraciones sean verdadera oración a Dios; preparar desde el prefacio a vivir la misa en actitud de acción de gracias; cuidar momentos de silencio que permitan la interiorización; explicar cada domingo alguna invocación del «Padre nuestro»; enseñar a «encontrarse» con Cristo a través de la escucha del Evangelio y de la comunión sacramental; ofrecer sugerencias concretas y sencillas para vivir la fe a lo largo de la semana.

- Enseñar a orar

93. Vemos con gozo que cada vez es mayor la preocupación de las parroquias para promover la oración personal o en grupo. Pero, en general, todavía es poco e insuficiente lo que hacemos para enseñar a orar. Las personas más inquietas que buscan el encuentro con Dios se dirigen a monasterios y comunidades que están ofreciendo en estos momentos un servicio inestimable que agradecemos de verdad. Pero mucha gente sencilla que nunca dará esos pasos se encuentra desasistido para aprender a orar. ¿Qué podemos hacer en las parroquias?

Antes de nada, recuperar la iglesia parroquial como «casa de oración». No siempre es fácil. Pero es mucho lo que se puede hacer: acondicionar alguna capilla u oratorio para la oración personal o del grupo reducido; cuidar las imágenes, símbolos y ambientación musical; poner a disposición de los fieles oraciones, libros sencillos, textos, salmos que ayuden a orar; tener el templo abierto, al menos algunas horas, al atardecer. Todo es posible cuando en la parroquia hay un grupo dispuesto a cuidar esta dimensión. La parroquia tiene que ofrecer hoy un espacio donde las personas puedan hallar silencio y paz para encontrarse con Dios y reconstruir su mundo interior.

No basta. Hemos de saber convocar a los creyentes no sólo para celebrar la Eucaristía dominical sino para orar juntos, para escuchar la Palabra de Dios con sosiego, para alimentar la vida interior. Estos encuentros pueden ser de naturaleza diversa: para jóvenes, para personas de tercera edad, para padres, para agentes de pastoral. Pueden configurarse en torno a elementos variados: escucha de la Palabra de Dios, silencio, oración con los salmos, plegaria espontánea, oración ante el sagrario. La animación de estos encuentros de oración no tiene por qué estar en manos de los presbíteros. El ideal sería contar con un grupo permanente que promueva esta oración e invite a otros.

La familia creyente

Es en la familia donde se está jugando, en buena parte, la fe o la increencia del futuro. Por ello, creemos que es en el hogar donde se ha de actuar de manera decisiva para recuperar y renovar la fe. Pero ¿cómo en concreto?, ¿qué podemos hacer que no estamos haciendo?19

- Las dificultades

94. Sin duda, son muchas las dificultades que sienten hoy los padres que quieren construir un hogar cristiano. Lo primero es muchas veces la falta de comunicación. La vida actual, con su organización del estudio y del trabajo, su ritmo agitado y su dispersión, dificulta la comunicación de la familia. Y cuando, por fin, todos se encuentran juntos allí está la televisión para imponer silencio. ¿Cómo compartir la fe cuando apenas se comparte la vida?

Por otra parte, en no pocas familias hay un fuerte desacuerdo entre padres e hijos. No piensan ni sienten de la misma manera. Tampoco en lo religioso. Casi siempre se termina discutiendo. ¿Cómo educar en la fe cuando es tanta la distancia de mentalidades, valores o sensibilidad?

Esta dificultad se hace todavía mayor cuando se piensa que los hijos, al parecer, «aprenden a vivir» no tanto de sus padres cuanto de sus amigos, del ambiente social, las modas o la televi~ sión. ¿Cómo vivir y transmitir la fe en estas condiciones? ¿Cómo hacerlo, sobre todo, cuando los mismos padres viven también ellos una fe difusa y poco convencida?

Pensamos también en esos hogares cuya atención está totalmente absorbida por graves problemas: crisis de separación entre los esposos, fuertes conflictos con los hijos, angustia del paro... ¿Cómo preocuparse de la fe?

- Las posibilidades de la familia

95. Estas dificultades y otras han difundido en muchos padres una sensación de desaliento e impotencia. Fácilmente se da por supuesto que no se puede hacer nada eficaz. No pocos renuncian antes incluso de haberlo intentado. No se sabe qué hacer o cómo actuar. Pero también hay bastantes padres que desean actuar responsablemente. Antes de nada conviene recordar lo que los estudios más recientes afirman: no hay ningún grupo ni ámbito social mejor dotado que la familia para ofrecer al hijo una experiencia positiva en la que arraiguen los valores y la vivencia religiosa. Ninguna experiencia dejará huellas tan profundas en su vida.

La razón es sencilla. La familia puede ofrecer al niño «experiencia religiosa» pero en un clima de afecto, confianza y amor que ningún otro grupo puede fácilmente asegurar. En el hogar el niño puede captar conductas, valores, símbolos y experiencias religiosas pero no de cualquier manera, sino «con afecto». Todos los estudios apuntan hacia la misma dirección: la fe religiosa depende, en buena parte, de que la persona haya tenido de ella una experiencia positiva. El individuo vuelve casi siempre a aquello que ha vivido en sus primeros años con satisfacción, seguridad y sentido. Por el contrario, si falta esta experiencia positiva básica en el hogar será muy difícil luego despertarla en otros ámbitos como la parroquia o el colegio.

- Condiciones básicas

96. En primer lugar, es fundamental que los padres se quieran y que los hijos lo puedan percibir así. Ese amor entre los padres es la base para crear un clima de confianza y seguridad para la convivencia y también para el crecimiento de la fe. Es esencial también el afecto hacia los hijos. La atención personal a cada uno, el respeto y la cercanía, el cuidado solícito, el tiempo dedicado a escucharlos a solas. Los padres sólo pueden ser modelo de identificación para los hijos si éstos se sienten queridos.

Es importante el clima de comunicación. Éste sólo es posible cuando se evita lo que genera mutua desconfianza y distanciamiento. Se necesita, además, asegurar momentos de convivencia. Lo decisivo no es tener más tiempo para estar juntos, sino que cuando la familia se reúne todos se sientan a gusto y se pueda dar un intercambio confiado. Hay que recordar también la coherencia entre lo que se pide a los hijos y el propio comportamiento. Los padres pueden tener errores y fallos, pero lo importante es que los hijos perciban un comportamiento de fondo, que trata de ser fiel a las propias convicciones religiosas.

- El ambiente familiar

97. La fe pide un clima. Hemos de reaccionar frente al «vacío religioso» que reina en algunos hogares. En primer lugar, se puede cuidar más lo que entra en casa (cierto tipo de revistas, vídeos, programas de televisión). No es difícil tampoco suscribirse a una revista cristiana, adquirir libros educativos para los hijos, ediciones de biblias o evangelios para niños y jóvenes, música religiosa, vídeos pedagógicos. Se puede también introducir algún signo o imagen religiosa de buen gusto en la sala de estar o en los dormitorios. Cuidar más el tono festivo del domingo y de las grandes fiestas cristianas. Ambientar el hogar en tiempos especiales como la Navidad o la Pascua. Cuando una familia se siente creyente lo refleja en su entorno. Por otra parte, la fe cristiana crece con más autenticidad cuando en la familia se viven los valores evangélicos. Una familia abierta a las necesidades de los más pobres, donde se cultiva el sentido de la justicia y del amor gratuito, donde se comparte la experiencia del perdón ofrecido y recibido sinceramente, se convierte en la mejor escuela de seguimiento a Jesucristo.

- La oración en familia

98. El primer paso lo tienen que dar los padres aprendiendo a orar juntos. La dificultad está en que los esposos están condicionados por la falta de costumbre y un cierto pudor inicial. Sin embargo, una oración sencilla hace bien a la pareja y es la base para suscitar la oración en el hogar. Esta oración será, muchas veces, de agradecimiento a Dios mientras se agradecen también mutuamente. Otras, será petición de perdón a Dios, preparada por el perdón del uno al otro. Con frecuencia será súplica a Dios por los hijos y en nombre de los hijos: de los pequeños que no saben orar y de los mayores que no quieren hacerlo. Es una gracia para el hijo ver rezar a sus padres. Si los ve orar, quedarse en silencio, cerrar los ojos, desgranar las cuentas del rosario o leer despacio el Evangelio, el niño capta la importancia de esos momentos, percibe la presencia de Dios en el hogar como algo bueno, aprende un lenguaje religioso, unas palabras y unos signos que quedan grabados en su conciencia, interioriza unas actitudes y se va despertando en él la sensibilidad religiosa. Nada puede sustituir a esta experiencia.

Cada familia ha de encontrar su estilo concreto de orar y de integrar esa oración en la vida del hogar. No es difícil estar junto a los hijos más pequeños acompañándolos en su oración y enseñándoles a dar gracias a Dios al final del día, a pedirle perdón, a invocarlo con confianza. Con los adolescentes y jóvenes será más importante preparar una oración sencilla en días señalados: cumpleaños de algún miembro de la familia, aniversario de la boda de los padres, antes de salir de vacaciones, al comenzar el curso, en la enfermedad grave de alguno, en la Nochebuena, al final del año. Por otra parte, ¿es tan difícil elevar el corazón a Dios, cuando nos sentamos a la mesa o reunirnos todos en la sala antes de retirarnos a descansar, para rezar juntos el «Padre Nuestro» o dar gracias a Dios? El ambiente creyente de los hogares depende de la responsabilidad de los padres y del apoyo que reciban de la comunidad parroquial. Os animamos a quienes impulsáis la pastoral familiar a que sigáis proporcionando a los padres orientaciones, sugerencias y materiales pedagógicos. No sería tan difícil que en las parroquias hubiera algún grupo de padres creyentes que se reunieran de vez en cuando para animarse en su fe y para apoyarse en su tarea de padres cristianos.

- Cuando alguien no cree

99. Cada vez es más frecuente que en la familia alguien se declare no creyente o viva en una indiferencia absoluta. Esta, ciertamente, es una dificultad pero puede ser también un estímulo para vivir mejor la fe.

Os sugerimos algunas pautas de actuación: extremar el respeto mutuo profundo y sincero; cuidar de manera especial el testimonio y la coherencia de la vida con la propia fe; evitar las polémicas o discusiones sobre temas religiosos si generan distanciamiento o agresividad; confesar la propia fe manifestando lo que a uno le aporta; no olvidar que lo decisivo es siempre el amor y la pertenencia a una misma familia en la que Dios quiere a todos, creyentes y no creyentes.

Por los caminos de la conversión

Podríamos seguir sugiriendo acciones e iniciativas que ayuden a despertar y reavivar la fe. Pero todo será inútil si los que nos sentimos creyentes no escuchamos una llamada a la propia conversión. El testimonio de los creyentes es decisivo para el fortalecimiento de la fe en nuestra sociedad. Queremos que también entre nosotros se escuchen las palabras de Juan Pablo II: «La Iglesia no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes.»20. Nuestra adhesión fiel a Jesucristo puede ser la mejor invitación que podemos hacer a otros para que vuelvan su corazón a Dios.

- La tarea de los presbíteros

100. Muchos presbíteros vivís hoy ocupados en múltiples trabajos y actividades tratando de responder a las diversas necesidades de las comunidades cristianas. Desde aquí queremos valorar y agradecer en nombre de nuestras Iglesias vuestro esfuerzo generoso, realizado no pocas veces en condiciones difíciles. Pero dejadnos deciros algo que también nosotros hemos de recordar en nuestro servicio episcopal. No hemos de reducir nuestro ministerio al cumplimiento de unas funciones. Nuestra primera tarea es ser testigos de la fe y animadores de la vida cristiana de las comunidades.

Por eso también nosotros queremos exhortaros con palabras inspiradas en san Pablo: Reavivad el carisma de Dios que está en vosotros por la imposición de las manos. No nos ha dado Dios un espíritu de cobardía, sino de valentía y amor. No os avergoncéis del testimonio que habéis de dar del Señor. Soportad con fe los sufrimientos por el Evangelio, ayudados por la fuerza de Dios (2 Tm 1, 6-9).

Recordad que habéis sido «escogidos para el Evangelio de Dios» (Rm 1, l). No estáis solos en vuestro trabajo. El Espíritu de Dios os acompaña, pues vosotros sois sus «cooperadores» en la obra de la evangelización. No olvidéis las palabras de Pablo VI: «Lo que constituye la singularidad de nuestro servicio sacerdotal, lo que da unidad profunda a la infinidad de tareas que nos solicitan a lo largo de la jornada y de la vida, lo que confiere a nuestras actividades una nota específica, es precisamente esta finalidad presente en toda acción nuestra: anunciar el Evangelio de Dios.»21

- El testimonio de los religiosos

101. A lo largo de estos años, en varias ocasiones os hemos invitado a los religiosos y religiosas a ser testigos de la fe desde vuestro modo peculiar de seguimiento radical a Jesucristo. Hoy os lo recordamos de nuevo. Desde esta vida vuestra, sólo inteligible desde la entrega confiada a Dios como único Absoluto, estáis llamados a despertar el sentido de Dios, la escucha interior al Espíritu, el amor a Dios en el servicio al necesitado. Vuestra presencia en nuestras comunidades cristianas puede ayudar a no pocos a reconstruir su experiencia de Dios. Seguid desarrollando la colaboración entre vuestras comunidades y las parroquias.

Queremos dirigirnos, de manera muy especial, a las comunidades contemplativas. Vuestra entrega a Dios, vivida gozosamente en la contemplación, se ha de convertir en testimonio para todos. Vuestro mensaje nos ha de llegar con nitidez: Dios es lo único necesario. Mientras peregrinamos por la vida, seducidos muchas veces por el mundo o distraídos por la actividad y el trabajo, vosotros y vosotras, con la mirada fija en Dios, nos debéis recordar lo esencial y definitivo. Decidnos con vuestra vida que sólo Dios basta y que nada ni nadie puede sustituirlo.

Vuestras comunidades pueden ser hoy lugares de retiro y silencio donde más de uno encuentre el clima necesario para reencontrarse con Dios. Vuestra acogida amistosa y vuestro testimonio de alabanza y adoración a Dios pueden ser para no pocos una llamada a reavivar su fe.

- La vida de los creyentes

102. Todo creyente se ha de convertir con su vida y su palabra en testigo de la fe. El testimonio cristiano brota, de manera natural, de la misma experiencia de la fe cuando ésta es vivida con fidelidad y responsabilidad gozosa. No se puede creer de verdad sin sentir la necesidad de anunciar y contagiar esa fe. Cada uno ha de contar «lo que le ha pasado en el camino» (Lc 24, 35). Os lo decíamos ya en otra ocasión. «Muchos de nosotros convivimos o tenemos contacto con familiares y amigos que se han ido distanciando de la fe. ¿Por qué les hemos de ocultar tanto nuestra experiencia creyente, nuestras convicciones y las motivaciones que animan nuestra fe?... ¿Por qué hemos de silenciar los creyentes nuestra visión cristiana de la vida, cuando otros manifiestan públicamente su actitud increyente? »22 Este testimonio a través del contacto personal es de gran importancia, pues, en el fondo, «¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?»23. Queremos terminar nuestra Carta con una de las páginas más bellas de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI: «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y de bueno. Supongamos, además, que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero muy clara y eficaz, de la Buena Nueva.» 24 * * *

Que María, declarada dichosa por haber sabido creer a Dios (Lc 1, 45), nos oriente a todos hacia Aquel que es «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).

Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria a 12 de febrero de 1997 Miércoles de Ceniza

+ Fernando, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
+ Ricardo, Obispo de Bilbao
+ José María, Obispo de San Sebastián
+ Miguel, Obispo de Vitoria
+ Carmelo, Obispo Auxiliar de Bilbao


16. Carta Pastoral Evangelizar en tiempos de increencia (Pascua, 1994), n. 74.

17. Ibíd., n. 92.

18. Carta Pastoral La celebración cristiana del domingo (Cuaresma-Pascua, 1993), nn. 62-74, o.c., p. 1046- 1099.

19. Ver la Carta Pastoral Redescubrir la familia (Pascua. 1995)

20. Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, n. 33.

21. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 68.

22. Carta Pastoral Creer en tiempos de increencia (Cuaresma-Pascua, 1988), n. 65, o.c., p. 705.

23. Pablo VI, Exhort. Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 46, 24 Ibíd., n. 21.