AL SERVICIO DE UNA FE MAS VIVA
«Creo; ayuda a mi poca fe» (Mc 9, 24)

CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA


CUARESMA - PASCUA DE RESURRECCIÓN, 1997



IV

¿QUÉ ES CREER EN DIOS?

35. También hoy, como en todos los tiempos, el ser humano es un problema para sí mismo.

Hay algo que le pide justificarse a sí mismo y dar un sentido a su existencia. «¿Por que he nacido?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué se quiere de mí?, ¿qué me espera?» La cultura secular ha ido eliminando la respuesta religiosa a estas preguntas, pero no aporta un saber capaz de darles respuesta adecuada. Cada hombre o mujer ha de buscar su respuesta personal. Nosotros vamos a hablar de la respuesta del creyente. La fe no es una reacción automática ante la vida; es una decisión personal que se despierta y madura en cada individuo. No hay dos formas iguales de vivir ante el misterio de Dios. Cada creyente ha de hacer su propio recorrido. No pretendemos ahora analizar el acto de fe ni exponer una teología de la fe cristiana. Sólo queremos recordar algunos aspectos que nos ayuden a todos a entender mejor el proceso que lleva a creer en Dios.

Dios no está lejos de nadie

Lo primero que queremos recordar es que la fe no se debe al esfuerzo generoso que realiza la persona. No es el resultado de su trabajo de búsqueda. El ser humano anhela y busca. Pero «creer» es regalo de Dios. Una manera de vivir, que nace y se alimenta de su gracia.

- Dios está ahí desde el inicio

36. La persona sólo inicia su movimiento hacia Dios porque, desde el primer momento, Dios está en el fondo de su ser, atrayéndola hacia su propio Misterio. Es su presencia amorosa la que origina y sostiene su itinerario hacia Dios. Buscamos a Dios «a tientas», pero él «no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 27-28). Sin su luz, tenuemente anunciada o presentida, aunque sólo sea bajo forma de preguntas que brotan en el corazón humano, nadie buscaría su rostro. Sin su presencia, percibido oscuramente en el fondo de la conciencia, nadie daría paso alguno hacia él.

Todo hombre o mujer, lo sepa o no, está habitado por esta presencia de Dios. Aun el más indiferente, el más mediocre, el más incrédulo, vive envuelto por la gracia de Dios que lo acoge y lo ama sin fin. Ese Dios no fuerza ni coacciona. Sólo se ofrece, sin retirar nunca su amistad. Ni siquiera el pecado destruye su presencia. Sólo impide que nos abramos a ella.

Sería una equivocación pensar sólo en una acción secreta de Dios en lo más íntimo de nuestro ser. En realidad, Dios se ofrece y nos busca permanentemente y de mil maneras a todos y cada uno de nosotros, a través de personas, experiencias y acontecimientos que alientan nuestra existencia, nos interpelan y nos atraen hacia él.

- La acogida del hombre

37. Por eso, el esfuerzo de la persona que quiere creer no se dirige a «conseguir» algo, a «poseer» a Dios, a «entender» por fin el misterio de la vida. Se orienta, más bien, a hacerse disponible, a escuchar y acoger, a sintonizar con la llamada que se le hace, a dejarse buscar por Dios. No se trata de conocer a Dios, sino, más bien, de reconocerlo: «Dios estaba ahí, y yo no lo sabía» (Gn 28, 16).

Quien se orienta hacia Dios vive una experiencia difícil de explicar, pero cada vez más inconfundible. Busca, pero sobre todo es buscado. Llama, pero sobre todo es llamado. Da pasos, pero atraído y conducido por Alguien. No es él la fuente de la búsqueda. Lo que mejor define su postura es la acogida.

- La fe es don gratuito

38. La fe no es el resultado de nuestras investigaciones. No nace en nosotros porque hemos sabido discurrir de forma correcta o hemos hecho las debidas averiguaciones. La fe brota siempre como una confianza cada vez más viva que Dios mismo va despertando al revelarse en nosotros. Por eso, para creer, lo importante es ponerse ante Dios. Acoger su amor y su llamada. Como dice san Ignacio, «no es el mucho saber» lo que importa, sino «el gustar y sentir las cosas interiormente».9

La fe no es tampoco una decisión que tomamos convencidos por el testimonio o la argumentación de otros creyentes. No son ellos los que «despiertan» nuestra fe. Sólo pueden invitarnos a escuchar al que está ya presente en nosotros. Lo decisivo es el encuentro con Dios, esos momentos de sinceridad ante él, que pueden cambiar nuestra vida más que todos los argumentos. Esa escucha de su invitación puede ser el camino más corto para despertar y reavivar nuestra fe.

Hemos de decir, pues, que la fe es un don gratuito. Pero hemos de entender bien esto. La fe no es una conquista, una posesión, algo exigible a lo que tenemos derecho porque nos lo hemos merecido; la fe nos viene dada, es regalo de Dios. Pero ello no significa que Dios la ofrece arbitrariamente a unos mientras la niega a otros, como si hubiera personas que, aun deseando creer, no pueden hacerlo porque Dios no lo quiere. Todo hombre ha sido creado por Dios y lleva en su mismo ser una llamada a buscarlo y encontrarlo. Sin ese encuentro, no se salva como hombre. Por eso, hemos de decir que Dios, siendo gratuito, es lo más precioso y necesario para el ser humano, pues es su plenitud y salvación.

Adhesión confiada a Dios A veces olvidamos que la fe no consiste primordialmente en creer algo, sino en creerle a Alguien. Lo primero no es adherimos a un credo o afirmar un conjunto de doctrinas, sino confiar radicalmente en Dios. Lo decisivo es siempre la adhesión confiada al Dios vivo a quien los cristianos encontramos encarnado en Jesucristo.

- Religados a Dios

39. La misma palabra «religión» nos puede ayudar a entender mejor lo que es la fe religiosa. La religión, antes de ser una explicación del mundo, una teoría sobre Dios o un fenómeno social, consiste en aceptar y vivir nuestra religación a Dios. En su última esencia, creer es aceptar vivir desde esa realidad última que nos da el ser y a la que llamamos «Dios».

Ésta es la experiencia básica del creyente: Yo no soy todo; no soy la medida de todas las cosas; no soy el dueño de mi ser ni su origen. No puedo alcanzar con mis propias fuerzas lo que anhela mi ser. Llevo en mí un misterio mayor que yo mismo. Pero confío. Acepto ser desde esa Realidad que me hace ser. Reconozco mi finitud. No soy el centro. Mi origen y mi destino están en ese Dios que me da el ser. El es el fundamento sobre el que descansa todo.

Por eso, el verdadero pecado contra la fe consiste bien en desesperar y no confiar, o bien en querer «desligarse» de esa Realidad que fundamenta nuestro ser; pretender «deshacerse» de ese Misterio fundante que es Dios con el fin de hacer del propio yo el centro de todo.

- Confianza radical

40. La fe es, por tanto, confianza radical. El creyente se ve movido a confiar en ese Misterio que no se deja captar y que llamamos Dios. Siente su propia indigencia y finitud, pero, al mismo tiempo, percibe la dignidad y la consistencia que puede encontrar en Dios. En esa confianza absoluta descubre la forma lograda de ser y de vivir.

Hemos de entender bien qué significa este «creer» en Dios, pues esta palabra puede encerrar diversos significados. Cuando digo «creo que hay vida en otros astros», quiero decir que no sé con certeza, pero que sospecho o intuyo que será así. Cuando digo a alguien «te creo» estoy diciendo mucho más: «me fío de ti, creo en lo que me dices». Si digo a alguien «yo creo en ti», estoy diciendo todavía algo más: «yo pongo mi confianza en ti, me apoyo confiadamente en ti».

A veces se piensa que «creer en Dios» es más o menos sentir y decir esto: «No sé si Dios existe y no lo puedo comprobar con certeza, pero yo pienso que sí, que algo tiene que existir». Entonces la fe sería una «forma débil» de conocer, inferior a otros conocimientos, incapaz de competir con la ciencia, pues no puede probar «científicamente» lo que afirma.

Sin embargo, cuando el creyente dice a Dios desde el fondo de su ser: «Yo creo en ti», está diciendo: «No estoy solo. Tú eres el fundamento de mi ser. Tú estás en mi origen y en mi destino último. Tú me conoces y me amas. No me abandonarás nunca. En ti apoyo mi ser. Nada ni nadie podrá separarme de tu amor y de tu gracia.» Esta fe es de un orden diferente al de la ciencia. El creyente busca el encuentro personal con el Misterio que fundamenta su ser. Y la ciencia es insuficiente para llevar a este encuentro. La ciencia me ayuda a conocer cada vez mejor el funcionamiento de las cosas, pero me deja encerrado en mi propio misterio, aislado de la Realidad última que me hace ser.

Por eso, la fe religiosa aporta al creyente una plenitud de sentido que la ciencia no puede generar. En el fondo último de la realidad está Dios dando sentido a todo. El mundo asume una forma nueva y amistosa a los ojos del que cree. Dios está ahí dando cobijo y privando a la existencia de su aparente sinsentido. El creyente se sabe acogido: «De ti, Señor, viene la salvación» (Sal 3, 9).

- El encuentro con el Dios vivo

41. La fe en Dios no se queda en los sentimientos o las afirmaciones de cada persona. En cada tradición religiosa -también en el cristianismo- la fe en Dios va cristalizando a lo largo de la historia en fórmulas y proposiciones concretas. Pero siempre hemos de tener claro que la fe no consiste en creer propiamente esas fórmulas acerca de Dios, sino en Dios mismo. Las fórmulas de fe son «caminos» que nos permiten orientar nuestro ser hacia Dios. El creyente no se queda encerrado en la afirmación de esas fórmulas, sino que se abre a ese Dios al que ellas apuntan.

El riesgo de muchos puede estar precisamente ahí, en quedar satisfechos con afirmar teóricamente un conjunto doctrinal, entendido como un sector acotado de lo que hay que tener por verdadero, y no abrirse a una relación personal con Dios. Se nos olvida que Dios es mayor que todos nuestros conceptos, esquemas e imágenes y que las fórmulas más excelsas y sublimes son insuficientes para captar su Misterio. Sólo sirven para mostramos la orientación que hemos de seguir para superar nuestras falsas ideas acerca de Dios y para abandonarnos confiadamente a él.

Con todo el corazón

La fe es siempre una experiencia personal. No basta con seguir rutinariamente la tradición religiosa en la que se ha nacido. Implica una novedad en la historia de cada individuo. Esta decisión personal no puede ser reemplazada por nada ni por nadie. Podemos conocer una determinada tradición religiosa y escuchar a otros creyentes. Pero, al final, siempre hemos de preguntarnos: «¿En quién creo yo? ¿Creo en Dios, o creo en aquellos que me hablan acerca de él?»

- Adhesión de toda la persona

42. La fe sucede en lo más íntimo de cada persona. En su nivel más profundo. Allí donde se juega su ser o no ser. Donde hay una decisión radical ante el origen y el fundamento de su ser. Por eso, la fe compromete a la persona en su totalidad y es el acto personal más intenso. La fe proyecta todo el ser de la persona hacia el misterio de Dios. No se cree sólo con el sentimiento, con la voluntad, con la razón o la intuición. La fe consiste en la entrega incondicional y confiada de toda la persona a Dios.

Por eso, la Biblia dice que la fe tiene que ver con el «corazón»: «Buscarás al Señor, tu Dios, y lo encontrarás si lo buscas de todo corazón» (/Dt/04/29). El corazón es el centro de la persona. Ese punto donde todo su ser queda como unificado y anudado. Desde el corazón decide la persona la orientación que quiere imprimir a su vida. Desde el corazón se sitúa ante lo bueno y lo malo, ante lo verdadero y lo falso, ante la vida y la muerte. Es el corazón del ser humano el que cree en Dios o lo rechaza 10.

- Trayectoria del creyente

43. El que busca a Dios «con todo el corazón», lo hace con todas sus facultades y su capacidad: la voluntad, la mente, la capacidad de amar, la sensibilidad. No es posible describir aquí el proceso que puede seguir el creyente. Sólo recordamos algunos aspectos.

En el trasfondo del acto de creer se producen experiencias como éstas: la persona presta atención a lo mejor de sí misma; no contenta con explicar el funcionamiento de las cosas, se hace las preguntas más radicales: «¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿qué me espera?» Consciente de su indigencia y finitud, se siente remitida más allá de sí misma.

El proceso de creer requiere, por otra parte, una atención y un cuidado mayor que el que se necesita para otras decisiones, pues el ser humano se siente concernido como en ninguna otra experiencia. No es una decisión más, sino la decisión que orienta a la persona ante su realidad última.

En la trayectoria de la fe se pueden vivir experiencias muy variadas: alegría o sufrimiento; entusiasmo o serenidad; seguridad absoluta o duda turbadora; sentimiento de plenitud o de indignidad; agradecimiento o invocación; temor o fascinación. En medio de todo está la presencia inconfundible de Dios y su invitación que reclama respuesta y consentimiento.

- Diversas formas de creer

44. La estructura y el temperamento de cada persona condicionan mucho su forma de creer. Por eso, cada creyente ha de hacer su propio recorrido.

Hay personas que no necesitan reflexionar mucho, ni detenerse en largos análisis para captar lo esencial de la fe; pronto intuyen que lo importante es confiar en Dios. Otros, sin embargo, necesitan razonarlo todo, analizarlo, comprobar la razonabilidad del acto de creer; sólo entonces se abren al Misterio de Dios.

Hay personas que reaccionan con prontitud ante un mensaje esperanzador; escuchan el Evangelio de Jesucristo y pronto se sienten movidas a una respuesta confiada. Otros, por el contrario, necesitan madurar más lentamente sus decisiones; escuchan el mensaje cristiano, pero han de ahondar en su contenido y sus exigencias antes de asumirlo como principio inspirador de sus vidas.

Hay algunos con gran capacidad de «vida interior»; no les resulta difícil hacer silencio, escuchar a Dios en el fondo de su ser y abrirse a la acción del Espíritu. Pero muchos son de temperamento activo; éstos descubren más fácilmente a Dios como llamada al compromiso práctico, al amor concreto al hermano, al esfuerzo por un mundo más humano,

Certeza y oscuridad de la fe

Sin que se pierda la certeza como trasfondo, la fe puede verse sacudida por la oscuridad y la duda. Son las horas de crisis en que ese Dios, tan cercano y presente, se ausenta y queda oculto. La duda penetra en el corazón del creyente: «¿Serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?» (Jr 15. 18).

- La experiencia de la duda

45. La fe no es producto de la razón humana, pero tampoco es un salto en el vacío. Es una actitud plausible que no se opone a la razón, sino que responde de forma razonable y coherente a cuestiones, interrogantes y anhelos reales que lleva dentro de sí el ser humano. Por eso, la fe viene acompañada, de forma habitual, por una experiencia de seguridad y certeza.

Esta certeza del creyente adquiere su consistencia sólo en el interior de la fe. No es una «reconstrucción racional» hecha desde fuera, que pueda ser presentada como prueba de la fe a otro interlocutor que no conoce esa experiencia cristiana. La certeza del creyente proviene de un conjunto de experiencias reflexionadas e interpretadas desde la fe. El creyente puede comprobar en sí mismo sus efectos: se siente acogido en medio de la soledad; experimenta el perdón que lo libera del peso de la culpa; se ve fortalecido en su debilidad y estimulado para vivir desde el amor y el servicio; puede situarlo todo en su verdadera perspectiva; es capaz de afrontar con esperanza el sufrimiento y la muerte.

Pero la fe no está hecha sólo de certezas. La adhesión del creyente es firme y real; su experiencia religiosa es fuente de luz y claridad. Pero también él padece la oscuridad de la fe, pues Dios, Misterio trascendente, siempre desborda y supera nuestra capacidad finita. Por ello, puede siempre surgir la duda como experiencia dolorosa en el seno mismo de la adhesión de fe: «Y si no fuera verdad ... » Esta duda es como «el reverso de la fe», su otra cara, ya que la fe nunca es evidente.

La fe implica, pues, certeza y oscuridad. El creyente mantiene en su corazón la confianza, la convicción segura, el amor. Sigue invocando y agradeciendo. Permanece fiel. Pero su fidelidad consiste precisamente en superar constantemente la oscuridad y la duda: «Mi alma te ansía de noche» (Is 26, 9).

- Lejanía de un Dios cercano

46. Además, la cercanía de Dios es experimentada bajo forma de lejanía. Por una parte, la fe exige entrega total, pero esta entrega nunca se realiza de forma perfecta durante esta vida fragmentada y dispersa. El ser humano se experimenta a sí mismo tejido de tensiones y contradicciones; nuestro anhelo es mayor que nuestro ser. Pero, sobre todo, Dios es mayor que todos nuestros anhelos. Al ser humano, finito y limitado, se le escapa el Misterio insondable e infinito de Dios. El Misterio se hace presentir pero no se deja poseer. Por eso, el creyente vive la experiencia de un Dios cercano e íntimo, pero que constantemente se sustrae. Dios se nos entrega, pero sigue siendo un «Dios escondido» (Is 45, 15). No podemos disponer de él. Por eso, el creyente vive su fe desde la invocación: «¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?» (Sal 13, 2).

- Siempre es posible creer,

47. Por muy grandes que sean las dificultades y la oscuridad, el creyente termina por decir: «Yo creo.» Pero no siempre ocurre así. Hay personas que, en un momento determinado, sienten la lucha interior y honradamente se preguntan: «¿Yo creo de verdad.?» Es cierto que la fe da un sentido último a todo, pero la vida sigue apareciendo muchas veces absurda y sin sentido. La persona acude a Dios, pero Dios permanece callado. No está cuando más lo necesitamos. ¿No será todo un sueño'? Es el momento de la crisis y de la tentación. O se deja todo o la persona se abandona confiadamente al silencio de Dios, ¿Qué hacer?

No hemos de olvidar que la fe es un proceso. Un camino hacia Dios, que tiene su propia historia a lo largo de la vida de la persona. Puede suceder que, en un momento determinado, el creyente no pueda honradamente asumir todo lo que la fe significa. Son muchas las preguntas sin respuesta; demasiada la oscuridad y el silencio. El creyente no ha de inquietarse entonces por su perplejidad; desde su inseguridad, habrá de seguir abierto al Misterio de Dios con las últimas fuerzas de su espíritu.

Esta crisis es siempre dolorosa pero pertenece a la vida misma de la fe y puede contribuir a su purificación y crecimiento. La crisis nos revela que no somos capaces de «poseer» la verdad última de Dios. Aquí no sirven las certezas que manejamos en otros órdenes de la vida. Ante el misterio último de la existencia hay que caminar con humildad y sinceridad: «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en el momento de la angustia?» (Sal 10, l).

La crisis, por otra parte, pone a prueba nuestra libertad. Ante Dios nadie me puede sustituir. Soy yo quien tengo que decidir libremente y pronunciar un «sí» o un «no». Soy yo quien he de orientar mi vida hacia Dios y su verdad. Hay algo que os queremos recordar a quienes vivís en vuestra propia carne esta crisis de fe: quien, a pesar de la oscuridad y la duda, quiere creer, ante Dios es ya creyente. Dios conoce el corazón humano: el deseo de creer es una forma humilde pero auténtica de vivir en verdad ante Dios. La soberbia, por el contrario, impide al ser humano abrirse confiadamente a Dios.

Fe y conversión

No hay fe sin conversión radical. No se nace cristiano. Uno se va haciendo cristiano. La fe consiste precisamente en «estrenar un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 18, 3 l).

- La conversión fundamental

48. «Conversión» quiere decir, antes que nada, «giro del corazón». Pasar de la autoafirmación al abandono confiado a Dios. Dejar de ser el centro de uno mismo para vivir desde Dios. Entender y vivir la existencia, no en referencia a uno mismo ni al mundo, sino en referencia al Misterio de Dios. Por eso, hay una manera radicalmente falsa de vivir la religión y consiste en que la persona siga siendo el centro de sí misma y sólo acuda a Dios para sus propios intereses.

Esta conversión exigida por la fe es una especie de «nuevo nacimiento» (/Jn/03/35). Una actitud nueva ante el mundo, diferente de la de aquel que no cree. Una manera nueva de mirar, de pensar y de juzgar la realidad: Dios no es la explicación concreta de los fenómenos que se dan en el mundo, pero sí el que les da su sentido último más auténtico y trascendente. Un modo nuevo de ser y de vivir: Dios es el horizonte y la medida de la criatura; desde él quedamos confrontados a la verdad y al bien; desde él somos invitados al amor.

En esta conversión no hemos de ver sólo «exigencia ética». Convertirse a Dios es, antes que nada, curarse de la falsa autosuficiencia y de la inautenticidad. Ponerse ante Dios ayuda al ser humano a conocerse a sí mismo, a descubrir su pequeñez pero también su grandeza, a enraizar su vida en la verdad y a esperar con confianza su último destino.

- Exigencias de la fe

49. Esta conversión a Dios tiene lugar dentro de la vida de cada persona y, por tanto, cuando se da, modifica esa vida dándole más autenticidad. Cuando la persona se abre a Dios se hace más humana. Sin esta conversión ética la fe puede ser pura ilusión. No se puede vivir ante Dios sin sentirse responsable ante el hermano. El criterio decisivo de la fe cristiana en un Dios Creador y Padre es el amor al hermano y la apertura a su necesidad: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8).

Por otra parte, la fe cambia el talante ético de la persona. Lo que el creyente busca no es atenerse a unos principios éticos, sino responder a la invitación de Dios. Su conversión no consiste en un remordimiento cerrado y estéril, sino en retomar al Padre y acoger su perdón regenerador. Su compromiso no es esfuerzo solitario, sino obediencia a Dios, acompañada y sostenida por su gracia.

La fe en Dios, por otra parte, para que no se atrofie, exige formas religiosas concretas para reconocer su presencia, invocar su nombre, alabar su grandeza y adorar su misterio. No es el momento de describir «la práctica religiosa». Sólo diremos que ésta siempre exige una cierta «ruptura de nivel» o distanciamiento de otras actividades en las que el ser humano busca utilidad, posesión, provecho o rendimiento. En la religión se busca encuentro con Dios. Por eso, el «corazón de la religión» es la oración. Y, junto a ella, la celebración.

Por último, no hemos de olvidar que la fe implica siempre un contenido. No es posible creer en Dios sin creer en lo que Dios nos revela. Por eso, el creyente va configurando su adhesión a Dios, su concepción del hombre y de la historia, y su visión del mundo a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo.

V

¿CÓMO REAVIVAR LA FE EN DIOS?

50. También hoy Dios habita el corazón del ser humano. De forma callada pero real, él está en cada uno de nosotros. Sin embargo, son tantos los prejuicios y obstáculos de orden cultural, religioso y personal, que a muchos se les hace difícil creer en él. ¿Es posible reavivar la fe y recomponer la experiencia cristiana de Dios en circunstancias al parecer tan desfavorables? El clima social y el estilo generalizado de vida condicionan tanto que, aunque bastantes sienten vacío, sinsentido y un malestar grande de fondo, esa experiencia no se convierte en llamada para iniciar la búsqueda de Dios. En algunos, incluso, Dios sigue suscitando tanto resentimiento y malos recuerdos que, cuando se plantean «algo nuevo» en su vida, su insatisfacción los lleva más a huir de Dios que a buscarlo; mejor olvidar ya la religión y buscar más bienestar en otra parte. Ésta es la pregunta que nos hacemos: ¿cuáles son los caminos que nos pueden llevar hoy hacia Dios? La actual crisis religiosa que parece ocultar a Dios, ¿no puede convertirse en llamada para buscar su rostro? ¿Dónde y cómo encontrar hoy signos e indicios de su presencia entre nosotros?, ¿cómo creer en él?

El presentimiento de Dios

51. El primer camino para encontrar a Dios somos nosotros mismos y nuestra experiencia de la vida. El hombre no es sólo un problema a descifrar científicamente. Es un misterio al que buscamos una respuesta. Siempre en busca de seguridad, y siempre desamparado. Nacido para vivir, y abocado a la muerte. Capaz de las mayores grandezas, y también de las mayores miserias y mediocridad. Buscando la verdad, y errando constantemente. Anhelando libertad, y con miedo para disponer de ella. Capaz de dominar el mundo, y sin acertar a ser dueño de sí mismo. Hecho para amar, y empequeñecido por el egoísmo. ¿No estamos los hombres, aun sin saberlo, buscando a Dios y anhelando su salvación? ¿No es él el único que puede responder a nuestros interrogantes y anhelos más profundos? ¿El único capaz de iluminar nuestra verdad última?

El hombre es también tarea. Un ser en busca de liberación, que no logra orientar su historia hacia aquello que lo puede hacer más humano. Al hombre contemporáneo le resulta cautivador atribuirse a sí mismo el protagonismo total y exclusivo de construir la historia y alcanzar su salvación. Pero ¿no es esto atribuirle un poder excesivo, que desborda sus posibilidades y puede llevarlo a una mayor alienación? ¿Puede el ser humano alcanzar con solas sus fuerzas la libertad que busca? ¿No ha de abrirse más bien a una Libertad más plena que puede acoger como don? El hombre está clamando por un destino absoluto. Desde el fondo de su ser anhela una plenitud total que siempre queda malograda en su existencia concreta. ¿No está pidiendo toda la historia humana desembocar en una Plenitud infinita? ¿Hemos de aceptar como lo más humano y normal una existencia que no sea sino fluir desde la nada hacia la nada? ¿No será más bien nuestra existencia un fluir desde Dios hacia Dios? Lo decíamos ya en otra ocasión. «Suprimiendo a Dios ¿no queda el hombre reducido a una pregunta sin respuesta, un proyecto imposible, un esbozo inacabado que se desvanece en la nada? Al final de todos los caminos, en el fondo de todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros interrogantes más hondos, ¿no está Dios como único posible Salvador del hombre?11

52. También nuestra experiencia de la realidad que nos rodea es camino hacia Dios. En la actualidad, los seres humanos vivimos dentro de un mundo hecho en gran parte por nosotros mismos. Por eso mismo nos cuesta trabajo sentir nuestro arraigo en Dios. Pero si nos asomamos a la gran naturaleza, a la vida universal, al origen de la creación, del orden, de la belleza, del deseo infinito de la vida y felicidad que nos anima, percibimos que en el origen de todo hay un misterio de Ser, de Vida, de Belleza y de Amor que es el origen de todo, que sostiene todo lo que existe y cuya comunicación es la única fuente de vida que tenemos delante de nosotros. Este descubrimiento inicial de Dios está al alcance de todos y, de una manera confusa, lo llevamos todos en el origen de nuestra vida intelectual y moral.

Jesucristo, camino que lleva al Padre

Para los cristianos, el camino decisivo que lleva a Dios es Jesucristo. En él se nos revela ese Dios presentido en la conciencia del ser humano. Estamos convencidos de que para muchos que viven hoy su fe de forma débil y vacilante, o han abandonado la práctica religiosa, conocer mejor a Jesús, escuchar sin prejuicios su mensaje, dejarse ganar por su espíritu, sintonizar con su estilo de vida, puede ser el camino más seguro para encontrarse con Dios. Nadie se acerca al Padre, sino por él (Jn 14, 6).

- Jesucristo,«camino,verdad y vida»

53. En Jesucristo encontramos ante todo un acontecimiento capaz de interpelar de raíz nuestra existencia: el Hijo amado de Dios compartiendo nuestra condición humana hasta la muerte. «En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: en que Dios ha enviado al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). Por eso, en Jesucristo encontramos nosotros el camino para acercamos al Misterio de Dios. «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). La persona de Jesús, sus gestos, su actuación, su mensaje, su vivir, su morir y resucitar, nos sitúan ante la presencia misteriosa del Dios vivo, encarnado y manifestado en él, «Quien ve a Jesús ve al Padre» (Jn 14, 9).

Jesús nos enseña cómo se puede vivir en toda su hondura esta existencia frágil y caduca desde Dios y para Dios, como hijos de un Padre que sólo busca nuestra dicha y nuestra salvación. En él se nos ofrece la verdad de Dios, se nos comunica su vida y se nos revela el camino que lleva hasta él. Para acoger plenamente a Dios es necesario seguir a Jesús, vivir su experiencia, practicar su vida, dejarnos animar por su Espíritu. Sólo quien vive como Jesús acoge al Dios de la vida. Sólo quien ama como él, se abre al Dios del amor. Sólo quien vive la fraternidad y se acerca a los abandonados, obedece al «Padre de los pobres».

Quienes hoy se distancian de la Iglesia porque se encuentran incómodos dentro de ella o porque discrepan de sus actuaciones o directrices concretas, quienes han abandonado la práctica religiosa porque ha perdido para ellos todo interés vital, no deberían, por ello, abandonar a Jesucristo. Cuando se pierden otros puntos de referencia, puede ser decisivo no perder contacto con él. Dichoso el que no se sienta defraudado por él (Mt 11, 6).

- El rostro verdadero de Dios

54. La imagen de Dios llega hasta cada uno de nosotros configurada por una determinada tradición, educación y ambiente religioso, a veces con destellos luminosos, otras con ambigüedades peligrosas. ¿Cómo liberar esa imagen de Dios de falsas adherencias? ¿Cómo dar un contenido más verdadero a ese nombre de «Dios» que hemos escuchado desde niños? ¿Cómo llenarlo de vida, cuando lo hemos vaciado con nuestra fe superficial y nuestra mediocridad?

Lo primero es dejarle a Dios ser Dios. No empequeñecerlo con nuestras ideas y cálculos. Dejar que sea más grande y más humano que lo más grande y humano que hay en nosotros. No representámoslo a partir de nuestra mediocridad y resentimientos. Buscar su verdadero rostro siguiendo a Jesús. Muchos hombres y mujeres, cuya visión religiosa está impregnada de sospecha y desconfianza y para quienes Dios es un ser amenazador y oscuro, y la religión un mundo complicado y triste, descubrirían en Jesucristo y en su Evangelio la Buena Noticia de un Dios Padre, Amigo y Salvador del hombre. Hace unos años os escribíamos una Carta Pastoral titulada: «Creer hoy en el Dios de Jesucristo». En ella os hablábamos del Dios que se nos revela en Jesucristo: un Dios que sólo busca la salvación del ser humano; un Dios amigo de la vida; cercano a las necesidades más hondas del hombre; respetuoso de la libertad humana; un Dios Padre de todos los hombres y de todos los pueblos; un Dios de los pobres y abandonados; un Dios que quiere introducir en la historia su reinado de justicia, fraternidad y paz; un Dios crucificado por nuestra salvación; un Dios resucitador; un Dios misterio insondable de amor trinitario, en quien podemos poner nuestra última esperanzas 12.

- Llamados a creer

55. Jesucristo es una llamada a la conversión. Todo su mensaje puede resumirse en estas palabras: «El tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed la Buena Noticia» (Mc 1, 15). Algo nuevo se ha puesto en marcha. Dios está cerca. Su reinado de justicia, de libertad, de amor y fraternidad comienza a abrirse camino entre los hombres. Lo que se nos pide es creer esta Buena Noticia. Reaccionar. Acoger a Dios. Creer desde el fondo de nuestro ser que todos somos hijos de un Padre y que nuestra felicidad y último destino es vivir como hermanos.

Es mucho más que arrepentirnos de algún pecado concreto y corregirlo. Se nos invita a pasar de la increencia a la fe, de la indiferencia a la decisión, de la soledad a la amistad con Dios, del individualismo egoísta al amor fraterno, de la desesperanza a la confianza en Dios nuestro Salvador.

Esta conversión no es algo forzado. Es la transformación que se va dando en nosotros en la medida en que aceptamos a Dios como alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. En esta conversión, lo primero no es intentar, ante todo, «ser mejor», sino abrirse a ese Dios que nos quiere a todos mejores y más humanos. Por eso, la conversión a Dios no es algo triste que coarta y estrecha nuestra vida. No es «dejar de vivir», sino comenzar a intuir todo lo que significa vivir más humanamente. Descubrir cómo y hacia dónde vivir; tenemos un Padre en quien confiar. Ciertamente podemos desechar esta llamada. Pero habremos equivocado el sentido último de nuestro ser.

Actitud de búsqueda

56. Dios siempre nos está buscando. Busca al que está lejos y al que está junto a él. Pero sólo se deja encontrar por quien, sostenido por su gracia, lo busca de todo corazón. Sólo «habita» allí donde se le deja entrar. De ahí la promesa de Jesús: «Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque... el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (/Mt/07/07-08).

Para muchos Dios está hoy como tapado. Encubierto por toda clase de prejuicios, dudas e incertidumbres. Para encontrarse con él no bastan los discursos prefabricados de siempre; a muchos apenas les dice ya algo el lenguaje eclesiástico. Por otra parte, la propia vida, mediocre y superficial, puede ser el mayor obstáculo. Lo primero es adoptar una postura de búsqueda. Dios dirige y sostiene esa búsqueda. Él es «lámpara para tus pasos y luz en tu sendero» (Sal 119, 105). Más aún. Aunque desoigas todas sus llamadas y tu fe se siga apagando, Dios no te abandonará.

- Búsqueda personal

57. Para caminar hacia Dios es necesaria la experiencia personal. De lo contrario, la persona siempre habla «de oídas», oye sin comprender, y termina dudando de todo. No sirven las discusiones teóricas ni los argumentos de otros. Cada uno ha de hacer su propio recorrido y vivir su propia experiencia.

No basta criticar lo que uno descubre de falso e incoherente en la forma concreta de vivir la religión. No es suficiente destruir imágenes falsas e infantiles de Dios. Es necesario buscar personalmente su verdadero rostro, abrirnos confiadamente a su presencia. Sólo entonces comienza a intuirse el camino: nos veíamos en un laberinto oscuro y complicado, y el Misterio de Dios es puro y simple; lo imaginábamos habitando un mundo extraño y lejano, y es un Dios cercano; queríamos comprobar su existencia con argumentos, y no sabíamos saborear su amistad. Cuando durante años se ha vivido la fe como un deber o como un estorbo para disfrutar, sólo esta experiencia personal nos puede desbloquear: poder comprobar, aunque sólo sea de forma germinal y humilde, que la fe hace bien, que es bueno creer, que Dios puede realmente ser para mí el mejor estímulo y la fuerza más vigorosa para vivir de manera acertada y esperanzada. El ser humano termina siempre creyendo en aquello que le hace vivir en plenitud.

- Deseo de Dios

58. Quien busca sinceramente a Dios se ve envuelto, más de una vez, por la oscuridad, la duda o la inseguridad. Pero si sigue buscando es porque hay en él un deseo de Dios y un deseo de creer que no quedan destruidos por la duda, el cansancio o el propio pecado. Por eso, el gran obstáculo para la búsqueda de Dios es la indiferencia, el cerrar los oídos a toda llamada que nos invita a buscar la verdad última de nuestra vida. el temor a la búsqueda sincera y noble.

Hay búsqueda de Dios donde hay deseo. Ese deseo de Dios puede transformar cada duda, cada oscuridad o cada interrogante en punto de partida para una búsqueda más profunda, en estímulo para abrirse con más fe al Misterio. Lo más auténtico que puede hacer el ser humano ante Dios es buscar. No cerrar ninguna puerta, no desechar ninguna llamada. Seguir buscando, tal vez con el último resto de sus fuerzas y de su fe; tal vez desde la mediocridad o el desaliento. Con frecuencia lo único que el hombre puede ofrecer a Dios es su deseo.

Nuestra fe crece no cuando hablamos de Dios o discutimos «sobre religión», sino cuando crece nuestro deseo de abrimos a él. Este deseo de Dios se hace siempre oración: «Señor, que vea» (Mc 10, 51). Dios no se esconde de quien lo busca así. Dios está en el interior mismo de esa búsqueda.

- Desde la debilidad y la duda

59. Si somos sinceros, todos hemos de confesar que casi siempre hay una distancia grande entre el creyente que profesamos ser y el creyente que somos en realidad. Nuestra fe está muchas veces contagiada de rutina e indiferencia o debilitada por la duda y la vacilación. No hemos de desesperar. Podemos seguir buscando a Dios aunque sea «a tientas» (Hch 17, 27). Dios es más grande que nuestra debilidad o nuestra duda. No hay que esperar a que nuestras dudas queden resueltas, o a que nuestra debilidad quede fortalecida, para vivir en verdad ante Dios. Hemos de aceptar humildemente «la compañía» de la oscuridad, y la debilidad de nuestro corazón. Aunque el deseo de creer no pueda traducirse inmediatamente en realidad, Dios conoce el «corazón sincero» y sigue actuando. Recordemos las palabras de Jesús: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37).

Atención a lo interior

Para encontrarse con Dios es necesario descender al fondo de uno mismo y saber exponerse al misterio que se encierra dentro de nosotros. Quien no encuentra a Dios en su interior, no lo encontrará en lugar alguno. Si, por el contrario, percibe ahí su presencia, lo podrá presentir en medio de la vida. Configurados por una cultura que nos arrastra siempre hacia lo exterior, hemos de desarrollar más nuestra «capacidad de interioridad», es decir, la capacidad de interpretar y vivir la propia vida desde dentro.

- El encuentro con uno mismo

60. Vivir «desde dentro» no significa vivir replegado sobre uno mismo y cerrado a la vida, sino hallar el «espacio» donde la persona puede encontrarse con Dios y desde donde puede comenzar a vivir su existencia entera con un sentido, una fundamentación y un horizonte último. Para ello es necesario aprender a detenerse, hacer silencio y crear ese clima de recogimiento personal indispensable para reconstruir nuestro interior. Lo primero es encontrarnos con nosotros mismos. Quien no se encuentra consigo mismo y con su propio misterio difícilmente se encontrará con Dios. Este encuentro con uno mismo sólo es posible cuando la persona se atreve a poner en orden su confusión interior, haciéndose las preguntas fundamentales de todo ser humano: «¿Qué busco yo en la vida?, ¿por qué me afano?, ¿qué me espera?, ¿dónde pongo yo mi felicidad última?» Estas preguntas se nos pueden hacer insoportables. Es fácil experimentar sensación de vacío, mediocridad, fracaso o desesperanza. Pueden, además, aparecer ante nosotros actuaciones que están arruinando nuestra vida. No es esto lo que hubiéramos querido. En el fondo, deseamos algo mejor, más consistente, más gozoso. ¿Qué hacer? Nos da miedo ir hasta el final y tomar más en serio nuestra existencia.

No hemos de olvidar que también ahora Dios está junto a nosotros en ese silencio. Por eso, incluso cuando, al bajar a su interioridad, la persona sólo encuentra soledad profunda y vacío, «algo sucede» en ella. Experimentar la propia fragilidad, la incapacidad de conocer y dominar nuestro destino, o el misterio que por todas partes penetra nuestra existencia, puede abrirnos más a la trascendencia, aunque de momento no sepamos darle un nombre concreto.

- Acoger el misterio personal de Dios

61. El hombre contemporáneo está olvidando el misterio. Occidente ha desarrollado de manera extraordinaria la razón técnica, pero está perdiendo sabiduría para captar el misterio. Sin embargo, el misterio nos acompaña. En la vida no sólo hay «enigmas» y «problemas». La vida nos remite a un misterio último. El hombre puede conocer y dominar científicamente la realidad. Pero no puede conocer y dominar ni su origen ni su destino último. No se reduce todo a razón. Lo más razonable sería movemos humildemente en el horizonte de ese misterio último.

Ante el misterio último de la realidad son posibles diversas posturas. El misterio puede llevar al ateísmo. Dios no es evidente. Al no poder comprobar su existencia como se comprueban otros fenómenos de nuestro mundo, la persona puede concluir que no hay Dios. Estamos solos. La realidad termina donde termina nuestra capacidad de entender y verificar. No hay más.

El misterio puede llevar, por el contrario, a una postura religiosa de abandono, pero sin apertura a un Dios personal. Es la experiencia de las religiones orientales. El individuo se sumerge en el misterio buscando la profundidad de su ser, pero no invoca a un Dios personal. Sencillamente se abandona al misterio. No es Dios el que salva. Es el individuo el que se redime a sí mismo abandonándose a lo insondable del ser. Pero el misterio puede también despertar en el corazón humano la invocación a un Dios personal. Es la postura cristiana. Diferentes religiones dicen: «El misterio del mundo se llama Dios». Jesús concreta: «El misterio de Dios es Amor». Lo profundo de la realidad no es «algo», es amor de un Dios Padre. Por eso, el cristiano no sólo se abandona al misterio. Se confía a un Padre. Se sabe acogido y amado por un Dios para quien no sabemos encontrar un nombre mejor: «Padre». En el misterio último de la realidad el cristiano vislumbra el amor de un Padre y a él invoca: «En ti, mi Dios, confío, no quede yo defraudado» (Sal 24, 2).

Caminar en la verdad

En el fondo, todos intuimos que lo más acertado ante el misterio de Dios es vivir en la verdad. Por eso, también hoy lo decisivo en medio de la crisis religiosa es «ser de la verdad» (Jn 18, 37) y «hacer la verdad» (Jn 3, 21).

- Sinceros con Dios

62. La verdad de Dios no está en una fórmula o en un dogma. No se encuentra en los libros ni en los credos. En realidad, no se trata de esforzarnos por «poseer» la verdad de Dios, sino de dejar que su verdad se adueñe de nosotros y nos vaya transformando. Esto sólo es posible cuando nos acercamos a Dios con corazón limpio. Para ello, hemos de cultivar una sana sospecha ante nuestros autoengaños y justificaciones. No es bueno vivir de falsas consignas: «Todo da igual», «lo importante es sentirse bien», «no se puede saber nada». Hemos de reconocer nuestras incoherencias y contradicciones, y, sobre todo, hemos de ponemos ante Dios. Él y yo a solas, allí donde ningún otro puede penetrar. Dejando a un lado toda máscara. ¿Cómo íbamos a ir disfrazados a su encuentro? Así dice san Agustín: «Puedes mentir a Dios, pero no puedes engañarle. Por tanto, cuando tratas de mentirle, te engañas a ti mismo.»

En el núcleo de toda fe auténtica hay siempre «verdad humilde». No se puede experimentar la cercanía de Dios si no es con humildad. Una bella oración litúrgico de la Iglesia expresa bien este sentimiento: «Señor, ten misericordia de nosotros, que no podemos vivir sin ti, ni vivir contigo». Esta es la verdad. No podemos vivir sin Dios y no acertamos a vivir con él.

- Reconocer el pecado

63. No es fácil salir de la mentira cuando se llevan años viviendo una relación superficial con uno mismo y con Dios. Pero Dios nos sigue buscando, tal vez bajo forma de «insatisfacción». Algo nos impide descansar satisfechos. Más aún. Siempre hay momentos de gracia en que una luz interior nos ilumina con claridad ineludible y nos revela que en nuestra vida falta bondad, belleza, amor. Esta conciencia de pecado es saludable. Nos significa. Por otra parte, no todo es ruín en nosotros. Siempre hay rendijas abiertas a lo bueno, a lo bello, a lo humano. Por esas rendijas se nos acerca Dios.

Lo que detiene a más de uno ante él es la conciencia de pecado. ¿Cómo acercarse a Dios conociendo la propia mediocridad y miseria? A veces imaginamos a Dios tan pequeño como somos nosotros. Alguien que sólo ama a quienes lo aman, que permanece indiferente ante quienes viven en la indiferencia, que abandona a quienes lo abandonan. Es un error. Dios sigue siendo amor insondable e infinito. Sólo amor. En el interior mismo de nuestro pecado, Dios nos sigue buscando, llamando, amando. Así se revela en Jesús: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17). Esto no significa que el pecado sea algo banal y sin consecuencias en nuestra vida. Dios no se aleja. Su amor perdonador está siempre ahí. Pero nuestro pecado nos encierra en nosotros y nos impide abrirnos a su gracia. El encuentro con Dios se da en el arrepentimiento sincero y humilde: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador» (/Lc/18/13).

- La experiencia del perdón

64. La fe sólo crece en la experiencia del perdón. Para no pocas personas que se han ido alejando de Dios, es ésta la experiencia que puede restituirlos de nuevo a su ser de creyentes. Por una parte, la decisión sincera: «Volveré a mi Padre» (Lc 15, 18). Por otra, la escucha gozosa del perdón: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Me 2, 5). Esta experiencia puede encontrar su expresión más honda en el sacramento de la reconciliación, recuperado en su forma más auténtica.

El creyente, como todo ser humano, vive de la gracia, no de sus méritos. Su fe se alimenta y se renueva en el perdón de Dios. Por eso, no es la autosuficiencia lo que lo caracteriza sino la invocación: «Ten misericordia de mí, oh Dios, según tu bondad. Lávame a fondo de mi culpa, limpia mi pecado. Crea en mí un corazón limpio. Renuévame por dentro. Devuélveme la alegría de tu salvación» (Sal 50).

Del miedo a la confianza La fe, como hemos venido insistiendo, descansa en un «sí» confiado a Dios. Creer es confiar radicalmente en la vida y en Aquel que la fundamenta y la sostiene. ¿Cómo recuperar esta confianza cuando se va debilitando o apagando en nosotros?

- Confiar en Dios

65. Ante la vida hay una primera postura posible. Se llama resignación y consiste en contentamos con lo que vivimos aceptando la finitud. Naturalmente, para ello tenemos que acallar cualquier rumor de trascendencia y desoir toda llamada que provenga del Misterio. Hay otra actitud posible. Es la desesperación. Querer «salvar» mi vida con mis propias fuerzas, y comprobar, una y otra vez, que no puedo darme todo lo que anhela mi ser. Hay otra actitud. La confianza absoluta. No desesperar. Abrirnos a lo más hondo del Misterio. Acoger a Dios como Salvador.

Esta actitud no es algo espontáneo. Confiarse a Dios es una decisión radical e incondicional que no brota en nosotros de cualquier manera, a partir de pruebas y argumentos. Cuando la persona se confía a Dios está superando todo lo que esas razones y pruebas le pueden aportar. Cuando la cosa es sencilla es fácil la seguridad: dos y dos siempre son cuatro. Cuanto más profundo es el misterio tanto más nos hemos de abrir a él, prepararnos interiormente, desasirnos de nosotros mismos, acoger con todo el corazón, escuchar toda llamada por humilde que parezca.

Esta escucha es indispensable. Aunque, con frecuencia, hablamos de «encuentro» con Dios, esta imagen supera en mucho la experiencia habitual de la fe; hay, incluso, creyentes que se desalientan al no poder identificar con esa palabra lo que ellos viven. La Biblia habla, más bien, de «escuchar» a Dios. La escucha sugiere mejor la invitación, la búsqueda atenta, la apertura confiada del corazón. La confianza en Dios se despierta cuando sabemos «escuchar».

- Del miedo al amor

66. Pero lo que impide a no pocos esa confianza en Dios es el miedo. Lo hemos dicho ya. Dios se les presenta, sobre todo, como un ser amenazador, temible y peligroso. Este miedo no es el temor al Dios santo, del que habla la Biblia. Es un miedo infundado que desfigura el amor de Dios y genera una religión en la que lo importante es mantenerse puros ante él, no transgredir sus mandatos, expiar las culpas y protegerse así de su posible reacción. Lamentablemente, ésta es, en parte, la religión que han conocido no pocos.

Bien diferente es la experiencia de quienes descubren en Jesucristo el rostro verdadero de un Dios Padre, misterio de amor fascinante, el único que quiere y busca el bien y la felicidad total del ser humano. La fe en este amor gratuito de Dios suscita una religión donde lo primero es alabar a Dios, dar gracias, cantar su bondad. Dios no es una amenaza. Es un alivio y un consuelo saber que está ahí, siempre de nuestra parte, siempre buscando nuestro bien, siempre poniendo en nosotros fuerza y alegría para vivir. La primera conversión que necesitan hoy muchos creyentes es este paso de un falso miedo a Dios a la confianza en su amor gratuito. Hemos de escuchar con más fe ese mandato de Jesús, cargado de misterio y de promesa: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Sólo descubriendo a este Dios amigo se despertará la fe de muchos. Así dice san Agustín: «Vivir cerca o lejos de Dios no es una cuestión de espacio, sino de afecto. ¿Amas a Dios? Estás cerca de él. ¿Lo has olvidado? Estás lejos de él.»

Esta fe no conduce al laxismo o a la permisividad. Al contrario, sólo quien se sabe amado así por Dios, es capaz de asumir la exigencia radical de la fe. Sólo quien saborea la amistad de Dios se convierte de corazón. Sólo quien «encuentra» el tesoro escondido «vende todo lo que tiene» para adquirirlo» (Mt 13, 44).

- Vivir dando gracias

67. La gratitud es un sentimiento profundamente arraigado en el ser humano, la actitud más noble ante el regalo de la vida y uno de los rasgos más característicos de toda fe auténtica en Dios. La fe crece en nosotros cuando crece nuestra capacidad de agradecer a Dios. De los diez leprosos curados por Jesús sólo el que vuelve «glorificando a Dios», escucha estas palabras: «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Quien no es capaz de alabar y agradecer a Dios vive todavía una fe apagada. Para agradecer, lo primero es captar lo bueno, lo positivo y hermoso que hay en la vida, en la mía y en la de los demás, a pesar de los sufrimientos, injusticias y contradicciones del ser humano. Es necesario, además, percibirlo como don proveniente de Dios, fuente y origen de todo bien. El agradecimiento pide reaccionar expresando nuestra alegría y alabanza a Dios por su grandeza y su amor. A todos, creyentes o indiferentes, de fe firme o vacilante, os decimos con palabras de San Pablo: «En todo, dad gracias a Dios, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros» (1 Ts 5, 18).

¿Dónde encontrar a Dios?

Ésta es la pregunta de no pocos. En realidad hay muchos caminos para abrirse a Dios. Tantos como personas. Cada vida puede ser un camino hacia ese Dios amigo que está en el fondo de todo ser humano. Hace unos años os sugeríamos algunas pistas para buscarlo en el corazón humano, en la naturaleza, en los acontecimientos de la vida, en el sufrimiento o en el gozo. Ahora queremos ahondar más en algunas experiencias.13

- En la fuente de la vida

68. A Dios hay que buscarlo siempre en la fuente de la vida. Ésa es la dirección acertada. A través de los diferentes acontecimientos, experiencias o encuentros con personas, hemos de andar hacia la fuente. Dios está ahí. Cuando el ser humano trabaja y lucha, cuando ama, goza o sufre, cuando vive y cuando muere, no lo hace solo, sino acompañado y sostenido por la presencia de Dios. Nosotros podemos estar atentos o no prestarle atención alguna, podemos acogerlo o rechazarlo, pero el Espíritu de Dios está ahí, siempre como «dador de vida».

Lo importante es no pasar superficialmente junto a lo esencial. Escuchar. Estar atentos a todo lo que es origen, crecimiento y despliegue de vida más humana y liberada. Dios está ahí: en ese deseo de vivir de forma más honesta y generosa; en el esfuerzo por una convivencia más justa y pacífica; en la comunicación más respetuosa y cercana a los demás-, en la búsqueda de mayor transparencia interior; en la defensa firme de la dignidad de toda persona humana; en la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amado; en el acercamiento servicial y solidario al necesitado que sufre; en la capacidad de renovarse y vivir con esperanza a pesar del desgaste, el pecado y las contradicciones de la vida.

En la experiencia del vivir diario

69. No hace falta añorar experiencias extraordinarias. Con ojos limpios y sencillos, a Dios se le puede intuir en experiencias normales de la vida cotidiana: en nuestras tristezas inexplicables, en el deseo insaciable de felicidad, en nuestro amor frágil e inconstante, en las añoranzas y anhelos, en las preguntas más hondas, en el mal sabor del pecado oculto, en nuestras decisiones más responsables, en la búsqueda sincera. Hemos de recuperar aquella verdad del viejo catecismo: «Dios está en todas partes.» Está, sin duda, en las mil experiencias positivas de la vida: en el hijo que nace, en la fiesta compartida, en el trabajo bien hecho, en el acercamiento íntimo de la pareja, en el paseo que relaja, en el encuentro amistoso que renueva, en el disfrute de la música. ¿Por qué no elevar el corazón a Dios y dar gracias?

Pero está también en las experiencias más dolorosas y duras. A veces podemos captar su cercanía en nuestra propia soledad. En el fondo, todos estamos solos ante la existencia. Esa soledad última sólo puede ser visitada por Dios. Si penetramos hasta el fondo en nuestro desamparo, tal vez escuchemos la invitación a reconocer la presencia del Amigo fiel que acompaña siempre. ¿Por qué no abrirnos a él? Otras veces podemos encontrar a Dios en nuestra mediocridad. Van pasando los años, y siempre la misma pobreza. Cambian las cosas pero nosotros no cambiamos. Y llega el desgaste, el envejecimiento interior y el cansancio. Siempre esa dificultad para creer y esa resistencia a amar. Siempre el mismo pecado. Dios está también ahí. Su presencia es respeto, amor y comprensión. ¿Por qué no invocarle?

Podemos también intuirlo a través de nuestras dudas y confusión. Cuando todo parece tambalearse y no acertamos ya a creer en nada ni en nadie, queda Dios. Cuando nadie puede ayudar, cuando parece que no hay salida y todo es inútil, Dios está ahí. No pienses si eres creyente o no. Dios entiende, ama y lo conduce todo hacia el bien. ¿Por qué no confiar en él? Paradójicamente también en el sufrimiento puede el corazón humano orientarse hacia Dios. El mal físico o moral nos desgarra. No hemos nacido para sufrir. La muerte de un ser querido, el anuncio de una enfermedad incurable, la frustración de un amor, el fracaso de una empresa importante... son acontecimientos que pueden despertar la desesperación, pero son también experiencias que nos ponen en contacto con nuestra caducidad en toda su desnudez y nos invitan a una respuesta más radical. También entre lágrimas se puede escuchar la presencia de Dios: No temas. Yo estoy contigo. Soy tu Dios y tu Salvador. Eres precioso a mis ojos, y yo te amo (Is 43). ¿Por qué no quejarnos ante él?, ¿por qué no buscar su salvación?

- Experiencias de especial «densidad»

70. Dentro del vivir diario, pueden darse momentos en los que la invitación a advertir la presencia de Dios puede ser más perceptible. La vida misma, vivida con suficiente hondura, ofrece experiencias que, por su densidad, nos pueden remitir más allá de nosotros mismos.

Algo de esto puede suceder cuando, en medio de trabajos y penas, perseveramos en una vida digna desde una fuerza cuyo origen no acertamos a abarcar; cuando hemos perdonado sin que ese perdón callado haya sido valorado por nadie; cuando nos hemos sacrificado por alguien sin que nuestro gesto haya merecido reconocimiento alguno, e, incluso, sin sentir satisfacción interior; cuando nos hemos arriesgado en una decisión noble siguiendo exclusivamente la voz de la conciencia, sin poder dar más explicaciones a nadie; cuando hemos hecho algo por «puro amor» aunque nuestro gesto pudiera parecer absurdo o ingenuo; cuando sufrimos el mal sin desesperar, apoyados en «algo» que se nos escapa; cuando oramos en medio de las tinieblas y «sabemos» que estamos siendo escuchados aunque no podemos mostrar ninguna prueba que lo verifique.

- La experiencia del amor

71. No hemos de olvidar que Dios es Amor. Por ello, el amor o la amistad verdadera pueden ser la mejor experiencia para vislumbrar a Dios. Creados a imagen de ese Dios Amor, la experiencia amorosa puede ser punto de partida, siempre imperfecto pero auténtico, para elevar el corazón hacia el verdadero Dios. En la medida en que dos seres se aman sinceramente, purificando su amor de egoísmos y posesividad, podrán captar en su intercambio amoroso, de forma tenue pero real, el amor mismo de Dios. Si ahondan en su experiencia, tal vez perciban que en su amor hay «algo más» que lo que ellos se pueden comunicar; tal vez intuyan que es el Amor la fuente oculta y misteriosa de la que provenimos y a la que estamos llamados.

En el fondo de toda ternura compartida, en todo encuentro amistoso, en la solidaridad generosa, en el deseo último enraizado en la sexualidad humana, en el amor de los esposos, en el afecto entre padres e hijos, en la entraña de todo amor, ¿no está vibrando, de algún modo, el amor creador de Dios? Así dice san Juan: «A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos mutuamente, Dios está con nosotros y su amor está realizado entre nosotros; y esta prueba tenemos de que estamos con él y él con nosotros, que nos ha hecho participar de su Espíritu» (1 Jn 4, 12-13).

- El amor al que sufre necesidad

72. Pero Dios no es amor de cualquier manera. Es amor gratuito. Por eso, el mejor camino para acercarnos a él es abrirnos gratuitamente a la necesidad del hermano. Sería una equivocación quedarnos sólo en el amor que busca ser correspondido. Es necesario aprender a amar buscando desinteresadamente el bien del otro, trabajando por un mundo más justo y solidario, sirviendo al necesitado. Podemos decir que el lugar privilegiado para encontrar a Dios es el pobre, el necesitado, el que ha sido excluido del amor interesado de todos. Este amor real y gratuito al prójimo que no nos puede corresponder se convierte en el criterio decisivo y purificador de todo otro camino o experiencia. A Dios lo hemos de buscar no donde nosotros quisiéramos, sino donde mejor puede ser encontrado.

Queremos recordaros la conocida parábola de Jesús sobre el juicio final. Según el relato, son declarados «benditos del Padre» los que han hecho el bien a los necesitados: hambrientos, extranjeros, desnudos, encarcelados, enfermos; no han actuado así por razones religiosas, sino por compasión y amor al que ven sufrir. Los otros son declarados «malditos» no por su incredulidad o falta de religión, sino por su falta de corazón ante el sufrimiento ajeno (/Mt/25/31-46).

Dios, amor gratuito, encamado en Jesús, está, precisamente por ello, identificado con el pobre. Lo que se hace a uno de esos pequeños, se le hace a él. Por eso, lo que conduce hacia Dios es el amor al que sufre. Nunca la religión podrá suplir la falta de este amor. En estos momentos en que no pocos viven una fe vacilante y sin caminos claros hacia Dios, os queremos recordar a todos este mensaje esencial de Jesús: hay un camino que siempre conduce a él: el amor al necesitado. Éste es el camino universal, accesible a todos. Por él peregrinamos hacia el Dios verdadero creyentes y no creyentes.

Recuperar la oración La fe se debilita y apaga de muchas maneras, pero sólo se reaviva volviendo a la comunicación sincera con Dios. No es posible un encuentro más vivo con Dios sin recuperar la oración. ¿Qué podemos hacer?

- Las dificultades

73. «Orar, ¿para qué?» Es lo primero que brota de muchas personas. ¿Es que la oración me va a resolver los problemas? ¿Para qué hacer algo que no sirve para nada útil? Así pensamos cuando nos dejamos llevar por el pragmatismo de lo inmediato. Pero, «no sólo de pan vive el hombre» (Mt 4, 4); o ¿es que las personas ya no necesitan hoy paz interior, perdón, fuerza para renovarse, esperanza?

«¿Orar? No tengo tiempo.» Es la sensación de muchos. No hay tiempo para orar; vivimos totalmente ocupados. ¿Es realmente así? Decir «no tengo tiempo para orar», ¿no equivale, casi siempre, a decir: «Dios no me interesa»? Pero, si la persona no tiene nunca tiempo para «estar ante Dios», ¿cómo podrá vivir con hondura ante sí misma?, ¿dónde alimentará su fe?

«¿Orar? Yo no sé rezar. ¿Qué le puedo decir a Dios?» Muchos hablan así. No saben cómo comunicarse con Dios. Se les hace imposible. Las razones pueden ser diferentes. Pero casi siempre se esconde en el fondo una verdad: el temor a encontrarme a mí mismo a solas con Dios. Pero ¿es bueno vivir huyendo de Dios y de mi propia mediocridad?

Detrás de estas dificultades y otras semejantes, es fácil percibir la crisis religiosa de fondo: la sensación de un Dios irreal, la fe dormida o vacilante, la religión reducida al mínimo. De ahí la importancia de recuperar la oración confiada a Dios.

- ¿Por dónde empezar?

74. ¿Qué se puede hacer cuando uno lleva años sin rezar de verdad? Tal vez lo primero que se nos pide es decir interiormente un «sí» a Dios. «Yo quiero volver a Dios.» Este «sí» pequeño y humilde no cambia todavía nuestra vida, pero pone nuestro corazón a la búsqueda de Dios.

Podemos tener la experiencia de que también lo hemos intentado otras veces, y siempre hemos vuelto a la mediocridad. No hemos de apoyarnos en nuestras fuerzas. Esta vez hemos de confiar en Dios. «Enséñame tú a buscarte.» Lo importante es «buscar a Dios», más allá de los métodos, los libros y las fórmulas: «Dios mío, enséñame a conocerte. » Esta oración de búsqueda ha de estar envuelta en una confianza total en Dios. El me conoce y me mira con amor. No tiene sentido tratar de defenderme o de engañarle. Me acepta como soy. Puedo estar seguro de su amor insondable: «Soy tuyo, sálvame» (Sal 119, 94).

Ante Dios me tengo que presentar tal como soy de verdad. Con lo que vivo y siento en esos momentos. Con mis deseos y necesidades. Con mis miedos y mis dudas. Con mis alegrías y mis penas. Todo lo que es parte de nuestra vida puede ser ocasión de oración: un momento feliz, una desgracia, un problema, una necesidad. Así, la oración es a veces invocación; a veces, acción de gracias; otras, alabanza o petición de perdón. Para orar no es necesario decirle a Dios muchas cosas. Lo más importante es escuchar. Hacer silencio. Estar ante él. Disponemos a percibir su presencia amorosa. Por lo demás, bastan pocas palabras repetidas una y otra vez, despacio y con fe: «Dios mío, te necesito.» «Tú conoces mi debilidad.» «Enséñame a vivir.» «Tú sólo eres grande y bueno.» «Ten compasión de mí, que no soy capaz de cambiar.» «Te doy gracias porque nos amas.» «Tu fuerza me sostendrá siempre.» «Guíame por el camino recto.» «Despierta en mí la alegría de tu salvación.»

La oración de la mayoría

75. Cuando Jesús nos invita a «orar siempre sin desanimarse», pone el ejemplo de una mujer sencilla y en apuros, que insiste en su petición hasta lograr lo que necesita (Lc 18, 1-8). Así es la oración de muchos. Una oración sencilla y humilde, llena de distracciones, sin gran hondura ni pretensiones de contemplación: la oración de los que no saben profundizar en sí mismos. Un rezo hecho de fórmulas repetidas con sencillez. Es la oración de los momentos de angustia, cuando uno está desbordado por los problemas o cuando siente el miedo, la depresión o la soledad. La oración en la crisis matrimonial o en el conflicto doloroso con los hijos. La oración ante la sala de operaciones o junto al ser querido que se muere. Esta oración, a veces poco valorada, es la oración de la mayoría en todas las religiones. Para muchos, la forma concreta de confesar la propia finitud y de reconocer a Dios como único Salvador. Esta oración llega hasta el corazón de Dios que «entiende» al ser humano y «escucha» su necesidad de salvación.

- El «Padre nuestro»

76. Cuando los discípulos piden que les enseñe a rezar, Jesús les enseña el «Padre nuestro» como una oración que sus discípulos han de rezar de corazón cada día. Esta oración, desgastada por la rutina e incluso casi olvidada por quienes ya no rezan, es el mejor camino para aprender a orar.

«Padre nuestro»: Es el primer grito que brota del creyente cuando su corazón está habitado no por el miedo, sino por la confianza propia de un hijo. Un grito en plural. Dios es Padre «nuestro», de todos. Esta invocación nos enraiza en la fraternidad universal y nos hace más responsables ante todos los hermanos.

«Santificado sea tu Nombre»: No es una petición más. Es la primera. El alma de toda oración de Jesús, su aspiración suprema. Que el «Nombre» de Dios, es decir, su misterio insondable de amor y su fuerza salvadora, se manifiesten en toda su gloria y su poder. No es posible decir esto desde la indiferencia. Hay que abrirse a Dios.

«Venga tu Reino»: Que no reine en el mundo la violencia ni el odio destructor. Que reine Dios y su justicia. Que el Primer Mundo no oprima a los países marginados. Que el poderoso no abuse del débil. Que no domine el rico al pobre, ni el varón a la mujer. Que se abran caminos a la paz, al perdón y a la solidaridad. Esto se dice de corazón cuando uno se esfuerza día a día en «buscar el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).

«Hágase tu voluntad»: Que no encuentre tanto obstáculo y resistencia en nosotros. Que hombres y mujeres obedezcan a la llamada de Dios que, desde el fondo de la vida, los llama a su verdadera salvación. Que mi vida sea hoy mismo búsqueda sincera de esa voluntad de Dios.

«Danos el pan de cada día»: El pan y todo lo que necesitamos para vivir de manera digna. Y no sólo a los del Primer Mundo, sino a todos los pueblos de la Tierra. Todo esto dicho no desde el egoísmo acaparador, sino desde la voluntad de compartir más lo nuestro con los necesitados.

«Perdónanos»: El mundo necesita el perdón de Dios. Los seres humanos sólo podemos vivir pidiendo perdón y perdonando. Sólo quien renuncia a la venganza se abre al perdón de Dios.

«No nos dejes caer en la tentación»: No en las pequeñas tentaciones de cada día, sino en la permanente tentación de abandonar a Dios, olvidar el Evangelio de Jesucristo y seguir un camino equivocado.

«Y líbranos del mal»: Dios está con nosotros frente a todo mal- Es nuestro Salvador. Este grito de auxilio dirigido a él queda resonando en nuestra vida.

Alimentar la fe

La fe no puede arraigar ni consolidarse si no es alimentada. Para crecer en una fe viva y perseverar en ella es necesario cuidarla.

- La comunidad eclesial

77. Siendo una decisión absolutamente personal, la fe se vive en comunidad. En el camino de la fe no se avanza hacia la salvación en solitario. La búsqueda de Dios lleva a la búsqueda de la comunidad de los que creen. La adhesión a Dios invita a la adhesión a la Iglesia. No se trata sólo de buscar la «ayuda del grupo» con el fin de animarse mutuamente en la fe y sostenerse en la vida cristiana. Se trata de algo más profundo y real: encontrar el espacio de salvación en el que el Dios revelado en Jesucristo manifiesta de forma más explícita y operante sus designios de salvar a la humanidad. «No hay más que un sólo Cuerpo y un sólo Espíritu... un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre» (Ef 4, 4-6).

Comprendemos a quienes dicen: «Cristo sí; Iglesia no.» Esta expresión revela probablemente prejuicios y sospechas en quien la pronuncia, y pecado y antitestimonio en la Iglesia que él conoce. Por nuestra parte, hemos de reconocer que la Iglesia lleva sobre sí el pecado de quienes pertenecemos a ella y la manchamos con nuestra mediocridad e infidelidad. Este pecado toma también cuerpo en las instituciones, la mentalidad y las costumbres eclesiales. No queremos minimizarlo con un recurso fácil a la fragilidad humana.

Sin embargo, dentro de esta Iglesia necesitada siempre de conversión, Dios sigue actuando. Esto es lo más importante que encontraréis en ella: una comunidad donde después de veinte siglos se sigue escuchando «la Buena Noticia de Dios» proclamada por Jesús; un credo que recoge la fe cristiana desde su origen; una tradición en que se transmite con fidelidad su contenido esencial; unos sacramentos donde podréis vivir de forma más consciente y eficaz el encuentro con Dios y la acogida de su gracia. La Iglesia de Jesucristo no es una institución que transmite una simple tradición religiosa. Habitada por el Espíritu de su Señor, ella es testigo que atrae a los hombres y mujeres a la fe, comunidad que los dispone para el Bautismo y los incorpora a Cristo para que crezcan hasta la plenitud por el amor.

Cada uno ha de decidir su camino y ver si quiere caminar en solitario o entrar en la comunidad eclesial, conocerla mejor, trabajar por purificarla, y hacer de ella signo más claro de Jesucristo. ¿Podrá la fe vacilante de muchos reavivarse si no encuentra una comunidad donde poder compartirla? 14

- La Eucaristía dominical

78. Estamos convencidos de que la Eucaristía dominical puede ser para muchos la mejor experiencia para alimentar hoy su fe. Por eso queremos escuchar los motivos que llevan a tantos a su abandono. Antes que nada hemos de recoger la verdad que encierran bastantes quejas: Iglesia poco acogedora, celebraciones mal preparadas, actuación poco cuidada del celebrante, homilías pesadas, clima poco religioso. Es un descontento real que hemos de escuchar quienes podemos y debemos mejorar la celebración de nuestras parroquias y lugares de culto. Pero hay algo más que hemos de discernir.

«A mí la misa me aburre. ¿No se debería hacer algo más vivo y espontáneo?» Es cierto el riesgo de caer en la rutina. Y todos hemos de esforzamos por llenar los signos y las palabras de espíritu y de vida. Pero ¿es rutinaria la misa para quien viene a pedir perdón por sus pecados concretos, a dar gracias a Dios por lo vivido durante la semana, a pedir luz y fuerzas para enfrentarse a la vida?

«La misa me parece una hipocresía. Los que van a misa no son mejores que los demás.» Cierto. Es en la vida real donde cada uno ha de mostrar con hechos la fe que lleva en su corazón. Pero ¿es hipócrita escuchar cada semana el Evangelio, recordar sus exigencias, ponerse ante Dios y pedir fuerza para ser más fiel y coherente?

«A mí la misa me parece algo mágico. No veo qué pueden decir hoy esos ritos extraños y ese lenguaje anacrónico.» Es verdad. Hemos de conocer mejor el significado de los gestos, dar vida a las oraciones y los cantos, aprovechar bien todos los recursos y posibilidades que ofrece la acción litúrgica. Pero ¿es algo mágico reavivar la fe en el encuentro con Cristo y en el contacto con la comunidad creyente?

«¿Por qué esa obligación de ir a misa precisamente el día en que podemos descansar?» El creyente no toma parte en la Eucaristía porque hay un «precepto», sino porque necesita comulgar con Cristo, dar gracias a Dios, confesar su fe junto a otros creyentes y reavivar su esperanza en el Resucitado. Se entiende lo que decía un grupo de cristianos del siglo IV: «No podemos vivir sin celebrar el día del Señor.» 15

- La escucha de la Palabra de Dios

79. A Dios lo podemos escuchar», de alguna manera, a través de la creación entera; Alguien grande y bueno se oculta detrás de esa realidad. Lo percibimos mejor en la historia apasionante de la Humanidad; el ser humano no camina solo, Dios lo acompaña hacia la Salvación. La Palabra de Dios la escuchamos con más claridad en la historia concreta de uno de los pueblos de la Tierra, Israel; en su vida, sus leyes, su oración, sus profetas, podemos captar mejor el mensaje de Dios. En ese pueblo nace Jesús, el hombre en el que se encarna el Hijo de Dios. Desde él nos habla Dios. Por eso, la Biblia, que recoge la experiencia religiosa de Israel (Antiguo Testamento) y la actuación, el mensaje, la muerte y la resurrección de Jesucristo (Nuevo Testamento), es camino privilegiado para escuchar a Dios. Cuando el creyente se acerca a ella no es para leer un libro, sino para abrir su corazón a Dios; no para aprender una doctrina sino para dejarse transformar por la Palabra de Dios.

¿Qué puede hacer una persona que, sin preparación alguna, desea leer la Biblia? Lo mejor sería, sin duda, encontrar un grupo cristiano donde poder hacer esta experiencia. Pero también puede uno personalmente acercarse a la Biblia comenzando por la lectura de los evangelios. ¿Por qué no va a conocer uno directamente lo que dijo y lo que hizo Jesús? Para comprender correctamente la Biblia es necesario tener en cuenta el lenguaje y los géneros literarios que se emplean, el contexto vital en que ha sido escrito el libro y todo cuanto nos pueda ayudar a conocer mejor el sentido original sin caer en una falsa interpretación literal y sin hacer decir al texto lo que a nosotros nos parece. De ahí la importancia de tener en cuenta la tradición, el magisterio de la Iglesia y la aportación de la exégesis. Al tomar la Biblia en las manos es necesario recordar: «No voy a leer un libro cualquiera. Voy a escuchar a Dios.» Esto lo cambia todo. Hay que leer muy despacio, tratando de captar lo que dice el texto. Las frases oscuras o difíciles de entender es mejor pasarlas por alto. Un día comprenderemos lo que ahora se nos escapa. Lo más importante es pararse después de leer un trozo, y hacerse preguntas. La Palabra de Dios a veces se presenta como verdad; entonces me tengo que preguntar: «Señor, ¿qué me quieres enseñar?, ¿qué aspecto de mi vida quieres iluminar?» Otras veces, esa Palabra se me ofrece como camino de vida; me he de preguntar: «¿A qué me llamas?, ¿qué esperas de mi?, ¿en qué debo cambiar?» La Palabra de Dios puede también ser promesa; las preguntas pueden ser estas: «Dios de mi vida, ¿qué confianza quieres despertar en mí?, ¿qué esperanza me quieres infundir?» Pero la actitud permanente de quien busca a Dios es siempre la misma: «Creo, pero ayúdame tú en mi falta de fe» (Mc 9, 24).


9. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 2.

10. Ver Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum sobre la Divina Revelación, n. 5.

11. Carta Pastoral En busca del verdadero rostro del hombre (Cuaresma-Pascua, 1987), o.c., p. 624.

12. Carta Pastoral Creer hoy en el Dios de Jesucristo (Cuaresma-Pascua, 1986), o.c., p. 557-574.

13. Ibíd., p. 579-582.

14. Ver la Carta Pastoral Seguir a Jesucristo en esta Iglesia (Cuaresma-Pascua, 1989), o.c., p. 720-781.

15. Ver la Carta Pastoral Celebración cristiana del domingo (Cuaresma-Pascua, 1993), o.c., p. 1046-1099.