AL SERVICIO DE UNA FE MAS VIVA
«Creo; ayuda a mi poca fe» (Mc 9, 24)

CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA


CUARESMA - PASCUA DE RESURRECCIÓN, 1997



INTRODUCCIÓN

1. Durante estos últimos años os hemos querido ayudar con diversas Cartas Pastorales a «creer en tiempos de increencia».1 Hemos tratado de examinar y comprender mejor los motivos y las experiencias que han conducido a no pocos al debilitamiento de su fe y a la indiferencia. Os hemos animado a reavivar vuestra confianza en Dios en medio de este clima generalizado de crisis que nos está afectando a todos 2. Hemos querido también mostraros cómo nos puede ayudar el Evangelio de Jesucristo a afrontar hoy nuestra tarea humana con sentido más pleno, responsabilidad más lúcida y esperanza más gozosa 3.

2. Este año queremos dar un paso más. Estamos convencidos de que la crisis actual puede ser para muchos «un tiempo de gracia» en el que se nos invita a reconstruir la vida cristiana. Este es el único objetivo de esta Carta Pastoral: ofrecer una reflexión que nos permita a todos identificar mejor nuestra propia situación personal en medio de la crisis y que nos ayude a reconstruir la fe en Dios en esta hora aparentemente tan poco propicia. Queremos ofrecer un servicio concreto a aquellos hombres y mujeres que quieren saber dónde están en estos momentos de crisis religiosa, y se preguntan qué camino han de seguir para encontrarse con Dios. No tenemos la pretensión de hablaros con la seguridad de quienes lo saben todo. El Misterio que nos habita nos sobrepasa a todos. También nosotros vivimos buscando «a tientas» el rostro de Dios (Hch 17, 27).

3. Comenzamos nuestra Carta Pastoral tratando de acercarnos a la crisis religiosa de hoy para conocer mejor la situación personal de cada uno: «¿Dónde estoy yo?» (capítulo l). Pero, dentro de la crisis, es más importante identificar bien cuál es nuestra postura personal ante Dios: «¿Cómo estoy yo ante Dios?» (capítulo 2). Nuestra reflexión no se queda ahí. La fe se ha convertido para no pocos en una experiencia problemática. Pero ¿cómo reaccionar ante la crisis religiosa? ¿Cómo actuar deforma responsable y honesta? (capítulo 3). Antes de nada, es necesario, sin duda, recordar algunos aspectos fundamentales de la fe, que tampoco hoy hemos de olvidar: «¿Qué es creer en Dios?» (capítulo 4). Sólo entonces podremos sugerir algunas orientaciones que nos ayuden a reconstruir la experiencia cristiana: ¿Cómo reavivar la fe en Dios? (capítulo 4). Por último nos preguntamos qué podemos hacer en nuestras Iglesias diocesanas y en las comunidades cristianas para robustecer esa fe, a veces tan débil y apagada (capítulo 6).

4. De esta forma, nuestra Carta Pastoral se sitúa dentro del objetivo prioritario señalado por Juan Pablo II en su Carta Apostólica de preparación para el Jubileo de¡ año 2000: «El fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos.» 4. Lo mismo que él, también nosotros queremos ofrecer esta reflexión en el horizonte de «la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia»5,

I

EN MEDIO DE LA CRISIS

5. La crisis religiosa no es sólo incertidumbre y cuestionamiento. No tiene por qué conducir al debilitamiento de la fe. Puede ser también oportunidad para su crecimiento y mayor autenticidad. Dios no está ausente tampoco hoy de quienes parecen alejarse de él. Su Espíritu sigue trabajando los corazones de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¿No nos estará invitando a una profunda conversión? ¿No será esta crisis una llamada a purificar y fortalecer nuestra fe en el Dios vivo de Jesucristo? Por ello, es bueno que tratemos de conocer de modo más consciente cuál es nuestra actitud y posicionamiento personal. Sólo así podremos escuchar esa llamada de forma más responsable.

Situación compleja

No es fácil determinar qué hace que unas personas crean confiadamente en Dios, y otras se instalen en el mundo prescindiendo totalmente de él. Sin duda, la sensibilidad de cada uno, la trayectoria seguida a lo largo de la vida, las decisiones que va tomando día a día, el ambiente concreto en que se mueve y muchos otros factores influyen de modo importante en las convicciones últimas que rigen nuestra vida. Tampoco hoy reaccionan todos de la misma forma ante la crisis religiosa.

- Fe viva en medio de la crisis

6. Aunque la crisis afecta de alguna manera a todos, esto no quiere decir que sus efectos sean siempre negativos para la fe o la experiencia religiosa de las personas. De hecho, son bastantes los que, durante estos años, han ido purificando y consolidando su adhesión a Dios, descubriendo con más lucidez y responsabilidad las exigencias y promesas de la fe cristiana.

Hay entre nosotros no pocos creyentes que viven gozosamente su fe, como la experiencia de un Dios vivo presente en sus vidas. Acuden a él con confianza. Se ven sostenidos por su fuerza, en medio de las dificultades. Escuchan su llamada en las necesidades de los demás. La crisis religiosa que se observa en la sociedad ha sido para ellos estímulo que los ha llevado a crecer en la fe.

Pero tampoco estos creyentes son ajenos o insensibles a lo que perciben en los demás. Con frecuencia, no saben qué actitud adoptar ante quienes viven agitados personalmente por la crisis de fe. En ocasiones, sufren el dolor de no poder compartir con sus seres queridos esa fe, para ellos tan fundamental y valiosa en su existencia.

Quienes viven hoy enraizados gozosamente en su adhesión a Dios, no han de dejarse llevar por la tentación de vivir replegados sobre sí mismos. Al contrario, han de sentirse llamados a «dar razón de su esperanza» (1 Pe 3, 15). Para ellos, esta Carta quiere ser una ayuda que los estimule a la confesión de su fe y al testimonio de una vida cristiana responsable.

- Manifestaciones de la crisis

7. No pretendemos ahora hacer un análisis exhaustivo de esta crisis. Sólo queremos recoger algunas expresiones que indican la pluralidad de posturas entre nosotros.

«No sé si creo o no. Yo tuve una infancia religiosa. Iba a misa, me confesaba, rezaba a Dios.... pero hoy todo eso ha quedado lejos. He cambiado mucho por dentro. Ya no acierto a creer.» Es una sensación bastante corriente hoy. Pero ¿no habrá algún camino para hacer un poco más de luz?, ¿no será importante saber en qué cree uno ahora que es persona adulta?

«Yo pienso que creo, pero hace tiempo que no me preocupo de eso. Además, cada vez que pienso en cosas de religión, me entran más dudas.» Así sienten no pocos. Pero ¿se trata de «pensar en cosas de religión» o de buscar a Dios como esperanza última de la vida?, ¿no será posible confiar en Dios, aunque no se acierte a integrar determinados aspectos de una doctrina religiosa?

«A mí todo lo que huele a religión me irrita. Me parece falso e hipócrita. No acepto que la jerarquía nos quiera imponer su visión moral de las cosas. No veo que haya de ir a misa para vivir de manera más honesta.» Sin duda, lo primero es vivir en verdad y ser sincero con uno mismo. Pero, precisamente por eso, ¿no será demasiado simple reducir la cuestión de la fe a una práctica hipócrita o a una sumisión dócil a las directrices de la jerarquía católica?

«Yo soy creyente. Al menos eso digo. La religión me parece bien. Pero estoy lleno de dudas. No acierto a rezar. No entiendo cómo algunos pueden sentirse lo bastante seguros como para decir que creen. ¿Qué hay que hacer para creer?» Así sienten bastantes. Por una parte, se preguntan si todo lo que han creído desde niños no será un enorme engaño. Por otra, sienten en su interior la necesidad de creer en algo o en alguien que dé un sentido y una esperanza nueva a su vida. ¿No será el momento de buscar nuevos caminos hacia Dios?

«Yo sigo yendo a misa casi todos los domingos. Así me enseñaron desde niño. No sabría decir exactamente por qué voy. Supongo que me servirá para algo. A veces pienso que tendría que tomar más en serio estas cosas de Dios. Pero ¿por dónde puedo empezar?» Es también una postura de no pocos practicantes que viven su fe religiosa como por inercia. Esta situación se puede prolongar durante años. Pero ¿no es más responsable reaccionar?, ¿no es más sano clarificar la propia postura y decidir cómo quiere uno orientar su vida?

No es fácil definir la actitud religiosa de personas que se expresan en los términos que acabamos de señalar. No se observa una negación rotunda de Dios. Tampoco un interés vivo por él. Dios va quedando como eclipsado por otras preocupaciones. Más que rechazo a Dios, lo que se percibe es desinterés y apatía por lo religioso. En estas personas se ha abierto una brecha profunda entre el mundo de la fe y su vida concreta de cada día. Son más víctimas de un ambiente, que personas que han tomado una decisión. Hace unos años, el ambiente las llevaba hacia la religión, hoy se ven arrastradas en dirección contraria.

- Un itinerario bastante frecuente

8. Los caminos que siguen las personas que se distancian de la experiencia religiosa pueden ser diferentes. Hay quienes se han dejado contagiar pasivamente por el ambiente de enfriamiento religioso. Bastantes han descuidado la oración y la práctica religiosa que hubieran alimentado su fe. Algunos se han visto condicionados por una conducta en contradicción con las exigencias de una vida cristiana. Otros han asumido ideologías contrarias a la fe 6. El itinerario de cada individuo es, sin duda, personal y propio. Pero no es difícil señalar algunas etapas que siguen no pocos.

Muchas veces todo comienza con el abandono de la asistencia regular a la misa dominical. Las razones que se dan son de todo tipo. De hecho, se abandona la práctica religiosa. La persona vive ahora su fe de otra forma: «Soy creyente, pero no practicante.»

Esta situación va evolucionando con frecuencia hacia un alejamiento progresivo de la Iglesia. El que no practica, se siente cada vez menos integrado en la comunidad cristiana. Pierde el contacto con otros creyentes. Mira a la Iglesia como desde fuera. Cada vez la entiende menos. Es fácil entonces llegar a otra postura: «Creo en Dios, pero no en la Iglesia.»

Sin embargo, poco a poco, la persona puede ir perdiendo «el sentido religioso» de la existencia. Mal cuidada y peor alimentada, la fe va perdiendo fuerza para conformar la vida. El individuo se organiza todo desde sus propias opciones: «Yo no hago daño a nadie. ¿Para qué necesito algo más?»

En este momento se puede llegar a perder la fe en su sentido estricto. La persona olvida a Jesucristo. No se comunica ya con Dios. Cuando se le pregunta, el individuo titubea: «No sé si creo o no. Tal vez, haya algo.»

En algunos puede seguir creciendo la indiferencia religiosa y la apatía. Dios ya no interesa ni como interrogante. La persona se acostumbra a vivir sin Dios.

Bastantes hombres y mujeres se encuentran hoy en alguna de las etapas de este recorrido. El hecho es fácil de explicar en el contexto de la actual crisis religiosa. Pero abandonar la fe de esta forma, ¿introduce más verdad, más responsabilidad y esperanza en la existencia de las personas? ¿Es ésta la actitud más humana ante el misterio de la vida?

- Una crisis que afecta a todos

9. Lo dicho hasta ahora podría llevar a alguno a identificar la increencia con el abandono de la práctica religiosa, pensando que la crisis religiosa sólo está afectando a quienes se alejan de la Iglesia. No es así. Pertenecer a la Iglesia, confesar su doctrina y practicar la religión no protege mecánicamente de la incredulidad. Tampoco el hecho de ser presbítero u obispo.

Fe e increencia están entreverados en muchos de nosotros. Es cierto que podemos hablar de creyentes y no creyentes, pero esta división es, con frecuencia, demasiado cómoda. La frontera entre fe e increencia pasa por dentro de cada persona. Y lo más honesto sería reconocer al «creyente» que late en el fondo de no pocos alejados, al mismo tiempo que descubrimos al «increyente» que hay en quienes decimos tener fe.

De hecho no son pocos los que viven en un estado intermedio entre el cristianismo tradicional y la descristianización. Se confiesan practicantes, pero su vida cotidiana se nutre de fuentes, convicciones y criterios muy alejados del espíritu cristiano. Su fe es tan lánguida, su esperanza tan apagada, su vida tan pagana como la de muchos contemporáneos que han abandonado la práctica religiosa. Dios está ausente en esferas decisivas de su existencia. Viven en la incredulidad sin formularla explícitamente y sin confrontarla con la fe cristiana.

Debilitamiento de la fe

No es, pues, difícil observar hoy en no pocos un apagamiento de la fe. Su adhesión personal a Dios es cada vez menos firme y confiada. Se siguen llamando creyentes, pero su fe se está quedando como debilitada por la indiferencia y oscurecida por la vacilación y la duda. ¿Cómo se produce este declive de la fe?

- Sin sitio para Dios

10. A veces, las personas se instalan en una forma de vivir que, de hecho, ahoga la inquietud religiosa que brota del corazón humano. Su ritmo de vida agitado, su mundo de preocupaciones e intereses, su obsesión por el disfrute inmediato, su manera de consumir noticias y televisión, no dejan apenas resquicio para el crecimiento de la fe. Esa vida pragmática y superficial impide al individuo llegar con un poco de hondura al fondo de su ser. Sólo interesa la satisfacción inmediata. Vivir lo mejor posible.

Poco a poco, la fe de esta persona se diluye. Se queda sin oído para percibir otro rumor que no sea el que proviene de su mundo de intereses. Ya no hay en su vida sitio para Dios. O, quizás, algo que no es mucho mejor. Sólo queda sitio para una religión «rebajada» al plano de lo útil y pragmático, donde lo religioso se convierte en un «artículo» más al servicio del propio bienestar, pero donde falta la adhesión gozosa a Dios y el seguimiento fiel de Jesucristo.

- El descuido de la fe

11. Con frecuencia la fe se apaga sencillamente porque se abandona aquello que podría nutrirla y reavivarla. Nos preocupamos de casi todo menos de cuidar «lo importante»: la comunicación con Dios, la acogida de su perdón, la paz de la conciencia, la esperanza. Las personas dan sus razones: «No tengo tiempo para esas cosas», «la religión no me dice nada», «yo tengo mi fe.» Muchos de ellos se siguen llamando «cristianos» y, sin duda, Dios sigue ahí, en el fondo de sus conciencias. Pero su fe cristiana corre el riesgo de extinguirse.

De hecho, aquella religión vivida en la infancia se les va quedando corta y pequeña; no ha ido creciendo a medida que crecía la persona. Es normal que esa vivencia infantil de la religión, que todavía permanece en sus recuerdos, no tenga hoy fuerza para dar sentido y orientación a sus vidas de adultos. ¿No están bastantes abandonando hoy su fe, sin haberla conocido y experimentado como adultos?

- La falta de interioridad

12. La fe se debilita, otras veces, por falta de interioridad. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Bastantes consideran la «vida interior» como algo perfectamente inútil y superfluo. Se organizan su vida sólo desde lo exterior. Casi todo lo que hacen tiene como objetivo alimentar su personalidad más externa y superficial. Por otra parte, la vida del espíritu aparece a veces tan desprestigiada que fácilmente se califica de evasión cualquier intento de cultivar el mundo interior.

Pero, privada de interioridad, la fe se extingue. Nos revestimos de capas y más capas de proyectos, ocupaciones y expectativas, pero el «hombre interior» se debilita. Para que la fe sea fuente de luz y de vida, el ser humano necesita adentrarse en su propio misterio y llegar al corazón de su vida, allí donde es total y únicamente él mismo ante Dios. Cuando la persona pierde contacto con «el nivel trascendente» de su ser, la experiencia religiosa se apaga, incluso aunque se siga practicando una «religión externa». De hecho, no son pocos los cristianos que no conocen el deseo del Absoluto ni la experiencia de una comunicación personal con él. Viven buscando seguridad religiosa en las creencias y prácticas que encuentran a su alcance, sin adentrarse nunca en una relación viva con la realidad misteriosa de Dios.

- El miedo a la exigencia

13. Casi siempre preferimos lo fácil. Nos da miedo tomar en serio nuestra vida y asumirla con responsabilidad total. Es más cómodo «seguir tirando» sin afrontar el sentido último de nuestro vivir. Hoy la misma palabra «religión» despierta en algunos una reacción de defensa. Este temor a la religión puede estar provocado por factores socio-culturales diversos, pero hemos de preguntarnos también honestamente si lo que sentimos no es miedo ante «lo absoluto» de la exigencia que la religión recuerda.

Tenemos miedo a la religión porque tenemos miedo a planteamos la vida en toda su profundidad. Nos da miedo toda experiencia que pueda poner en peligro nuestro bienestar, revelamos el vacío de nuestra vida y planteamos exigencias morales concretas que nos urgirían a una conversión personal. De hecho, la persona que no tiene valor para preguntarse de dónde viene y a dónde va, quién es y qué ha de hacer en la vida, termina distanciándose de Dios. Se pueden seguir entonces dos caminos: se abandona la religión y se olvida todo ese mundo, o se elabora su propia «religión tranquilizante», cumpliendo unas prácticas, pero eludiendo las exigencias fundamentales del Dios de Jesucristo.

- Rechazo de la culpabilidad

14. Nadie quiere oír hoy hablar de sus pecados. A muchos les parece indigno responder ante Dios de la propia culpa. Piensan que hay que superar tiempos pasados en que tanto se sentía «el peso del pecado», y suprimir de nuestra vida toda experiencia de culpabilidad que pueda perturbar nuestra conciencia.

Probablemente no andan descaminados quienes creen captar en el interior del ateísmo contemporáneo un componente importante de rechazo de la culpabilidad. De hecho, el distanciamiento religioso de bastantes encubre un intento de sacudirse de encima el recuerdo del pecado y de borrar a Dios de la propia conciencia. Si muchas veces no buscamos el perdón de Dios es porque no sabemos reconocer humildemente nuestro pecado.

- La oscuridad de la duda

15. No pocos cristianos sienten brotar en su interior toda clase de dudas. Aunque percibidas hoy con sensibilidad especial, muchas de ellas son dudas de siempre, vividas por creyentes de todos los tiempos. Nadie está libre de la «duda religiosa». La fe no es una propiedad de la que podemos disponer con seguridad inamovible, sino una adhesión que hemos de cuidar con fidelidad.

Cuando algunas personas hablan de sus «dudas de fe» suelen referirse, en realidad, a sus dificultades para comprender de manera coherente y razonable algunos aspectos del dogma cristiano: «¿Cómo ha resucitado Jesús?, cómo puede haber un infierno eterno?, ¿cómo puede estar Cristo presente en la Eucaristía?» Son cuestiones que les están pidiendo una mayor clarificación.

Pero, otras veces, lo que preocupa no son los dogmas sino algo más fundamental y previo: «¿No será todo un inmenso engaño?, ¿quién sabe algo con seguridad?, ¿por qué Dios no se revela con más claridad?, ¿por qué tengo que subordinar mi existencia a algo tan poco verificable?» Sin formularlo de manera precisa, hay personas que experimentan en su interior una profunda división: «Quisiera creer, pero no me siento capaz de adherirme de forma total al cristianismo.» «Siento que no puedo o no debo abandonar mi religión cristiana, pero al mismo tiempo me encuentro cada vez más extraño a todo eso.»

No es difícil entonces sentirse culpable de algo, sin saber exactamente de qué: «¿Qué me ha pasado?, ¿qué he hecho yo estos años para llegar a esta situación?, ¿por qué no creo con la seguridad de otros tiempos?, ¿con tantas dudas dentro de mí, soy todavía creyente?»

Crecimiento de la indiferencia

Junto a ese proceso de debilitamiento de la fe es fácil observar también algunos posicionamientos bastante generalizados entre nosotros, que terminan por hacer crecer la indiferencia.

- Un dudoso agnosticismo

16. «Yo soy agnóstico.» Es frecuente entre nosotros escuchar tal afirmación. Sin embargo, quien así habla, está muchas veces lejos de un verdadero agnosticismo. El agnóstico es una persona que se plantea honestamente la cuestión de Dios y, al no encontrar razones para creer ni para dejar de hacerlo, suspende su juicio. El agnosticismo es, por tanto, una búsqueda que termina sin alcanzar su objetivo.

Sin embargo, no pocos de los que hoy se confiesan agnósticos, lo hacen sin haber llevado a cabo esfuerzo alguno por buscar a Dios. Sencillamente se desentienden de la cuestión. Dios les resulta indiferente. Lo que pretenden, en realidad, es mantenerse en una «postura neutral», sin decidirse ni a favor ni en contra de la fe. Pero, al actuar así, adoptan una decisión, la peor de todas: no ahondar en el misterio último de la existencia. ¿Es ésta la postura más humana ante la realidad?, ¿se puede presentar como responsable y adulta una vida en la que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de todo?

- Una idea de progresismo

17. «La religión está desfasada. Hay que estar a la altura de nuestros tiempos.» Así dicen no pocos. Uno de los dogmas fundamentales de la cultura moderna es la fe en el poder absoluto de la razón. Se piensa que, con la fuerza de la razón, el ser humano es capaz de resolver los problemas de la existencia. Al mismo tiempo, ha ido creciendo una convicción: lo único que existe es lo que el hombre puede verificar científicamente. Fuera de esto, no hay nada real.

Si esto fuera así, naturalmente ya no habría sitio para la experiencia religiosa. La fe en Dios quedaría descalificada de raíz como una postura ingenua y primitiva. Desconectada de toda relación con Dios y privada de destino trascendente, la vida se reduce entonces fácilmente a un breve episodio que hay que llenar de bienestar y de experiencias placenteras.

Envueltos en este clima contrario y hostil a lo religioso, no son pocos los cristianos que viven su fe con una especie de «complejo de inferioridad». Algunos sienten incluso una desconfianza cada vez mayor hacia una religión que el ambiente social y los medios de comunicación presentan casi siempre como algo negativo y desfasado. Sin embargo, graves interrogantes se abren paso hoy en la conciencia moderna: «¿Puede la razón responder a todos lo interrogantes y anhelos del ser humano?, ¿puede el hombre darse a sí mismo todo lo que anda buscando? Considerar la ciencia como única fuente de conocimiento, ¿es principio de verdadero progreso o, más bien, un inmenso error que está distrayendo a la humanidad de las cuestiones fundamentales que plantea la condición humana?»

- Una fe sin práctica

18. «Soy creyente pero no practicante.» Así se definen hoy bastantes, como si estas palabras expresaran el posicionamiento acabado de quien ha descubierto la postura más responsable de vivir la fe en nuestros tiempos. Pero ¿qué significa en realidad ser creyente y no practicante?, ¿incoherencia personal?, ¿arrinconamiento de la fe al lugar de «lo poco importante»?, ¿incapacidad para poner en práctica las exigencias de la fe?

Cuando la fe no es vivida y expresada en una práctica religiosa queda privada de la experiencia personal y comunitaria que la sustenta. El no practicante corre así el riesgo de ir olvidando a Dios. Su fe puede fácilmente perder fuerza para informar la vida concreta.

Esta postura de fondo puede anidar también en el cristiano practicante que «cumple sus deberes religiosos», pero no «pone en práctica» las exigencias de justicia, fraternidad y solidaridad que brotan de la obediencia a un Dios Padre.

Una reacción nueva

19. En medio de este clima generalizado se comienza a percibir entre nosotros un fenómeno todavía minoritario, pero no por ello menos significativo. Personas que se habían alejado de la religión inician hoy un proceso de búsqueda.

No es fácil precisar lo que buscan. Quieren encontrar de nuevo una base para sustentar su fe; sienten necesidad de algo diferente en sus vidas; desean vivir de otra forma. Por otra parte, no quieren vincularse demasiado a ninguna Iglesia; temen perder libertad. Se interesan, sobre todo, por Dios, por Jesucristo y su Evangelio.

Estas personas sienten necesidad, antes que nada, de clarificar su actitud religiosa: desmontar falsas ideas, deshacer prejuicios contra la religión, aclarar concepciones confusas de la fe, descubrir qué es lo esencial dentro de un cristianismo que se les presenta complicado y sobrecargado. Algunos necesitarán, además, curar heridas y decepciones pasadas, para superar un rechazo que les impide vivir lo religioso con serenidad.

«Volver a creer» no quiere decir volver a la fe del pasado. Estas personas no buscan recuperar costumbres religiosas ya olvidadas, ni vivir de nuevo experiencias tal vez poco gratas de otros tiempos. Quieren descubrir la fe de manera nueva, más convincente y positiva. Quieren comprender mejor las cosas y aprender a creer de forma más sincera y más personal. Son estos hombres y mujeres quienes probablemente mejor comprenderán esta Carta Pastoral.

Sabemos que este recorrido hacia una fe auténtica no es fácil, pues se trata de reconstruir la vida y su sentido más profundo. Pero es posible porque Dios está ahí, desde el inicio, dirigiendo los pasos de quien busca su rostro con sincero corazón.

II

ALGUNAS ACTITUDES ANTE DIOS

20. La crisis de fe repercute de muchas formas en la vida de los creyentes: distanciamiento de la Iglesia, abandono de la práctica religiosa, reservas ante el contenido de la doctrina cristiana 7. Sin embargo, en el fondo de todo, como hecho decisivo y determinante está el distanciamiento progresivo de Dios. El deterioro de la adhesión personal a Dios, la dificultad para creer en él. De aquella fe que veía a Dios en todas partes, estamos pasando a una situación donde la primera pregunta religiosa es ésta: «¿Dónde está Dios?, ¿dónde podemos encontrarnos con él?»

Dios sigue estando, sin duda, presente en la vida de los hombres y mujeres de este final de siglo. Son muchas las cosas que lo ocultan, pero nada tanto como nuestra propia ceguera. Muchos ruidos apagan su voz, pero no tanto como nuestra sordera. Por eso, para encontrarse con él, no basta preguntar «¿dónde está Dios?» Hemos de preguntarnos también «¿dónde estamos nosotros?»

No es fácil saber qué sucede en la interioridad de los individuos y cómo se las ve cada uno con Dios. La cultura moderna ha transformado profundamente la estructura interna de las personas. Hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos y menos consistentes, más escépticos y menos confiados. ¿Cómo vivimos hoy ante Dios? Sólo conociendo mejor nuestra postura personal ante Dios, podremos encontrar el camino hacia él.

Vamos a tratar de dibujar algunas actitudes que creemos percibir entre nosotros. No es fácil, a veces, trazar las fronteras entre ellas. Con frecuencia se dan simultáneamente incluso en la misma persona. No hablamos en este momento de la actitud del creyente que vive su fe con gozo y paz, tratando de responder fielmente a Dios en medio de sus limitaciones y pecado. Conocemos a muchos que viven esa fe que entraña amor a Dios, confianza firme, adhesión fiel, obediencia, acogida de su perdón, acción de gracias. Nos detenemos ahora en algunas actitudes que pueden encubrirse bajo términos generales como «incredulidad», «secularización», «abandono religioso».

Indiferencia

21. Lo que caracteriza la actitud de no pocos ante Dios es la indiferencia. Dios no les dice nada. Reaccionan así al escuchar su nombre: «¿Dios?, no me interesa; bastante tengo con mis problemas.» «Tal vez sea importante, pero no tengo tiempo para ocuparme de esas cosas. No veo para qué puede servir Dios.» Eso es lo que aflora de su interior: «¿Para qué creer?, ¿cambia algo la vida?, ¿sirve la fe realmente para algo.?»

Por lo general, son personas que poco a poco han ido arrinconando a Dios de su existencia. Hoy Dios no cuenta en absoluto para ellos a la hora de orientar o dar un sentido a su vivir diario. Viven, de hecho, en un «ateísmo-práctico». No les preocupa que Dios exista o deje de existir. Se han acostumbrado a vivir sin él, y no experimentan nostalgia ni vacío alguno. Todo marcha más o menos como antes. ¿Para qué ocuparse de estas cosas?

Esta indiferencia no es sólo el estadio final de un proceso de abandono de la fe. Empieza a echar raíces en nosotros desde el momento mismo en que arrinconamos a Dios como algo poco importante y nos organizamos la vida de espaldas a él. Por eso, se puede dar también en quienes nos decimos creyentes. No pocas veces la superficialidad de nuestra vida, el descuido de la fe y el culto secreto a tantos ídolos nos sumerge en largas crisis de indiferencia y apatía interior. ¿Se puede reaccionar?, ¿es posible una nueva experiencia de Dios?, ¿por dónde empezar?

Sin experiencia de Dios

22. Es precisamente esta experiencia personal de Dios lo que les falta a no pocos. Dios les resulta un «ser extraño». Cuando entran en una iglesia o asisten a una celebración religiosa, todo les parece artificial y vacío. Lo que escuchan se les hace lejano e incomprensible. Tienen la impresión de que todo lo que está ligado con Dios es infantilismo e inmadurez, un mundo ilusorio donde falta sentido de la realidad. Por lo general, son personas que han vivido durante años una religión puramente externa y, al cambiar ahora de costumbres de vida, abandonan la práctica y, con ella, toda experiencia religiosa. Dios va desapareciendo así de sus vidas sin apenas dejar huella.

También entre los practicantes puede faltar esta experiencia personal de Dios. Hay cristianos que asisten al culto y pronuncian fórmulas rutinarias, pero no abren su corazón a Dios. Nunca escuchan su presencia en su interior ni en su vida. Más que creer en Dios, creen a quienes hablan de él. Saben de Dios «de oídas», no por experiencia personal. Se imaginan que, por el hecho de aceptar unas doctrinas y cumplir unas prácticas religiosas, están creyendo en el Dios encarnado en Jesucristo como creyeron los primeros discípulos. ¿Cómo salir de esa fe rutinaria y externa, vivida como por inercia?, ¿cómo percibir la presencia de Dios en la propia vida?, ¿cómo llegar a la experiencia de Job: «Hasta ahora hablaba de ti de oídas; ahora te han visto mis ojos» (/Jb/42/05)?

Sin caminos hacia Dios

23. En el fondo de la indiferencia religiosa de no pocos se esconde la dificultad de pensar y de sentir a Dios como Dios. Incluso los que nos decimos cristianos no acertamos muchas veces a «estar ante Dios». Se nos hace difícil reconocernos como criaturas, seres frágiles y desvalidos, pero amados infinitamente por él. No sabemos admirar su grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa. Nos resistimos a rendirle nuestro ser y a invocar su nombre con fe y confianza filial.

Todo esto tiene, sin duda, sus causas y raíces de orden socio-cultural. Pero lo cierto es que todos podemos estar en estos momentos cerrando caminos que nos podrían llevar personalmente hacia Dios. Vivimos con frecuencia girando en torno a nosotros mismos y a nuestros intereses inmediatos. Trabajamos y disfrutamos, amamos y sufrimos, vivimos y envejecemos, pero nuestra vida transcurre a veces sin dirección ni horizonte último. Nos movemos por el mundo, tocamos las cosas, gozamos de la naturaleza, pero no acertamos a descubrir la presencia de ese Dios que lo penetra todo.

Tras esta incapacidad para encontrarnos con él, se esconde casi siempre algo previo. Si nos estamos alejando de Dios, ¿no será porque antes nos hemos alejado de nosotros mismos y nos hemos instalado en un estilo de vida donde ya Dios no puede ser percibido? Lo decíamos más arriba. Cuando la persona se contenta con un bienestar hecho de cosas y su corazón queda cogido sólo por preocupaciones de orden material, ¿podrá brotar en esa vida la pregunta por Dios? Cuando el individuo vive volcado hacia lo exterior, perdiéndose en las mil formas de evasión que ofrece la sociedad, ¿cómo podrá captar que lleva en su corazón un misterio mayor que él mismo?

Tal vez nuestro primer problema es éste: ¿Cómo abrir en nuestra vida caminos hacia Dios? ¿Cómo descubrir que esas rendijas que todo ser humano mantiene abiertas a lo verdadero, lo bueno, lo bello, pueden llevarle al encuentro con su Dios?

La difícil comunicación

24. No es raro hoy encontrarse con personas que valoran profundamente la fe de los demás y están convencidos de que esa fe no es una ilusión. Sin embargo, ellos no se sienten con fuerzas para adherirse a esa misma fe. Su relación con Dios está como bloqueada. No saben cómo relacionarse con él. Se les hace imposible. Durante muchos años han vivido la religión como un deber. Hoy no saben exactamente cómo situarse ante Dios. Quisieran de verdad creer en él, pero no saben cómo. Desearían poder rezarle, pero no les sale nada de su interior.

No es ésta una experiencia exclusiva de quienes se han distanciado de lo religioso. También los que nos confesamos creyentes podemos tener esta dificultad. Cogidos en una red de actividades, relaciones, ocupaciones y problemas, no acertamos a veces a comunicarnos vitalmente con ese Dios en quien decimos creer. Hemos reducido el tiempo dedicado a orar y escuchar a Dios. En muchos hogares ya no se reza. De poco sirve entonces confesarse creyentes. Algo va muriendo en nosotros cuando no conocemos la comunicación cálida y confiada con Dios.

Algunos comienzan a reaccionar: «¿Es culpa mía si no me sale rezar? Probablemente sí, pero ¿dónde está mi falta?, ¿qué puedo hacer?» Ciertamente, no podremos recomponer nuestra experiencia religiosa si no acertamos a comunicarnos con Dios.

El miedo a Dios

25. Lo que impide precisamente a bastantes el acercamiento confiado a Dios es el miedo. Hemos de reconocerlo. Durante años el miedo ha configurado, en buena parte, la relación de muchos cristianos con Dios. Las cosas han funcionado con frecuencia más o menos así: Dios es peligroso; la religión sirve, sobre todo, para estar seguros de que no se tiene nada que temer; hay que estar a buenas con Dios cumpliendo sus leyes y practicando los ritos prescritos; sólo así queda uno protegido del castigo divino que, en todo caso, caerá sobre los demás.

En pocos años, las cosas han cambiado. Muchos han perdido todo rastro de temor a Dios y, una vez perdido el miedo en el que se sustentaba su experiencia religiosa, lo han abandonado todo. Hoy viven de forma arreligiosa, encerrados en su propia aventura, sin abrirse nunca a lo trascendente. Su corazón se va haciendo cada vez más ateo.

Otros han perdido el miedo pero, por si acaso, no abandonan del todo la religión. Siguen «practicando» porque nunca se sabe; no es fácil estar seguro de que ese Dios peligroso no existe. Por otra parte, la religión les sigue siendo útil cuando llega la desgracia o el peligro. Siempre es mejor tener a Dios de nuestra parte.

El miedo sigue marcando la religión de no pocos cristianos. Cuando piensan en Dios no pueden evitar sentirlo como un ser amenazador y exigente ante el cual lo primero es estar en regla. Este miedo a Dios crece cuando piensan en la muerte. Mientras uno vive parece que está como más «protegido» frente a él, pero lo terrible de la muerte es que se cae ya sin remedio en manos de ese Dios. Algunos lo confiesan con claridad: «¿No sería la vida más tranquila si tuviéramos la seguridad de que no hay Dios o de que, al menos, no hay condenación eterna?»

Hay, sin duda, un temor a Dios que es sano. La Escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría» (Prov 1, 7). Es el temor a malograr nuestra vida encerrándonos en nosotros mismos sin escuchar la llamada de Dios. Este temor lleva a la conversión. Pero el miedo del que aquí hablamos es malo. No acerca a Dios. Aleja más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios y lo hace inhumano. Un miedo que ahoga la verdadera fe. ¿Cómo pasar del miedo a la confianza filial?, ¿cómo encontrarse con un Dios que es sólo Amor?

La evasión

26. No es miedo lo que otros sienten ante Dios, sino malestar. No pueden pensar en él sin experimentar su propia indignidad y pecado. «Dios sólo despierta en mí malos recuerdos: pecado, remordimientos, confesión.» Recordar a Dios es sentirse acusado. Para estas personas Dios es el Ser que de forma permanente e implacable reprocha nuestro vivir. Un Dios que nos devuelve la imagen de nuestra pequeñez y mediocridad. Imposible acercarse a él sin sentirse humillado.

Es fácil entonces la tentación de evitar a este Dios. En el fondo, es defenderse de una experiencia sumamente fastidiosa. A nadie puede atraer sentirse siempre acusado. Por eso nos resistimos a que nadie conozca lo que somos y lo que hacemos. Intentamos ocultar las profundidades de nuestra alma incluso a nuestros propios ojos. No soportamos un Dios que sea realmente Dios y pueda sondear los rincones más oscuros de nuestro ser. Mejor tener a ese Dios lejos y olvidado.

Todos podemos caer más o menos en esta actitud, pues todos tendemos a considerar el pecado como algo que aleja a Dios de nosotros. Imaginamos a Dios tan mediocre como nosotros: alguien que ama a quienes lo aman, y rechaza a los que no son fieles. No terminamos de creer que Dios nos ama gratuitamente, no porque lo merecemos sino porque es nuestro Padre, no porque somos buenos sino porque es bueno él. ¿Cómo aprender a experimentar su presencia amorosa que me acepta tal como soy?, ¿cómo descubrir que pocas veces estoy tan cerca de Dios como cuando me reconozco pecador y acojo agradecido su perdón?

Expulsar a Dios de la conciencia

27. No son pocos los que experimentan a Dios como alguien prepotente y poco grato ante quien tenemos que defender nuestra libertad. Personas alejadas y cristianos practicantes siguen sospechando que Dios es alguien que nos hace la vida más difícil de lo que ya es de por sí. Hombres y mujeres, lo único que buscamos es ser felices, y ahí está Dios imponiendo sus mandamientos y señalando unos límites que no se deben traspasar. «¿No sería la vida más libre, más espontánea y feliz sin él?»

Cuando se piensa que Dios no deja ser libre ni disfrutar, la persona va prescindiendo de él. La moral cristiana se presenta como un fastidio y una carga pesada, la mejor manera de hacer la vida más dura y penosa. Es fácil entonces arrojar a Dios de la conciencia. Olvidar su voz amistosa pero exigente. Además, cuando no se vive ya de acuerdo con las exigencias morales que derivan de la fe, se hace cada vez más difícil la adhesión a Dios, la oración y la práctica religiosa. ¿Cómo descubrir que Dios es el mejor amigo de la dicha humana?, ¿cómo se podrá experimentar su presencia como el mejor estímulo y la fuerza más vigorosa para vivir de manera acertada y sana?

Utilización de Dios

28. Un Dios, que es Amor, no puede ser vislumbrado por la mirada egoísta del que sólo piensa en su propio provecho y utilidad. No tiene sitio en la vida de la persona dominada por el interés, la ganancia o el disfrute. Un Dios, que es acogida y ternura gratuita para todos, no puede ser captado por espíritus calculadores que viven sólo para acrecentar su propio bienestar.

Dice san Juan que «quien no ama no conoce a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es así. ¿Qué eco puede tener hoy en algunos sectores hablar de un Dios que es Amor gratuito? Cuando se cree poco en el amor y mucho en el dinero y la rentabilidad, Dios se convierte en algo irreal y abstracto. Es difícil entonces creer que existimos desde un origen amoroso y que nuestro último destino es la comunión con Dios.

Sólo queda sitio para una religión rebajada a «artículo de consumo». Sólo interesa un Dios útil, al que se le pueda sacar algún provecho. Un Dios al servicio de los propios intereses. ¿Cómo conocer una experiencia diferente de Dios, Amor gratuito, capaz de despertar la adoración, la alabanza y la acción de gracias?

El ambiguo retorno de lo religioso

29. Estamos asistiendo, en nuestros, días al crecimiento y difusión de numerosos grupos y movimientos donde se entremezclan diferentes tradiciones y elementos más o menos religiosos. Son también bastantes los que se inician en diversas técnicas de interiorización o frecuentan centros de meditación. Crece, por otra parte, el interés por lo esotérico y lo parasicológico.

Muchos quieren ver en todo ello un síntoma de la insatisfacción religiosa del hombre contemporáneo cuya hambre de Dios no pueden llenar el progreso científico ni el desarrollo tecnológico. Sin embargo, no es difícil observar en todo este fenómeno una gran dosis de ambigüedad. Con frecuencia la religión es sustituida por la superstición; la conversión a Dios, por la «inmersión» en lo Absoluto; la acogida de la salvación, por la búsqueda de paz y armonía interior 8. ¿Cómo encontrar el verdadero camino hacia Dios? ¿Cómo abrirnos a su salvación?

III

NECESIDAD DE REACCIONAR

La fe, pues, se ha convertido en una experiencia problemática. Muchos ya no volverán a creer como hace unos años. ¿Pero cómo actuar de forma responsable y confiada? Bastantes se van construyendo su propio mundo interior, sin poder evitar muchas veces graves incertidumbres e interrogantes. Hacen su «recorrido religioso» de forma solitaria y callada, sin guías ni puntos de referencia. Cada uno actúa como puede en estas cuestiones que, sin embargo, afectan a lo más profundo del ser humano. ¿No nos podríamos ayudar más unos a otros? Esta es la preocupación que nos mueve en esta Carta.

Decisión más responsable

30. Muchas veces estamos viviendo en medio de la crisis sin tomar una decisión personal consciente. Unos se alejan de la religión, otros la han reducido al mínimo, no pocos viven una fe rutinaria y apagada. Con frecuencia todo esto se está produciendo sin que las personas se planteen qué actitud quieren adoptar ante Dios y por qué. ¿No es necesaria una decisión más responsable y honesta?

Algunos no se hacen problema de nada. Siguen practicando, pero viven su fe como por inercia. Dios no les atrae ni les preocupa; les deja indiferentes. Esta situación se puede prolongar durante años. Pero, ¿no es una contradicción «cumplir con la religión» y hacer el recorrido de la vida prácticamente sin Dios?

Otros han eliminado de su vida toda práctica religiosa. Pero, ¿basta con eso para resolver con seriedad la postura personal ante el misterio último de la vida?

Hay quienes se han distanciado de la Iglesia, pero dicen creen en Dios. Y ciertamente muchas veces es así. Sin embargo, ¿qué significa creer en un Dios al que apenas se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se escucha, de quien no se espera nada con gozo?

Algunos proclaman que es hora de aprender a vivir sin Dios, enfrentándose a la vida con mayor dignidad y nobleza. Sin embargo, el abandono de Dios, ¿les ha llevado a vivir una vida más digna y responsable?

Otros se han fabricado su propia religión y se han elaborado una moral a su medida. Pero ¿ha sido para vivir de forma más humana o, más bien, para situarse en la vida con más comodidad, evitando toda interpelación que pueda cuestionar su existencia?

Tal vez ésta es la pregunta que todos nos hemos de hacer. Es fácil en estos momentos dejarse llevar por el ambiente, pero no supone ni más coraje ni más verdad. No nos atrevemos a confesarlo abiertamente, pero, en el fondo, ¿no estamos todos eludiendo de mil formas a Dios?

Buscar con sinceridad

31. No es bueno, pues, vivir una crisis religiosa como la actual sin reaccionar. Lo más honrado es buscar con sinceridad. No desechar ninguna llamada. No cerrar ninguna puerta. Buscar a Dios, incluso desde esa fe débil, mediocre o vacilante.

Esta búsqueda la necesitamos también los que nos confesamos creyentes convencidos. Nos hemos acostumbrado a decir que creemos en Dios sin que nada «decisivo» suceda en nuestra vida. Incluso puede parecer que «tener fe» dispensa de vivir buscando su rostro. Hablamos de Dios, pero ¿cuándo buscamos al que está detrás de esa palabra?, ¿dónde y cuándo escuchamos su presencia?, ¿dónde y cuándo nos ponemos ante él?

No es fácil buscar la verdad de Dios. Pocos la desean hasta el final. Tenemos miedo de que nos obligue a cambiar. En el fondo, nuestra indiferencia religiosa o nuestra fe rutinaria, ¿no tienen a veces su origen en el temor a buscar la luz? Sin embargo, Dios no se esconde de quien lo busca. Al contrario, está en el interior mismo de esa búsqueda trabajando el corazón humano. ¿Cómo dejarse atraer por él?

Aprender a invocar

32. Esta búsqueda de Dios no es posible si la persona no le invoca desde el fondo del corazón, a solas, en la intimidad de la propia conciencia. Es ahí donde el individuo se abre confiadamente a su presencia o donde decide vivir solo, de forma atea, sin Dios. Pero ¿cómo invocar a Dios cuando uno apenas cree ni está seguro de nada?

Muchos hoy no pueden o no quieren rezar. Para ellos Dios no es sino un «concepto». Una idea, tal vez sublime y excelsa, pero que no se deja sentir en su corazón. No niegan que exista, pero no saben relacionarse con él. Dios está situado en el mundo abstracto de las ideas, pero no es reconocido como alguien vivo y cercano, que fundamenta y alienta la vida de la persona. Éstos pueden hablar o discutir sobre Dios, pero nunca le hablan.

Sin embargo, toda búsqueda verdadera de Dios se inicia y se sostiene con esta invocación más o menos explícita: «Dios mío, si existes y me amas, muéstrame tu rostro.» Esta oración humilde pero sincera, hecha muchas veces desde la oscuridad y la vacilación, es imprescindible para mantener el deseo de Dios y perseverar en la búsqueda. Nadie vuelve a Dios sin escucharlo como Amigo en el fondo de su corazón. Pero ¿cómo aprender a invocar a Dios desde la incredulidad o la duda?

Creer desde la oscuridad

33. Precisamente es la duda lo que parece debilitar la fe de no pocos. ¿Cómo creer cuando todo es duda y desconcierto? Lo primero es diferenciar bien lo que es duda honesta y responsable, de lo que puede ser indiferencia y escepticismo.

La persona que duda desde una actitud honesta no rechaza nada. Tampoco se mantiene indiferente. Sencillamente busca, se interroga, trata de encontrar motivos para creer de manera responsable. La indiferencia es otra cosa. El que adopta una postura indiferente ante el interrogante de Dios está eludiendo, en definitiva, la cuestión del sentido último de su existencia. El indiferente no busca. Más bien, se refugia en un mundo de desconfianzas y sospechas que le dispensan de buscar. Por eso es sano preguntarse: «¿Qué es exactamente lo que yo me resisto a creer y por qué? Mi situación actual, ¿es resultado de una búsqueda honesta, o la coartada de quien no se decide a vivir de forma más responsable y comprometida?»

Ante las «dudas de fe», la primera reacción no ha de ser intentar encontrar respuesta a cada interrogante concreto, sino preguntarse qué orientación global quiero dar a mi vida. «¿Deseo realmente encontrar la verdad? ¿Estoy dispuesto a dejarme interpelar por la verdad de Dios?» La verdad de nuestra fe no depende de nuestras dudas o certezas, sino de nuestra relación sincera con Dios. Y no es necesario resolver todas y cada una de nuestras dudas para vivir en verdad ante él.

Lo importante es la verdad del corazón. No hay que fiarse de las certidumbres y seguridades del pasado, ni desanimarse cuando ahora surgen las dudas. La verdadera fe no está en nuestras explicaciones bien fundadas ni en nuestras dudas, sino en la sinceridad del corazón que busca confiadamente a Dios.

Reconstruir la fe

34. «¿Puedo yo volver a creer de esta forma nueva y sincera?» Ésta es la pregunta de fondo de quien, afectado por la crisis religiosa, se plantea honestamente su postura ante Dios. ¿Es posible reconstruir la fe? Esta pregunta viene acompañada casi siempre por la necesidad de aclarar otras cuestiones más concretas. Recogemos algunas:

«¿Hay que hacer algo para creer?» Es claro que a nadie se le puede forzar desde fuera para que crea. Tampoco puede nadie «forzarse» a sí mismo para obligarse a creer. Pero tampoco basta una actitud pasiva o indiferente. La fe no se despierta dejando pasar los años uno tras otro, esperando que un día mi vida cambiará. Es necesario estar más atentos a los interrogantes, anhelos y llamadas que nacen de nuestro interior. Dios nos está buscando aunque nosotros no lo sepamos.

«¿Hay algún método para aprender a creer?» Ciertamente no hay recetas ni fórmulas que conduzcan necesariamente a la fe en Dios. Cada uno ha de recorrer su propio camino. Pero sí son necesarias algunas actitudes: honestidad con uno mismo, escucha interior, una voluntad de coherencia y fidelidad, una orientación de la persona hacia Dios.

«¿Es fácil creer o sólo está al alcance de algunos?» Creer es tan fácil y, al mismo tiempo, tan arduo como lo es el vivir o el amar. Lo propio del creyente es que no se contenta con vivir su vida de cualquier manera, y busca precisamente en su fe el mejor estímulo y la mejor orientación para vivirla intensamente. Lo importante es que Dios está ahí, acompañando a todo ser humano sin cerrarse a nadie.

«Creer, ¿no es cuestión de temperamentos?» Sin duda, la estructura personal de cada uno y, sobre todo, su trayectoria pueden predisponer a adoptar una actitud u otra ante la vida. Pero la fe no es un asunto de personas «crédulas» o «piadosas». Todo hombre o mujer puede abrirse confiadamente al misterio de Dios, aunque cada uno lo hace desde su propia forma de ser.

«Para volver a creer, ¿hay que sentir algo especial?» No necesariamente. Algunos pueden sentir la paz y la alegría de estar descubriendo un camino hacia Dios. Pero lo importante no es buscar «experiencias especiales», sino abrir el corazón a Dios, ponerse ante él con confianza, sentirse comprendido y perdonado, escuchar su llamada a comenzar una vida nueva.

«¿Se le puede obligar a una persona a creer?» No. Cada uno es responsable de su propia vida y del sentido que quiera dar a su vivir y a su morir. Lo que todos podemos hacer es dialogar entre nosotros, compartir y contrastar nuestras experiencias, y ayudarnos a adoptar una postura humana siempre más responsable y esperanzada.

Estas preguntas y otras semejantes parecen estar pidiendo hoy un esfuerzo por esclarecer mejor la cuestión de fondo: ¿Qué es creer?, ¿cómo hemos de entender ese proceso que lleva a la persona a confiar en el misterio de Dios?, ¿en qué consiste la fe?


1. Creer en tiempos de increencia (Cuaresma-Pascua, 1988); Salvación y existencia cristiana. Gozo y esperanza (Cuaresma-Pascua, 1990); Convertíos y creed la Buena Noticia (Cuaresma-Pascua, 1991), en Al servicio de la Palabra. Cartas Pastorales y otros documentos conjuntos de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria (1975-1993), p. 664-714, 800-852 y 864- 919 respectivamente.

2. Creer hoy en el Dios de Jesucristo (Cuaresma-Pascua, 1986), o.c., p. 536-590.

3. En busca del verdadero rostro del hombre (Cuaresma-Pascua, 1987), o.c., p. 597-650; Al servicio de una vida más humana (Cuaresma-Pascua, 1992), o.c., p. 975-1028.

4. Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, n. 42.

5. Ibíd., n. 36.

6. En nuestra Carta Pastoral Creer en tiempos de increencia (Cuaresma-Pascua, 1988), hablábamos de «los itinerarios hacia la increencia», nn. 29-35, o.c., p. 683-686.

7. Ver la Carta Pastoral Creer en tiempos de increencia (Cuaresma-Pascua, 1988), nn. 7-11, o.c., p. 670-672.

8. Ver La oración cristiana: encuentro entre dos libertades, Carta de la Congregación de la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (15 de octubre de 1989), n. 12.