HACIA LA CASA DEL PADRE:
CUARESMA Y SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

Carta Pastoral
del Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio María Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid

En la Cuaresma de 1999

INTRODUCCIÓN

Nosotros actuamos como enviados de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado,
para que nosotros, unidos a El, recibamos la justificación de Dios
.
(2 Cor 5, 20-21)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. El tiempo de Cuaresma, tiempo de gracia y salvación, me brinda la oportunidad de dirigirme a la Iglesia diocesana y convocarla una vez más a la conversión del corazón. Lo hago con las palabras de san Pablo a los cristianos de Corinto que encabezan esta carta y que, proclamadas el Miércoles de Ceniza, proponen el anuncio gozoso de la reconciliación que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo. También yo os pido, fieles cristianos de Madrid, que os dejéis reconciliar con Dios para que recibáis así la justicia que Cristo nos mereció en su Misterio Pascual y gracias a la cual somos criaturas nuevas.

Dejaos reconciliar con Dios

Os invito pues a fijar vuestra mirada en el Padre de toda misericordia, el Dios rico en piedad y compasión, cuyas entrañas se conmueven cuando cualquiera de sus hijos, alejado por el pecado, retorna a El y confiesa su culpa. (Mirad al Padre que nos bendijo en Cristo con el perdón de los pecados! ¡Mirad a quien es la fuente inagotable de la misericordia y que, a través de la Iglesia, nos suplica el retorno a El! ¡Dejaos reconciliar con Dios! El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas, que so funda en el profundo vínculo que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo.

Dios ama al hombre

2. Cerca ya del ano 2000, año del gran Jubileo del Nacimiento de Cristo, el ano 1999 se nos presenta como una peregrinación hacia la casa del Padre del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el 'hijo pródigo'. Para descubrir el amor de Dios y experimentarlo en nuestra vida, el Papa Juan Pablo II nos propone como camino eficaz de conversión durante este año de 1999 el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la penitencia en su significado más profundo. Retornar al Padre es dejarse reconciliar por El a través del ministerio que ha recibido la Iglesia y que sus ministros realizan como embajadores de Cristo y administradores del perdón. En el nombre de Cristo os pedimos que os reconciliés con Dios.

Esta llamada a la conversión y reconciliación halla su genuino contexto teológico en la revelación de que Dios es amor. Éste es el anuncio básico y prioritario de la Iglesia. Dios ama al hombre. Por amor lo creó. Por amor, después de que hubiese pecado y aun siendo pecador, envió su Hijo Jesucristo en la plenitud de los tiempos; por amor, nos lo entregó en la cruz y lo hizo para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, Por amor, Dios nos llama cada día a vivir en Cristo nuestra nueva condición de santos e inmaculados en el amor de forma que seamos testigos de su amor en medio del mundo. La conversión a la que nos invita la Iglesia, en efecto, pretende que cada cristiano retorne a Dios y viva la caridad en su doble vertiente de amor a Dios y a los hombres, síntesis perfecta de la vida moral del bautizado. Durante la Cuaresma, la invitación a volver a Dios es inseparable de la llamada a vivir las exigencias de caridad con el prójimo practicando la limosna y la acogida de los pobres y necesitados en los que Cristo nos recuerda su presencia crucificada.

3. Os exhorto, pues, a caminar hacia el Padre redescubriendo el sacramento de la penitencia y practicando la caridad. Ambas metas constituyen objetivos prioritarios de nuestro Plan Diocesano de Pastoral para este año de 1999. Cuidar la pastoral del sacramento de la penitencia redundará sin duda en favor de tantos hermanos nuestros que viven marginados en nuestra sociedad, marcados por la pobreza, la injusticia, el abandono, la enfermedad. Y, al mismo tiempo, vivir las exigencias de la comunión eclesial con los excluidos de los bienes materiales y sociales nos devolverá a las fuentes del perdón y de la reconciliación, para confesar nuestros pecados y alcanzar la gracia sin la que no podemos vivir como testigos del amor de Dios.

Penitencia y caridad

No es la primera vez que me dirijo a vosotros para exhortaros a la conversión. En la Cuaresma de 1996 os dirigí una carta titulada Convertíos y creed en el evangelio, en la que impulsaba el Plan Diocesano de Pastoral desde la conversión sin la que ninguna tarea en la Iglesia puede ser plenamente eficaz. Os animaba entonces a un examen de conciencia diocesano que, a la luz de la misericordia divina, hiciera posible el reconocimiento sincero y completo de nuestros pecados, preparándonos así a la celebración del gran Jubileo. Quiero ahora volver al tema de la conversión desde la perspectiva del sacramento de la penitencia, cuya gozosa celebración constituye el ámbito propio donde el hombre recibe el abrazo del Padre y se descubre a sí mismo como necesitado de la gracia y de la salvación de Cristo.

Declive del sacramento de la confesión

4. No se puede ocultar el declive de la práctica de este sacramento, que, por diversas razones, llega a ser un don del que muchos cristianos no se benefician e, incluso, ignoran. Nuestra preocupación, compartida por sacerdotes y fieles de la comunidad diocesana, es grande, porque este declive no puede por menos de ser interpretado como una enorme pérdida para la Iglesia y la sociedad. Como toda pérdida de un elemento constitutivo de la vida cristiana, las consecuencias son muy negativas. Van desde la privación del perdón de Dios hasta la deformación de la conciencia cristiana; desde la pérdida del sentido de la redención de Cristo hasta la tibieza espiritual, causa de la atonia apostólica y de la mediocridad en la que se instalan tantos cristianos; desde la falta de vigor de muchas comunidades cristianas hasta el debilitamiento de las exigencias que brotan de una aspiración constante a la santidad en el seguimiento de Cristo.

La palabra de Cristo y de su Iglesia nos invitan a pedir perdón por nuestros pecados, a renovar nuestra vida recibiendo de Dios la misericordia que nos recrea y a peregrinar hacia el Padre desde la humilde confesión del hijo pródigo: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Estoy firmemente convencido de que si cada cristiano, iluminado por Dios, reaviva en su corazón la conciencia de su pecado, y se levanta presto al encuentro del Padre, toda la Iglesia y el mundo se renovarán al beneficiarse de la misma gracia con que Dios perdona y regenera a quien se vuelve a El movido por el amor y el arrepentimiento. No debemos olvidar, a este respecto, las llamadas que el Papa Juan Pablo II y los obispos españoles hemos hecho en orden a renovar y revitalizar en la Iglesia el sacramento del perdón. La exhortación postsinodal de Juan Pablo II Reconciliato et Paenitentia y el documento de la Conferencia Episcopal Española Dejaos reconciliar con Dios gozan de enorme actualidad y, con el paso del tiempo, alcanzan mayor valor si cabe, ya que son testigos de la palabra profética de la Iglesia que vela siempre para que los dones de la redención de Cristo lleguen a todos los hombres.

I

EL DON DEL PERDÓN OTORGADO A LOS PECADORES

La experiencia de la redención de Cristo

5. No es difícil descubrir la razón por la que el deterioro creciente que afecta a la estima y celebración del sacramento de la penitencia supone un golpe de muerte a la vida cristiana en cuanto vida en Cristo. Alguien que no haya experimentado el perdón de los pecados no podrá invocar a Cristo como Redentor. La experiencia de la redención de Cristo, como liberación del pecado que conduce a la muerte, es inseparable de la experiencia eclesial en la que el pecador escucha las palabras consoladoras de Cristo a través de su ministro: "Yo te absuelvo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espirita Santo". Vivir en Cristo, bajo la fuerza del Espirita, es vivir en el ámbito de la gracia misericordiosa del perdón. En Cristo, y solo en El, obtenemos la redención, el perdón de los pecados.

Si nos atenemos a los datos de la vida y del ministerio de Cristo que contienen los evangelios, observamos que el Evangelio de Cristo es esencialmente la proclamación del perdón que Dios otorga al hombre pecador. Desde el anuncio de su Encarnación, la obra de Cristo es presentada como salvar a su pueblo de sus pecados. Eso significa el nombre Jesús. Cuando Jesús, el Hijo de Dios, retorne al Padre, lo hará, habiendo realizado la purificación de los pecados. Su ministerio como Hijo de Dios, Siervo de Yahvé y Sumo Sacerdote, tiene como finalidad expiar los pecados de los hombres de una vez por todas, de modo que los hombres tengan libre y definitivo acceso a Dios, sin otra mediación que la del Cuerpo y Sangre de Cristo entregados a favor de los hombres. La eucaristía, en efecto, es el sacrificio con el que Cristo consuma su obra para perdón de los pecados.

Las parábolas de la misericordia

6. Si toda la obra de Cristo tiende a otorgar el perdón de los pecados, se comprende que tanto el núcleo de la predicación de Jesús como muchos de sus gestos salvíficos vayan dirigidos a revelarnos la misericordia de Dios con el hombre pecador. Las parábolas de la misericordia, reunidas cuidadosamente por san Lucas en su evangelio, ofrecen el rostro de Dios misericordioso que busca al pecador, y lo reconcilia con El, restaurándole en la dignidad perdida de hijo de Dios. El gozo de Dios por un solo pecador que se convierte manifiesta el valor que tiene un solo hombre a los odas de Dios, por el hecho de haber sido creado a su imagen y semejanza, y, más aún, por haber sido comprado con la sangre preciosa del Cordero sin mancha, Jesucristo.

En estas parábolas, Jesucristo no sólo nos revela a Dios, sino que se revela a sí mismo como Aquel que ha venido a hacer eficaz el perdón de Dios. Como dice el mismo san Lucas, con las parábolas de la misericordia, Jesús responde a quienes murmuraban de él por acoger a los pecadores y comer con ellos. Es sabido, en efecto, que uno de los gestos de Cristo que suscitó mayor critica y oposición entre los líderes religiosos de Israel fue la comunidad de mesa con publicanos y pecadores. Este gesto profetice manifestaba, en la vida de Jesús, su firme voluntad de anunciar que en su persona Dios se acercaba y acogía a quienes, por sus pecados o por una vida considerada al margen de la ley, se sentían excluidos del Reino de Dios. Con su actitud acogedora, Jesús les anuncia tambien a ellos la salvación, y sentándose en la mesa de su miseria, les hace participes del don que anuncia y realiza la mesa del Reino: el perdón de los pecados. La historia de Zaqueo y de la pecadora arrepentida son dos testimonios bellísimos de la Buena Nueva que constituye el Evangelio de Cristo. Se explica, por tanto, que Cristo se defienda de las murmuraciones y justifique su actitud frente a quienes no querían entender su actitud misericordiosa.

El poder de perdonar los pecados

7. Jesús no sólo proclama el perdón, sino que lo concede con plena autoridad. Lo que enseña de palabra lo cumple con sus obras y lo ratifica con sus milagros. El perdón concedido a la mujer adúltera y al paralítico manifiestan la clara conciencia de Cristo acerca de su poder de perdonar los pecados. En el relato del paralítico queda patente la autoridad de Cristo, que respalda su poder de perdonar con un milagro, desvaneciendo así toda duda sobre sus pretensiones divinas. Así lo entendieron quienes, cerrados a la fe, lo acusan de blasfemo. Distinta, por creyente, fue la actitud del buen ladrón que, al final de su vida, confesó humildemente su fe en Cristo. Esta confesión le valió el perdón de los pecados y la entrada en el Paraíso.

La victoria definitiva sobre el pecado, que tiene lugar en la muerte y resurrección de Cristo, se desvela plenamente el mismo día de la Pascua, cuando el Señor resucitado, convertido ya en espíritu vivificante, sopla sobre sus apóstoles y les da su propio Espiritú con la capacidad de perdonar los pecados de los hombres: Recibid el Espirita Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Una nueva creación despunta en esos momentos en que la gracia de la redención pasa de Cristo Resucitado a quienes, en su nombre, deberan administrarla. Las promesas de los profetas se cumplen y la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de Cristo, se instaura en el corazón de quien se une a El por la fe y por la gracia. ¡Qué bien se comprenden ahora las palabras de san Mateo al final de la escena del paralítico perdonado: la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres!

El poder comunicado a los apóstoles

8. La Pascua, en efecto, es el gran día para glorificar a Dios: resucitando a su Hijo, nos ofrece el don de su Humanidad llena de vida gloriosa, en la que el admirable intercambio producido en la Encarnación muestra las consecuencias salvíficas para todo el genero humano. El Hijo de Dios, que asumió la naturaleza humana, nos revela hasta qué punto esa naturaleza se convierte en instrumento de santificación para nosotros. Su soplo sobre los apóstoles es el signo de la comunicación del Espiritú, la prueba de que mantiene con los hombres una relación personal y única, capaz de transmitirlos las gracias que ha obtenido por la Redención. El soplo de Cristo, signo del Espiritú que da a la Iglesia, comunica a los apóstoles su propio poder de perdonar los pecados.

Gracias a este soplo del Resucitado, el Espiritú de Cristo se comunica a la Iglesia y descansa en ella para garantizar y hacer eficaz la gracia de la Redención. Según Jesús, el Espíritu viene a convencer al mundo en lo referente al pecado, que consiste en el rechazo de Jesús y en todos los pecados que cometen los hombres y han costado la vida al Hijo de Dios. La expresión "convencer al mundo en lo referente al pecado", dice Juan Pablo II, debe recibir el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados de la historia de la humanidad. La universalidad de la redención de Cristo abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la cruz de Cristo y, por tanto, indirectamente también al pecado de quienes 'no han creído en él', condenando a Jesucristo a la muerte de cruz.

El drama del pecado y el don de la esperanza

9. La misión del Espiritú, que se derrama en la Iglesia el día de Pentecostés, y que constituye el fruto inmediato del Misterio Pascual de Jesucristo, es llevar al hombre a la comprensión del drama del pecado en toda su magnitud: como rechazo del Hijo de Dios y como rechazo del amor de Dios manifestado en Cristo. Sólo aceptando este drama, el hombre puede abrirse a la esperanza que supone la muerte de Cristo a favor de los pecadores. Se trata de la esperanza de la salvación acontecido en Cristo, en cuyo nombre se nos concede la conversión y el perdón de los pecados. El hombre que, cerrado en sí mismo, puede desesperarse al experimentar su propia incapacidad de vencer el mal que existe en si, encuentra en Cristo la respuesta a su propio drama personal. A la pregunta existencial, que nace de la dolorosa experiencia por la que constata su propio pecado, y que san Pablo formula de la siguiente manera: ¡Pobre de mi! ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?, el hombre de fe puede responder con el apóstol: ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!.

La experiencia de la Redención consiste sencillamente en esta liberación del pecado, que lleva al pecador a la gratitud por el don recibido en Cristo. Cristo se revela al pecador como Aquel que le salva de sí mismo, de sus pecados y de su inclinación al mal. Gracias a la acción del Espiritú, que revela al hombre la herida del pecado, Cristo se muestra como Redentor del hombre, acogiéndole con sus propios pecados y restaurándole en la gracia perdida. La predicación de la Iglesia el mismo día de Pentecostés se centra en el anuncio gozoso del perdón que Cristo otorga a quienes se convierten a El: Convertíos, dice Pedro, y que cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados. Bautizarse en el nombre de Jesús quiere decir sumergirse en su pasión salvadora, morir y resucitar con él, entrar por la puerta de su costado abierto y llegar al corazón mismo del Padre misericordioso. Allí el hombre recupera su condición de hijo de Dios, amado sobremanera, y se descubre a sí mismo como salvado, redimido por Cristo. El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo... debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo.

Esta salida del hombre en dirección a Cristo, para confiar en él su propia miseria, constituye ya un acto de fe en su poder redentor. Es la fe de quien reconoce que Cristo acoge y no rechaza; perdona y no condena; sana sin abrir más la herida. La fe de quien descubre en él al buen pastor que busca la oveja perdida y el buen samaritano que carga con el herido, venda sus llagas y lo introduce en el descanso del Padre. De ahí que sea tan importante, en la acción pastoral de la Iglesia, disponer al hombre a este encuentro con Dios; al hombre que, consciente de su pecado, mira a su alrededor y no encuentra la respuesta misericordiosa que espera para su situación caída.

Una cultura inmisericorde

10. La cultura de hoy es, ciertamente, inmisericorde en un doble sentido. Porque excusa lo inexcusable y porque no ofrece salvación al que peca. Ante el pecado, una determinada corriente cultural busca mil excusas para no llamarlo por su nombre. La palabra pecado desaparece progresivamente del lenguaje cotidiano, como si diera miedo a enfrentarse con la libertad del hombre y la responsabilidad que fundamenta el carácter moral de sus actos. Se recurre fácilmente a explicaciones psicológicas, sociales y hasta económicas, como configuradoras del comportamiento humano antes que confesar sencillamente: soy pecador, he pecado contra Dios y contra mis hermanos; he sido libre en lo que he hecho; me he dejado llevar del mal que habita en mi. Ocultar el pecado, excusarlo como si el hombre no tuviera libertad para decidir sobre el bien y sobre el mal, justificarlo como una consecuencia de fuerzas ciegas y ocultas que nada tienen que ver con la libertad del hombre, es no tener misericordia con el hombre. Supone dejar al hombre al margen de su propia verdad y decisión moral; darle sin respuesta a las preguntas que inevitablemente surgen en su corazón: ¿por qué he actuado así?, ¿por qué no hice el bien?, ¿cuál es la verdad de mi vida?

Por otro camino se es inmisericorde con el hombre en el mundo actual. Es el camino del rechazo del pecador, de la condena farisaica de quienes, después de conducir al hombre hacia el mal, lo abandonan a su suerte sin echarle una mano. No somos plenamente conscientes del escándalo farisaico que provocan muchos comportamientos sociales, que, sin embargo, vienen promovidos al derivarse de los paradigmas, ejemplos y modelos de lo que con frecuencia se llama progreso, avance o modernidad. Si fuéramos conscientes de esta contradicción nos avergonzarían las propuestas que se hacen a las nuevas generaciones que implican la negación de los valores de una conducta verdaderamente humana y la exaltación de lo que destruye y aniquila al hombre. ¡Cuántas veces lo que se propugna conduce a la muerte! Los jóvenes, especialmente, son victimas de esta terrible manipulación que recuerda aquellas palabras de Jesús: ¡Ay del mundo par los escándalos! Es forzoso, ciertamente, que vengan escándalos, pero ¡ay de aquel hombre por quien el escándalo viene!; o aquellas otras: Son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.

Abdicar de la condición humana

11. Los esquemas y modelos existenciales que se proponen a las nuevas generaciones sobre el amor humano y la afectividad; sobre el modo de realizarse en la sexualidad y la vida en pareja al margen y en contra del matrimonio; sobre el uso de la propia libertad carente de normas y principios éticos reguladores del comportamiento y, en general, sobre una vida en la que el criterio último de discernimiento es el hedonista del "sentirse bien", "estar a gusto consigo mismo", o "hacer con su cuerpo lo que uno quiera", conducen al hombre a abdicar de su condición humana, presidida por la razón ética y moral, y sometida a la verdad ultima y objetiva que Dios ha inscrito en el corazón del hombre.

Este concepto inmoral de la propia libertad, separado de toda referencia al orden objetivo de los valores, que ya propugna la razón, lleva a muchas victimas del mismo al fracaso y a la ruina de su vida. Cuando caen hechos pedazos, o se aislan en su propio drama, ¿quién los recoge?; ¿quien se culpa de su responsabilidad en este drama?; ¿quién puede reconciliar consigo mismos a quienes han perdido la confianza en sí y en quienes les han alentado en su camino? ¡Qué trágico es ver la exhibición que se hace en ocasiones en los medios de comunicación social de estas pobres personas con sus existencias rotas, como si se tratase de un espectáculo que distrae a quienes lo promueven, pero que a la postre juzga a la sociedad que los produce! ¡Qué fácil resulta entonces condenar sin que nadie asuma responsablemente su propia culpa!

Libertad y responsabilidad

12. Hablar de pecado es hablar de libertad y responsabilidad ante Dios y ante los hombres. Es hablar de la alienación de sí mismo, al apartarse de la verdad de su ser creado y de su vocación trascendente. Por eso, ocultar al hombre su pecado es una grave injusticia contra su propio ser y su verdadero destino: significa privarle de la conciencia de su carácter de creatura finita, capaz de ruptura con su creador -de mal moral- y privarle, por tanto, de su capacidad de reacción contra el abuso de su libertad; privarle, sobre todo, de la posibilidad efectiva de la experiencia de su conversión y vuelta a Dios. No es nada extraño que la predicación de los profetas y la del mismo Jesús ostente en sus notas distintivas la de enfrentar al hombre con la realidad de su propio pecado, no para condenarlo, sino para provocar la respuesta profundamente humana hacia la conversión, en la que el hombre se acepta a sí mismo en el ámbito de la misericordia divina.

Esta llamada de Cristo a la conversión no oculta ningún dato sobre la gravedad del pecado y el riesgo que el hombre tiene de perder la salvación eterna, si no se vuelve a Dios y acepta su ley; no oculta, ciertamente, la transcendencia que todo acto humano tiene en la presencia de Dios y que sitúa al hombre ante la decisión de optar por la vida o por la muerte. La predicación de Jesús alcanza, en este sentido, niveles de especial dramatismo que revelan el juicio de Dios ante la posibilidad de entrar o no entrar en el Reino de los cielos. Difícilmente pueden olvidarse palabras como éstas: Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la Vida que con las dos manos ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Más vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado en la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna .

La fuerza de estas palabras reside en el valor que Cristo da a entrar en el Reino de Dios, que es la Vida. Si acentúa la importancia de la decisión del hombre de cara a sí mismo es en razón de su destino eterno. Como los profetas del Antiguo Testamento, Jesús no duda en utilizar imágenes que conmuevan al hombre en su ser intimo, pues se trata de exhortarle a optar por la Vida que no tiene fin. El pecado, por tanto, es presentado como la gran amenaza que pone en peligro el destino eterno de salvación. Con su predicación, Jesús llama al hombre a decidirse luchando contra el pecado que arriesga su salvación más allá de la muerte. Por una parte, le asegura que Dios es el Padre que perdona los pecados y busca al pecador; y por otra, le urge a tomar partido en el drama de salvarse a sí mismo, perdiendo para ello si fuera posible el mundo entero y hasta la propia vida. En ese drama, el hombre no está sólo, pues ha recibido el poder del Espiritú que le sostiene en la lucha y le asegura el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.

II

LA CELEBRACIÓN DE LA MISERICORDIA

El segundo bautismo

13. El gozo de Dios por cada pecador que se convierte se celebra en la Iglesia, si se trata de un no cristiano, con el sacramento del bautismo y, si se trata de un cristiano, con la novedad de otro sacramento instituido por Cristo: el de la reconciliación y penitencia. Con estos nombres se expresa la acción de Dios y del pecador: Dios reconcilia al pecador estableciéndole de nuevo en su amistad y el pecador se arrepiente y realiza obras en las que muestra la autenticidad de su conversión. La importancia de este sacramento ha sido puesta de relieve en la Iglesia, equiparándolo al bautismo pues devuelve al pecador la inocencia de la gracia bautismal. Así, san Ambrosio habla del agua del bautismo y de las lágrimas de la penitencia, y los Santos Padres se refieren a él como bautismo laborioso o la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia.

Recuperar la gracia perdida, volver a la amistad con Dios, restablecer la alianza y hallar de nuevo la paz son, sin duda, el mayor motivo de esperanza que la fe cristiana nos presenta después del bautismo. Las imágenes que utiliza Jesús para revelarnos la grandeza del perdón de Dios son imágenes de fiesta en torno a un banquete donde la alegría es la nota distintiva. La Iglesia, por tanto, celebra gozosamente el retorno del pecador al Padre con la conciencia clara de que la salvación de Dios entra en la casa de cada pecador arrepentido.

La grandeza de este don de Dios, que renueva el misterio de la Redención en cada bautizado, justifica sobradamente el hecho de que la Iglesia vele por que nunca falte al pecador la gracia de la reconciliación y que se celebre con la profundidad que requiere. Está en juego el destino eterno del hombre y la gratuidad con que Dios ofrece a cada pecador el fruto de la Redención de Cristo. Desde sus origenes, la Iglesia tiene clara conciencia de ser el lugar donde acontece y se muestra la misericordia de Dios. Por ello, protege el sagrado derecho del pecador a retornar, movido por un incoercible deseo de liberación del pecado, a la casa paterna. En ese momento misterioso de la gracia, el pecador debe encontrar siempre a la Madre Iglesia dispuesta a acoger, perdonar e integrar en su seno al hijo pródigo.

Penitencia y reconciliación

14. La Pastoral de la penitencia y de la reconciliación, que el Sínodo de 1983 quiso promover, encuentra su justa definición en las palabras de Juan Pablo II: Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia, continuadora de la obra redentora de su divino Fundador. Esta es una misión que no acaba en meras afirmaciones teóricas o en la propuesta de un ideal ético que no esté acompañado de energías operativas, sino que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una práctica concreta de la penitencia y la reconciliación. Esta oportuna observación del Papa pone el dedo en la llaga de la crisis actual del sacramento. Con mucha frecuencia, pastores y fieles nos quedamos en afirmaciones teóricas sobre la reconciliación o en propuestas de ideales éticos, presentados como utópicos, inalcanzables al mismo hombre, y olvidamos que la Iglesia tiene un ministerio, llamado de reconciliación, gracias al cual el hombre recibe la energía para obrar el bien y hacer eficaz la conversión y la penitencia. Por este ministerio el hombre recupera la confianza en la gracia de Dios, que es más poderosa que la ruina ocasionada por el pecado.

La Iglesia, al realizar este ministerio, invita al hombre a acercarse a Cristo Redentor con la certeza de que en El hallará el perdón de toda culpa. El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el pecador puede, siempre de nuevo, con todo su ser, 'apropiarse' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y Redención para encontrarse a así mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha 'merecido tener tan grande Redentor'.

Los actos del penitente

15. Este hondo proceso, a través del cual el hombre se acerca a Cristo con su debilidad y pecaminosidad, está compuesto por una serie de actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso. Estos actos tienen su origen en la gracia de Dios, que llama a la conversión, y que arrastra al pecador con la fuerza del arrepentimiento, o compunción del corazón, hasta la confesión humilde, integra y total de sus pecados, con el vivo y ardiente deseo de no volver a pecar sostenido por la confianza en el poder de Dios. En la parábola del hijo pródigo, el mismo Cristo nos ha descrito de modo magistral este itinerario que levanta al hombre de su condición pecadora y le impulsa hasta el Padre que le abraza y le devuelve la dignidad perdida. En este itinerario, el pecador examina su conciencia a la luz de su dignidad de hijo de Dios, que le da la medida de su pecado. El Padre bueno está en el horizonte de su mirada, como norma de su perfección y santidad, y, por tanto, como Aquel que le recuerda el amor para el que ha sido creado.

Examen de conciencia

16. El examen de conciencia no es el análisis introspectivo, meramente psicológico, de quien, centrado en sí mismo, busca descubrir los resortes y mecanismos de su conducta para llegar a un conocimiento personal que le satisfaga plenamente y le justifique ante sí mismo. El examen de conciencia, que propone la Iglesia, parte de la revelación de lo que somos ante Dios -¡hijos muy amados!- y de la constatación de nuestra Infidelidad a la alianza con Dios, quebrantada por nuestros pecados. Es un examen hecho a la luz de la verdad de la Palabra de Dios en la que hallamos los mandamientos como expresión de su plan salvador sobre nosotros. Guardar la Palabra y los mandamientos de Cristo es la condición necesaria para permanecer en su amor.

Dolor de los pecados

17. Es justamente la conciencia de no permanecer en Dios y de no amarle por encima de todas las cosas, al quebrantar cualquiera de sus mandamientos, lo que provoca en el corazón del pecador ese movimiento interno de afectos que llamamos contrición, arrepentimiento o dolor de corazón. Es un sentimiento noble, nada insano, profundamente filial y generoso que nos impulsa hacia el Padre para manifestarle que hemos pecado contra él. Cuánto más intenso, auténtico y puro sea este afecto, más prontitud tendrá el pecador para acudir al Padre y más crecerá el aborrecimiento del pecado que le alejó de él. La verdadera contrición purifica al pecador, le consuela y le devuelve la confianza en el amor de Dios, y acrecienta en él el deseo de no ofenderle nunca más. Es preciso desear esta gracia y suplicarla constantemente como el don que nos confirma en la fidelidad a Dios. Quien la posee llegará a entender lo que dice san Juan: Todo el que permanece en El, no peca. Quien ama a Dios de esta manera recibe la gracia de no apartarse de él.

Confesión sencilla y humilde

18. Esta salida de la situación de pecado en busca del abrazo del Padre culmina en la confesión sencilla, humilde y sincera de los pecados cometidos. Es el acto propio de la confesión en el que, movido por el dolor de haber ofendido a Dios o por el mas imperfecto causado por el temor del castigo eterno, el pecador abre su conciencia a la Iglesia, en la persona del sacerdote, y se acusa de los pecados que le causaron la pérdida de la amistad con Dios, o debilitaron la vida de la gracia. Este acto de profunda humildad es el signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios..., gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona. Un gesto así complace a Dios en extremo pues le ofrece el corazón contrito y humillado, verdadero sacrificio de expiación.

Esta confesión, que nace del amor a Dios, no escamotea la culpa, ni busca justificarse ante Dios que conoce la verdad de cada vida. Tampoco escudriña en su conciencia escrupulosamente como si la gracia de Dios dependiera de la minuciosidad con que se formulan los pecados. El pecador, consciente de su enfermedad y dolencia, se sitúa en la verdad de su vida, abre su conciencia, en el secreto inviolable de la confesión, sin ocultar ninguna circunstancia que agrave su estado, ni el número de los pecados cometidos, de forma que pueda ser sanado, confortado y absuelto tal como se halle en la presencia de Dios. De la sinceridad de su acusación dependerá en gran medida la eficacia curativa del sacramento. Como el enfermo ante el médico, el pecador arrepentido se muestra con sinceridad ante el sacerdote que hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo.

Respuesta de Dios: La vida nueva de la reconciliación

19. La respuesta de Dios a este acto de humildad es la reconciliación concedida en virtud de la muerte y resurrección de Cristo. Mediante la absolución del sacerdote, otorgada individualmente después de haber acogido y escuchado tranquilamente al pecador, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia. La misericordia triunfa sobre la culpa y la ofensa; y la gracia regenera al pecador restableciendo la amistad con Dios. Tras la muerte espiritual que causa el pecado mortal, el perdón opera una resurrección a la vida que celebra el sacramento, en la fe que nos da la certeza de ser reconciliados con Dios. ¡Qué bien se comprende entonces el júbilo de la salvación que expresa san Anselmo de Canterbury en su meditación sobre la redención del hombre!: Oh alma cristiana, alma resucitada de una muerte cruel, alma redimida y liberada por la sangre de Cristo de una mísera esclavitud: aviva tu mente, recuerda tu renacimiento, reflexiona en tu redención y liberación. Reconsidera en qué consiste y cuál es la fuerza que te ha salvado... saborea la bondad de tu Redentor, inflámate de amor por tu Salvador... ¿Dónde está y cuál es la virtud y fortaleza de tu salvación? Ciertamente es Cristo quien te ha resucitado, aquel buen samaritano te ha curado, aquel amigo bueno te ha redimido y liberado mediante su alma. Cristo, quiero decir. La fuerza que te ha salvado es la fuerza de Cristo.

La gratitud del penitente

20. La gratitud a Cristo por la salvación recibida de él se convierte no sólo en un firme propósito de no pecar sino en un deseo, que responde a una necesidad inscrita en el ser mismo de la persona, de reparar el mal hecho mediante obras de penitencia. La gracia del perdón no puede pagarse con nada. Es obra divina de la que nos hacemos deudores a lo largo de toda nuestra vida. Podemos y debemos, sin embargo, reparar nuestros pecados mediante actos de justicia y santidad que curen el desorden que el pecado deja en nuestro ser y orienten nuestra vida hacia el auténtico servicio de Dios y de los hombres. A la penitencia que el sacerdote impone como signo de la conversión que exige el sacramento, debe acompañar el ejercicio de la virtud de la penitencia que ayuda al cristiano convertido a seguir unido al misterio de la pasión de Cristo. Forma parte de La grandeza del amor de Cristo -dice Juan Pablo II- no dejamos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: 'Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia'.

Esta incorporación a la pasión de Cristo nos ayuda a entender la realidad de la 'vicariedad' sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo y a descubrir, por tanto, que si Cristo se ha ofrecido a favor de mis pecados, también yo, unido a él, puedo ser para otros una gracia en el proceso de su conversión. En realidad, sólo con la entrega de uno mismo a Cristo se agradece el don de su Redención. Esta respuesta afectiva del pecador que experimenta la redención de Cristo en su propia vida es la mejor manera de celebrar el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte en la vida de cada cristiano. Ésta se convierte en un canto de alabanza a la misericordia de Dios.

III

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y VIDA DE LA IGLESIA

Un pueblo de redimidos

21. Una Iglesia que dejara de celebrar el sacramento de la reconciliación perdería la conciencia de ser asamblea de redimidos. Se arriesgaría a perder su conexión vital con Cristo, nuestra paz, Los cristianos vivirían su aspiración a la santidad y perfección cristianas como utopias inalcanzables, y la moral se convertiría en un penoso ejercicio de las virtudes que abocaría necesariamente al pelagianismo o a la desesperanza. La Iglesia, y cada uno de sus hijos, se renueva constantemente en el misterio pascual de Cristo que actualiza el sacramento de la penitencia. La crisis de este sacramento lleva consigo inevitablemente una crisis de identidad eclesial que se manifiesta en la pérdida de la conciencia de la redención de Cristo. Y si Cristo desaparece del horizonte de la persona humana, ésta queda privada de su dignidad última, la que le confiere el hecho de haber sido redimida por la sangre de Cristo. De ahí que la Iglesia, como signo y salvaguardia de la transcendencia de la persona humana, ofrezca el sacramento de la penitencia como el lugar donde el hombre recupere la conciencia de su destino transcendente y luche por orientar su vida hacia él.

Una conversión permanente

22. El sacramento de la penitencia mantiene a la Iglesia, además, en un estado permanente de conversión evitando así tentaciones de orgullo pelagiano que ponen en peligro el concepto de la gratuidad absoluta de la redención de Cristo. En estos tiempos en que somos tan sensibles a los pecados que han cometido quienes nos han precedido en la fe cristiana, por los que pedimos perdón, resulta coherente que nos miremos a nosotros mismos, examinemos nuestra conciencia, y pidamos perdón por nuestras infidelidades que nos impiden vivir los compromisos del seguimiento de Cristo. Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio millennio adveniente, nos ofrece un exhaustivo examen de conciencia, al terminar este milenio, sobre nuestros pecados e Infidelidades actuales, con el fin de entrar en el próximo milenio con un renovado espíritu de conversión. No se puede negar -dice el Papa- que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe.

El sacerdote: ministro de la reconciliación

23. La Iglesia, por ultimo, no podrá ser instrumento de reconciliación en el mundo, vocación a la que no puede sustraerse, si ella misma no se muestra reconciliada, es decir, no aparece como la comunidad de los discípulos de Cristo, unidos en el empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir como hombres nuevos en el espíritu y práctica de la reconciliación . Este testimonio es especialmente elocuente en un mundo de tensiones y conflictos como el nuestro, donde la responsabilidad moral queda diluida o proyectada sobre estructuras impersonales que conforman la sociedad. Los cristianos debemos dar ejemplo de arrepentimiento y confesión de nuestros pecados para ser así testigos creíbles de la gracia y alegría del perdón.

Corresponde especialmente a los sacerdotes promover la pastoral de este sacramento tan vinculado a su propio ministerio. El sacerdote, por voluntad expresa de Cristo, es administrador de la gracia del perdón. Como ministro de la Iglesia, ofrece rece el rostro materno de la misma, acogiendo a los pecadores, consolándolos en sus luchas espirituales e integrándoles en la comunión quebrada por el pecado. Entre los diversos ministerios que la Iglesia le ha confiado, éste es absolutamente prioritario, de forma que no debe excusarse jamás de ejercerlo con toda la dedicación, sabiduría, caridad y prudencia que requiere como signo eficaz del Misterio pascual de Cristo. De la celebración eucarística surge, como una prolongación de su gracia a favor de los pecadores, el sacramento de la paz que la nueva alianza establece en el corazón de los hombres. Como ministro del altar, el sacerdote acoge también en la mesa del perdón a los que rescatados por el sacrificio de Cristo se disponen a comer de su sangre y beber de su cáliz. No se entiende, ni en el sacerdote ni en los fieles, una valoración de la eucaristía que no implique la misma estima por el sacramento del perdón.

El sacerdote encuentra en este ministerio la clave para entenderse a sí mismo como buen pastor, médico y padre, abogado y juez que, con la autoridad y el espíritu de Cristo, absuelve, sana, conforta, exhorta y alienta a los cristianos en su camino de santidad. Su solicitud por los pecadores es el signo de que Cristo habita entre ellos y les ofrece la ternura compasiva del Padre. Por eso, los busca sin esperar a que llamen; los reclama con la predicación y la actitud mansa de quien no viene a condenar sino a salvar; los advierte del riesgo de perder la salvación eterna sin quebrar la esperanza, por pequeña que sea, de lograrla; y, reconciliados con Dios, les ofrece su compañía de pastor que vigila por su perseverancia.

El sacerdote es también hombre pecador

24. Estas actitudes exigen del sacerdote una valoración y estima del sacramento de la penitencia que se traducen en la práctica personal del mismo. El sacerdote es también un hombre pecador. Por haber recibido mucho del Señor, debe estar siempre dispuesto a revisar su vida en razón de las gracias y responsabilidades que el Señor de la Iglesia le ha otorgado. Su ministerio, que le sitúa en un lugar eminente de santidad, le obliga a examinarse ante Cristo, contrastándose con sus actitudes de Sumo Sacerdote y suplicando la gracia de acogerlas como suyas. La oración, la escucha de la Palabra de Dios le llevarán espontáneamente a la confesión sacramental donde, al experimentar él mismo la misericordia de Dios, se capacita para ofrecerla a sus hermanos los hombres. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentiría muy pronto, y se darla cuenta también la comunidad de la que es pastor. Por el contrario, un sacerdote que, como Pedro, se vuelve constantemente a su Señor para decirle apártate de mi, Señor, que soy un hombre pecador, el pueblo cristiano encuentra siempre estimulo y confianza para abrirle la conciencia seguro de su capacidad de caridad y perdón.

Llamada a los sacerdotes

25. Pido, pues, a los sacerdotes que dediquen lo mejor de sí mismos a este ejercicio de caridad pastoral que es la reconciliación del hombre con Dios. Que ofrezcan a los fieles los tiempos oportunos para la práctica del sacramento, sin que ellos tengan que solicitarlo expresamente teniendo que vencer así obstáculos nacidos de la reserva y el pudor personal no fácilmente vencibles. A los pastores queda la obligación de facilitar a los fieles la práctica de la confesión integra e individual de los pecados, lo cual constituye para ellos no sólo un deber, sino también un derecho inviolable e inalienable, además de una necesidad del alma. En todas las parroquias, los fieles deben saber en que momentos sus pastores están disponibles para este sacramento, sin recurrir a la excusa de que los fieles no acuden o a la urgencia de otros trabajos pastorales. Para ello se impone la predicación y catequesis sobre este sacramento cuyos contenidos doctrinales favorecen la evangelización, dada su conexión con la Buena Nueva de Cristo sobre el perdón y la misericordia. Si el pueblo cristiano es educado y catequizado así , la gracia de Dios actuará en el corazón de los fieles que sentirán la llamada cálida del Buen Pastor.

Junto con esta disponibilidad y dedicación al sacramento, los sacerdotes, como instrumentos de unidad y comunión eclesial, deben dejarse guiar por un vivo sentido de responsabilidad al tratar las cosas sagradas, que no son propiedad nuestra, como es el caso de los sacramentos, o que tienen derecho a no ser dejadas en la incertidumbre y en la confusión como es el caso de las conciencias. Cosas sagradas -dice el Papa- son unas y otras -los sacramentos y la conciencia- y exigen, por nuestra parte, ser servidas en la verdad.

Estas observaciones del Papa Juan Pablo II, que recogen las aportaciones del Sínodo de 1983 sobre el sacramento de la reconciliación, nos obligan a revisar nuestro servicio a la verdad en la formación de las conciencias de los fieles y en la celebración del sacramento del perdón.

La estructura dialogal del sacramento sirve sobremanera, en efecto, para que el sacerdote, como maestro de la fe, oriente la conciencia, corrija desviaciones, enseñe los principios de la moral cristiana y sus exigencias e ilumine con la Palabra de Dios y con el Magisterio de la Iglesia las diversas situaciones por las que pasa el pecador. El respeto a cada situación personal, la atención personalizada a sus circunstancias únicas e irrepetibles, deben llevar al confesor al ejercicio de la paternidad, reflejo de la de Dios, para que el pecador descubra que la Iglesia es Madre y Maestra y que la acogida y comprensión que ofrece a sus hijos no abdica de la verdad con la que ilumina sus vidas y circunstancias presentes. Este respeto, animado por una caridad sin limites, buscará siempre salvar al pecador sin detrimento de la verdad que la Iglesia defiende sobre el comportamiento moral derivado de la antropología cristiana cuya fuente es la Revelación divina. Flaco servicio se hace al pecador cuando, por una falsa caridad, se le confunde con equivocas doctrinas o, lo que es aún más grave, se le confirma en sus errores. Esta manipulación de la conciencia, en el lugar donde el hombre tiene derecho a recibir la verdad que salva, es una gravísima falta de responsabilidad pastoral que todo sacerdote debe rechazar enérgicamente en el ejercicio de su ministerio.

Vivir el sacramento en toda su fuerza teológica y litúrgica

26. Es sabido, también, que la reforma litúrgica del sacramento no termina de ser acogida plenamente en toda su riqueza teológica y litúrgica. Hábitos y rutinas impiden en muchas ocasiones celebrar el sacramento como conviene, respetando sus elementos propios -acogida del penitente, proclamación de la Palabra de Dios, exhortación a la confesión sincera e integra, gestos litúrgicos apropiados, diálogo en orden a la oportuna penitencia, celebración gozosa del perdón- que suponen para el penitente un acto lleno de sentido eclesial y una ocasión de plena renovación espiritual. Atender a estos aspectos es fundamental para que la estima del sacramento crezca en proporción a sus contenidos teológicos y pastorales.

En la reforma litúrgica dé este sacramento y, posteriormente, en el Código de Derecho Canónico se regulan además las condiciones en las que debe administrarse el sacramento de la penitencia. El canon 960 dice expresamente: La confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia. También el Código precisa las condiciones que legitiman el recurso al rito de la reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general. Corresponde al obispo diocesano valorar si existen en concreto tales condiciones, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal de forma que puede determinar los casos en los que se verifica esa necesidad. La Conferencia Episcopal Española, manifestó en su día que en el conjunto de su territorio no existen casos generales y previsibles en los que se den los elementos que constituyen la situación de necesidad grave en la que se puede recurar a la absolución sacramental general. Este criterio es válido para nuestra Archidiócesis en la que, ciertamente, no se dan los casos previstos por el Derecho. La observación, por tanto, de estas normas, fruto de madura y equilibrada consideración, debe hacerse desde un espíritu de comunión eclesial, evitando todo tipo de interpretación arbitraria. Detrás de estas normas, la Iglesia sólo busca el bien de las almas a las que quiere servir respetando siempre la verdad del sacramento y la de la propia conciencia individual.

Todo pastor con experiencia en este sacramento sabe que el pecador quiere ser tratado con calma y sin prisas; que los problemas del espíritu requieren acogida y serenidad de trato y que un auténtico diálogo espiritual crea las condiciones de confianza y apertura de alma necesarias para la confesión y posterior acompañamiento espiritual que puede surgir a raíz de la conversión Estas actitudes se cultivan cuando el pastor acoge al penitente respetando su individualidad y le dedica el tiempo que requiere su propia situación. En ese clima puede decirle: Muestra, pues, tu herida al médico, para que puedas ser curado. Entonces percibe que Dios le ama por sí mismo y que nada hay tao personal e intimo que este sacramento en el que el pecador se encuentra ante Dios solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza.

El perdonado: Testigo y apóstol de la misericordia

27. La experiencia del perdón de Dios, recibido en la Iglesia, convierte al cristiano en un testigo y apóstol de la misericordia. Así se presenta el mismo san Pablo a su discípulo Timoteo, al entroncar el origen de su apostolado en la misericordia que Dios tuvo con él. La confianza que Cristo depositó en san Pablo se muestra en que le otorgó el ministerio apostólico, a él, el primero de los pecadores, para que quedara patente en su vida lo que quiere hacer con todos los hombres. La salvación que Dios ofrece a los hombres de modo desbordante y gratuito hace de quienes la acogen ejemplos vivientes del poder soberano de Dios. Ante esta acción de Dios, el pecador agradecido comprende que su vida tiene que ponerse a disposición del Señor. En su Memorial de la vida cristiana, Fray Luis de Granada, siguiendo el comentario de san Agustín al libro de Job, dice así: Yo confieso, Señor, mi pecado, y es tan grande la pena que por esto tengo, que ninguna pena rebasaré de padecer por él. Mira tú, Señor, qué quieres que haga, que aparejado estoy para todo lo que quisieres hacer por mi. No tengo otra cosa que ofrecer, sino un corazón dispuesto para lo que tú mandares hacer.

El apostolado, en efecto, tiene su raíz última en la convicción de que la vida se la debemos al Señor, que nos rescató del pecado y de la muerte. Una vez convertido al Señor, el pecador se comprende a sí mismo como debido a Cristo. El cristiano se debe, ha dicho con acierto H. Urs von Balthasar. La penitencia y satisfacción que brotan de la experiencia del sacramento consisten en vivir la existencia futura bajo la luz de esta dependencia salvífica y, por tanto, en plena disponibilidad para el Reino de Dios. No es de extrañar que en el número de los apóstoles más encendidos de Cristo figuren nombres de grandes pecadores que recibieron la gracia de convertirse al Señor y le ofrecieron, como obsequio, el don de sí mismos. Esto es lo que brilla de modo eminente en el mártir cuando, consciente de que Cristo ha dado la vida por él, ofrece la suya como ofrenda agradable. La condición martirial de la vida cristiana no es otra cosa que la confesión del señorío de Cristo en la vida de cada bautizado que le urge a la misión en el medio del mundo.

También podemos hacer la observación contraria: cuando el celo apostólico disminuye y decrece el ansia evangelizadora, podemos preguntarnos qué queda de la experiencia cristiana de la redención; qué queda de la conciencia de nuestra propia liberación y reconciliación obradas por Cristo. Con toda razón ha dicho Juan Pablo II que la misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros. Quien confiese y haya experimentado en su vida, en efecto, que Jesús es el Hijo de Dios y que en él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del pecado y de la muerte, no dudará en lanzarse a la misión evangelizadora de la Iglesia proclamando la buena nueva del perdón y de la misericordia.

Estoy convencido de que una práctica sincera del sacramento de la penitencia redundará en frutos abundantes de evangelización y apostolado. Nos recordará lo que vale un hombre a los ojos de Dios que ha querido redimirlo con la sangre de su Hijo; actualizará en nuestra propia historia personal el acontecimiento de la Pascua cristiana, fiesta de liberación, y nos urgirá a dar testimonio en medio de los hombres del Dios rico en misericordia, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Y la Iglesia se hará creíble en el mundo al ofrecer al mundo el perdón que ella misma recibe de lo alto.

Pongo en las manos de Maria, Refugio de pecadores y Reina de la Paz, Virgen de La Almudena, todos estos deseos. Pongo, sobre todo, el corazón contrito de todos los cristianos que nos disponemos a celebrar la Cuaresma, como camino de conversión hacia la Pascua. Que ella los ofrezca a Cristo como don de una Iglesia que reconoce en El al Redentor de todos los hombres, el que los conduce en el Espíritu Santo a la casa del Padre.

Con mi afecto y bendición,

+ Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal Arzobispo de Madrid

Madrid, a 17 de febrero de 1999
Miércoles de Ceniza