BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS PADRE

Carta Pastoral
de Mons. Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga


 

I. Introducción
II. Tu rostro buscaré, Dios mío
III. Muéstranos tu rostro
IV. Anunciar a Dios al hombre de hoy
V. Conclusión y notas

I

INTRODUCCIÓN

Ante las puertas del Jubileo 2.000, convocado para celebrar el acontecimiento central de la historia humana, el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, os invito a dirigir la mirada a Dios, Padre de misericordia. El es el origen y la meta de toda persona, aunque no lo sepa, y la fuente última de nuestra plenitud humana. Sin Dios, la existencia del hombre se oscurece, el camino hacia los demás se estrecha y el horizonte de nuestros anhelos y proyectos se desvanece en la nada. Sólo El da sentido y consistencia a nuestra vida.

1. El eclipse del sentido de Dios.

El ciudadano de los países ricos y desarrollados, tras haber visto morir sus sueños más hermosos, ha caído en un total escepticismo histórico. La vida, dice, es un caminar breve y efímero entre dos nadas, sin otro sentido que la pequeña ración de placer que uno pueda conseguir y disfrutar. El mundo es como es, piensa, y no tiene arreglo. Los diversos intentos de redimirlo o transformarlo, añade, desembocan luego en alguna sangrienta tiranía. Cada uno tiene que arreglarse como mejor pueda para evitar sufrimientos y complicaciones[1], gozando del momento presente y procurando no hacer daño a los demás. Al principio era la nada y al final nos espera la nada: sólo queda aprovechar y disfrutar el hoy mientras tengamos alguna posibilidad de hacerlo.

Pero el evangelio según san Juan pone en boca de Jesús estas hermosas palabras: "yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Un regalo precioso, que nada ni nadie nos puede quitar; un don imperecedero, pues nos da "vida eterna" (Jn 10, 28); una vida que consiste en que "te conozcan a ti, el único Dios verdadero" (Jn 17,3). Y si el hombre moderno ha caído en tamaña desesperanza, es porque se ha olvidado de Dios y se ha cerrado herméticamente a su llamada. El papa Juan Pablo II pone certeramente el dedo en la llaga al decirnos que "es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas"[2].

Hace unos treinta años, surgió un movimiento religioso-cultural que trataba de ser renovador, y que tenía como lema "vivir y construir el mundo como si Dios no existiera -'etsi Deus non daretur'". Hoy sabemos que dicho proceso de secularización que, en principio, parecía ser un proceso legítimo de adaptación a la modernidad [3], ha desembocado en el más crudo secularismo. Y entiendo por tal la ideología difusa que intenta eliminar toda referencia a Dios tanto de la vida pública como de la social y de la privada, de forma que lo religioso quede relegado a ser un elemento irracional de libre disposición, que nada tiene que ver con el comportamiento ético de cada uno ni con las relaciones interpersonales ni con el desarrollo de la historia [4].

Por supuesto que el problema de Dios no es el único que tenemos que abordar los cristianos, y haríamos mal en descuidar todas las numerosas cuestiones intraeclesiales que dificultan o facilitan la misión evangelizadora de la Iglesia. Mas pienso que "Dios" es la gran cuestión que tenemos hoy los cristianos y que dicha cuestión repercute sobre todas las demás. Con palabras de un autor de nuestros días, el problema fundamental que tenemos planteado los cristianos consiste en "la perplejidad acerca de cómo proclamar hoy nuestra fe en Dios como fuente originaria de la vida toda, como energía universal de una 'simpatía' que ama y acompaña, de tal modo que salte la chispa, y los hombres (en particular los jóvenes) comprendan con la cabeza y con el corazón que es bueno y hondamente liberador cimentar su vida en ese Dios, seguirle con y en Jesús y contribuir con El a construir el Reino"[5]. Y no cabe duda de que esta dificultad no se debe sólo a la cerrazón de la cultura ambiente, sino también a la carencia de una experiencia honda de Dios salvador que constituiría a cada cristiano en un testigo de lo que ha visto y oído.

2. "Lo divino" como sucedáneo de Dios.

Es cierto que, al menos a primera vista, parece renacer el interés por Dios y las cuestiones religiosas[6]. Pero cuando nos asomamos al fondo de este interés, tenemos la impresión de que "Dios" se disuelve en "lo divino", entendido como una abstracción vaga que satisface ciertas necesidades emotivas de la persona sin comprometerla a nada. El hombre contemporáneo busca una especie de religión sin Dios, sin Iglesia, sin dogmas y sin compromisos. No es extraño que el punto de referencia sean algunas religiones orientales que carecen de "Credo" y que buscan a Dios al margen de la historia.

Es un fenómeno que nos resulta conocido, y que puede estar en la raíz de esa práctica de personas que, por una parte, se confiesan ateas o cristianos al margen de la Iglesia; y que, por otra, se insertan activamente en algunos acontecimientos de religiosidad popular. Numerosas personas, especialmente entre los jóvenes, aceptan la apertura de la vida a lo misterioso y a una especie de comunión afectiva con el Todo, como parece detectarse en algunos movimientos ecologistas y naturistas; y como también se echa de ver en el interés por algunas técnicas de meditación que relajan ciertamente el espíritu, pero que apenas transforman luego la conducta en la línea que nos marca el Evangelio.

II

TU ROSTRO BUSCARÉ, DIOS MÍO

Siguiendo la pedagogía de Jesús de Nazaret, el Papa nos ha propuesto a todos los cristianos caminar al encuentro de Dios a lo largo de tres años. El primer paso fue el mismo que dieron los Apóstoles: el trato asiduo y familiar con Jesucristo, sobre cuya persona y estilo evangelizador meditamos detenidamente a los largo del año 1997[7]. El año pasado, dimos el segundo paso. Para ello, tratamos de abrirnos nuevamente al don del Espíritu Santo, "Señor y dador de vida". Convencidos de que es El, el Espíritu, quien puede llevarnos hasta la verdad honda de Dios y de su relación con el hombre (cf Jn 16,13), y el que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf Rm 8,16), tratamos de meditar e interiorizar quién es el Espíritu Santo, cuál es su misión en la Iglesia y mediante qué signos o criterios podemos descubrir su presencia en nuestras vidas y en nuestra historia. Sólo el Espíritu puede ayudarnos a vivir hoy nuevas experiencias de Pascua, que nos capaciten para comportarnos como hombres y mujeres espirituales y que nos lancen a las calles y a las plazas para proclamar el Evangelio [8].

Iluminados y guiados por el Espíritu Santo, trataremos de acercarnos este año al misterio de Dios Padre. Pero queremos hacerlo "como una gran peregrinación hacia la casa del Padre" (TMA 49), de forma que nuestro camino hacia Dios sea "camino de auténtica conversión" (cf TMA 50). Esto quiere decir que no basta con asimilar determinados conocimientos de tipo intelectual sobre quién es Dios, sino que tenemos que vivir una experiencia honda de encuentro en lo más íntimo del corazón [9]. El Vaticano II cita un texto espléndido de San Buenaventura, que dice así:

"(Nadie) piense que le basta la lectura sin unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la atención sin la alegría, la acción sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, el espejo sin la sabiduría inspirada por Dios"[10].

Dado que el camino que nos conduce al encuentro del Dios vivo es, en verdad, muy complejo, podemos señalar cuatro aspectos principales que forman parte integrante de ese camino hacia Dios y que son, todos ellos, imprescindibles.

1. Remover los obstáculos.

Es lo que entendemos por conversión. Con palabras del Papa Juan Pablo, hay que pedir a Dios que nos libere del pecado, mediante el "redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la penitencia en su significado más profundo" (TMA 50). Pero "al hombre contemporáneo parece que le cuesta más que nunca reconocer los propios errores y decidir volver sobre sus pasos para reemprender el camino después de haber rectificado la marcha; parece muy reacio a decir 'me arrepiento' o 'lo siento'; parece rechazar instintivamente, y con frecuencia irresistiblemente, todo lo que es penitencia en el sentido del sacrificio aceptado y practicado para la corrección del pecado"[11].

Cierto que la psicología moderna ha puesto de manifiesto que la autoestima y los sentimientos positivos son elementos necesarios para desarrollar una personalidad sana y equilibrada, igual que ha puesto de manifiesto el daño que puede provocar el sentimiento de culpa desequilibrado o morboso. Pero sería un grave error identificar la conciencia de pecado con cualquier forma de sentimientos de culpa patológicos; y confundir la necesaria autoestima con la falta de autocrítica respecto a nuestras deficiencias en todo lo que atañe a la realización de los valores humanos y evangélicos. "Reconocer el propio pecado, dice también Juan Pablo II, es más -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios"[12].

La comunidad cristiana ha caído en un olvido lamentable del sacramento del perdón, que no favorece una experiencia viva y transformadora de Dios. Dicho olvido y el mirar hacia otro lado para no ver nuestros pecados, no sólo no resuelven las carencias de una vida evangélica seria y de una personalidad sana, sino que agudizan el problema. Así nos lo insinúa san Juan, al afirmar que "si decimos: 'no tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8). Por el contrario, ser conscientes de la debilidad y de la inclinación al pecado que hay en todo hombre y que permanecen también en el bautizado, y tener el coraje de reconocer nuestros pecados, nos lleva al sano realismo de aceptar la fragilidad humana y de buscar nuestra fuerza en Dios.

Es verdad que a lo largo de los siglos ha cambiado la forma concreta de este sacramento, pero han permanecido como elementos esenciales "los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo (...) y por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del Obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él"[13]. Por eso, carece de lógica acudir a los cambios que se han producido a lo largo de la historia para justificar por medio de ellos el olvido práctico de este sacramento.

Pues se trata del camino ordinario para restaurar la comunión del hombre con Dios, el cristiano que desea sinceramente hallar su rostro tiene que comenzar adentrándose por esta senda, en la que resplandece la divina misericordia bajo la imagen dulce del Padre que nos espera con los brazos abiertos (cf Lc 15, 20). Porque el principal obstáculo que debemos remover para encontrar a Dios es el pecado [14].

Pero Jesús nos dijo que "las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto" (Mt 13,22). Cuando semejantes afanes anidan en el corazón del hombre, terminan por suplantar a Dios. De ahí que numerosos autores modernos hablan de ellos como de verdaderos ídolos, que polarizan la vida toda de la persona y sus preocupaciones, hasta el punto de convertirse en su valor supremo. Y alguno señala como los más peligrosos y de vigencia mayor al dinero, al poder, a la violencia, a la persona amada, a los ideales revolucionarios y a las estrellas del espectáculo[15].

A veces, el problema es otro, pues "estamos dotados de la presencia de Dios, pero no nos es fácil percibirla". Bien por la gran dispersión de nuestra vida, bien por la masificación que nos impide ser llamados por nuestro nombre. O porque una actitud utilitarista y superficial no nos permiten pensar y "ver" en lo profundo de los acontecimientos y de las personas, más allá de sus simples apariencias[16].

Son algunas sugerencias que os ofrezco para remover los obstáculos que nos impiden encontrar el rostro de Dios. Sin este trabajo previo y francamente duro, para roturar el corazón y la inteligencia, es difícil que podamos progresar en nuestra camino hacia el encuentro de Dios.

2. Recorrer el camino de la oración.

Entre las causas que aparecen con mayor frecuencia cuando se aborda el por qué del declinar de Dios en nuestras sociedades modernas tecnificadas, figura la de la falta de una experiencia profunda de Dios. Sólo dicha experiencia de Dios convierte al cristiano en un testigo elocuente del Misterio que nos envuelve y nos transforma [17].

Seducidos por el fenómeno de la secularización, muchos cristianos han pretendido dialogar con el mundo moderno mediante el lenguaje del mundo secular. Bien pertrechados de ideas y de valores, se han presentado ante las exigencias de racionalidad y de eficacia del mundo moderno ofreciendo el Evangelio como un humanismo rico en posibilidades de cara a un mundo más justo y más libre. Si bien es verdad que así han podido dialogar en plan casi de igualdad con el hombre moderno, lo han hecho a costa de silenciar lo único que el hombre moderno necesita más y está buscando sin saberlo: a costa de silenciar a Dios y el testimonio del encuentro con él. Sin esta experiencia de Dios, la religión se convierte en una moral; las celebraciones, en cultura popular; el saber de Dios, en doctrinas más o menos brillantes; y nuestras comunidades, en Organizaciones No Gubernamentales.

Sólo la experiencia viva y cálida de Dios nos lleva a vivir una moral que no derive en moralismo; a unas celebraciones litúrgicas capaces de inculturarse sin reducirse a fenómenos folclórico-culturales; a un saber doctrinal que no se convierta en ideología; y a unas comunidades vivas, que sin menospreciar la organización, estén guiadas y sostenidas por el Espíritu Santo.

Esta experiencia de Dios tan necesaria y que tanto se echa de menos, sólo es posible cuando la persona se adentra en el camino de la oración. Y aunque se advierte un notable interés por la oración, unas veces se queda en un interés sólo teórico; y otras, desemboca en el recurso a las más variadas técnicas de relajación, buscando experiencias emotivas y estéticas que poco tienen que ver con la oración verdadera. El Pueblo de Dios, que somos todos, ora poco y no siempre encuentra los maestros que ayuden a la persona que desea aprender a orar y a permanecer constante en la práctica de la oración.

Se equivocan quienes piensan que la oración lleva al cristiano a evadirse de la realidad. Los grandes santos nos recuerdan, con sus palabras y con su vida, que ha sido la oración la que los ha guiado y sostenido en su servicio al hombre. Basta con analizar ejemplos tan cercanos como los de Maximiliano Kolbe, Carlos de Foucauld y Madre Teresa de Calcuta. Cuando es auténtica y profunda, la oración no sólo es la puerta por la que entra Dios en la existencia de una persona, sino también la fuente de paz y de amor solidario a los más pobres.

Me refiero, claro está, tanto a la oración personal, que requiere un tiempo de recogimiento y de silencio diarios, como a la oración comunitaria, que alcanza su cima y su meta en la celebración de la Eucaristía. En ella participa la persona con todo su ser, mas tiene cierta preeminencia el corazón. Pero no debe confundirse dicha preeminencia del corazón con lo que suele entenderse por "fervor", esa especie de conmoción casi sensible que no siempre brota de la fe.

Os propongo como una acción prioritaria de este curso, además de mejorar e intensificar la oración comunitaria, la de hacer que, en cada parroquia surja una escuela de oración, y que se habiliten tiempos y espacios tanto para la iniciación de las personas que lo deseen como para la práctica de la oración personal. Pues como dice nuestro PROYECTO PASTORAL DIOCESANO, son elementos básicos de toda vida cristiana [18]. En la actualidad, contamos con abundantes materiales y con experiencias muy ricas y fecundas. Y nos dice el ejemplo de los primeros cristianos que una comunidad verdaderamente orante termina echándose a la calle a proclamar el Evangelio, y viviendo actitudes solidarias. Es lo que nos enseña casi cada capítulo del libro de Los Hechos de los Apóstoles.

3. Buscar el rostro de Dios con la mente y el corazón.

Como he dicho antes, el hombre de hoy más que buscar al Dios personal, que se nos ha revelado plenamente en Jesucristo, busca salir de los límites de la inmanencia y de la razón instrumental para sumergirse en una especie de "Todo", que le pone en comunión con la naturaleza y le evade de la dura y apasionante historia de cada día[19]. Si a esto añadimos la tendencia difusa a rechazar toda revelación y todo dogma, descubrimos la importancia que tiene el estudio sobre quién es Dios, pues como dice el reciente Directorio General para la Catequesis, en el cristiano actual "existen ciertas lagunas doctrinales sobre la verdad de Dios y del hombre" [20].

Para descubrir el rostro de Dios, hay que tener también en cuenta la "dimensión cognoscitiva" de la fe que confesamos [21]. Y no basta con leer y meditar el Evangelio, sino que es necesario dejar que resuene en nuestra inteligencia la fe del Pueblo de Dios, tal como se ha ido configurando en su permanente diálogo con las diversas situaciones y culturas. Quedarse en la sola Escritura, infravalorando toda la rica aportación de la Iglesia a lo largo de veinte siglos (cuanto nos han dicho los santos, pastores, teólogos..., de forma especial en los Concilios y en el Magisterio de la Iglesia), no sólo implica desconocer la presencia viva del Espíritu Santo en medio del Pueblo de Dios a lo largo de los siglos, sino que olvida la eclesialidad de la fe y termina por falsear el rostro de Dios que nos ha sido revelado en Jesucristo[22]. El tema reviste hoy particular interés, pues son numerosos quienes ven la fe sólo como un asunto del corazón y menosprecian toda comprensión intelectual de la misma.

Es verdad que jamás podremos tener una idea adecuada de Dios, porque el misterio inmenso de Dios no cabe en nuestras ideas. Pero a lo largo de dos mil años, la Iglesia ha tratado de poner nombres al Dios de Jesucristo, para que podamos conseguir una imagen aproximada de su rostro. Y lo ha hecho con la ayuda de todos los recursos que nos ofrece la humana sabiduría. Pues cada generación, partiendo siempre de la Biblia, tiene el deber y el derecho de preguntarse qué razones tiene para creer en Dios y quién es el Dios en quien cree. Y si para vivir la experiencia de Dios nos ayuda el corazón, para descubrir su verdadero rostro nos presta una valiosa ayuda la inteligencia, porque nos permite traducir a conceptos comprensibles y comunicables los rasgos que definen la imagen de Dios que nos ha dado Jesús. Descuidar este esfuerzo intelectual, lleva luego a que cada uno se fabrique un Dios y un Evangelio a su medida. Por eso, una tarea fundamental de toda buena catequesis consiste en "mantener íntegros los contenidos de la fe de la Iglesia; y procurar que la explicación y clarificación de las fórmulas doctrinales de la Tradición sean presentadas teniendo en cuenta las situaciones culturales e históricas de los destinatarios y evitando, en todo caso, mutilar o falsificar los contenidos" [23].

Pero esta primacía de la inteligencia cuando se trata de dar razón de nuestra esperanza y de mostrar quién es el Dios en quien creemos, no debe hacernos olvidar que "hay que poner en juego todos los recursos humanos de la reflexión, de la memoria, de la imaginación, de la narración, del canto, del llanto, del amor, de la poesía y de la acción. Y cuando un hombre vive así, Dios le aparecerá como la Luz de su alma, más interior a sí mismo que él mismo, más vivificadora que su propia vida"[24].

4. Actualizar la virtud teologal de la caridad.

Es parte del programa que nos propone el Papa para este año que precede al Gran Jubileo 2.000 (cf TMA 50). Pero en realidad no es sino otro aspecto del tema que nos ocupa: centrar la mirada en Dios y adentrarnos en su conocimiento y en su misterio. San Juan es tajante: "quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor" (1Jn 4,8). El ejercicio de la caridad es el aspecto más existencial de nuestro conocimiento de Dios, el signo más claro de que hemos conocido a Dios.

Si falta este progreso en la caridad, la conversión, la experiencia de Dios madurada en la oración y el conocimiento intelectual carecen de autenticidad evangélica. Este criterio que nos ofrece san Juan es muy luminoso para quien busca la verdad. Si nos atenemos a él, no hay peligro de que la oración degenere en evasión frente a la vida real ni de que el estudio riguroso y profundo de la doctrina sobre Dios nos distraiga del compromiso evangélico con el hombre y del amor a Dios que alegra y serena el corazón.

Pero conviene mirar las cosas de frente y tener claro que la caridad no se limita a la beneficencia. Hay quien acusa a los cristianos, siguiendo ideas marxistas ya refutadas por la historia, por el hecho de volcarnos en la caridad que consideran una actitud debilitante, en un mundo que carece de un mínimo de justicia social. No han entendido que "la civilización del amor" que propugna el Evangelio está "fundada sobre valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización" (TMA 52). Si faltan dichos valores en la comunidad humana en que vive y el creyente no denuncia esta carencia ni se esfuerza en promoverlos, no sabe lo que es el amor evangélico verdaderamente adulto. Pero la caridad no es un valor más, sino la dimensión que da hondura a toda su conducta y le mantiene siempre despierto en su servicio al hombre. Y si falta la caridad, la pretendida "justicia" termina por convertirse en un proyecto meramente técnico que crea hospitales, residencias de la tercera edad, clínicas ultramodernas y otros servicios en los que las "instituciones" han sustituido a las personas y donde la aparente buena salud del cuerpo no consigue eliminar el frío que hiela el corazón.

Este año se nos invita a revisar la intensidad de la caridad con que amamos a Dios y al hombre, y si la forma concreta en que la practicamos es la que responde mejor a la situación que estamos viviendo y a las necesidades de quienes nos rodean. Pues de un cristiano a otro pueden variar la intensidad y la forma de practicar el amor fraterno, pero hemos de ser conscientes todos de que si falta la caridad afectiva y efectiva, falta también el conocimiento de Dios en el sentido más hondo de la palabra, y falta la acogida creyente del Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en nuestros corazones (cf Rm 5,5).

Y para no quedarnos en el terreno de los principios, importa mucho habituarnos a la revisión personal y comunitaria, para ver si hacemos "visible y eficaz, con gestos concretos de solidaridad hacia los más desfavorecidos y luchando contra las causas de la injusticia, el amor preferente de Dios por los pobres, tal y como se ha manifestado en Jesucristo"[25].

III

MUÉSTRANOS TU ROSTRO

En diversas ocasiones he insistido en la necesidad de convertirse y de remover los obstáculos para descubrir el rostro de Dios [26]; en la importancia intrínseca, reconocida y asumida por el creyente actual, de la experiencia de Dios y de adentrarse por el camino de la oración [27]; en la importancia de revisar nuestra imagen intelectual de Dios, para que, en consonancia con la Escritura, sea también capaz de hablar al hombre de hoy [28], y de interiorizar en las actitudes que descubrimos en Jesús de Nazaret, y que han de ser camino y meta para todo discípulo y, en especial, para quienes estamos más implicados en la tarea evangelizadora [29]. Y es que, como he dicho antes, son aspectos diversos y complementarios de ese camino global que nos conduce a Dios. Si prescindimos de alguno de ellos, nos quedamos en la "especulación sin la devoción", en "la ciencia sin la caridad", como nos ha dicho san Buenaventura en el texto antes citado. O en la fe sin obras, que a decir del Apóstol Santiago es una fe muerta (cf St 2,14-23). O en las obras sin amor, que de nada aprovechan (1Co, 13,1-3). O en una imagen de Dios que no coincide con la fe de la Iglesia. La integración de doctrina, experiencia, actitudes profundas y obras es esencial al cristianismo.

Con todo, dado que uno de los problemas más graves que tiene planteados el creyente medio consiste en la sustitución de la imagen de Dios que nos ha dado Jesucristo por una especie de sentimiento vago de "lo divino", me voy a fijar en algunos rasgos del Dios en quien creemos. Quieren ser unas pinceladas sencillas, que susciten el interés de conocer mejor a Dios también por el camino de la inteligencia iluminada por la fe [30].

1. Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

He aquí una de las oraciones más sencillas y repetidas por el Pueblo de Dios[31]. En cierto sentido, es la respuesta agradecida y alegre al Credo que confesamos. Porque nuestra confesión de fe se centra en la Santa Trinidad: en el Padre, que es Dios y principio sin principio de todo; en Jesucristo, su Hijo, "Dios de Dios y Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero"; y en el Espíritu Santo que es "Señor y dador de vida" y que ha de ser adorado y glorificado con el Padre y con el Hijo. O como dice una de las más antiguas fórmulas trinitarias: "Creo en el Padre omnipotente, y en Jesucristo nuestro Salvador y en el Espíritu Santo"[32].

La fe de la Iglesia es trinitaria y también la oración del cristiano está transida de esta visión trinitaria de Dios. Cuando comenzamos a orar, lo hacemos siempre en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; la oración litúrgica va dirigida siempre al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; y solemos concluir nuestra nuestras plegarias glorificando a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

La Biblia, con su divina pedagogía, nos va mostrando de manera sucesiva a cada una de las divinas personas y su papel en la Historia de la Salvación. El cristiano de hoy suele partir de los santos evangelios, donde se encuentra con Jesucristo. De la mano de Jesús, avanza luego hasta el misterio de Dios Padre; y en la medida en que madura su fe, se va abriendo con la mente y el corazón al don Espíritu Santo. El Vaticano II, que ha sido el concilio trinitario por excelencia, nos ofrece en el comienzo del primero de sus documentos, la constitución Lumen gentium, una rica y matizada visión trinitaria de Dios y de la acción de cada una de los divinas Personas en favor de los hombres[33].

Porque la fe adulta y personalizada ha de centrarse en cada una de los divinas personas. Cuando el cristiano se dirige a "Dios" sin más, termina por habituarse a un concepto abstracto de Dios entendido como poder absoluto y sabiduría distante, muy lejano a lo que nos muestra la Escritura. Es Jesucristo "quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios" (Ef 3,12), pues nos le ha revelado como ABBA, querido Padre, con quien es posible tener una relación entrañable de hijos, gracias al Espíritu Santo. Como dice san Pablo a los cristianos de Galacia y a todos nosotros en ellos, "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba,Padre" (cf Gal 4,6).

Tomar conciencia de esta dimensión trinitaria de la fe y de sus implicaciones, enriquece luego nuestra comprensión de la persona en cuanto imagen de Dios, nuestro sentido comunitario del cristianismo, nuestra imagen renovada de la Iglesia-comunión y nuestra visión de los sacramentos como signos que hacen real la inserción creyente en la comunión divina. Podemos decir, con toda verdad, que igual que la Iglesia nos descubre el misterio de la Santa Trinidad y nos integra en su vida, la experiencia creyente de la Santa Trinidad nos ayuda a comprender y a vivir el misterio de la Iglesia en toda su riqueza.

Como decía san Gregorio Nacianceno a los catecúmenos de Constantinopla:

"Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta" [34].

Y es que, son palabras del Catecismo, "el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Solo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo"[35].

Ahora vamos a preguntarnos, con las debidas cautelas para no identificar a Dios con nuestros conceptos[36], quién es el Dios en quien creemos; ese Dios que se nos ha manifestado como Padre en la creación del mundo, como Hijo en la redención del hombre y de la historia, y como Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en la santificación del cristiano.

2. Nuestro Dios es santo.

Este concepto, de raigambre bíblica, viene a indicar que Dios no es un trozo del mundo, sino que es transcendente, no mundano ni de aquí. Estando presente en todo, en la creación y en la historia, no se identifica con nada de cuanto existe. Su gloria brilla en todo el orbe, pero el orbe no puede contenerla (cf Sal 19, 2-7; 104). Frente a lo efímero y caduco, Dios es la plenitud que permanece siempre; frente a lo limitado e imperfecto, Dios es la perfección sin defecto alguno, perfección contagiosa, que se derrama sobre todas las criaturas.

Dios es la Bondad personalizada; el Amor personal y amigo; el Yo primordial, que hace posible que seamos cada uno un tú consciente y libre, con quien se puede dialogar y trabar amistad.

Una de las carencias más notables del cristiano medio actual es la pérdida del sentido del Misterio, del sentido de la santidad de Dios, que la Biblia llama también su gloria. Por diversos caminos, se ha ido produciendo, sobre todo a lo largo de los dos últimos siglos, una profunda desacralización de Dios. Y para muchos creyentes, Dios ya no aparece como el Otro, el Santo, el Misterio desconcertante que lo llena y lo penetra todo sin identificarse con nada; aquel cuya presencia sólo presentida y siempre oculta nos atrae de manera fascinante y nos desconcierta sin remedio; el Dios tres veces Santo (cf Is 6, 3-5), el Dios cuyo rostro no puede contemplar el hombre impunemente (cf Ex 33, 18-23; 1R 19,11-14), y ante cuya presencia hay que descalzarse (cf Ex 3,5-6), porque uno se descubre "polvo y ceniza" (cf Gn 18, 27), pecador y concebido en pecado (cf Sal 51).

Esta pérdida del sentido del Misterio es consecuencia directa de la pérdida de profundidad por parte de la persona [37]. Nos hemos acostumbrado a resbalar con prisa por la superficie de las cosas. Y sólo cuando abandonamos esa zona aparentemente clara de nuestra vida cotidiana y de nuestros conocimientos científicos para adentrarnos lo más profundo de nosotros mismos, podemos vislumbrar algo de Dios. Como nos avisó san Agustín, "no quieras ir fuera de ti mismo, pues es en el hombre interior donde habita la verdad". El es esa Presencia amiga y desconcertante que nos sale al encuentro desde más allá de nosotros cuando la buscamos con la inteligencia y con los afectos; esa Belleza fascinante y al mismo tiempo aterradora, ante cuya visión el hombre se siente perdido (cf Is 6,5), viendo que le fallan las fuerzas y va a caer anonadado de un momento a otro (cf Dn 10,8-9) [38].

Cuando se pierde el sentido del Misterio, resulta imposible la experiencia de Dios y desaparecen el sentido de la adoración, de la alabanza y de la glorificación. La realidad toda pierde su dimensión de profundidad y la fe se convierte en pura ética o en ideología. La oración personal se rechaza como algo inútil o se asume como un medio de relajación y de encuentro consigo mismo. También los sacramentos pierden, en gran medida, su hondura simbólica y soteriológica, para desempeñar la precaria función de encuentro festivo entre quienes comparten una misma ideología y sus correspondientes símbolos. No hemos de olvidar que, siendo imprescindibles para el conocimiento humano, cuando se trata de Dios "los conceptos crean los ídolos, sólo el estupor conoce", como nos advirtió sabiamente San Juan Damasceno

3. El Dios creador del cielo y de la tierra.

Nuestro Credo, después de afirmar que Dios es Padre y que es todopoderoso, nos enseña que es "creador del cielo y de la tierra". Es decir, de la totalidad de cuanto existe, desde lo más alto (el cielo) hasta lo más bajo (la tierra), de todo "lo visible y lo invisible".

La ciencia moderna nos tiene acostumbrados a mirar al mundo como un puro objeto de manipulación y de rapiña. Partiendo del hombre, a quien ve como centro del universo, dueño y señor de todo, reduce cuanto existe a mero objeto de manipulación, sin otro límite que la utilidad o el capricho y las posibilidades técnicas. Pero la fe nos dice que el mundo es de Dios, fruto de su amor, y que refleja la sabiduría, la belleza, y la bondad divinas. Y "hay que comprender que en la mayor disponibilidad a apreciar la naturaleza se manifiesta una valiosa dimensión espiritual del hombre moderno". Por eso, es necesario "que esta contemplación sea tema de momentos de reflexión y de oración, a fin de que el (hombre) peregrino alabe al Señor por los cielos, que narran su gloria (cf Sal 19,2) y se sienta llamado a administrar el mundo en la piedad y en la justicia (cf Sb 9,3)"[39]

Sabemos que el hombre no es dueño, sino sólo guardián del mundo, pues ha sido creado "a imagen y semejanza de Dios", lo cual quiere decir, según la interpretación que dan pretigiosos escrituristas, que es el "lugarteniente de Dios" en esta tierra. Y como tal, no tiene derecho a disponer caprichosamente de las plantas y de los animales, ni tan siquiera de los elementos inanimados que componen la base de todo. Pero tiene el encargo, recibido de Dios, de dar a cada cosa y a cada ser vivo la ayuda necesaria para que sea lo que está llamado a ser, y no es quién para manipular sin límites cuanto existe. Es significativo a este respecto que la Biblia nos enseñe que Dios ha creado todo con sabiduría y que ampara todo bajo su providencia divina (cf Jb 38; Sal 104), pues hizo su alianza no sólo con el hombre sino con toda alma viviente (cf Gn 9,9-11)[40].

La doctrina de la creación nos libera de una visión de Dios de tipo mecanicista, como el famoso Primer Motor impasible e inmóvil de Aristóteles, que solo influye sobre el mundo a la manera de un imán sobre los metales. Para nosotros, "la creación es el acto libre con el que Dios quiere amar algo como distinto de sí mismo: al hombre, imagen suya, y al mundo como marco y lugar donde el hombre pueda realizarse como imagen y como 'partenaire' del amor libre de Dios" [41].

En este sentido, no existe nada "profano", aunque todo tenga una dimensión "profana" que puede y debe ser investigada por la ciencia. Y cada criatura merece un profundo respeto y un trato delicado, pues cuanto existe participa, en alguna medida, de la bondad divina. Dice Santo Tomás:

"Dios confirió el ser a las cosas para que su bondad pudiera ser comunicada a las criaturas y manifestada por ellas. Y como su bondad no podía ser adecuadamente representada por una sola criatura, creó muchas y muy diversas, para que lo que una no podía manifestar acerca de la bondad divina, pudiera ser manifestado por otra. Porque la bondad, que en Dios es simple y uniforme, en las criaturas es múltiple y se halla dividida. De ahí que el universo entero participe más perfectamente de la bondad divina, y al mismo tiempo, la manifieste mejor que cada una de las criaturas en particular" [42].

Cuando hablamos de creación, hemos de tener muy en cuenta que no es algo que sucedió en un pasado remoto: Dios continúa creando el mundo -continúa creándonos a cada uno- en cada instante. La imagen más adecuada es la de un manantial, pues Dios conserva constantemente a la realidad en su ser y la cuida y la guía en su continuo realizarse. Nosotros existimos porque El nos está creando ahora con su entrañable bondad y nos mantiene en la existencia con su amor de Padre. Pero nos crea como a personas conscientes, libres y capaces de tener iniciativa dentro de la historia. "En El vivimos, nos movemos y existimos" cada instante (Hch 17,28), pues El "da vida a todas las cosas" (1Tm 6,13)[43].

Esta visión de Dios como creador y nuestra conciencia de ser criaturas solidarias con la totalidad de cuanto existe, nos lleva a valorar más el trabajo humano[44] y a ordenar dicho trabajo desde una actitud de respeto al mundo y de servicio al bien de la persona humana [45]; nos enseña a vivir en continua acción de gracias por el don de la existencia; nos impulsa a descubrir la bondad de Dios expandida por el mundo; y finalmente nos ayuda a darnos cuenta de que incluso la materia inerte está asociada a nuestra historia de la salvación en la celebración de los sacramentos y en la resurrección final. Iluminados por san Pablo, proclamamos que Cristo es "Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... Todo fue creado por El y para El, El existe con anterioridad a todo y todo tiene en El su consistencia" (Col 1,15-17).

Pero la fe en la divina creación no implica rechazar las diversas hipótesis que nos proporcionan las ciencias sobre el origen del mundo. La fe nos habla del "qué" y del "por qué", a las ciencias les corresponde, en la medida de lo posible, decir el "cuándo" y el "cómo". Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, dichas investigaciones y descubrimientos "nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y sabiduría que da a los sabios e investigadores"[46]. Pero al mismo tiempo, nos enseña, frente a la tendencia que pretende reducir la religión a un asunto privado e irracional, que no se deben separar la creación de alianza; ni el trabajo ordinario de la vida de fe; ni el culto a Dios de las tareas dentro de la historia de cada día.

4. El Dios señor de la historia.

Sólo Dios puede crear en sentido propio. "El hombre no crea, colabora en la creación de Dios, descubre las riquezas ocultas en la creación, inventa y encuentra sin cesar nuevas posibilidades latentes en este universo que le ha confiado su Creador"[47].

En esta tarea de ser lugarteniente de Dios en el mundo, el hombre no está solo. Dice la Biblia que Dios mismo, por pura misericordia, salió al encuentro del hombre en la persona de Abrahán y se comprometió con un pacto de amistad a permanecer siempre a su lado. Hoy sabemos que el mundo fue creado por puro amor, para que participara de la belleza y de la bondad divinas, hasta recibir el último de sus dones, que consiste en participar de la comunión trinitaria: del amor con que se aman el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Es decir, que la creación se hizo con vistas a la encarnación del Hijo.

La primera experiencia que tuvo Israel de la presencia de Dios en la historia fue una experiencia de salvación. Abrahán, un arameo errante, experimentó la salvación divina en forma de promesa: que se convertiría en el padre de un gran pueblo, él que no tenía hijos; que tendría una tierra propia en la que habitar; y que su persona sería una bendición para la posteridad.

Más tarde, sus descendientes, encontrándose en una situación de esclavitud en Egipto, experimentaron a Dios como liberador. Comprobaron que caminaba con ellos en el desierto y que guiaba sus pasos mediante la Ley que los había dado en la Alianza del Sinaí. El los guiaba y los protegía, y quiso tener también su tienda en el campamento, pero una tienda en la que no debían penetrar sin ser llamados.

Cuando, por fin, lograron la conquista y el reparto de la tierra prometida y se organizaron con la ayuda de un rey como los demás pueblos, se pudieron dar cuenta de algo profundo: que el rey no garantiza unas relaciones humanas justas, ni la Ley es capaz de cambiar las actitudes profundas, ni libertad y la tierra tan necesarias para vivir bastan para hallar la paz del corazón y la plenitud humana. Es entonces cuando empezaron a presentir la necesidad del Ungido de Dios y a esperar su llegada. Anhelan la llegada de alguien capaz de cambiar el corazón de la persona (cf Jr 31,31-34; Ez 36, 24-36).

En Jesús de Nazaret, el mismo Dios se hace presente en la historia de una manera radicalmente nueva. Ahora no habla sólo por medio de la creación ni a través de sus enviados: Dios mismo ha venido personalmente al encuentro del hombre, haciéndose uno de nosotros. Su presencia en la historia alcanza su intensidad más radical en Jesucristo, hasta el punto de que el mismo Dios llega a participar de nuestra muerte y a bajar a los infiernos, allí donde la vida pierde su esplendor y su belleza.

Esta presencia suya en la historia continúa hoy, aunque ahora vivimos su eficacia de forma sacramental. Por el Espíritu Santo, que se une a la comunidad cristiana e invoca con ella la presencia del Señor (cf Ap 22,17), el mismo Jesucristo se hace activamente presente entre nosotros. La suya es una presencia amiga y salvadora, con la cercanía entrañable de su humanidad que le convierte en nuestro hermano, y con la fuerza transformadora de su divinidad gloriosa.

Estas pinceladas tratan de recordarnos que Dios sale al encuentro del hombre en los diversos acontecimientos de la historia, y que la historia diaria es el lugar privilegiado de la respuesta del hombre a Dios: nuestro seguimiento de Jesucristo se realiza en la vida de familia, en el trabajo, en la calle, en la vida social y en las decisiones políticas.

Es decir, que la fe cristiana no es asunto privado de cada uno sin incidencia social, sino que tiene su lugar adecuado en la historia de cada día; y que es Dios quien nos señala, con sus mandamientos y el espíritu de las Bienaventuranzas, el camino a seguir. Respetuosos con la autonomía de lo secular, con la separación Iglesia-Estado y con el estado laico, no podemos admitir que traten de relegar la religión a la esfera privada de la persona, o que los cristianos que trabajan en la escuela, en la universidad y en los medios de comunicación hayan de guardar un absoluto silencio en todo lo referente a Dios y a los valores evangélicos.

Respetuosos con el pluralismo y tolerantes con otros planteamientos, también los cristianos tenemos el derecho y el deber de protagonizar y crear una historia diferente, en consonancia clara con nuestros valores y nuestras convicciones. Tenemos que hacerlo no desde el poder ni desde la imposición, sino a la manera de fermento o de la sal que se expande por la masa de la cultura moderna. Es la apuesta por los movimientos apostólicos y la pastoral de los ambientes, tal como la diseña nuestro PROYECTO PASTORAL DIOCESANO[48].

5. El Dios de la vida.

La Biblia nos presenta a Dios como el Dios vivo, que nos llama a la vida (cf Nm 14,21). Cuando desea dar absoluta solidez a su palabra, lo hace "por su vida", como si fuera lo más sagrado que existe para El (cf Jr 22,24; Ez, 5,11). Y una de las denominaciones más frecuentes de Dios en el Nuevo Testamento es "el Dios vivo" o "viviente" [49].

Toda vida procede de Dios, pero el Génesis pone de relieve la importancia de la vida humana, al hablar de un soplo especial mediante el que el hombre recibe su espíritu de Dios (cf Gn 2,7). Recibida como don, la vida es lo más valioso que tenemos, y el deseo de los justos consiste en disfrutar de larga vida (cf Qo 10,7), habitando "en la tierra de los vivos" (cf Sal 27,13). Dios, dice la Biblia, no desea la muerte de nadie, sea quien fuere (cf Ez 18,32), ni tan siquiera la del pecador, sino que le invita a convertirse para que viva (cf Ez 33,11).

El creyente se presenta como el "servidor del Dios vivo" (cf Dn 6,21), y cuando desea dar a su palabra una seriedad que la haga digna de todo crédito, jura "por el Dios vivo" (cf Jc 8,19). Entiende los mandamientos del Señor como los caminos de la vida (cf Pr 2,19), y sabe que "el hombre que los cumpla, por ellos vivirá" (Lv 18,5) y verá colmado "el número de sus días" (cf Ex 23,26), porque aprendió "dónde está la longevidad y la vida" (Ba 3,14). Para el creyente del Antiguo Testamento, la vida sobre esta tierra se nutre de la fidelidad a Dios, fuente de vida y de agua viva (cf Sal 36,10; Jr 2,13).

Cuando las persecuciones ponen de manifiesto que el hombre puede morir por mantenerse fiel al Señor, se abre camino la certeza de que la muerte no puede separar al justo de Dios, que devolverá el espíritu y la vida con misericordia para beber "de la vida perenne bajo la alianza de Dios" (2Mc 7,23.36). En la pedagogía divina, empieza a abrirse camino un sentido nuevo del alcance de la vida que Dios nos ha dado, que no se limita a nuestro discurrir histórico en este mundo. Es lo que dice una madre piadosa a sus hijos en circunstancias tan desconcertantes como dolorosas: "el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia" (2Mc 7,23).

En el Nuevo Testamento, Jesucristo, "el Verbo de la vida" (1Jn 1,1) se presenta a sí mismo como "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), el que nos da el "pan de vida" (cf Jn 6,27ss) y un "agua viva" que convierte a quien la bebe en fuente "que brota para la vida eterna" (Jn 4,14).

Iluminados por su resurrección y la venida del Espíritu Santo, los creyentes sabemos que la vida de que Jesús nos habla consiste en una manera nueva de ser hombres, que abarca un campo muy amplio de valores y actitudes: el desarrollo de los valores humanos (Cf Fil 4,28; 1Ts 5,21), la conversión sincera a Dios (cf Lc 15,24.32), su conocimiento amoroso (cf Jn 172-3), la fe en Cristo (cf Jn 3,36; 6,40, Fil 1,21), la fidelidad a su palabra (cf Jn 5,25), el perdón de los pecados (cf Ef 2,5) y el amor a los hermanos (cf 1Jn 3,14). En el Nuevo Testamento, la "vida nueva" es un concepto muy rico y complejo, que pone de relieve toda la grandeza del hombre y que culmina en la victoria sobre la muerte mediante la resurrección final (cf 1Co 15,12-58).

Cuando vivimos en un clima intelectual y ético "que en muchos casos se configura como verdadera 'cultura de muerte'", como "una guerra de los poderosos contra los débiles"[50], importa mucho resaltar este rasgo de la personalidad divina. A su luz, el don de la vida adquiere un sentido, unas dimensiones y un valor que superan los planteamientos vigentes puramente hedonistas y pragmáticos. Porque Dios es la fuente de la vida [51], que se nos ha dado en préstamo, no tenemos derecho a disponer ni tan siquiera de la vida propia, ya que sólo El es Señor de la vida. Y mucho menos, de la vida de los demás especialmente de la vida de los no-nacidos en el seno de su madre[52].

Por otra parte, la calidad y grandeza de una vida no se ha de medir por su capacidad de disfrutar ni por su eficacia. La vida vale por sí misma y como puro regalo amoroso, alcanza su plenitud no tanto por el desarrollo físico o la capacidad de producir bienes, cuanto por su capacidad de amar y de saberse amada. Esta visión teologal cambia por completo nuestra actitud ante las situaciones de enfermedad y de debilidad humanas: ante el enfermo, el anciano y el disminuido físico o psíquico, cuyas vidas son valiosas por sí mismas, aunque nos pueden parecer poco eficaces y placenteras, al menos a primera vista.

Por otra parte, saber que Dios se hace garante de toda vida humana, incluso de la del homicida [53], tiene repercusiones muy profundas no sólo en relación con la vida del niño que está aún en el seno materno y las vidas amenazadas por la explotación y el hambre, sino también con relación a la vida de todos los que han delinquido, tanto en lo que se refiere al rechazo de la pena de muerte cuanto en lo que atañe a la filosofía que debe guiar el mundo de las cárceles. Con palabras de san Ambrosio, "Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte"[54].

6. El Dios de la misericordia entrañable.

Al comienzo de su pontificado, Juan Pablo II quiso dirigirse al hombre actual mediante su carta encíclica Redemptor hominis, para ofrecerle una palabra de luz y de aliento. Siguiendo al Vaticano II [55], dijo que Jesucristo esclarece el gran misterio del hombre y le posibilita alcanzar su plena realización[56], porque a la luz de Jesucristo y con su ayuda, podemos dar respuesta a los graves desafíos y a las inquietantes preguntas que tenemos planteados [57]. En Jesucristo, "el Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación"[58].

¿Quién es ese Dios que, en Jesucristo, ha entrado en nuestra historia y se nos ha dado a conocer de forma tan cercana? El Papa Juan Pablo respondió a esta pregunta con una nueva carta encíclica: "'Dios rico en misericordia' es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; (...) nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer"[59]. Ya el Antiguo Testamento presenta a Dios como el que tiene misericordia por mil generaciones con quienes le aman y guardan sus preceptos (cf Ex 20,6), como el Dios rico en misericordia, que mantiene su amor por mil generaciones (cf Ex 34,6-7).

Los entendidos suelen explicar en qué consiste esa misericordia divina: analizando la palabra "hesed", que se ha solido traducir al castellano como misericordia, dicen: "el hesed lleva consigo la asistencia, la fidelidad, la lealtad, la solidaridad, el amor que se deben entre sí los miembros de una comunidad, sea natural como la familia, sea surgida de la Alianza o de la hospitalidad"[60].

Entre los imnumerables textos del Antiguo Testamento sobre la misericordia de Dios, suelen citarse tres que vale la pena transcribir y meditar detenidamente:

"Yahweh pasó por delante de él (de Moisés) y exclamó: 'Yahweh, Yahweh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,5-7).

"Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahweh" (Os 2,21-22).

"Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Y con todo, yo enseñé a Efraim a caminar tomándolo en mis brazos, mas no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a su niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer... Mi pueblo está enfermo por su infidelidad... Mi corazón se revuelve dentro, a la vez que mis entrañas se estremecen. No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim, porque soy Dios no hombre". (Os 11, 1-9).

Como vemos, a pesar de que ha solido realizarse una presentación unilateral de la figura de Dios en el AT, el Dios de la Biblia es también el Dios de la ternura, de la piedad y de la misericordia que perdona. Y "los himnos o salmos de san Lucas en el comienzo de su evangelio (Magnificat, Benedictus y Nunc dimittis) constituyen una síntesis admirable de teología del Antiguo Testamento, a la vez que una anticipación de lo que significó la experiencia de Cristo para sus primeros seguidores, que formaron la Iglesia. Los tres expresan alegría ante la fidelidad de Dios que acordándose de su misericordia ha cumplido su promesa, ha visitado a su pueblo y le ha ofrecido la libertad y la paz necesarias para servirle"[61]. Y es que "en el Antiguo Testamento se afirman de Dios con igual intensidad la gracia, la justicia, la verdad, la fidelidad, la bondad, la ternura, la compasión, el juicio. Dios de la ternura es probablemente una de las designaciones que revelan mejor la relación de Dios con el hombre"[62].

Tras comentar con su voz autorizada diversos conceptos y numerosos textos del Antiguo y Nuevo Testamento -especialmente los relativos a la cruz, muerte y resurrección de Jesucristo, su Hijo-, el Papa Juan Pablo II concluye su carta encíclica Dives in misericordia con estas densas palabras:

"Este es el Hijo de Dios que, en su resurrección, ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia; es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término -y en cierto sentido, más allá del término- de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado" [63].

La insistencia del Papa en la presentación de Dios como rico en misericordia responde a la necesidad de que conozcamos bien el rasgo más profundo de la personalidad del Dios en quien creemos. Pero también al deseo de fundamentar los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia para la vida cristiana, que han de expresarse luego en un amor que incide sobre nuestra historia de pecado, con vistas a su transformación. Si la misericordia de Dios no impregna nuestra vida entera -nuestras ideas, nuestros sentimientos y nuestros comportamientos-, difícilmente nos vamos a comprometer en favor de unas relaciones verdaderamente justas y humanizadoras[64]. Con palabras del Papa:

"La Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia -el atributo más estupendo del Creador y del Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la Palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia (...) La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la doctrina del Concilio Vaticano II"[65].

Pues "Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a 'usar misericordia con los demás'"[66].

Y frente a quienes dicen que la misericordia cristiana genera paternalismo y dependencia, Juan Pablo II afirma tras un detenido razonamiento, que "La auténtica misericordia es, por decirlo así, la fuente más profunda de la justicia (...). La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de la igualdad entre los hombres y, por consiguiente, también la encarnación más perfecta de la justicia" [67].

De esta forma, la misericordia divina es un abributo expansivo y contagioso, que nos llega de la manera más palpable en el sacramento de la penitencia, y que capacita nuestro corazón para trabajar por la justicia en su sentido más auténtico y más noble, pues "la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones" [68].

Aunque el hombre moderno, seguro de sí mismo, siente cierta desazón cuando se le habla de misericordia, "la verdad acerca de Dios como 'Padre de misericordia', nos permite 'verlo' especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad" [69].

7. El Dios salvador y liberador de los pobres.

La Biblia presenta a Yahweh como defensor y valedor de los pobres e indefensos. El libro del Exodo pone en boca de Dios que el clamor de los pobres ha llegado hasta sus entrañas, y que se va a poner en acción para liberarlos (cf Ex. 3, 7-10). Recordando su alianza, promete a Moisés: "Yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios, os libraré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso" (Ex 6,6).

Según los sabios, el uso de los verbos "liberar" (Exodo) y "rescatar" (Deuteronomio), sugieren que Dios quiere presentarse como el valedor de su pueblo, como su go'el. Para comprender todo el alcance de esta palabra, tenemos que recurrir a las costumbres de Israel. Según la legislación levítica (cf Lv 25,47-55), si alguien se veía obligado a venderse como esclavo, el pariente más cercano se convertía en su go'el, su valedor, con la obligación de rescatarle [70]. Y eso es lo que Dios hizo con su pueblo: rescatarle de la esclavitud.

Pero no sólo lo hace con su Pueblo, sino que, según otros libros de la Escritura, lo realiza con el pobre en general. Dice el salmista: "Por la opresión de los humildes, por el gemido de los pobres, ahora me alzo yo, dice Yahweh: auxilio traigo a quien por él suspira" (Sal 122,6). Y añade el profeta Malaquías: "Yo me acercaré a vosotros para el juicio y seré un testigo expeditivo (...) contra los que oprimen al jornalero, a la viuda y al huérfano, contra los que hacen agravio al forastero sin ningún temor de mí (Ml 3,6). Y es que Dios, insiste el autor de Proverbios, "no hace acepción de personas y no admite soborno; que hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y vestido" (Dt 10,17-18). Por tanto, "quien se burla de un pobre, ultraja a su Hacedor" (Pr 17,5) y "quien se apiada del débil, presta a Yahweh, el cual le dará su recompensa" (Pr 19,17).

Entre los rasgos más sobresalientes del futuro Mesías, se afirma que "hará justicia a los humildes del pueblo, salvará los hijos de los pobres y aplastará al opresor (...). Porque El liberará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará" (Sal 72,4.12). Con palabras del profeta Isaías, que se apropiará Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,16-21), "a anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad" (Is 61, 1). Actitud que alcanza su punto culminante cuando el mismo Jesús se identifica con el pobre y nos dice que cuanto hagamos con las personas más indefensas y más débiles, lo estamos haciendo con El (cf Mt 25,31-46).

De ahí que trabajar en favor de los pobres y para que progrese la justicia es inseparable de la evangelización, pues como dice Pablo VI, "entre Evangelización y promoción humana -desarrollo, liberación- existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la Redención...Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad" [71].

El tema tiene la máxima actualidad, pues como dice el Papa Juan Pablo II, "por desgracia, los pobres lejos de disminuir se multiplican no sólo en los países menos desarrollados sino también en los más desarrollados" [72]. Y si miramos a nuestra Diócesis, ha de interpelarnos el hecho de que "más de 75.000 personas vivan en una situación de pobreza grave; y en torno a 266.000 en situación de pobreza relativa (...). Problemas especialmente preocupantes son la creciente presencia de inmigrantes que, con grave riesgo de su vida, llegan hasta nosotros huyendo de la miseria y buscando condiciones de vida digna, y el del aumento de la drogadicción con todas las secuelas personales, familiares y sociales que entraña"[73].

Si Dios es el valedor de los pobres, el verdadero culto implica tomar postura clara ante los pobres que nos rodean y ante las causas que originan la pobreza en todas sus formas [74], pues esa es la mejor manera de "ejercer" como hijos de Dios y hermanos de todos.

8. El Dios que abre caminos nuevos en la historia.

El libro del Exodo relata una experiencia de Dios que es todo un símbolo para nosotros hoy. Animado por el trato amistoso que le dispensa Yahweh, Moisés da un paso más en su audacia y le pide ver su rostro, ver su gloria. Pero Dios le responde que ningún hombre puede ver su rostro. Aun así, le dice que va a pasar "y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que Yo haya pasado. Luego apartaré mi mano para veas mis espaldas, pero mi rostro no se puede ver" (Ex 33, 22-23).

Y es que Dios va siempre delante de su pueblo. Durante el camino del desierto, es El quien marca los movimientos y las etapas, precediendo en forma de una columna de nube o de fuego, y "no se apartó del pueblo ni la columna de nube por el día ni la columna de fuego por la noche" (cf Ex 13,21-22). Sólo se puso en retaguardia cuando fue necesario cortar el paso al ejército del faraón (cf Ex 14,19).

Lo que mantuvo unido al Pueblo de Dios en su difícil caminar por la historia fue su mirada hacia el futuro, la certeza firme de que Dios le precedía con sus designios y la esperanza en el cumplimiento fiel de las promesas.

Para nosotros, las promesas se han cumplido, pues el Reino de Dios ha llegado ya con Jesucristo: con su encarnación, su muerte y su resurrección gloriosa. Vivimos en los últimos tiempos, en el ya sí del Reino que ha llegado. Pero ese Reino que ha llegado como don divino es, para nosotros, una tarea, pues ha de impregnar la historia de la mano de nuestra libertad. Es el todavía no de nuestros desvelos, pues aún no ha calado de forma definitiva en el corazón del hombre, ni en los diversos pueblos y culturas, ni en las relaciones humanas de unas personas con otras y de unos pueblos con los vecinos.

Herederos de un rico pasado, que sustenta el presente, los cristianos tenemos que mirar hacia adelante. La fe nos invita a caminar tras las huellas del Crucificado-Resucitado, viviendo intensamente el hoy, pero con la certeza de que Dios nos precede. Y esto quiere decir que nuestra actitud profética fundamental no debería ser la de criticar cuanto han hecho mal quienes van a la cabeza, sino la de ponernos en vanguardia y hacernos presentes allí donde se construye el mundo de cada día: en la universidad, en los laboratorios, en las asociaciones ciudadanas y culturales, en el campo de la política.

Es conveniente y hasta puede ser necesario pedir perdón por el pasado, pero nuestra mirada y nuestros mayores esfuerzos tienen que apostar por construir el futuro con todos los hombres y mujeres de buena voluntad: un futuro más justo, más solidario y más humano. El lamento y la añoranza por un pasado que se fue y que hemos idealizado, no conducen a ningún sitio. Conscientes de que vivimos de la Tradición y de que la historia es maestra de la vida, tenemos que volcar nuestros esfuerzos no en hacer que regrese el pasado, sino en construir el futuro que está viniendo cada día.

En un clima cultural pesimista y conformista, tenemos que mantener encendida la fuerza de la utopía evangélica y ser la "reserva crítica" frente a cuanto se nos presenta como algo irremediable. Pero estas actitudes sólo serán posibles si nuestra fe en el Dios que nos precede es una fe viva, que sabe hermanar la esperanza activa con la capacidad de asumir el fracaso y con la aparente insignificancia de cuanto vamos realizando. Dios se ha hecho presente en nuestra historia y nos ha dado el Espíritu para hacernos sus testigos en este mundo que pasa y para llevarnos más allá de cuanto pasa. No en vano las palabras finales de la Biblia son un grito de esperanza y una invitación a acoger al Dios que está viniendo en Jesucristo (cf Ap 22,20).


1. Cf LIPOVETSKY G., El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos demo- cráticos, ANAGRAMA, Barcelona 1994, 46-80.

2. Evangelium vitae, 21.

3. Cf VATICANO II, Gaudium et spes, 31: "Si por autonomía de las realidades terrenas (del hombre, la sociedad o la ciencia) entendemos que las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente, exigir esa autonomía es completamente lícito".

4. Cf FISICHELLA R., Cuando la fede pensa, PIEMME, Casale Monferrato, 1997, 84-97.

5. KEHL M., ¿Adónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, SAL TERRAE, Santander 1997, 19-20.

6. Cf TRIAS E., Pensar la religión, DESTINO, Barcelona 1997, 15-39.

7. Cf la Carta Pastoral Jesucristo, salvador y evangelizador, Diciembre de 1996.

8. Cf la Carta Pastoral Señor y dador de vida, septiembre de 1997.

9. El reciente Directorio General para la Catequesis describe de forma sencilla la complejidad de esta fe viva, de la que estoy hablando. Lo hace en el apartado que lleva por título "Tareas fundamentales de la catequesis", n. 85. Vale la pena analizarlo y meditarlo.

10. Optatam totius, 16, nota 32. El texto está tomado de Itinerarium mentis in Deum, Prol. n. 4.

11. JUAN PABLO II, Reconciliación y penitencia, n.26.

12. Id., n. 13.

13. CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, n.1.448.

14. Cf JUAN PABLO II, Evangelium vitae, n. 21.

15. GONZALEZ-CARVAJAL SANTABARBARA L., ¡Noticias de Dios!, SAL TERRAE, Santander 1997, 40-54.

16. Cf MARTIN VELASCO J., La experiencia cristiana de Dios, TROTTA, Madrid 1995, 29-30.

17. Cf RAHNER K., Espiritualidad antigua y actual, en Escritos de Teología VII, TAURUS, Madrid 1997, 15 ss: IDEM, Experiencia del Espíritu, NARCEA, Madrid 1978; MARTIN VELASCO J., La experiencia cristiana de Dios, TROTTA, Madrid 1995; ROBIRA BELLOSO J.M., La experiencia de Dios, hoy, Pastoral Misionera, Madrid 1994.

18. PPD, Pgs. 81-83.

19. Cf KEHL M., ¿Adónde va la iglesia?. Un diagnóstico de nuestro tiempo, SAL TERRAE, Santander 1997, 46-49.

20. DIRECTORIO GENERAL PARA LA CATEQUESIS, n.30.

21. Cf Id. 87.

22. Cf Id, n. 105.

23. Id, n. 203.

24. GONZALEZ DE CARDEDAL O., La entraña del cristianismo, SECRETARIADO TRINITARIO, Sala- manca 1997, 339.

25. PROYECTO PASTORAL DIOCESANO, pg 156.

26. Especialmente en la Carta Pastoral de Navidad de 1994, Yo he venido para que tengan vida, n. 2.

27. Carta Pastoral Señor y Dador de vida, 1997, III, 1-2.

28. Carta Pastoral Si conocieras el don de Dios, Cuaresma de 1994, 4.1.

29. Carta Pastoral de 1996, Jesucristo, Salvador y evangelizador, 4.

30. Os sugiero leer detenidamente y meditar los números 198-384 del CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA.

31. Su forma más simple y antigua aparece ya en el Martirio de san Policarpo, un documento del s.II. Cf RUIZ BUENO D., Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1967, pg 682-3 y 688.

32. Es una fórmula de mediados del s.II, que aparece en la Epistula Apostolorum. Cf D.1.

33. Cf VATICANO II, Lumen gentium, n.3,4,5.

34. Tomo esta cita del CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, N. 256.

35. Id. n.261.

36. No debemos olvidar nunca la sabia advertencia de Santo Tomás, cuando nos dice que la fe se dirige a los contenidos, y que dichos contenidos no se identifican con las palabras ni con los conceptos que los expresan. Cf Sth 2-2,q.1, a 2, ad 2. Sobre el valor y las limitaciones del lenguaje humano cuando se refiere a Dios, tenemos una presentación asequible en GONZALEZ-CARVAJAL SANTABARBARA L., ¡Noticias de Dios!, SAL TERRAE, Santander 1997, 19-25.

37. Cf TILLICH P., La dimensión perdida, Desclée de Brouwer, Bilbao 1970, 107-122.

38. Cf MARTIN VELASCO J., La experiencia cristiana de Dios, TROTTA, Madrid 1995, 37-57.

39. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES, La peregrinación en el Gran Jubileo del año 2.000, n 41.

40. Cf. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, n. 29,34

41. VIVES J., S.J., "Si oyérais su voz...". Exploración cristiana del misterio de Dios, SAL TERRAE, Santander 1988, 86.

42. S.Th. I, q.47, a.1,2.

43. Para el cristiano, el tema de la ecología es mucho más que una moda o una necesidad de nuestro momento histórico. Tiene raíz teologal, y es una expresión palpable de nuestro amor a Dios y al prójimo. Pablo VI habló ya de esta cuestión (Mensaje a la Conferencia de Estocolmo sobre medio ambiente, 1 de junio de 1972), que ha sido retomada en diversas ocasiones por Juan Pablo II (Redemptor hominis, n.15; Sollicitudo rei socialis, n. 29,34; Paz con Dios creador, paz con toda la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1990). Para una idea suficientemente clara y fundada del tema, cf el n. 47, vol. XVI de la revista de teología bíblica BIBLIA Y FE (mayo-agosto de 1990); también, el término ecología en el DICCIONARIO TEOLOGICO ENCICLOPEDICO, VERBO DIVINO, Estella 1995. Ambos ofrecen bibliografía actualizada.

44. Cf VATICANO II, Gaudium et spes, n. 34-35. También, JUAN PABLO II, Laborem exercens, n. 24-27.

45. Cf JUAN PABLO II, Evangelium vitae, n. 42.

46. CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, n. 283.

47. LOS OBISPOS DE BELGICA, Libro de la fe, Desclée de Brouwer, Bilbao 1990, 18.

48. Pgs 161-164.

49. Cf el vocablo vida, en Concordancias de la Biblia. Nuevo Testamento, DESCLEE DE BROUWER, Bilbao 1975. También cuanto dije, desde otro punto de vista, en la Carta Pastoral Señor y dador de vida, 6.1.

50. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, n. 12.

51. Cf Id 25,29,34,89.

52. Cf Id 9,39,40,46, etc.

53. Cf Id 9.

54. Cf Id 9, de donde tomo esta cita.

55. Cf VATICANO II, Gaudium et spes, n. 41.

56. JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n 1,18.

57. Id n.15-17.

58. Id n.9.

59. JUAN PABLO II, Dives in misericordia, n.1.

60. VAN IMSCHOOT P., Teología del Antiguo Testamento, FAX, Madrid 1969, 102.

61. GONZALEZ DE CARDEDAL O., Obr. cit. 43.

62. Id. 53.

63. JUAN PABLO II, Dives in misericordia, n.9.

64. Sobre la relación entre la experiencia del amor de Dios y nuestro amor al prójimo ya en el AT, cf VON RAD G., La acción de Dios en Israel, TROTTA, Madrid 1996, 218-229.

65. Id n. 13.

66. Id. n.14.

67. Ibid.

68. Id. n. 12.

69. Id n.2.

70. Cf DE VAUX R., Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1979, 99-131.

71. PABLO VI, Evangelii nuntiandi, n. 31.

72. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, n.43.

73. PROYECTO PASTORAL DIOCESANO 1.966-2.000. EL CAMINO DE LA IGLESIA DE MALAGA HACIA EL TERCER MILENIO, pg 70.

74. Cf los dos documentos La Iglesia y los pobres, de la Comisión Episcopal de Pastoral Social y La caridad en la vida de la Iglesia, de la Conferencia Episcopal Española. También cuanto dice nuestro PROYECTO PASTORAL DIOCESANO, en las pgs 69-72; 91-93.

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