Con una
solemne concelebración eucarística, presidida por el Santo Padre en la basílica
de San Pedro la mañana del sábado 27 de octubre, se clausuró la X Asamblea
general ordinaria del Sínodo de los obispos, que ha tenido por tema:
"El obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del
mundo".
Concelebraron con el Papa los padres sinodales y otros participantes en la
Asamblea: cincuenta cardenales, entre ellos el secretario de Estado,
Angelo Sodano; el camarlengo de la Santa Iglesia romana, Eduardo Martínez
Somalo; y el vicedecano del Colegio cardenalicio, Joseph Ratzinger; siete
patriarcas, setenta arzobispos, ciento seis obispos, diez presbíteros, cinco
auditores y dieciséis expertos. La primera lectura se hizo en español; la
segunda, en inglés; el salmo responsorial se cantó en italiano y en esta misma
lengua se proclamó también el evangelio. Juan Pablo II pronunció la homilía
que publicamos. La oración de los fieles se hizo en polaco, árabe, alemán,
francés, chino y portugués. Para la plegaria eucarística subieron al
presbiterio los tres presidentes delegados, cardenales Giovanni Battista Re,
prefecto de la Congregación para los obispos; Bernard Agré, arzobispo de Abiyán
(Costa de Marfil); e Ivan Dias, arzobispo de Bombay (India); el relator general
adjunto, cardenal Jorge Mario Bergoglio, s.j., arzobispo de Buenos Aires; el
secretario general del Sínodo de los obispos, cardenal Jan P. Schotte, c.i.c.m.;
y el secretario especial de esta X Asamblea general ordinaria, mons. Marcello
Semeraro, obispo de Oria (Italia). Participaron también varios cardenales,
arzobispos y obispos; en las primeras filas se hallaban los delegados fraternos,
auditores y expertos, así como otras personas que han prestado su colaboración
en el Sínodo.
1. "Anunciaremos
a los pueblos la salvación del Señor" (Salmo responsorial).
Estas palabras del Salmo responsorial expresan bien nuestra actitud interior, venerables hermanos, al concluir la X Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos. La prolongada y profunda discusión sobre el tema del episcopado ha renovado en cada uno de nosotros la apasionada conciencia de la misión que nos ha encomendado nuestro Señor Jesucristo. Con fervor apostólico, en nombre de todo el Colegio episcopal que aquí representamos, reunidos junto a la tumba del apóstol san Pedro, queremos reiterar nuestra adhesión al mandato del Resucitado: "Anunciaremos a los pueblos la salvación del Señor".
Es casi un nuevo punto de partida, en la línea del gran jubileo del año
2000 y al inicio del tercer milenio cristiano. Al clima jubilar nos ha remitido
la primera lectura, el oráculo mesiánico de Isaías, tantas veces repetido
durante el Año santo. Es un anuncio lleno de esperanza para todos los
pobres y los afligidos. Es la inauguración del "año de misericordia del
Señor" (Is 61, 2), que tuvo en el jubileo su expresión fuerte,
pero que trasciende todo calendario para extenderse a cualquier lugar a donde
llegue la presencia salvífica de Cristo y de su Espíritu.
Al volver a escuchar hoy este anuncio, nos sentimos confirmados en la convicción
expresada al final del gran jubileo: "la puerta viva que es
Cristo" permanece más abierta que nunca para las generaciones del nuevo
milenio (cf. Novo millennio ineunte, 59). En efecto, Cristo es
la esperanza del mundo. La Iglesia y, de manera particular, los Apóstoles y sus
sucesores, tienen la misión de difundir su Evangelio hasta los confines de
la tierra.
2. La exhortación del apóstol san Pedro a los "ancianos", que
hemos escuchado en la segunda lectura, así como el pasaje del evangelio que
acabamos de proclamar, utilizan la simbología del pastor y de la grey, presentando
el ministerio de Cristo y de los Apóstoles en clave "pastoral".
"Apacentad la grey de Dios que os ha sido encomendada" escribe san
Pedro, recordando el mandato que él mismo había recibido de Cristo:
"Apacienta mis corderos. (...) Apacienta mis ovejas" (Jn 21,
15. 16. 17). Y es aún más significativa la autorrevelación del Hijo
de Dios: "Yo soy el buen pastor" (Jn 10, 11), con la
connotación sacrificial: "Doy la vida por las ovejas" (cf. Jn
10, 15).
Por esto, san Pedro se define "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe
de la gloria que está para manifestarse" (1 P 5, 1). En la Iglesia,
el pastor es ante todo portador de este testimonio pascual y escatológico, que culmina
en la celebración de la Eucaristía, memorial de la muerte del Señor y
anuncio de su vuelta gloriosa. Por tanto, la celebración de la Eucaristía es
la acción pastoral por excelencia: el "Haced esto en memoria
mía" no sólo implica la repetición ritual de la Cena, sino también,
como consecuencia, la disponibilidad a ofrecerse a sí mismos por la grey,
siguiendo el ejemplo de lo que hizo él durante su vida y, sobre todo, en su
muerte.
3. La imagen del buen pastor ha sido evocada muchas veces durante
estas semanas en las intervenciones en la sala sinodal. En efecto, es el
"icono" que ha inspirado a lo largo de los siglos a muchos santos
obispos y que describe, mejor que ningún otro, las tareas y el estilo de vida
de los sucesores de los Apóstoles. Desde esta perspectiva, no se puede por
menos de observar cómo la Asamblea sinodal que hoy concluimos está idealmente
muy vinculada a todo el magisterio que la Iglesia nos ha dejado en el curso de
su historia. Baste pensar, por ejemplo, en el concilio de Trento, del
cual nos separan casi cuatro siglos y medio. Una de las razones por las cuales
ese concilio ha tenido un enorme influjo innovador en el camino del pueblo de
Dios, es seguramente el haber vuelto a proponer la cura animarum como
tarea primera y principal de los obispos, comprometidos a residir de manera
estable con su grey y a formarse colaboradores idóneos en el ministerio
pastoral mediante la institución de los seminarios.
Cuatrocientos años más tarde, el concilio Vaticano II recogió y
desarrolló la lección del Tridentino, abriéndola a los horizontes de la nueva
evangelización. En el alba del tercer milenio, la figura ideal del
obispo con la que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado a
Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia que se le
ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la solicitud por todas
las Iglesias del mundo (cf. 2 Co 11, 28).
4. El
obispo, buen pastor, encuentra luz y fuerza para su ministerio en la palabra
de Dios, interpretada en la comunión de la Iglesia y anunciada con
fidelidad valiente "a tiempo y a destiempo" (2 Tm 4, 2). El
obispo, como Maestro de la fe, promueve todo aquello que hay de bueno y
positivo en la grey que se le ha confiado, sostiene y guía a los débiles en la
fe (cf. Rm 14, 1), e interviene para desenmascarar las falsificaciones y
combatir los abusos.
Es
importante que el obispo tenga conciencia de los desafíos que hoy la fe en
Cristo encuentra a causa de una mentalidad basada en criterios humanos que, a
veces, relativizan la ley y el designio de Dios. Sobre todo, debe tener valentía
para anunciar y defender la sana doctrina, aunque ello implique
sufrimientos. En efecto, el obispo, en comunión con el Colegio apostólico y
con el Sucesor de Pedro, tiene el deber de proteger a los fieles de toda clase
de insidias, mostrando que una vuelta sincera al Evangelio de Cristo es
la solución verdadera para los complejos problemas que afligen a la humanidad.
El servicio que los obispos están llamados a prestar a su grey será fuente de
esperanza en la medida en que refleje una eclesiología de comunión y de
misión. En los encuentros sinodales de estos días, se ha subrayado varias
veces la necesidad de una espiritualidad de comunión. Citando el Instrumentum
laboris, se ha repetido que "la fuerza de la Iglesia está en la comunión,
su debilidad está en la división y en la contraposición" (n. 63).
Sólo si es claramente perceptible una profunda y convencida unidad de los
pastores entre sí y con el Sucesor de Pedro, como también de los
obispos con sus sacerdotes, se podrá dar una respuesta creíble a los desafíos
que provienen del actual contexto social y cultural. A este respecto, amadísimos
hermanos miembros de la Asamblea sinodal, deseo expresaros mi aprecio y mi
gratitud por el testimonio que habéis dado en estos días de alegre comunión
en la solicitud por la humanidad de nuestro tiempo.
5. Quisiera pediros que transmitáis mi saludo a vuestros fieles, y de modo especial a vuestros sacerdotes, a los cuales debéis prestar una atención especial, manteniendo con cada uno de ellos una relación directa, confiada y cordial. Sé que ya os esforzáis por hacerlo, convencidos de que una diócesis sólo funciona bien si su clero está unido gozosamente, en fraterna caridad, en torno a su obispo.
Os pido también que saludéis a los obispos eméritos, expresándoles mi
agradecimiento por el trabajo que han llevado a cabo al servicio de los fieles.
He querido que estuvieran representados en esta Asamblea sinodal, para
reflexionar también sobre este tema, que es nuevo en la Iglesia, pues surgió
de un deseo del concilio Vaticano II, para el bien de las Iglesias particulares.
Confío en que cada Conferencia episcopal estudie cómo valorar a los obispos eméritos
que aún gozan de buena salud y tienen muchas energías, confiándoles algún
servicio eclesial y, sobre todo, el estudio de los problemas sobre los cuales
tienen experiencia y competencia, llamando a quien está disponible a formar
parte de alguna comisión episcopal, al lado de los hermanos más jóvenes, para
que se sientan siempre miembros vivos del Colegio episcopal.
Quisiera enviar un saludo particular también a los obispos de China continental, cuya ausencia en el Sínodo no nos ha impedido sentir su cercanía espiritual en el recuerdo y en la oración.
6. "Y cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona de
gloria que no se marchita" (1 P 5, 4). Como conclusión de esta
primera Asamblea sinodal del tercer milenio, me complace recordar a los veintidós
obispos canonizados durante el siglo XX: Alejandro María Sauli,
obispo de Pavía; Roberto Bellarmino, cardenal, obispo de Capua, doctor
de la Iglesia; Alberto Magno, obispo de Ratisbona, doctor de la Iglesia; Juan
Fisher, obispo de Rochester, mártir; Antonio María Claret, arzobispo
de Santiago de Cuba; Vicente María Strambi, obispo de Macerata y
Tolentino; Antonio María Gianelli, obispo de Bobbio; Gregorio
Barbarigo, obispo de Padua; Juan de Ribera, arzobispo de Valencia; Oliverio
Plunkett, arzobispo de Armagh, mártir; Justino De Jacobis, obispo de
Nilopoli y vicario apostólico de Abisinia; Juan Nepomucemo Neumann,
obispo de Filadelfia; Jerónimo Hermosilla, Valentín Berrio-Ochoa y otros
seis obispos, mártires en Vietnam; Ezequiel Moreno y Díaz, obispo
de Pasto (Colombia); Carlos José Eugenio de Mazenod, obispo de Marsella.
Además, dentro de menos de un mes, tendré la alegría de proclamar santo a José
Marello, obispo de Acqui.
De este selecto círculo de santos pastores, que se podría alargar a la gran
multitud de obispos beatificados, surge, como en un mosaico, el rostro de Cristo,
buen pastor y misionero del Padre. En este icono vivo fijamos la mirada, al
inicio de la nueva época que la Providencia nos pone por delante, para ser,
cada vez con más empeño, servidores del Evangelio, esperanza del mundo.
Nos asista siempre en nuestro ministerio la santísima Virgen María, Reina de
los Apóstoles. En todo tiempo, ella resplandece en el horizonte de la Iglesia y
del mundo como signo de consolación y de esperanza segura.