Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la XVI Jornada mundial de la juventud
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23).
Amadísimos jóvenes:
1. Mientras me dirijo a vosotros con alegría y afecto con ocasión de nuestra tradicional cita anual, conservo en los ojos y en el corazón la imagen sugestiva de la gran «Puerta» en la explanada de Tor Vergata, en Roma. La tarde del 19 de agosto del año pasado, al comienzo de la vigilia de la XV Jornada mundial de la juventud, con cinco jóvenes de los cinco continentes, tomándonos de la mano, crucé ese umbral bajo la mirada de Cristo crucificado y resucitado, como para entrar simbólicamente con todos vosotros en el tercer milenio.
Quiero expresar aquí, desde lo más íntimo de mi corazón mi agradecimiento sincero a Dios por el don de la juventud, que por medio de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo (cf. Homilía en Tor Vergata, 20 de agosto de 2000).
Deseo, además, darle vivamente las gracias porque me ha concedido acompañar a los jóvenes del mundo durante los dos últimos decenios del siglo recién concluido; indicándoles él camino que lleva a Cristo, «el mismo ayer; hoy y siempre» (Hb 13, 8). Pero, a la vez, le doy gracias porque los jóvenes han acompañado y casi sostenido al Papa a lo largo de su peregrinación apostólica por los países de la tierra.
¿Qué fue la XV Jornada mundial de la juventud sino un intenso momento de contemplación del misterio del Verbo hecho carne por nuestra salvación? ¿No fue una extraordinaria ocasión para celebrar y proclamar la fe de la Iglesia y para proyectar un renovado compromiso cristiano, dirigiendo juntos la mirada al mundo, que espera el anuncio de la Palabra que salva? Los auténticos frutos del jubileo de los jóvenes no se pueden calcular en estadísticas, sino únicamente en obras de amor y justicia, en la fidelidad diaria, valiosa aunque a menudo poco visible. Queridos jóvenes, a vosotros, y especialmente a quienes participaron directamente en aquel inolvidable encuentro, confié la tarea de dar al mundo este coherente testimonio evangélico.
2. Enriquecidos con la experiencia vivida, habéis vuelto a vuestros hogares y a vuestras ocupaciones habituales, y ahora os disponéis a celebrar en el ámbito diocesano, junto con vuestros pastores, la XVI Jornada mundial de la juventud.
En esta ocasión, quisiera invitaros a reflexionar en las condiciones que Jesús pone a quien decide ser su discípulo: «Si alguno quiere venir en pos de mí -dice-, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Jesús no es el Mesías del triunfo y del poder. En efecto, no liberó a Israel del dominio romano y no le aseguró la gloria política. Como auténtico Siervo del Señor, cumplió su misión de Mesías mediante la solidaridad, el servicio y la humillación de la muerte. Es un Mesías que se sale de cualquier esquema y de cualquier clamor; no se le puede «comprender» con la lógica del éxito y del poder, usada a menudo por el mundo como criterio de verificación de sus proyectos y acciones.
Jesús, que vino para cumplir la voluntad del Padre, permanece fiel a ella hasta sus últimas consecuencias, y así realiza la misión de salvación para cuantos creen en él y lo aman, no con palabras, sino de forma concreta. Si el amor es la condición para seguirlo, el sacrificio verifica la autenticidad de ese amor (cf. carta apostólica Salvifici doloris, 17-18).
3. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sigame» (Lc 9, 23). Estas palabras expresan el radicalismo de una opción que no admite vacilaciones ni dar marcha atrás. Es una exigencia dura, que impresionó incluso a los discípulos y que a lo largo de los siglos ha impedido que muchos hombres y mujeres siguieran a Cristo. Pero precisamente este radicalismo también ha producido frutos admirables de santidad y de martirio, que confortan en el tiempo el camino de la Iglesia. Aún hoy esas palabras son consideradas un escándalo y una locura (cf. 1 Co 1, 22-25). Y, sin embargo, hay que confrontarse con ellas, porque el camino trazado por Dios para su Hijo es el mismo que debe recorrer el discípulo, decidido a seguirlo. No existen dos caminos, sino uno solo: el que recorrió el Maestro. El discípulo no puede inventarse otro.
Jesús camina delante de los suyos y a cada uno pide que haga lo que él mismo ha hecho. Les dice: yo no he venido para ser servido, sino para servir; así, quien quiera ser como yo, sea servidor de todos. Yo he venido a vosotros como uno que no posee nada; así, puedo pediros que dejéis todo tipo de riqueza que os impide entrar en el reino de los cielos. Yo acepto la contradicción, ser rechazado por la mayoría de mi pueblo; puedo pediros también a vosotros que aceptéis la contradicción y la contestación, vengan de donde vengan.
En otras palabras, Jesús pide que elijan valientemente su mismo camino; elegirlo, ante todo, «en el corazón», porque tener una situación externa u otra no depende de nosotros. De nosotros depende la voluntad de ser, en la medida de lo posible, obedientes como él al Padre y estar dispuestos a aceptar hasta el fondo el proyecto que él tiene para cada uno.
4. «Niéguese a sí mismo». Negarse a sí mismo significa renunciar al propio proyecto, a menudo lomitado y mezquino, para acoger el de Dios: este es el camino de la conversión, indispensable para la existencia cristiana, que llevó al apóstol san Pablo a afirmar: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
Jesús no pide renunciar a vivir; lo que pide es acoger una novedad y una plenitud de vida que sólo él puede dar. El hombre tiene enraizada en lo más profundo de su corazón la tendencia a «pensar en sí mismo», a ponerse a sí mismo en el centro de los intereses y a considerarse la medida de todo. En cambio, quien sigue a Cristo rechaza este repliegue sobre sí mismo y no valora las cosas según su interés personal. Considera la vida vivida como un don, como algo gratuito, no como una conquista o una posesión: En efecto, la vida verdadera se manifiesta en el don de sí, fruto de la gracia de Cristo: una existencia libre, en comunión con Dios y con los hermanos (cf. Gaudium et spes, 24).
Si vivir siguiendo al Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos los demás valores reciben de este su correcta valoración e importancia. Quien busca únicamente los bienes terrenos, será un perdedor, a pesar de las apariencias de éxito: la muerte lo sorprenderá con un cúmulo de cosas, pero con una vida fallida (cf. Lc 12, 13-21). Por tanto, hay que escoger entre ser y tener, entre una vida plena y una existencia vacía, entre la verdad y la mentira.
5. «Tome su cruz y sígame». De la misma manera que la cruz puede reducirse a mero objeto ornamental, así también «tomar la cruz» puede llegar a ser un modo de decir. Pero en la enseñanza de Jesús esta expresión no pone en primer plano la mortificación y la renuncia. No se refiere ante todo al deber de soportar con paciencia las pequeñas o grandes tribulaciones diarias; ni mucho menos quiere ser una exaltación del dolor como medio de agradar a Dios. El cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino el amor. Y la cruz acogida se transforma en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de Cristo quiere decir unirse a él en el ofrecimiento de la prueba máxima del amor.
No se puede hablar de la cruz sin considerar el amor que Dios nos tiene, el hecho de que Dios quiere colmarnos de sus bienes. Con la invitación «sígueme», Jesús no sólo repite a sus discípulos: tómame como modelo, sino también: comparte mi vida y mis opciones, entrega como yo tu vida por amor a Dios y a los hermanos. Así, Cristo abre ante nosotros el «camino de la vida», que, por desgracia, está constantemente amenazado por el «camino de la muerte». El pecado es este camino que separa al hombre de Dios y del prójimo, causando división y minando desde dentro la sociedad.
El «camino de la vida», que imita y renueva las actitudes de Jesús, es el camino de la fe y de la conversión; o sea, precisamente el camino de la cruz. Es el camino que lleva a confiar en él y en su designio salvífico, a creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo hombre; es el camino de salvación en medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y contradictoria; es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria; es el camino que no teme fracasos, dificultades, marginación y soledad, porque llena el corazón del hombre de la presencia de Jesús; es el camino de la paz, del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.
6. Queridos jóvenes, nos os parezca extraño que, al comienzo del tercer milenio, el Papa os indique una vez más la cruz como camino de vida y de auténtica felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa que sólo en la cruz de Cristo hay salvación.
Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valor a lo que agrada y parece hermoso, quisiera hacer creer que para ser felices es necesario apartar la cruz. Presenta como ideal un éxito fácil, una carrera rápida, una sexualidad sin sentido de responsabilidad y, finalmente, una existencia centrada en la afirmación de sí mismos, a menudo sin respeto por los demás.
Sin embargo, queridos jóvenes, abrid bien los ojos: este no es el camino que lleva a la vida, sino el sendero que desemboca en la muerte. Jesús dice: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará». Jesús no nos engaña: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24-25). Con la verdad de sus palabras, que parecen duras, pero llenan el corazón de paz, Jesús nos revela el secreto de la vida auténtica (cf. Discurso a los jóvenes de Roma, 2 de abril de 1998).
Así pues, no tengáis miedo de avanzar por el camino que el Señor recorrió primero. Con vuestra juventud, imprimid en el tercer milenio que se abre el signo de la esperanza y del entusiasmo típico de vuestra edad. Si dejáis que actúe en vosotros la gracia de Dios, si cumplís vuestro importante compromiso diario, haréis que este nuevo siglo sea un tiempo mejor para todos.
Con vosotros camina María, la Madre del Señor, la primera de los discípulos, que permaneció fiel al pie de la cruz, desde la cual Cristo nos confió a ella como hijos suyos. Y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de todo corazón.
Vaticano, 14 de febrero de 2001