1. El plan salvífico de Dios, "el misterio de su voluntad" (Ef 1, 9) con respecto a toda criatura, se expresa en la carta a los Efesios con un término característico: "recapitular" en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf. Ef 1, 10). La imagen podría remitir también al asta en torno a la cual se envolvía el rollo de pergamino o de papiro del volumen, en el que se hallaba un escrito: Cristo confiere un sentido unitario a todas las sílabas, las palabras y las obras de la creación y de la historia.
El primero que captó y desarrolló de modo admirable este tema de la
"recapitulación" fue san Ireneo, obispo de Lyon, gran Padre de la
Iglesia del siglo II. Contra cualquier fragmentación de la historia de la
salvación, contra cualquier separación entre la Alianza antigua y la nueva,
contra cualquier dispersión de la revelación y de la acción divina, san
Ireneo exalta al único Señor, Jesucristo, que en la Encarnación une en sí
mismo toda la historia de la salvación, a la humanidad y a la creación entera:
"Él, como rey eterno, recapitula en sí todas las cosas" (Adversus
haereses III, 21, 9).
2. Escuchemos un pasaje en el que este Padre de la Iglesia comenta las
palabras del Apóstol que se refieren precisamente a la recapitulación en
Cristo de todas las cosas. En la expresión "todas las cosas" -afirma
san Ireneo- queda comprendido también el hombre, tocado por el misterio de la
Encarnación, por el que el Hijo de Dios "de invisible se hizo visible, de
incomprensible comprensible, de impasible pasible, y de Verbo hombre. Él ha
recapitulado en sí todas las cosas para que el Verbo de Dios, como tiene la
preeminencia sobre los seres supracelestes, espirituales e invisibles, del mismo
modo la tenga sobre los seres visibles y corporales; y para que, asumiendo en sí
esta preeminencia y poniéndose como cabeza de la Iglesia, pueda atraer a sí
todas las cosas" (ib., III, 16, 6). Este confluir de todo el
ser en Cristo, centro del tiempo y del espacio, se realiza progresivamente en la
historia superando los obstáculos y las resistencias del pecado y del maligno.
3. Para ilustrar esta tensión, san Ireneo recurre a la oposición, que ya
presenta san Pablo, entre Cristo y Adán (cf. Rm
5, 12-21): Cristo es el nuevo Adán, es decir, el Primogénito de la
humanidad fiel que acoge con amor y obediencia el plan de redención que Dios ha
trazado como alma y meta de la historia. Así pues, Cristo debe eliminar la obra
de devastación, las horribles idolatrías, las violencias y todo pecado que el
rebelde Adán diseminó en la historia secular de la humanidad y en el horizonte
de la creación. Con su plena obediencia al Padre, Cristo inaugura la era de paz
con Dios y entre los hombres, reconciliando en sí a la humanidad dispersa (cf.
Ef 2, 16). Él "recapitula" en sí a Adán, en el que toda la
humanidad se reconoce, lo transfigura en hijo de Dios y lo vuelve a llevar a la
comunión plena con el Padre. Precisamente a través de su fraternidad con
nosotros en la carne y en la sangre, en la vida y en la muerte, Cristo se
convierte en "la cabeza" de la humanidad salvada. Escribe también san
Ireneo: "Cristo recapituló en sí toda la sangre derramada por todos
los justos y por todos los profetas que existieron desde el inicio" (Adversus
haereses V, 14, 1; cf. V, 14, 2).
4. El bien y el mal, por consiguiente, se consideran a la luz de la obra
redentora de Cristo. Como insinúa san Pablo, la redención de Cristo afecta a
la creación entera, en la variedad de sus componentes (cf. Rm 8, 18-30).
En efecto, la naturaleza misma, sujeta al sinsentido, a la degradación y a la
devastación provocada por el pecado, participa así en la alegría de la
liberación realizada por Cristo en el Espíritu Santo.
Así pues, se delinea la realización plena del proyecto original del Creador:
una creación en la que Dios y el hombre, el hombre y la mujer, la humanidad y
la naturaleza estén en armonía, en diálogo y en comunión. Este proyecto,
alterado por el pecado, lo restablece de modo admirable Cristo, que lo está
realizando de forma misteriosa pero eficaz en la realidad presente, a la espera
de llevarlo a pleno cumplimiento. Jesús mismo declaró que él era el fulcro y
el punto de convergencia de este plan de salvación, cuando afirmó:
"Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn
12, 32). Y el evangelista san Juan presenta esta obra precisamente como una
especie de recapitulación, un "reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos" (Jn 11, 52).
5. Esta obra llegará a su plenitud al concluir la historia, cuando, como
recuerda san Pablo, "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28).
La última página del Apocalipsis, que se ha proclamado al inicio de nuestro
encuentro, describe con vivos colores esta meta. La Iglesia y el Espíritu
esperan e invocan ese momento en el que Cristo "entregará a Dios Padre el
reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad.
(...) El último enemigo en ser destruido será la muerte. Porque ha sometido
todas las cosas bajo los pies" de su Hijo (1 Co 15, 24-27).
Al final de esta batalla, cantada en páginas admirables por el Apocalipsis,
Cristo llevará a cabo la "recapitulación" y los que estén unidos a
él formarán la comunidad de los redimidos, que "ya no será herida por el
pecado, por las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren a la comunidad
terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de
modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de
paz y de comunión mutua" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1045).
La Iglesia, esposa enamorada del Cordero, con la mirada puesta en aquel día de
luz, eleva la invocación ferviente: "Marana tha" (1 Co
16, 22), "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).