1. El apóstol san Pablo afirma que
"nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20), pero de ello
no concluye que podemos esperar pasivamente el ingreso en la patria; al
contrario, nos exhorta a comprometernos activamente. "No nos cansemos de
obrar el bien -escribe-; pues, si no desfallecemos, a su tiempo nos vendrá la
cosecha. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero
especialmente a nuestros hermanos en la fe" (Ga 6, 9-10).
La revelación bíblica y la mejor sabiduría
filosófica coinciden en subrayar que, por un lado, la humanidad tiende hacia lo
infinito y la eternidad, y, por otro, está firmemente arraigada en la tierra,
dentro de las coordenadas del tiempo y del espacio. Existe una meta trascendente
por alcanzar, pero a través de un itinerario que se desarrolla en la tierra y
en la historia. Las palabras del Génesis son iluminadoras: la criatura
humana está vinculada al polvo de la tierra, pero al mismo tiempo tiene un
"aliento" que la une directamente a Dios (cf. Gn 2, 7).
2. También afirma el Génesis que
Dios, después de crear al hombre, lo dejó "en el jardín del Edén, para
que lo labrase y cuidase" (Gn 2,
15). Los dos verbos del texto original hebreo son los que se usan en otros
lugares para indicar también el "servir" a Dios y el
"observar" su palabra, es decir, el compromiso de Israel con respecto
a la alianza con el Señor. Esta analogía parece sugerir que una alianza
primaria une al Creador con Adán y con toda criatura humana, una alianza que se
realiza en el compromiso de henchir la tierra, sometiendo y dominando a
los peces del mar, a las aves del cielo y a todo animal que serpea sobre la
tierra (cf. Gn 1, 28; Sal 8, 7-9).
Por desgracia, a menudo el hombre cumple
esta misión, que Dios le asignó, no como un artífice sabio, sino como un
tirano prepotente. Al final se encuentra en un mundo devastado y hostil, en una
sociedad desgarrada y lacerada, como también nos enseña el Génesis en el gran
cuadro del capítulo tercero, donde describe la ruptura de la armonía del
hombre con su semejante, con la tierra y con el mismo Creador. Este es el fruto
del pecado original, es decir, de la rebelión que tuvo lugar desde el inicio
frente al proyecto que Dios había encomendado a la humanidad.
3. Por eso, con la gracia de Cristo
Redentor, debemos volver a hacer nuestro el designio de paz y desarrollo, de
justicia y solidaridad, de transformación y valorización de las realidades
terrestres y temporales, delineado en las primeras páginas de la Biblia.
Debemos continuar la gran aventura de la humanidad en el campo de la ciencia y
la técnica, hurgando en los secretos de la naturaleza. Es preciso desarrollar
-a través de la economía, el comercio y la vida social- el bienestar, el
conocimiento, la victoria sobre la miseria y sobre cualquier forma de humillación
de la dignidad humana.
En cierto sentido, Dios ha delegado al
hombre la obra de la creación, para que esta prosiga tanto en las
extraordinarias empresas de la ciencia y de la técnica, como en el esfuerzo
diario de los trabajadores, los estudiosos, las personas que con su mente y sus
manos "labran y cuidan" la tierra y hacen más solidarios a los
hombres y mujeres entre sí. Dios no está ausente de su creación; más aún,
"ha coronado de gloria y honor al hombre", haciéndolo, con su autonomía
y libertad, casi su representante en el mundo y en la historia (cf. Sal
8, 6-7).
4. Como dice el salmista, por la mañana
"el hombre sale a sus faenas, a su labranza hasta el atardecer" (Sal
104, 23). También Cristo valora en sus parábolas esta labor del hombre y de la
mujer en los campos y en el mar, en las casas y en las asambleas, en los
tribunales y en los mercados. La asume para ilustrar simbólicamente el misterio
del reino de Dios y de su realización progresiva, aunque sabe que a menudo este
trabajo resulta estéril a causa del mal y del pecado, del egoísmo y de la
injusticia. La misteriosa presencia del Reino en la historia sostiene y vivifica
el esfuerzo del cristiano en sus tareas terrenas.
Los cristianos, implicados en esta obra y
en esta lucha, están llamados a colaborar con el Creador para realizar en la
tierra una "casa del hombre" más acorde con su dignidad y con el plan
divino, una casa en la que "la misericordia y la verdad se encuentren, la
justicia y la paz se besen" (Sal 85, 11).
5. A esta luz quisiera proponer a vuestra meditación las páginas que el concilio Vaticano II dedicó, en la constitución pastoral Gaudium et spes (cf. parte I, cc. III y IV), a la "actividad humana en el mundo" y a la "función de la Iglesia en el mundo actual". "Los creyentes -enseña el Concilio- tienen la certeza de que la actividad humana individual y colectiva, es decir, aquel ingente esfuerzo con el que los hombres pretenden mejorar las condiciones de su vida a lo largo de los siglos, considerado en sí mismo, responde al plan de Dios" (n. 34).
La complejidad de la sociedad moderna hace cada vez más arduo el esfuerzo de
animar las estructuras políticas, culturales, económicas y tecnológicas que
con frecuencia no tienen alma. En este horizonte difícil y prometedor la
Iglesia está llamada a reconocer la autonomía de las realidades terrenas (cf. ib.,
36), pero también a proclamar eficazmente "la prioridad de la ética
sobre la técnica, la primacía de la persona sobre las cosas y la superioridad
del espíritu sobre la materia" (Congregación para la educación católica,
En estas últimas décadas, 30 de diciembre de 1988, n. 44: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 23 de julio de 1989, p. 12).
Sólo así se cumplirá el anuncio de san Pablo: "La creación desea
vivamente la revelación de los hijos de Dios. (...) y alberga la esperanza de
ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21).