Homilía del Santo Padre durante la misa en el jubileo de los políticos, domingo 5 de noviembre
1. "Escucha, Israel" (Dt
6, 3. 4).
La palabra de Dios, solemne y al mismo tiempo afectuosa, nos acaba de dirigir la
invitación a "escuchar". A escuchar "hoy",
"ahora"; y a hacerlo no de forma individual o privada, sino juntos:
"Escucha, Israel".
Esta invitación se dirige particularmente
a vosotros, gobernantes, parlamentarios, políticos y administradores, que habéis
venido a Roma para celebrar vuestro jubileo. Saludo cordialmente a todos y, en
especial, a los jefes de Estado presentes entre nosotros.
En la celebración litúrgica se actualiza, aquí y ahora, el acontecimiento de la alianza con Dios. ¿Qué respuesta espera Dios de nosotros? La indicación que acabamos de recibir en la proclamación del texto bíblico es apremiante: es preciso ante todo ponerse a la escucha. No una escucha pasiva e irresponsable. Los israelitas comprendieron bien que Dios esperaba de ellos una respuesta activa y responsable. Por eso prometieron a Moisés: "Nos dirás todo lo que el Señor nuestro Dios te haya dicho y nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica" (Dt 5, 27).
Al asumir este compromiso, sabían que hacían una alianza con un Dios del cual
podían fiarse. Dios amaba a su pueblo y quería su felicidad. Él pedía, en
cambio, el amor. En el "Shema Israel", que hemos oído en
la primera lectura, junto a la petición de fe en el único Dios, se manifiesta el
mandamiento fundamental, el del amor a él: "Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt
6, 5).
2. La relación del hombre con Dios no
es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una
relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el
amor. El amor que Dios espera de su pueblo es la respuesta a aquel amor fiel y
solícito que él le ha manifestado antes a través de las distintas etapas de
la historia de la salvación.
Precisamente por esto el pueblo elegido
entendió los mandamientos, más que como un código legal y una regulación
jurídica, como un acontecimiento de gracia, como signo de su
privilegiada pertenencia al Señor. Es significativo que Israel no habla nunca
de la ley como una carga, una imposición, sino como un don y un favor:
"Felices nosotros, Israel -exclama el profeta-, porque lo que agrada a Dios
nos ha sido revelado" (Ba 4, 4).
El pueblo sabe que el Decálogo es un
compromiso obligatorio, pero sabe también que es la condición para la vida:
Mira, dice el Señor, yo pongo ante ti la vida y la muerte, es decir el bien
y el mal; te prescribo que cumplas mis mandamientos, para que tengas vida (cf.
Dt 30, 15). Con su ley
Dios no quiere coartar la voluntad del hombre, sino liberarlo de todo aquello
que puede poner en peligro su auténtica dignidad y su plena realización.
3. Ilustres señores y señoras
gobernantes, parlamentarios y políticos, he querido reflexionar sobre el
sentido y sobre el valor de la ley divina, porque se trata de un tema que os
afecta directamente. Vuestra tarea cotidiana consiste en elaborar leyes justas y
promover su aprobación y aplicación. Estáis convencidos de que, al hacerlo,
prestáis un importante servicio al hombre, a la sociedad y a la libertad misma.
Y con razón. En efecto, la ley humana, si es justa, no va nunca contra
la libertad, sino que está a su servicio. Esto lo había intuido ya el
sabio pagano, cuando sentenciaba: "Legum servi sumus, ut liberi
esse possimus", es decir, "Somos siervos de las leyes, para poder
ser libres" (Cicerón, De legibus, II, 13).
Sin embargo, la libertad a la que hace
referencia Cicerón se sitúa principalmente al nivel de las relaciones externas
entre los ciudadanos. Como tal, esa corre el peligro de reducirse a un
equilibrio congruente de los intereses respectivos y, tal vez, de egoísmos
contrapuestos. Por el contrario, la libertad a la que alude la palabra de Dios hunde
sus raíces en el corazón del hombre, un corazón que Dios puede liberar
del egoísmo, haciéndolo capaz de abrirse al amor desinteresado.
No en vano, en la página evangélica que
acabamos de escuchar, al escriba que le pregunta cuál es el primero de todos
los mandamientos, Jesús le responde citando el "Shema":
"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con
todas tus fuerzas" (Mc 12, 30). El acento está puesto en el
"todo": el amor de Dios no puede por menos de ser
"total". Pero sólo Dios puede purificar el corazón humano del egoísmo
y "liberarlo" para dotarlo de plena capacidad de amar.
Un hombre con el corazón así
"enriquecido" puede abrirse al hermano y hacerse cargo de él con la
misma solicitud con la que se preocupa de sí mismo. Por esto Jesús añade:
"El segundo (mandamiento) es este: Amarás al prójimo como a ti
mismo" (Mc 12, 31). Quien ama a Dios con todo su corazón y lo
reconoce como "único Dios", y por tanto como Padre de todos, debe ver
como hermanos a cuantos se encuentran en su camino.
4. Amar al prójimo como a sí
mismo. Estas palabras hallan seguramente eco en vuestras almas, queridos
gobernantes, parlamentarios, políticos y administradores. Os plantean hoy a
cada uno, con ocasión de vuestro jubileo, una cuestión central: ¿de qué
manera, en vuestro delicado y comprometido servicio al Estado y a los
ciudadanos, podéis cumplir este mandamiento? La respuesta es clara: viviendo
el compromiso político como un servicio. ¡Una perspectiva luminosa y
exigente! En efecto, no puede reducirse a una reafirmación genérica de
principios o a la declaración de buenas intenciones. El servicio político
supone un compromiso preciso y diario, que exige una gran competencia al
cumplir el propio deber y una moralidad a toda prueba en la gestión
desinteresada y transparente del poder.
Por otra parte, la coherencia personal del
político ha de expresarse también en una correcta concepción de la vida
social y política a la que está llamado a servir. Desde esta perspectiva,
un político cristiano no puede dejar de hacer referencia constante a aquellos
principios que la doctrina social de la Iglesia ha desarrollado a lo
largo de los tiempos. Como es sabido, esos principios no constituyen una
"ideología" ni un "programa político", sino que ofrecen
las líneas fundamentales para una comprensión del hombre y de la sociedad a la
luz de la ley ética universal presente en el corazón de todo hombre e
iluminada por la revelación evangélica (cf. Sollicitudo rei socialis,
41). A vosotros, queridos hermanos y hermanas comprometidos en política, os
corresponde ser sus intérpretes convencidos y activos.
Ciertamente, en la aplicación de esos
principios a la compleja realidad política, a menudo será inevitable
encontrarse con ámbitos, problemas y circunstancias que pueden dar legítimamente
lugar a diversas valoraciones concretas. Sin embargo, al mismo tiempo, no se
puede justificar un pragmatismo que, también con respecto a los valores
esenciales y básicos de la vida social, reduzca la política a pura mediación
de los intereses o, peor aún, a una cuestión de demagogia o de cálculos
electorales. Aunque el derecho no puede y no debe cubrir todo el ámbito de la
ley moral, también se debe recordar que no puede ir "contra" la ley
moral.
5. Esto adquiere particular relieve en
esta fase de intensas transformaciones, en la que surge una nueva dimensión
de la política. El declive de las ideologías va acompañado de una crisis
de las formaciones partidistas, que impulsa a comprender de modo nuevo la
representación política y el papel de las instituciones. Es necesario redescubrir
el sentido de la participación, implicando en mayor medida a los ciudadanos
en la búsqueda de vías oportunas para avanzar hacia una realización del bien
común cada vez más satisfactoria.
En esta tarea el cristiano debe huir de la
tentación de la oposición violenta, a menudo fuente de grandes sufrimientos
para la comunidad. El diálogo se presenta siempre como instrumento
insustituible de toda confrontación constructiva, tanto dentro de los
Estados como en las relaciones internacionales. ¿Y quién podrá asumir esta
"tarea" de diálogo mejor que el político cristiano, que cada día
debe confrontarse con lo que Cristo llamó "el primer" mandamiento, es
decir, el mandamiento del amor?
6. Amadísimos hermanos y hermanas,
son numerosas y exigentes las tareas que esperan, al comienzo del nuevo siglo y
del nuevo milenio, a los responsables de la vida pública. Como sabéis,
precisamente pensando en esto, en el contexto del gran jubileo, he querido
ofreceros la protección de un patrono especial: el santo mártir Tomás
Moro.
Su figura es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político. Su elocuente testimonio es más actual que nunca en un momento histórico que plantea retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, se puso siempre al servicio de la persona, especialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, pues lo guiaba un notable sentido de la equidad. Sobre todo, no aceptó nunca ir contra su conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz. Invocadlo, seguidlo e imitadlo. Su intercesión os ayudará a obtener, incluso en las situaciones más arduas, fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia.
Es el deseo que queremos corroborar con la fuerza del sacrificio eucarístico,
en el cual una vez más Cristo se hace alimento y orientación para nuestra
vida. Que el Señor os conceda ser políticos según su Corazón, imitadores de
santo Tomás Moro, testigo valiente de Cristo e integérrimo servidor del
Estado.