La eclesiología de la «Lumen gentium»

Conferencia del cardenal Joseph Ratzinger en un Congreso internacional sobre el Vaticano II

Card. Joseph RATZINGER
Prefecto de la Congregación
 para la doctrina de la fe

 

El pasado mes de febrero tuvo lugar en Roma el Congreso internacional sobre la aplicación del concilio Vaticano II, organizado por el Comité para el gran jubileo del año 2000. En el mismo participaron cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosos y expertos de diversos países, entre los cuales destacaban algunos protagonistas del Concilio. Se tuvieron cinco relaciones: una histórico-teológica y cuatro dedicadas a las constituciones del Vaticano II. El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, que fue experto durante el Concilio, pronunció una profunda y extensa relación sobre la eclesiologia de la constitución «Lumen gentium». Queremos ofrecer a nuestros lectores el texto íntegro de esa relación, en dos entregas. En este número publicamos la primera.

 

En el tiempo de la preparación del concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el cardenal Frings me relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había impresionado profundamente. El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el Concilio, pero había invitado a los obispos del mundo entero a proponer sus prioridades, de forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal brotara la temática de la que se debía ocupar el Concilio. También en la Conferencia episcopal alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la reunión de los obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, se opinaba que el tema debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I, interrumpido antes de concluir a causa de la guerra franco-alemana, no había podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica; sólo había dejado un capítulo de eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de llegar a una visión global de la Iglesia, parecía ser la tarea urgente del inminente concilio Vaticano II.

A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había implicado una profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación totalmente individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la iglesia, y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, el título programático de «Kirchliche Dogmatik» (Dogmática eclesial): como decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe.

Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el tema debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado el Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la tercera edición-, se había granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: «Queridos hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más importante». Los obispos quedaron impresionados por la profundidad de esas palabras. Como es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior, y se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo.

Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann Baptist Metz se despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: «La crisis que ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al menos exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios». «De forma esquemática se podría decir: religión sí, Dios no; pero este "no", a su vez, no se ha de entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen ya grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios, de forma serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...». «También la Iglesia tiene una concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy -como sucedió, por ejemplo, todavía en el concilio Vaticano I- de Dios, sino sólo -como, por ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra eclesiológicamente».

Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos recuerdan, en primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue sólo un concilio eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios -y no solamente dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-, del Dios que es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es evidente que una relación dedicada a la eclesiología del Concilio debe plantearse esa pregunta.

Quisiera anticipar inmediatamente mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar el discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en sentido propiamente teológico, pero la acogida del Concilio hasta ahora ha omitido esta característica determinante, privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas, llamativas, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares.

Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que fuera la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir que, en la arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: «Operi Dei nihil praeponatur».

La constitución sobre la Iglesia -Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar, debería considerarse vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración, por la misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la tercera constitución -Dei Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se realiza la glorificación de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo la luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación de Dios.

Ciertamente, en la historia del posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a partir de este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la liturgia, ocupados como están de modo cada vez más apremiante en reflexionar sobre cómo pueden hacer que la liturgia sea cada vez más atractiva, comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más activamente, no han tenido en cuenta que, en realidad, la liturgia se «hace» para Dios y no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo esencial.

Pueblo de Dios

Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen genlium, han quedado ante todo en la conciencia de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al primado del Papa, la revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal, la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás religiones; y, por último, la cuestión del estado específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que habla el Credo, «subsistit in Ecclesia catholica». Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque, como era de prever, se le han dado las interpretaciones más contradictorias: desde la idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa, hasta la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de que la Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad.

En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el concepto de pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la liberación, se comprendió, con el uso de la palabra marxista de pueblo, como contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en el sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar también a la Iglesia.

Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las diversas situaciones, al estilo occidental, como «democratización», o en el sentido de las «democracias populares» orientales.

Poco a poco estos «fuegos artificiales de palabras» (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo de Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos de poder se han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario en los consejos parroquiales; pero, por otra, también porque un sólido trabajo teológico ha mostrado de modo incontrovertible que eran insostenibles esas politizaciones de un concepto procedente de un ámbito totalmente diverso.

Como resultado de análisis exegéticos esmerados, el exégeta de Bochum Werner Berg, por ejemplo, afirma: «A pesar del escaso número de pasajes que contienen la expresión pueblo de Dios -desde este punto de vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro- se puede destacar algo que tienen en común: la expresión pueblo de Dios manifiesta el parentesco con Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo que se designa como pueblo de Dios; por tanto, una dirección vertical. La expresión se presta menos a describir la estructura jerárquica de esta comunidad, sobre todo si el pueblo de Dios es descrito como interlocutor de los ministros... A partir de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito de protesta contra los ministros: "nosotros somos el pueblo de Dios"».

El profesor de teología fundamental de Paderborn Josef Meyer zu SchIochtern concluye la reseña sobre la discusión en torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del Vaticano II sobre la Iglesia termina el capítulo correspondiente «designando la estructura trinitaria como fundamento de la última determinación de la Iglesia». Así, la discusión vuelve al punto esencial: la Iglesia no existe para sí misma, sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los hombres en torno a sí, para preparar el momento en que «Dios será todo en todos» (i Co 15, 28). Precisamente se había abandonado el concepto de Dios en los «fuegos artificiales» en torno a esta expresión y así había quedado privado de su significado.

En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida. La crisis de la Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es «crisis de Dios»; deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una lucha por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del mundo; para ella no hace falta la Iglesia.

Eclesiología de comunión

Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que debía tratar de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo una nueva tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en el concepto-básico: «eclesiología de comunión».

Me alegró esta nueva forma de centrar la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades, también traté de prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra comunión no ocupa en el Concilio un lugar central. A pesar de ello, si se entiende correctamente, puede servir de síntesis para los elementos esenciales del concepto cristiano de la eclesiología conciliar.

Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto» (1 Jn 1, 3).

Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino.

A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica.

En la expresión «gozo perfecto» se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y, por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo: «Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto» (Jn 16, 20. 22.24). Si se compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san Lucas- aparece claro que «gozo» y «Espíritu Santo» son equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente.

Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan...» (1 Co 10, 16-17).

La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y escatológica.

En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la «representación de Cristo» y, por tanto, la red del servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las relaciona entre sí de modo correcto.

Horizontal ización del concepto de comunión

Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de competencias entre la una y la otra.

Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del «igualitarismo», según el cual en la comunión sólo podría haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9, 33-37). De camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí a lo largo del camino. «Pero ellos callaban», porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande, es decir, una especie de discusión sobre el primado.

¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.

Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que afecta siempre a todos.

Prioridad ontológica de la Iglesia universal

Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la Congregación para la doctrina de la fe creyó conveniente preparar la «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión» (Communionis notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular.

Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los santos Padres la Iglesia una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf. Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo la voluntad de Dios la teleología interior de la creación.

A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia -nuevamente en relación con el Antiguo Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la mujer serán «una sola carne» (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la Iglesia serán «una sola carne», un cuerpo, y así «Dios será todo en todos». Esta prioridad ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares, me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas.

En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver a la Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel en el Antiguo Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario esperar hasta las cartas deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la prioridad ontológica, reafirmada por la Congregación para la doctrina de la fe, de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares. En el corazón de las grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos habla de la Jerusalén celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una realidad que nos precede: «Esta Jerusalén es nuestra madre» (Ga 4, 26). Al respecto, H. Schlier destaca que para san Pablo, como para la tradición judaica en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el nuevo eón. Pero para el Apóstol este nuevo eón ya está presente «en la Iglesia cristiana. Esta es para él la Jerusalén celestial en sus hijos».

Prioridad temporal de la Iglesia universal

Aunque la prioridad ontológica de la única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda de que la cuestión relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la Iglesia en Pentecostés por obra del Espíritu Santo. Ahora no quiero discutir la cuestión de la historicidad de este relato. Lo que cuenta es la afirmación teológica, que interesa a san Lucas. La Congregación para la doctrina de la fe llama la atención sobre el hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre todo en la renovada comunidad de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino que son los Apóstoles, los que llevarán el Evangelio hasta los confines de la tierra.

Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al mismo tiempo el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -como desde el inicio se hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios- se extiende a todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo de Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con razón, interpretaron este relato del milagro de las lenguas como una anticipación de la «Catholica» -la Iglesia desde el primer instante está orientada «kat'holon» abarca todo el universo.

A eso corresponde el hecho de que san Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que el auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa tabla helenística de los pueblos con un decimotercer nombre: los romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del Orbis. No expresa exactamente el sentido del texto de la Congregación para la doctrina de la fe Walter Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de Jerusalén fue de hecho iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue: «Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues, desde el punto de vista histórico, probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de la comunidad de Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea».

Aquí no se trata de la cuestión, para nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente cuándo y dónde surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior de la Iglesia en el tiempo, que san Lucas quiere describir y que, más allá de toda indicación empírica, nos lleva a la fuerza del Espíritu Santo. Pero, sobre todo, no se hace justicia al relato lucano si se dice que la «comunidad originaria de Jerusalén» era al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesia local. La primera realidad en el relato de san Lucas no es una comunidad jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo Israel, que es único, se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de Dios, por medio del milagro de las lenguas, aun antes de ser la representación de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como una unidad que abarca todos los tiempos y todos los lugares.

En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza inmediatamente también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir demasiado valor a la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que san Lucas en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia, en los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante, para todos los pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento está orientada a expresarse en todas las culturas y precisamente así destinada a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local que crece lentamente, sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una universalidad desde el primer instante.

 

 

 

 

 

 

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