PEREGRINACION JUBILAR DE JUAN PABLO II A TIERRA SANTA

 

HOMILIA

Durante la santa misa en la plaza del Pesebre de Belén
miércoles 22 de marzo

Aquí siempre es Navidad

 

«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.( ...) Se llamará consejero maravilloso, Dios fuerte (...), príncipe de la paz» (Is 9, 5).

Señor presidente, gracias por su presencia y por la de las demás autoridades civiles; beatitud; hermanos cardenales, obispos y sacerdotes; amadísimos hermanos y hermanas:

1. Las palabras del profeta Isaías anuncian la venida del Salvador al mundo. Y esa gran promesa se cumplió aquí, en Belén. A lo largo de dos mil años, generación tras generación, los cristianos han pronunciado el nombre de Belén con profunda emoción y gozosa gratitud. Como los pastores y los Magos, hemos venido también nosotros a encontrar al Niño «envuelto en pañales y recostado en un pesebre» (Lc 2, 12). Como muchos peregrinos que han venido antes que nosotros, nos arrodillamos, llenos de asombro, en adoración ante el misterio inefable que aquí se realizó.

En la primera Navidad de mi ministerio como Sucesor del apóstol Pedro expresé públicamente mi gran deseo de celebrar el inicio de mi pontificado en Belén, en la gruta de la Natividad (cf. Homilía de la misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 1978, n. 3). Entonces no fue posible, y no ha sido posible hasta este momento. Sin embargo, hoy no puedo por menos de alabar al Dios de toda misericordia, cuyos caminos son misteriosos y cuyo amor es infinito; no puedo por menos de alabar a Dios por haberme traído, en este año del gran jubileo, al lugar en que nació el Salvador. Belén es el centro de mi peregrinación jubilar. Los senderos que he seguido me han traído a este lugar y al misterio que proclama: la Natividad.

Agradezco al patriarca Michel Sabbah sus amables palabras de bienvenida y abrazo cordialmente a todos los miembros de la Asamblea de los Ordinarios católicos de Tierra Santa. Es significativa la presencia, en el lugar donde el Hijo de Dios nació según la carne, de muchas comunidades católicas de rito oriental, que forman el rico mosaico de nuestra catolicidad. Con afecto en el Señor saludo a los representantes de las Iglesias ortodoxas y de todas las comunidades eclesiales presentes en Tierra Santa.

Expreso mi gratitud a los miembros de la Autoridad palestina que participan en nuestra celebración y se unen a nosotros en la oración por el bienestar del pueblo palestino.

2. «No temáis. Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 10-11).

La alegría que anunció el ángel no es algo del pasado. Es una alegría actual, del hoy eterno de la salvación de Dios, que abarca todos los tiempos: el pasado, el presente y el futuro. En el alba del nuevo milenio estamos llamados a comprender con mayor claridad que el tiempo tiene un sentido porque aquí el Eterno entró en la historia y permanece con nosotros para siempre. Las palabras de Beda el Venerable expresan claramente esta idea: «También hoy, y cada día hasta el fin de los tiempos, el Señor será continuamente concebido en Nazaret y dado a luz en Belén» (In Ev. S. Lucae, 2: PL 92, 330). Dado que en Belén siempre es Navidad, cada día es Navidad en el corazón de los cristianos. Cada día estamos llamados a proclamar el mensaje de Belén al mundo, «la buena nueva que produce una gran alegría»: el Verbo eterno, «Dios de Dios, luz de luz», se hizo hombre y vino a habitar en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14).

El niño recién nacido, indefenso y totalmente dependiente de los cuidados de María y José, encomendado a su amor, es toda la riqueza del mundo. Él es nuestro todo.

En este niño, el Hijo que nos ha sido dado, encontramos descanso para nuestras almas y el verdadero pan que nunca falta, el Pan eucarístico anunciado también por el nombre mismo de esta ciudad: Beth-lehem, la casa del pan. Dios se esconde en este niño; la divinidad se oculta en el Pan de vida: Adoro te devote, latens Deitas. Quae sub his figuris vere latitas.

3. El gran misterio de la kénosis divina, la obra de nuestra redención que se realiza en la debilidad, no es una verdad fácil. El Salvador nació en la noche, en medio de la oscuridad, del silencio y de la pobreza de la cueva de Belén. «El pueblo que andaba a oscuras vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz», afirma el profeta Isaías (Is 9, 1-2). Este lugar ha conocido el «yugo» y la «vara» de la opresión. ¡Con cuánta frecuencia se ha escuchado en estas calles el grito de los inocentes! También la gran iglesia construida sobre el lugar donde nació el Salvador aparece como una fortaleza asaltada por las luchas de los tiempos. La cuna de Jesús está siempre a la sombra de la cruz. El silencio y la pobreza del nacimiento en Belén corresponden a la oscuridad y al dolor de la muerte en el Calvario. La cuna y la cruz son el mismo misterio del amor redentor; el cuerpo que María recostó en el pesebre es el mismo cuerpo ofrecido en la cruz.

4. Así pues, ¿dónde está el dominio del «consejero maravilloso, Dios fuerte y príncipe de la paz», del que habla el profeta Isaías? ¿Cuál es el poder al que se refiere Jesús mismo cuando afirma: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra»? (Mt 28, 18). El reino de Cristo «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Su reino no es el despliegue de fuerza, de riqueza y de conquista que parece forjar nuestra historia humana: Al contrario; se trata del poder de vencer al maligno, de la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Es el poder de curar las heridas que deforman la imagen del Creador en sus criaturas. El poder de Cristo es un poder que transforma nuestra débil naturaleza y nos hace capaces, mediante la gracia del Espíritu Santo, de vivir en paz los unos con los otros y en comunión con Dios. «A todos los que lo acogieron, a los que creyeron en su nombre, les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). Este es el mensaje de Belén hoy y siempre. Este es el don extraordinario que el Príncipe de la paz trajo al mundo hace dos mil años.

5. Con esta paz saludo a todo el pueblo palestino, con clara conciencia de que este es un tiempo muy importante en vuestra historia. Pido a Dios que el Sínodo pastoral, recién concluido, en el que han participado todas las Iglesias católicas, os infunda valentía y fortalezca entre vosotros los vínculos de unidad y paz. Así seréis testigos cada vez más eficaces de la fe, edificando la Iglesia y contribuyendo al bien común. Doy el beso santo a los cristianos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Saludo a la comunidad musulmana de Belén y pido por una nueva era de comprensión y cooperación entre todos los pueblos de Tierra Santa.

Hoy recordamos un acontecimiento que sucedió hace dos mil años, pero espiritualmente incluimos todos los tiempos. Estamos reunidos en un lugar, pero abarcamos el mundo entero. Celebramos a un Niño recién nacido, pero abrazamos a los hombres y mujeres de todos los lugares. Hoy, desde la plaza del Pesebre, proclamamos con fuerza a todo tiempo y lugar, y a toda persona: «¡La paz esté con vosotros! ¡No temáis!». Estas palabras resuenan en todas las páginas de la Escritura. Son palabras divinas, pronunciadas por Jesús mismo después de su resurrección de entre los muertos: «¡No temáis!» (Mt 28, 10). Esas mismas palabras os las dirige hoy a vosotros la Iglesia. No temáis conservar vuestra presencia y vuestra herencia cristianas en el lugar mismo en donde nació el Salvador.

En la cueva de Belén, como dice san Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar, «se manifestó la gracia de Dios» (Tt 2, 11). En el Niño que ha nacido, el mundo ha recibido «la misericordia prometida a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia por siempre» (cf. Lc 1, 54-55). Deslumbrados por el misterio del Verbo eterno que se hizo carne, abandonamos todo temor y, como los ángeles, glorificamos a Dios que da al mundo esos dones. Con el coro celestial «cantamos un cántico nuevo» (Sal 96; 1).

«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres, que él ama»

¡Oh Niño de Belén, Hijo de María e Hijo de Dios, Señor de todos los tiempos y Príncipe de la paz, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8): mientras entramos en el nuevo milenio, cura nuestras heridas, afianza nuestros pasos, abre nuestro corazón y nuestra mente a «las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, que nos visitará como el astro que surge de lo alto»! (Lc 1, 78). Amén.