PEREGRINACIÓN JUBILAR DE JUAN PABLO II A TIERRA SANTA

 

DISCURSO

Durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Tel Aviv,
21 de marzo

Vengo a orar en los lugares que fueron

testigos de1as intervenciones de Dios

 

Estimado presidente y señora Weizman; querido primer ministro y señora Barak; queridos hermanos israelíes; excelencias; señoras y señores:

1. Ayer, desde las alturas del monte Nebo, divisé, a través del valle del Jordán, esta tierra bendita. Hoy, con profunda emoción, piso la tierra que Dios escogió para «poner su tienda» (Jn 1, 14; cf. Ex 40, 34-35; 1 R 8, 10-13) y permitió al hombre encontrarse can él de modo más directo.

En este año, en que se celebra el bimilenario del nacimiento de Jesucristo, he tenido un deseo personal muy intenso de venir aquí para orar en los lugares más importantes que, desde los tiempos antiguos, fueron testigos de las intervenciones de Dios y de los milagros que realizó. «Tú, el Dios que obras maravillas, manifestaste tu poder entre las pueblos» (Sal 77, 15).

Señor presidente, le agradezco su cordial acogida y, por medio de usted, saludo a todo el pueblo del Estado de Israel.

2. Mi visita es una peregrinación personal y un viaje espiritual del Obispo de Roma a los orígenes de nuestra fe en «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob» (Ex 3, 15). Forma parte de una peregrinación más amplia de oración y acción de gracias que me ha llevado primero al Sinaí, el monte de la Alianza, el lugar de la revelación decisiva que marcó la sucesiva historia de la salvación. Ahora tendré el privilegio de visitar algunos de los lugares más estrechamente vinculados a la vida, a la muerte y a la resurrección de Jesucristo. A cada paso del camino me mueve un vivo sentido de Dios que nos ha precedido y nos guía, que desea que lo adoremos en espíritu y en verdad, que reconozcamos nuestras diferencias, pero también que veamos en cada ser humano la imagen y semejanza del único Creador del cielo y de la tierra.

3. Señor presidente, usted es conocido como hombre de paz y artífice de paz. Todos sabemos cuán urgente es la necesidad de paz y justicia, no sólo para Israel, sino también para la región entera. Muchas cosas han cambiado en las relaciones entre la Santa Sede y el Estado de Israel desde que mi predecesor el Papa Pablo VI vino aquí en el año 1964. El establecimiento de relaciones diplomáticas entre nosotros, en 1994, coronó los esfuerzos encaminados a inaugurar una nueva era de diálogo sobre asuntos de interés común como la libertad religiosa, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y, más en general, entre cristianos y judíos. En otro nivel, la opinión mundial sigue con gran atención el proceso de paz mediante el cual todos los pueblos de la región están comprometidos en la ardua búsqueda de una paz duradera, con justicia para todos. Con la nueva apertura recíproca, los cristianos y los judíos, juntamente, deben realizar esfuerzos valientes para eliminar todas las formas de prejuicio. Debemos tratar de presentar siempre y en todas partes el verdadero rostro de los judíos y del judaísmo, al igual que el de los cristianos y del cristianismo, y eso a nivel de mentalidad, de enseñanza y de comunicación (cf. Discurso a la comunidad judía de la ciudad de Roma, 13 de abril de 1986, n. 5).

4. Así pues, mi viaje es una peregrinación, con espíritu de humilde gratitud y esperanza, a los orígenes de nuestra historia religiosa. Es un tributo a las tres tradiciones religiosas que conviven en esta tierra. Desde hace mucho tiempo esperaba reunirme con los fieles de las comunidades católicas, en su gran variedad, y con los miembros de las diversas Iglesias y comunidades cristianas presentes en Tierra Santa. Pido al Señor que mi visita contribuya a incrementar el diálogo interreligioso, que impulse a judíos, cristianos y musulmanes a encontrar en sus respectivas creencias y en la fraternidad universal que une a todos los miembros de la familia humana, la motivación y la perseverancia para trabajar en favor de la paz y la justicia que los pueblos de Tierra Santa no poseen aún y que anhelan tan profundamente. El salmista nos recuerda que la paz es don de Dios: «Voy a escuchar lo que dice Dios. Sí, habla de paz para su pueblo y para sus amigos, y para cuantos se vuelven a él de corazón» (Sal 85, 9). Que Dios conceda la paz como don a la tierra que él se escogió.

¡Shalom