Encomendad mi peregrinación
a Tierra Santa

Palabras del Papa al final de los ejercicios espirituales de la Curia romana

Como es costumbre en el Vaticano, la primera semana de Cuaresma el Papa hizo los ejercicios espirituales con la Curia romana. Fueron del 12 al 18 de marzo, en la capilla «Redemptoris Mater». Dirigió las meditaciones mons. François Xavier Nguyén Van Thuán, arzobispo titular de Vadesí, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, sobre el tema «Testigos de la esperanza». Los ejercicios comenzaron el domingo 12 por la tarde, con el rezo de Vísperas, la introducción, la adoración y bendición eucarística. El horario fue: Laudes a las nueve de la mañana y después una meditación. A las diez y cuarto Hora media y otra meditación. A las cinco de la tarde Vísperas seguidas de la tercera meditación. A las seis y cuarto de la tarde, la última meditación, rezo del santo rosario, adoración y bendición eucarística. El sábado 18, a las nueve, rezo de laudes y conclusión. Como clausura de los ejercicios, Juan Pablo II pronunció el discurso que ofrecemos.


 

Al concluir los ejercicios espirituales, doy gracias al Señor que me ha dado la alegría de compartir con vosotros queridos y venerados hermanos de la Curia romana, estos días de gracia y oración. Han sido días de intensa y prolongada escucha del Espíritu, que ha hablado a nuestro corazón en el silencio y en la meditación atenta de la palabra de Dios. Han sido días de fuerte experiencia comunitaria, durante los cuales, como los Apóstoles en el cenáculo, «hemos perseverado en la oración, en compañía de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (cf. Hch, 1, 14).

Doy las gracias, también en nombre de cada uno de vosotros, al querido monseñor François Xavier Nguyén Van -Thuán, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que, con sencillez y gran unción espiritual, nos ha guiado en la profundización de nuestra vocación de testigos de la esperanza evangélica al comienzo del tercer milenio. Habiendo sido él mismo testigo de la cruz durante los largos años de cárcel en Vietnam, nos ha contado frecuentemente hechos y episodios de su dolorosa detención, fortaleciendo así nuestra certeza consoladora de que, cuando todo se derrumba alrededor de Cristo crucificado y resucitado es nuestra única esperanza verdadera. Fortalecidos con su ayuda, también sus discípulos se convierten en hombres y mujeres de esperanza. No de esperanzas a corto plazo y fugaces, que después cansan y defraudan al corazón humano, sino de la verdadera esperanza, don de Dios que, sostenida desde lo alto, tiende a conseguir el sumo Bien y tiene la seguridad de alcanzarlo. También el mundo de hoy necesita urgentemente esta esperanza. El gran jubileo, que estamos celebrando, nos lleva paso a paso a ahondar en las razones de esta esperanza cristiana, que exigen y favorecen una creciente confianza en Dios y una apertura cada vez más generosa a nuestros hermanos.

María, Madre de la esperanza, a quien ayer por la tarde el predicador nos ha invitado a contemplar como modelo de la Iglesia, nos obtenga la alegría de la esperanza, a fin de que también para nosotros, en los momentos de la prueba, como sucedió con los discípulos de Emaús, la presencia de Cristo transforme nuestra tristeza en alegría: «Tristitia vestra vertetur in gaudium».

Con estos sentimientos, os bendigo de corazón, pidiéndoos a todos que sigáis acompañándome con vuestra oración, sobre todo durante mi peregrinación a Tierra Santa que, Dios mediante, tendré la alegría de realizar la semana próxima.