DISCURSO
A los obispos católicos en la nunciatura apostólica en
Atenas, viernes 4 de mayo
Amadísimos prelados católicos de Grecia:
1. Este encuentro reviste para mí una importancia y un significado muy particulares. Por esta razón lo esperaba con gran ilusión. Con vosotros me unen los vínculos de comunión más fuerte. Vosotros sois, de una forma más íntima, mi familia en Grecia, y en esta dimensión de intimidad quisiera dirigiros mi palabra desde lo más profundo de mi corazón.
Ante todo quiero manifestaros mi afecto de padre y hermano, y la admiración sincera que siento por vosotros, que custodiáis la grey de la Iglesia católica en condiciones a menudo muy difíciles. En muchas ocasiones cuidáis de comunidades pequeñas y dispersas, y sois sus pastores en el sentido más auténtico del término. Con vuestra persona y vuestro ministerio fortalecéis el vínculo de unidad visible, y sois la voz de la predicación de la Palabra y los primeros dispensadores de la vida sacramental para las comunidades católicas de este país. Y precisamente por lo costoso de estos contactos, sois particularmente amados por vuestros fieles y vuestras visitas constituyen motivo de gran alegría espiritual. En esta dimensión de un episcopado itinerante hay algo que recuerda la antigüedad cristiana, de la que esta tierra de Grecia es testimonio vivo.
El
valor de la memoria
2. En esta tierra viven hermanos y hermanas de la Iglesia ortodoxa, a los
que nos une un fortísimo vínculo de fe en el Señor común. ¡Cuánto quisiéramos
que todos los corazones se abrieran, y que los brazos se extendieran de par en
par para acoger el saludo fraterno de la paz! ¡Cuánto soñamos que los
pastores de esta tierra ilustre, sea que pertenezcan a la Iglesia ortodoxa o a
la católica, una vez superadas las dificultades del pasado y afrontando con
valentía y espíritu de caridad las del presente, se sintieran juntamente
responsables de la única Iglesia de Cristo y de su credibilidad a los ojos del
mundo!
Si en el pasado algunas vicisitudes históricas, vinculadas a mentalidades y
costumbres del tiempo, alejaron los corazones, la memoria es para el cristiano
ante todo el sagrario que conserva el testimonio vivo del Resucitado. La memoria
es lo que hace posible la Tradición, a la que tanto deben nuestras Iglesias; a
la memoria está confiado el Sacramento, que es garantía de la gracia operante:
"Haced esto en memoria mía", nos exhorta el Señor en la última
Cena.
La memoria es para el cristiano un sagrario demasiado alto y noble como para ser contaminado por el pecado de los hombres. Ciertamente, el pecado puede herir dolorosamente el tejido de la memoria, pero no rasgarlo: ese tejido es como la túnica inconsútil del Señor Jesús, que nadie se atrevió a romper.
Queridos hermanos míos, trabajemos incansablemente para que la memoria llegue a hacer resplandecer las maravillas que Dios ha realizado en nosotros; elevemos la mirada por encima de las mezquindades y las culpas, y contemplemos en el cielo el trono del Cordero, donde hombres de todo pueblo y raza, con vestiduras blancas, cantan la liturgia eterna de alabanza. Allí contemplan el rostro de Dios, ya no "per speculum et in aenigmate", sino como es realmente. Allá arriba la memoria deja espacio a la plenitud, en la que ya no hay lágrimas ni muerte, porque lo viejo ha pasado.
Búsqueda
de la unidad
3. Vosotros sois obispos de frontera: precisamente por las
condiciones particulares en las que vivís, vuestra sensibilidad se hace
exigente, y quisierais que los obstáculos que se oponen a la unión plena, y
que tanto sufrimiento suscitan en vosotros y en vuestros fieles, se superaran rápidamente.
Y así, mientras subrayáis vuestros justos derechos, estimuláis a la Iglesia
católica, a veces con impaciencia, a realizar pasos que puedan mostrar cada vez
más decididamente las bases comunes que unen a las antiguas Iglesias de Cristo.
Os agradezco esta celosa solicitud, que implica gran generosidad. Os aseguro que comparto el mismo anhelo ardiente que experimentáis, para que cuanto antes la unidad de la Iglesia llegue a hacerse visible en su totalidad. Y concuerdo con vosotros en que es preciso proseguir los esfuerzos que el concilio Vaticano II quiso impulsar con vigor y fortalecer, a fin de que la Iglesia católica se prepare, en su articulación interna de experiencia diaria, para poner cada vez con más empeño las bases para una mejor comprensión con los hermanos de las demás Iglesias, que mientras tanto seguramente realizarán la parte que les corresponde en la búsqueda de la comunión.
Pero vosotros sabéis también que las maduraciones requieren tiempos largos, asimilaciones prudentes, confrontaciones francas y prolongadas. Eso supone el ejercicio de la paciencia de la caridad, para que el clero y los fieles puedan asimilar y seguir con gradualidad los cambios necesarios, comprendiéndolos desde dentro y también promoviéndolos ellos mismos. Y no conviene olvidar tampoco que, después de las dolorosas separaciones del pasado, la Iglesia católica ha acumulado una experiencia y esclarecido algunos aspectos de la fe de modo específico.
El Espíritu Santo nos pide que todo esto sea revisado, que
se puedan adoptar nuevas formas -o tal vez antiguas formas redescubiertas-, pero
con la certeza de que no se pierde, ni siquiera se pone en la sombra, nada del
depósito de la fe. Este doble esfuerzo de apertura y fidelidad ha inspirado mi
pontificado. Estoy seguro de que también está en la base de vuestros deseos y
de vuestras aspiraciones.
La
solidaridad del Papa
4. Durante vuestra visita "ad limina" de 1999 quise daros
algunas indicaciones concretas, incluso de orden pastoral, que no creo necesario
recordar aquí: me parecen aún válidas y podéis tenerlas en cuenta a la
hora de elaborar vuestros proyectos en favor del pueblo que os ha sido confiado.
Lo que me apremia subrayar hoy es que el Papa está aquí, con vosotros, en esta
misma tierra, para expresaros una solidaridad también física, una estima auténtica
y afectuosa, una cercanía incansable en el recuerdo y en la oración.
Quisiera poder encontrarme con cada uno de los amados hijos e hijas de la
Iglesia católica. Mi peregrinación tras las huellas de san Pablo me lleva a
encontrarme con comunidades vivas. Me alegra orar con ellas y celebrar con ellas
la comunión con el Resucitado y entre nosotros. Ante todo abrazo junto con
vosotros a los presbíteros y a los diáconos, que custodian, alimentan y
fortalecen en la fe y en la caridad a las comunidades que se les han confiado,
juntamente con los religiosos y las religiosas, cuya presencia es esencial para
la Iglesia católica en Grecia. No olvidemos nunca que estas tierras de
testimonio antiguo son santuarios de la fe, y que de los tesoros del pasado es
preciso sacar fuerza espiritual para desempeñar en el mundo de hoy nuestro
ministerio.
A los jóvenes les deseo que afronten con confianza el camino de la nueva Grecia, cada vez más vivamente integrada en Europa, cada vez más cosmopolita y, por tanto, necesariamente abierta al diálogo y al reconocimiento de los derechos de todos, pero también expuesta a los peligros de una secularización desenfrenada, que tiende a secar la savia vital que da lozanía al alma y esperanza a la persona humana. A los ancianos y a los enfermos, particularmente cercanos a la cruz del Señor, quisiera manifestarles toda la misericordiosa fraternidad de la Iglesia.
La
dulzura de la caridad y la valentía de la verdad
5. Queridos y amados hermanos, en la multiplicidad de las situaciones
pastorales y rituales, vosotros representáis la variedad en la unidad dentro de
la Iglesia católica. Y la Iglesia católica entera os testimonia hoy, en mi
persona, su solidaridad y su amor. No os sintáis solos; no perdáis la
esperanza: el Señor ciertamente reserva consolaciones inesperadas a
quienes se encomiendan a él. Actuad siempre unidos, con la dulzura de la
caridad y la valentía de la verdad.
Tened la seguridad de que el Papa os recuerda y os sigue día a día, y cotidianamente eleva por vosotros su oración, de hoy en adelante corroborada por la alegría de este encuentro.
A vosotros y a vuestras comunidades os imparto mi afectuosa
bendición.