Discurso
a la Academia eclesiástica pontificia, 26 de abril
El jueves 26 de abril, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen del Buen Consejo, el Papa Juan Pablo II visitó la Academia eclesiástica pontificia, situada en la plaza de la Minerva en Roma, con ocasión del tercer centenario de su fundación. Lo acogieron el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado; los arzobispos Justo Mullor García, presidente de la Academia; Leonardo Sandri, sustituto de la Secretaría de Estado; Jean-Louis Tauran, secretario para las relaciones con los Estados; y Carlo Maria Viganò, nuncio apostólico, delegado para las Representaciones pontificias; así como los monseñores Pedro López Quintana, asesor de la Secretaría de Estado, y Celestino Migliore, subsecretario para las relaciones con los Estados. El Santo Padre, al llegar, descubrió una lápida en latín, en recuerdo de la visita. Acompañaban a Su Santidad los obispos James Michael Harvey, prefecto de la Casa pontificia, y Stanislaw Dziwisz, prefecto adjunto.
El primer encuentro con la comunidad de la Academia tuvo lugar en la capilla del centro, donde se hallaban reunidos los treinta y cuatro sacerdotes estudiantes, procedentes de diecinueve naciones. El Romano Pontífice permaneció un rato en oración ante el Santísimo. Luego, mons. Mullor García le dirigió unas palabras, a las que el Santo Padre correspondió con el discurso que publicamos. Seguidamente, antes de pasar al comedor para el almuerzo con la comunidad, Su Santidad saludó personalmente a cada uno de los alumnos y a las cinco religiosas Franciscanas de Jesús Niño que atienden la Academia.
El Santo Padre dejó como recuerdo una custodia dorada, y el presidente le regaló un conjunto de tres rosas de plata, para que lo coloque ante la imagen de la Virgen de Guadalupe que tiene en su estudio privado.
Por la tarde, hubo una misa de acción de gracias en la basílica de San Pedro, presidida por el cardenal Angelo Sodano, con el que concelebraron los cardenales Eduardo Martínez Somalo, Opilio Rossi, Edward Idris Cassidy, Luigi Poggi, Pio Laghi, Carlo Furno, Giovanni Cheli, Lorenzo Antonetti, Giovanni Battista Re, Francesco Pompedda, José Saraiva Martins, c.m.f., y Sergio Sebastiani, así como veintitrés arzobispos y obispos, entre ellos los monseñores Mullor, Sandri, Tauran, Viganò y Justin Francis Rigali, arzobispo de San Luis (Estados Unidos), antiguo presidente de la Academia; los monseñores López Quintana y Migliore, y también ochenta y cuatro presbíteros, entre los que figuraban los treinta y cuatro alumnos de la Academia, y otros ex alumnos que trabajan al servicio de la Sede apostólica; algunos rectores de las universidades, seminarios y colegios romanos, y profesores que dan clases a los alumnos de la Academia.
Señor cardenal; amadísimos superiores y alumnos de la Pontificia Academia
Eclesiástica:
1. Esta mañana, antes de venir a la plaza de la Minerva, donde se hallan frente a frente la histórica iglesia en la que se conservan los restos mortales de santa Catalina de Siena, tan devota del Sucesor de Pedro, y vuestra ya tricentenaria institución, he orado por todos vosotros. Me alegra ahora encontrarme con vosotros y dirigiros mi cordial saludo. Agradezco al arzobispo monseñor Justo Mullor García, presidente de la Academia, las nobles palabras con las que ha interpretado vuestros sentimientos, delineando con eficacia los propósitos que orientan vuestro compromiso. Pienso con gratitud también en cuantos lo han precedido en este cargo, llevando a cabo con entrega y sacrificio una misión de tanta responsabilidad.
Al
entrar en este edificio, no he podido por menos de pensar en todos los que se
han formado aquí con vistas a sus futuras tareas al servicio de la Iglesia. ¡Cómo
no recordar a mis predecesores que fundaron y apreciaron esta Academia, o que
transcurrieron aquí una parte de su joven existencia sacerdotal! Una mención
especial merece seguramente el siervo de Dios Pablo VI, pero también viene a mi
memoria el gran pastor que me ordenó sacerdote, el cardenal Adam Sapieha. Entró
en esta Academia un año antes de que fuera nombrado presidente de ella el
siervo de Dios Rafael Merry del Val, futuro cardenal secretario de Estado. Ante
estos y otros eclesiásticos de gran talla espiritual, es preciso sentir el
deber de imitar sus virtudes y su entrega ejemplar al servicio de la Iglesia.
Expertos
en humanidad
Todos los formadores y alumnos de la actual comunidad sois hombres del concilio
Vaticano II; sois también sacerdotes que habéis vivido la experiencia del gran
jubileo de la Encarnación. Por consiguiente, en vuestra existencia, tanto
individual como colectiva, todo debe llevar al compromiso de responder a la
vocación universal a la santidad, en la que se resume el mensaje fundamental de
esos dos grandes acontecimientos eclesiales. Habéis venido aquí para aprender
a ser "expertos en humanidad", según la sugestiva expresión de Pablo
VI, porque esto requiere el arte, a veces complejo, de la diplomacia. Pero estáis
aquí, ante todo, para proveer a vuestra santificación: lo exige vuestro
futuro servicio a la Iglesia y al Papa.
El hecho de que celebréis un aniversario tricentenario muestra que también las instituciones tienen una continuidad vital: un proyecto de vida y de servicio que, madurado en el pasado, se ha enriquecido a lo largo del camino y ahora se confía a la generación actual, para que lo transmita a las futuras. Así, en la Iglesia, las verdaderas tradiciones, cuando son auténticas y llevan en su interior la savia del Evangelio, lejos de favorecer conservadurismos paralizantes, impulsan hacia metas de nueva vitalidad eclesial y de renovación creadora. La Iglesia camina en la historia con los hombres de todos los tiempos.
2. Nuestro encuentro en este tiempo pascual me trae a
la memoria el capítulo 21 de san Juan, en el que el evangelista presenta a
Cristo resucitado mientras conversa con Pedro y otros apóstoles durante una
pausa en su habitual trabajo de pescadores. Habían bregado toda la noche en el
lago de Tiberíades y no habían pescado nada. Pedro y sus compañeros habían
trabajado confiando exclusivamente en sus fuerzas y en sus conocimientos de
hombres expertos en "las cosas del mar". Pero luego su pesca fue
excepcionalmente abundante cuando la realizaron confiando en la palabra de
Cristo. No fueron entonces sus conocimientos "técnicos" los que
llenaron de peces las redes. Esa pesca fue excepcionalmente abundante gracias a
la palabra del Maestro, vencedor de la muerte y, por tanto, vencedor también
del sufrimiento, del hambre, de la marginación y de la ignorancia.
Constructores
de la paz
3. Nuestra Iglesia está arraigada en la historia. Cristo la fundó sobre
los Apóstoles, pescadores de hombres (cf. Mt 4, 19), para que repitiera,
a lo largo de los siglos, sus acciones y sus palabras salvadoras. Escenas como
la que se narra en el capítulo 21 del evangelio de san Juan se han repetido
muchas veces en todos los tiempos. ¡En cuántas circunstancias los resultados
de la acción apostólica, también la realizada en los foros civiles nacionales
o internacionales a los que seréis enviados un día, han parecido escasos y
casi nulos! Fenómenos como el secularismo, el consumismo paganizante e incluso
la persecución religiosa hacen muy difícil y, a veces, casi imposible el
anuncio de Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn
14, 6).
También esta Academia forma parte de la "encarnación"
de la Iglesia que se expresa mediante su presencia en el mundo y en sus
instituciones civiles, nacionales o internacionales. Todo lo que aprendéis aquí
está orientado a llevar la palabra de Dios hasta los confines de la tierra. Por
eso, es una Palabra que primero debe tomar posesión de vuestra inteligencia, de
vuestra voluntad y de vuestra vida. Si el Evangelio no se ha arraigado en
vuestra vida personal y comunitaria, vuestra actividad podría reducirse a una
noble profesión en la que, con mayor o menor éxito, afrontáis cuestiones
relativas a la Iglesia o a su presencia en determinados ámbitos humanos. Si,
por el contrario, el Evangelio está presente y fuertemente enraizado en vuestra
existencia, tenderá a dar un contenido bien preciso a vuestra acción en el
complejo ámbito de las relaciones internacionales. En un mundo que se mueve por
intereses materiales a menudo contrastantes, debéis ser los hombres del espíritu
en busca de la concordia, los heraldos del diálogo, los constructores de la paz
más convencidos y tenaces. No seréis promotores -ni podríais serlo jamás- de
ninguna "razón de Estado". La Iglesia, aunque está presente en el
concierto de las naciones, únicamente busca hacerse eco de la palabra de Dios
en el mundo, para defender y proteger a los hombres.
Paladines
de la dignidad del hombre
4. Los valores que la diplomacia pontificia ha defendido desde siempre se
centran principalmente en el ejercicio de la libertad religiosa y en la tutela
de los derechos de la Iglesia. Estos temas siguen siendo actuales en nuestros días,
y, al mismo tiempo, la atención del representante pontificio se orienta cada
vez más, de modo especial en los foros internacionales, también hacia otras
cuestiones humanas y sociales de gran alcance moral. Hoy urge sobre todo la
defensa del hombre y de la imagen de Dios que hay en él. Estáis llamados a ser
portadores de valores humanos que tienen su fuente en el Evangelio, según el
cual todo hombre es un hermano al que hay que respetar y amar.
El mundo al que iréis a cumplir vuestra misión ha conocido, durante el siglo XX, innegables conquistas científicas y técnicas. Pero, desde el punto de vista ético, presenta muchos aspectos preocupantes, dado que está expuesto a la tentación de manipularlo todo, incluso al hombre mismo. En vuestra acción deberéis ser los paladines de la dignidad del hombre, cuya naturaleza, gracias a la encarnación del Hijo de Dios, ha sido elevada a una dignidad sublime (cf. Gaudium et spes, 22).
Como Simón Pedro, como Tomás llamado el Mellizo, como Natanael y los
hijos de Zebedeo, y los otros dos apóstoles cansados después
de una noche en la que "no habían pescado nada" (cf.
Jn 21, 3), también vosotros podéis sentir a veces el desaliento. No cedáis
a esta tentación del Maligno. Por el contrario, acercaos a Cristo resucitado y
gustad y haced gustar a fondo el poder que brota de la definición que él dio
de sí mismo: "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin"
(Ap 21, 6). Sostenidos por la fuerza que proviene de él, también
vosotros podréis realizar una pesca abundante, orientando a muchos otros seres
humanos en su búsqueda de la verdad y del bien. Os bastará ser fieles al
Evangelio, sin vacilación alguna. Así ofreceréis a los demás la posibilidad
de conocer la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de
Cristo (cf. Ef 3, 18).
Testigos
de Cristo
5. En la Carta que escribí al concluir el Año santo, me hice eco de las
palabras de Cristo a Pedro: Duc in altum! Os dirijo esta invitación también a vosotros, que
dentro de poco deberéis dejar Roma por el mundo, la Urbe por el orbe. El mundo
que os espera tiene sed de Dios, aunque no sea consciente de ella. Evocando el
encuentro del apóstol Felipe con algunos griegos, yo mismo escribí:
"Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro
tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
"hablar" de Cristo, sino en cierto modo hacérselo
"ver"" (Novo millennio ineunte, 16).
Otros deberán hacer "ver" a Cristo en una parroquia o en medio de un grupo juvenil, en un barrio industrial o entre los marginados de la sociedad. Vosotros lo debéis "mostrar" en los contactos con los ambientes políticos y diplomáticos; lo lograréis con el testimonio de vuestra vida antes que con la fuerza de los argumentos jurídicos o diplomáticos. Seréis eficientes en la medida en que quien se acerque a vosotros tenga la sensación de encontrar en vuestras palabras, en vuestras actitudes y en vuestra vida la presencia liberadora de Cristo resucitado.
Recorreréis en el futuro los caminos del mundo: sentíos siempre al servicio del Sucesor de Pedro y en diálogo creativo con los pastores de las Iglesias particulares de los países a los que seáis enviados a cumplir vuestra misión. Llevad a Cristo con vosotros. Que María os ayude a vivir intensamente sus pensamientos y sus sentimientos (cf. Flp 2, 5-11). Os acompañe mi afectuosa bendición.