HOMILÍA Durante la misa de clausura del gran jubileo en la solemnidad de la Epifanía del Señor, 6 de enero de 2001

Hoy se cierra la Puerta santa, pero queda más abierto que nunca el Corazón de Cristo

 

1. "¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!". Esta aclamación, repetida en el Salmo responsorial, expresa muy bien el significado de la solemnidad de la Epifanía que hoy celebramos. Al mismo tiempo, ilumina también este rito del cierre de la Puerta santa.


"Te adorarán, Señor...":  se trata de una visión que nos habla de futuro y nos hace mirar a lo lejos. Evoca la antigua profecía mesiánica, que se realizará plenamente cuando Cristo el Señor volverá glorioso al final de la historia. En efecto, tuvo ya una primera realización histórica y a la vez profética cuando los Magos llegaron a Belén llevando sus dones. Fue el inicio de la manifestación de Cristo -o sea su "epifanía"- a los representantes de los pueblos del mundo.

Es una profecía que se va realizando gradualmente a lo largo del tiempo, a medida que el anuncio del Evangelio se extiende en el corazón de los hombres y hunde sus raíces en todas las regiones de la tierra. ¿No ha sido el gran jubileo una especie de "epifanía"? Viniendo aquí a Roma o también peregrinando a tantas iglesias jubilares en otros lugares, innumerables personas han seguido de alguna manera las huellas de los Magos en búsqueda de Cristo. La Puerta santa no es más que el símbolo de este encuentro con él. Cristo es la verdadera "Puerta santa" que nos abre el acceso a la casa del Padre y nos introduce en la intimidad de la vida divina.

2. "¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!". Sobre todo aquí, en el centro de la catolicidad, la llegada de innumerables peregrinos provenientes de todos los continentes ha ofrecido este año una imagen elocuente del camino de los pueblos hacia Cristo. Han sido personas de las más diversas clases, que han venido con el deseo de contemplar el rostro de Cristo y de obtener su misericordia.

"Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por todos los siglos de los siglos" (Liturgia de la Vigilia pascual). Sí, este es el himno con el cual el jubileo, en el sugestivo horizonte del paso al tercer milenio, ha querido ensalzar a Cristo, Señor de la historia, a los dos mil años de su nacimiento. Hoy se concluye oficialmente este año extraordinario, pero quedan los dones espirituales que en él se han prodigado; continúa aquel gran "año de gracia" que Cristo inauguró en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4, 18-19) y que durará hasta el fin de los tiempos.

Mientras hoy, con la Puerta santa, se cierra un "símbolo" de Cristo, queda más abierto que nunca el corazón de Cristo. Él sigue diciendo a la humanidad necesitada de esperanza y de sentido:  "Venid a mí todos los que estáis cansado y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Más allá de las numerosas celebraciones e iniciativas que lo han distinguido, la gran herencia que nos deja el jubileo es la experiencia viva y consoladora del "encuentro con Cristo".


3. Hoy deseamos hacernos portavoces de la acción de gracias y de la alabanza de toda la Iglesia. Por ello, al término de esta celebración, cantaremos un solemne Te Deum de agradecimiento. El Señor ha hecho maravillas por nosotros, nos ha colmado de misericordia.

Hoy debemos hacer nuestro el sentimiento de alegría que experimentaron los Magos en su camino hacia Cristo:  "Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría". Sobre todo, debemos imitarlos mientras depositan a los pies del Niño divino no solo sus dones, sino también su vida.

En este Año jubilar, la Iglesia ha intentado desempeñar aún con mayor interés, para sus hijos y para la humanidad, la función de la estrella que orientó los pasos de los Magos. La Iglesia no vive para sí misma, sino para Cristo. Intenta ser la "estrella" que sirve de punto de referencia para ayudar a encontrar el camino que conduce a él.

En la teología patrística se hablaba de la Iglesia como "mysterium lunae" para subrayar que ella, como la luna, no brilla con luz propia, sino que refleja a Cristo, su Sol. Me es grato recordar que, justamente con este pensamiento, comienza la constitución dogmática sobre la Iglesia del concilio Vaticano II:  "¡Cristo es la luz de los pueblos!", "lumen gentium!". Los padres conciliares continuaban expresando sus ardientes deseos de "iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo que resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (n. 1).

Mysterium lunae:  el gran jubileo ha hecho vivir a la Iglesia una experiencia intensa de esta vocación suya. Es Cristo quien la ha indicado en este año de gracia, haciendo resonar una vez más las palabras de Pedro:  "Señor ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).

4. "¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!". Esta universalidad de la llamada de los pueblos a Cristo se ha manifestado durante este año de modo más llamativo. Personas de todos los continentes y de todas las lenguas se han dado cita en esta plaza. Innumerables voces se han elevado aquí con cantos, como sinfonía de alabanza y anuncio de fraternidad.

Ciertamente no podría recordar en este momento los diversos encuentros que hemos vivido. Me vienen a la mente los niños, que inauguraron el jubileo con su irresistible regocijo, y los jóvenes, que conquistaron Roma con su entusiasmo y la seriedad de su testimonio. Pienso en las familias, que propusieron un mensaje de fidelidad y de comunión, tan necesario para nuestro mundo, y en los ancianos, los enfermos y los discapacitados, que ofrecieron un elocuente testimonio de esperanza cristiana. Tengo presente el jubileo de aquellos que, en el mundo de la cultura y de la ciencia, se dedican diariamente a la búsqueda de la verdad.

La peregrinación que los Magos realizaron hace dos mil años desde Oriente hasta Belén para encontrar a Cristo recién nacido, ha sido repetida este año por millones y millones de discípulos de Cristo, que no han llegado aquí con "oro, incienso y mirra", sino trayendo su corazón lleno de fe y necesitado de misericordia.

5. Por ello hoy se regocija la Iglesia, vibrando con la llamada de Isaías:  "Levántate, resplandece, que ha llegado tu luz. (...) Las naciones caminarán a tu luz" (Is 60, 1. 3). En este sentimiento de alegría no hay ningún vano triunfalismo. ¿Cómo podríamos caer en esta tentación, precisamente al final de un año tan intensamente penitencial? El gran jubileo nos ha ofrecido una ocasión providencial para llevar a cabo la "purificación de la memoria", pidiendo perdón a Dios por las infidelidades llevadas a cabo en estos dos mil años por los hijos de la Iglesia.

Delante de Cristo crucificado hemos recordado que, frente a la gracia sobreabundante que hace a la Iglesia "santa", nosotros, sus hijos, estamos marcados profundamente por el pecado y empañamos el rostro de la Esposa de Cristo:  así pues, no se trata de ninguna autoexaltación, sino de una plena conciencia de nuestros propios límites y de nuestras debilidades. Sin embargo, no podemos por menos de vibrar de alegría, de esa alegría interior a la que nos invita el profeta, llena de gratitud y alabanza, porque está fundada en la conciencia de las gracias recibidas y en la certeza del amor perenne de Cristo.

6. Ahora es el momento de mirar hacia delante; en cierto sentido, el relato de los Magos puede indicarnos un camino espiritual. Ante todo nos dicen que, cuando se encuentra a Cristo, es necesario saber detenerse y vivir profundamente la alegría de la intimidad con él. "Entraron en la casa, vieron al niño con María su Madre y, postrándose, lo adoraron":  ya habían entregado su vida para siempre a aquel Niño por el cual habían afrontado las incomodidades del viaje y las insidias de los hombres. El cristianismo nace, y se regenera continuamente, a partir de esta contemplación de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo.

Un rostro para contemplar, casi vislumbrando en sus ojos los "rasgos" del Padre y dejándose envolver por el amor del Espíritu. La gran peregrinación jubilar nos ha recordado esta dimensión trinitaria fundamental de la vida cristiana:  en Cristo encontramos también al Padre y al Espíritu. La Trinidad es el origen y el culmen. Todo parte de la Trinidad y todo vuelve a la Trinidad.

Y, no obstante, como sucedió a los Magos, esta inmersión en la contemplación del misterio no nos impide caminar, antes bien nos obliga a proseguir nuestro camino en una nueva etapa, en la cual nos hemos de convertir en heraldos y testigos. "Volvieron a su país por otro camino". En cierta manera, los Magos fueron los primeros misioneros. El encuentro con Cristo no los bloqueó en Belén, sino que los impulsó nuevamente a recorrer los caminos del mundo. Es necesario partir nuevamente de Cristo, y por tanto, de la Trinidad.

7. Esto es precisamente lo que se nos pide, queridos hermanos y hermanas, como fruto del jubileo que hoy se concluye.

En función de este compromiso que nos espera, firmaré dentro de poco la carta apostólica "Novo millennio ineunte", en la cual propongo algunas líneas de reflexión que pueden ayudar a toda la comunidad cristiana a "reanudar" el camino con renovado impulso tras el compromiso jubilar. Ciertamente, no se trata de organizar otras iniciativas de grandes proporciones a corto plazo. Volvemos a las tareas ordinarias, pero esto no significa en modo alguno un descanso. Es necesario sacar de la experiencia jubilar las enseñanzas útiles para dar al nuevo compromiso una inspiración y una orientación eficaces.

8. Entrego estas líneas de reflexión a las Iglesias particulares, casi como la herencia del gran jubileo, para que lo valoren a la luz de su programación pastoral. Urge ante todo aprovechar el impulso a la contemplación de Cristo que la experiencia de este año nos ha dado. En el rostro humano del Hijo de María reconocemos al Verbo hecho carne, en la plenitud de su divinidad y de su humanidad. Los más insignes artistas -tanto en Oriente como en Occidente- se han confrontado con el misterio de este Rostro. Pero el verdadero Rostro es, sobre todo, el que el Espíritu, divino "iconógrafo", imprime en el corazón de los que lo contemplan y lo aman. Es necesario "partir nuevamente de Cristo", con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado. Partir nuevamente de él ante todo en el compromiso diario por la santidad, poniéndonos en actitud de oración y de escucha de su palabra. Partir nuevamente de él para testimoniar el Amor mediante la práctica de la vida cristiana marcada por la comunión, por la caridad y por el testimonio en el mundo. Este es el programa que entrego en la presente carta apostólica. Se podría sintetizar en una sola palabra:  "¡Jesucristo!".

Al inicio de mi pontificado, y muchas veces después, he gritado a los hijos de la Iglesia y al mundo:  "Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo". Deseo hacerlo una vez más, al final de este jubileo y al comienzo de este nuevo milenio. Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo.

9. "¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!". Esta profecía se realiza ya en la Jerusalén celeste, donde todos los justos del mundo, y especialmente tantos testigos de la fe, están reunidos misteriosamente en aquella santa ciudad en la cual ya no luce el sol, porque su sol es el Cordero. Allá arriba, los ángeles y los santos unen su voz para cantar la alabanza de Dios.

La Iglesia peregrina en la tierra, mediante su liturgia, su anuncio del Evangelio y su testimonio, se hace eco cada día de ese canto celeste. Quiera el Señor que, en el nuevo milenio, crezca cada vez más en santidad, para que sea en la historia verdadera "epifanía" del rostro misericordioso y glorioso de Cristo, el Señor. ¡Así sea!