REFLEXIONES SOBRE LA DECLARACIÓN «DOMINUS IESUS» DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la salvación

P. Luis LADARIA, s.j.
Consultor de la Congregación
para la doctrina de la fe

La declaración Dominus lesus de la Congregación para la doctrina de la fe ha querido recordar a los obispos, a los teólogos y a todos los católicos en general algunos contenidos doctrinales que considera imprescindibles en la situación actual, en la que, con el diálogo entre la fe cristiana y las demás religiones1, se plantean nuevas cuestiones teológicas que exigen un discernimiento muy cuidadoso (cf. Dominus lesus, 3). En efecto, en ciertos casos, los presupuestos teológicos a partir de los cuales se quiere entablar ese diálogo parecen no tener en cuenta o incluso considerar superadas ciertas verdades fundamentales del cristianismo. Entre ellas se mencionan algunas que nos interesan ahora especialmente para nuestro objetivo: «la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, (y) la unidad entre la economía de¡ Verbo encarnado y de¡ Espíritu Santo» (ib., 4). Estos son los puntos que se tratan en el capítulo II de la Declaración. Intentaremos profundizarlos siguiendo el hilo del documento que nos ocupa.

El Verbo eterno y Jesús de Nazaret

Después de haber tratado en el capítulo 1 sobre la «plenitud y definitividad de la revelación de Jesucristo», el tema que se afronta en el capítulo 2 de la declaración Domínus lesus es «El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la salvación». Se describen brevemente algunas opiniones teológicas relativas al problema de este capítulo; así se muestra cuáles son las posiciones concretas que constituyen la ocasión inmediata de esta intervención de la Congregación para la doctrina de la fe. Se señala en primer lugar que frecuentemente se propone un acercamiento a Jesús de Nazaret según el cual sería considerado «como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la humanidad de modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad» (ib., 9)2.

En sus expresiones más extremas, la posición aquí caracterizada llega incluso a poner en tela de juicio la divinidad de Jesucristo. Las manifestaciones del misterio de Dios que se encuentran en las diferentes religiones y en muchas personalidades históricas serían sustancialmente equiparables. Jesús sería una de las muchas expresiones del misterio inefable de Dios, pero no el Hijo de Dios encarnado, verdadero Dios también él mismo, de la misma sustancia del Padre.

En la Declaración también se describen brevemente otras posiciones, que se pueden considerar menos radicales: «se proponen simultáneamente una economía del Verbo eterno, válida también fuera de la Iglesia y sin relación con ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad con respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque en ella la presencia de Dios sería más plena» (ib.)3. Las doctrinas referidas en este párrafo no pueden identificarse simplemente con las descritas en el párrafo anterior, pues aquí se reconoce a la economía de Jesucristo una mayor plenitud que, según algunos autores implícitamente tomados en consideración, derivaría precisamente del hecho de que Jesús es el Hijo de Dios encarnado. Así pues, no se duda de la divinidad de Cristo, y tampoco de la realidad de la encarnación, que se afirma como un acontecimiento único, cuya intensidad no tiene equivalente en las demás acciones salvíficas del Logos fuera de las fronteras del cristianismo. Pero, por otra parte, es preciso subrayar también que, según los que siguen esa línea de pensamiento, la acción salvífica del Verbo encarnado sigue siendo limitada, y no llega a todos los hombres. Esto sucedería a causa de la limitación de la humanidad asumida, que no sería capaz de agotar toda la potencia reveladora y salvífica de Dios. En otros momentos la Declaración responde a estas dos dificultades: tanto a la que se refiere a la revelación como a la que atañe a la salvación4. Por consiguiente, no es necesario examinar ahora este punto.

La Declaración no duda en afirmar que las tesis brevemente expuestas en el número 9 «contrastan profundamente con la fe cristiana» (n. 10). No se introduce en este momento ninguna distinción entre ellas, aunque, teniendo en cuenta lo que hemos visto anteriormente, parece claro que en este profundo contraste con la fe que une todas las tesis indicadas, también hay diferencias. Y, de hecho, esta distinción se puede leer en los números 10 y 11 de la Declaración, en los pasos donde se señala la doctrina que se debe creer firmemente. Ante todo se menciona «la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente él, es el Hijo y el Verbo del Padre» (n. 10). Estamos en el corazón mismo de la fe cristiana. Jesús es el Hijo unigénito del Padre; hay una identidad personal entre el Verbo que en el principio estaba en Dios y el que se hizo carne (cf. Jn 1, 1. 14). Así pues, no hay muchos rostros del Logos en los que este se manifieste, sino uno solo, Jesús de Nazaret. Las tesis mencionadas en primer lugar en el número 9 se encuentran en abierto contraste con esta doctrina. La Declaración cita el símbolo de Nicea y la fórmula dogmática de Calcedonia, documentos fundamentales en el desarrollo de la doctrina cristiana, que afirman esta identidad. Lo mismo hacen el concilio Vaticano II en la constitución pastoral Gaudium et spes, número 22, y Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, número 6: «Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo»5. No carece de fundamento pensar que en esta declaración explícita de Juan Pablo II ya se expresa el deseo de oponerse a las tesis que conocemos, tanto en las versiones más extremas como en las más moderadas.

A veces se ha dicho: «Jesús es el Logos, pero el Logos no es Jesús», precisamente para poner de relieve la pluralidad de manifestaciones del Verbo divino. Estas tendencias que niegan la identidad personal entre el Hijo eterno, o el Logos, y Jesús, por el abierto contraste con la doctrina cristiana en que se encuentran, no parecen hallar un consenso mayoritario, aunque tengan una presencia significativa en el mundo teológico. En cambio, las formas más matizadas de poner en tela de juicio la unicidad del evento salvífico de Cristo se difunden cada vez más. Por consiguiente, vale la pena reflexionar sobre la validez de los presupuestos teológicos en los que se fundan, siguiendo las directrices de la Dominus lesus.

«Es también contrario a la fe católica introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho carne» (Dominus lesus, 10). Las consideraciones de los defensores de las tesis impugnadas, como las de la Declaración, se mueven sobre todo en el ámbito soteriológico. A pesar de ello, hay algunas alusiones al problema cristológico subyacente, que a mi parecer vale la pena desarrollar más.

Una acción salvífica del Verbo «en cuanto tal», separada de la del Verbo encarnado, no se puede sostener, simplemente porque después de la encarnación este Verbo en cuanto tal, es decir, el Verbo no encarnado, ya no existe. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14; cf. 1 Jn 4, 2-3). Frente a las herejías de los primeros siglos, de índole gnóstica o docética, la Iglesia tuvo que defender esta verdad fundamental con todo su realismo. Así, para san Justino, Cristo es el Logos en persona, que se hizo carne y se llamó Jesucristo6. Por esta razón, afirma: «Así pues, nuestra doctrina es claramente más elevada que cualquier otra doctrina humana, porque todo lo que es racional, esto ha sido Cristo, aparecido para nosotros, cuerpo, logos y alma»7. Los cristianos, que conocen a Jesús, viven según el Logos en su totalidad, no sólo según una parte del Logos espermaticós8. Porque no han podido conocer al Verbo en su totalidad, hay contradicciones entre los filósofos y los legisladores paganos, que, de todos modos, gracias a la parte de este Logos que se les ha concedido, han podido decir cosas buenas y justas9. Con parecidas palabras se expresa también san Ireneo de Lyon: «Ignoran, en efecto, (los adversarios) que el Verbo de Dios, su Unigénito, que en todo tiempo está presente al género humano, se ha unido y mezclado por deseo del Padre con su propia obra modelada por él, y se ha hecho carne. Este es Jesucristo, nuestro Señor, que padeció por nosotros, que resucitó por nosotros, y que vendrá en la gloria del Padre para resucitar a toda carne (...). Por tanto, no hay más que un solo Dios Padre (...) y un solo Cristo Jesús, Señor nuestro, que ha venido por medio de toda economía y que ha recapitulado en sí todas las cosas»10. Tertuliano comparará el escándalo de la encarnación con el de la cruz; sólo porque tuvo lugar la primera puede haber existido la segunda: «¿Qué cosa hay más indigna de Dios o de qué cosa se debe avergonzar más? ¿de nacer o de morir?, ¿de llevar la carne o de llevar la cruz?, ¿de ser circuncidado o de ser crucificado?, ¿de ser depositado en una cuna o de ser puesto en un sepulcro? (...) No quitéis la única esperanza del mundo entero. ¿Por qué eliminar la necesaria vergüenza de la fe? Lo que es indigno de Dios, a mí me conviene: soy salvo si no seré confundido a causa de mi Señor (...). Fue crucificado el Hijo de Dios: no me avergüenzo porque hay que avergonzarse. Murió el Hijo de Dios: es creíble, porque es increíble (...). Pero cómo serán verdaderas esas cosas en Cristo, si Cristo mismo no fue verdadero, si no tuvo verdaderamente en sí mismo lo que podía ser colgado de la cruz, muerto, sepultado y resucitado (...). Así la realidad de su doble sustancia nos lo mostró hombre y Dios, nacido y no nacido, carnal y espiritual, débil y fortísimo, moribundo y viviente (...). ¿Por qué cortas por la mitad a Cristo con la mentira? Todo entero fue verdad»11.

Ciertamente estos textos no se escribieron pensando en el problema que ahora nos ocupa. Pero muestran de modo claro el realismo con el que se pensó la encarnación desde los primeros tiempos de la Iglesia. No admiten un aspecto o dimensión del Logos o del Hijo de Dios que no esté implicado en la encarnación, no «tocado» por este evento. Jesús es el Logos en su totalidad; no hay un Hijo que haya sufrido y otro que haya quedado impasible; la fe cristiana profesa que el Hijo de Dios nació y murió. Este hecho increíble constituye la esperanza para el mundo entero. Por consiguiente, el Hijo de Dios asumió la humanidad y desde ese instante se halla indisolublemente unido a ella. La reflexión que, como hemos visto, se inició con Tertuliano sobre las dos naturalezas de Jesús llevará de un modo cada vez más claro a verlas no confundidas (inconfusas), es decir, a considerar a Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre, no como una mezcla de humanidad y divinidad. El término «inconfuse» del concilio de Calcedonia (cf. DS 302) constituirá la confirmación definitiva de lo que, de modo más o menos implícito, se afirmó desde los primeros tiempos12.

Al mismo tiempo, se fue logrando una claridad cada vez mayor en torno a la unidad de la persona de Cristo, hasta llegar al «inseparabiliter» de la misma fórmula dogmática de Calcedonia. Según las cartas de san Cirilo de Alejandría a Nestorio aprobadas en el concilio de Éfeso, el Hijo de Dios unió a sí mismo según la hipóstasis una carne animada por un alma racional, y así se hizo hombre de modo inefable e incomprensible. Las naturalezas que se unen en unidad verdadera son distintas, pero de ambas resulta un solo Cristo e Hijo. Por esto a la santísima Virgen se la llama Madre de Dios, no porque la divinidad del Verbo haya tenido origen de María, sino porque nació de ella el cuerpo dotado de alma racional al que se unió el Verbo, y por eso el Verbo nació según la carne (cf. Ds 250 ss). La unidad de la persona de Cristo es el fundamento de la communicatio idiomatum que veíamos ya presente en Tertuliano. La Virgen María es la Madre de Dios; el Verbo de Dios sufrió y fue crucificado en la carne (cf. DS 263); todas las cosas fueron hechas por medio del único Señor Jesucristo (cf. 1 Co 8, 6). La cristología ortodoxa, como lo demuestra el concilio de Éfeso, se esforzó en gran medida por justificar y dar razón de estas expresiones bíblicas y de la piedad de los cristianos.

Así pues, no hay un Logos que no sea el encarnado. Del mismo Logos se afirma lo que corresponde tanto a la divinidad como a la humanidad. Pero las naturalezas no se confunden. Por eso, según la conocida fórmula de san León Magno, cada una de ellas actúa lo que le es propio en comunión con la otra13. Dado que en el Señor Jesús es una sola la persona de Dios y del hombre, son comunes a la divinidad y a la humanidad la deshonra y la gloria, aunque una y otra no derivan del mismo principio14. Por tanto, se excluye una acción de la naturaleza divina del Verbo sin la comunión con la naturaleza humana.

La enseñanza de san León Magno saca las consecuencias que derivan del desarrollo doctrinal anterior que hemos trazado brevemente. Si no existe un Logos que no esté unido a la carne15, ni podemos pensar en la humanidad de Jesús como no asumida por el Hijo, ni las acciones divinas pueden ser llevadas a cabo sin la humanidad ni viceversa16. Es incoherente con la enseñanza cristológica de la Iglesia hablar de una acción salvífica del Logos sin la comunión con la naturaleza humana. Por eso, la Declaración concluye: «No es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se realizaría "más allá" de la humanidad de Cristo, también después de la encarnación» (n. 10)17. También después de la encarnación permanece el misterio de la persona divina del Hijo, pero este es ya el misterio de Jesucristo. La Declaración precisa que no es compatible con la doctrina de la Iglesia una actividad salvífica del Logos más allá de la humanidad de Jesús también después de la encarnación. Ciertamente, el sentido de este inciso no es negar que la salvación, incluso antes de Cristo, se da en virtud de él como único mediador18. Pero evidentemente es difícil explicar el modo preciso como la humanidad de Jesús actúa en la salvación antes de la encarnación. La mediación salvífica universal de Cristo se ha de mantener, pero se deja abierto el modo como esta se realiza en los tiempos anteriores a la venida del Señor.

Hablar de una acción salvífica, o incluso de una economía, del Verbo como tal, distinta de la del Verbo encarnado, plantea al menos la cuestión sobre la unicidad de la economía de la salvación. Por eso, la Declaración prosigue: «Igualmente, se debe creer firmemente la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios uno y trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (cf. Col 1, 15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1, 10), "al cual hizo Dios para nosotros sabiduría justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 30)» (n. 11).Todos los textos bíblicos citados se refieren al Verbo encarnado e, inmediatamente después del pasaje que hemos reproducido, se habla de la unidad del misterio de Cristo. Los himnos de Ef 1, 3-14 y Rm 8, 29-30 sirven de base a esta afirmación central. La unicidad de la economía salvífica se funda en el hecho de que Jesús es el mediador y redentor universal (cf. Gaudium et spes, 45)19. En realidad, sólo se trata de la consecuencia soteriológica del argumento cristológico afrontado en el número precedente. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. En esta condición él puede ser el mediador único entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5). Él compartió la condición humana, se hizo lo que nosotros somos, para que nosotros pudiéramos llegara ser lo que él es20. La unidad de la economía salvífica incluye la creación y la salvación, porque tanto la una como la otra son obra del único Dios Padre con la mediación de Jesucristo, el Hijo eterno (cf. 1 Co 8, 6; Col 1, 15-20; cf. también el Credo niceno-constantinopolitano, DS 150). La declaración Dominus lesus vuelve sobre este argumento en el capítulo III, dedicado a la unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo21. Allí se citan los textos neotestamentarios más significativos al respecto, los cuales muestran que sólo con la mediación universal de Cristo se puede explicar la unicidad de la economía salvífica querida por Dios, que se extiende desde la elección eterna de los hombres en Cristo hasta la parusía del Señor (cf. Dominus lesus, 11). Precisamente para subrayar esta unidad de la economía salvífica que tiene en Cristo su centro, san Ireneo de Lyon se expresaba así: «Por lo que es evidente que todo lo que había sido conocido de antemano por el Padre, lo ha realizado nuestro Señor según el orden, el tiempo y la hora adecuada y conocida de antemano. Es único y él mismo, siendo rico y múltiple. Porque se entregó a la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo Salvador de los que se salvan y Señor de los que están bajo su poder, y Dios de las cosas que fueron creadas e Hijo único del Padre, el Cristo que fue anunciado de antemano y el Verbo de Dios que se encarnó cuando llegó la plenitud de los tiempos, en que era preciso que el Hijo de Dios se hiciera Hijo del hombre»22.

La unidad de la economía del Verbo encarnado 
y del Espíritu Santo

Dado que el Hijo y el Espíritu Santo son, según la conocida expresión de san Ireneo,las dos manos del Padre23, con las que realiza la creación y la salvación, no se puede reflexionar sobre la unidad de la economía salvífica que tiene su centro en la encarnación del Hijo sin considerar el papel del Espíritu Santo en ella. Esa unidad sólo se puede mantener si hay un nexo esencial entre la encarnación y el misterio pascual de Jesús y el don del Espíritu. En efecto, los autores que propugnan una economía (o al menos una acción) salvífica del Verbo «en cuanto tal», más extensa aunque menos llena que la del Verbo encarnado, deben hablar necesariamente de un don del Espíritu a los no cristianos que no se encontraría en referencia directa al misterio pascual y a Pentecostés. Así pues, nos hallamos en la hipótesis «de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado» (Dominus lesus, 12). Esa hipótesis es rechazada con decisión: «También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y el principio de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2, 32-36; Jn 7, 39; 20, 20; 1 Co 15, 45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1 Co 10, 4; 1 P 1, 10-12)» (ib.).

Este denso texto puede servirnos de hilo conductor para nuestras reflexiones. Ante todo, Jesús es el lugar del Espíritu. El Espíritu ha actuado ya en la encarnación (cf. Mt 1, 18. 20; Lc 1, 35). Además, los evangelios sinópticos nos hablan de la venida del Espíritu sobre Jesús en el momento de su bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 9-11 y paralelos); el cuarto evangelio no refiere la escena del bautismo, pero sí el testimonio de Juan Bautista según el cual el Espíritu bajó sobre Jesús y permaneció en él (cf. Jn 1, 32-33).

Con respecto al momento del bautismo en el Jordán, otros textos neotestamentarios nos hablan de la unción de Jesús para evangelizar a los pobres y para hacer el bien (cf. Lc 4, 18; Hch 10, 38; Mt 12, 18). Dado que Jesús es el «lugar» de la presencia del Espíritu, también es el principio de su efusión en el momento de su glorificación ante el Padre (cf. Jn 7, 39; 20, 22). Jesús puede derramar el Espíritu porque después de su resurrección y exaltación lo recibe del Padre en plenitud (cf. Hch 2, 33); más aún, él mismo, en su resurrección, se convierte en «Espíritu que da la vida» (1 Co 15, 45). Así, el Espíritu Santo es también para nosotros principio de vida y de resurrección (cf. Rm 8, 11). Además, el Espíritu Santo es llamado en el Nuevo Testamento Espíritu de Cristo, Espíritu de Jesús (cf. Hch 16, 7; Rm 8, 9; Flp 1, 19). Dado que el Antiguo Testamento encuentra su cumplimiento en el Nuevo, el Espíritu que habló en los profetas es llamado Espíritu de Cristo (cf. 1 P 1, 11). La acción salvífica de Cristo se extiende también a aquellos que vivieron antes que él (cf. 1 Co 10, 1-4).

La tradición de los primeros siglos recogió y profundizó estos datos neotestamentarios. Según san Justino, cuando Jesús en su bautismo recibe el Espíritu, termina definitivamente la acción de este último en el pueblo de Israel, porque debía comenzar una nueva efusión que sólo podía tener en Jesús su único principio24. Por su parte, san Ireneo de Lyon afirma que Jesús recibió el Espíritu en el Jordán «para que nosotros fuéramos salvados al recibir de la abundancia de su unción»25. El Espíritu sólo fue derramado después de la resurrección de Jesús porque en el tiempo transcurrido entre la unción y la efusión el Espíritu debía «acostumbrarse» a habitar en el género humano26. Según san Hilarlo de Poítiers sólo cuando la humanidad glorificada de Jesús llena el universo puede derramarse sobre toda carne el Espíritu Santo27.

Estos ejemplos muestran cómo la teología de los primeros siglos, siguiendo la enseñanza del Nuevo Testamento, no conoce una efusión del Espíritu Santo que no esté en estrecho nexo e incluso que no sea consecuencia del misterio pascual y de la glorificación de la humanidad de Jesús. Por lo demás, esta efusión, que encuentra en la Iglesia su expresión privilegiada28, puede ser universal porque Jesús resucitado lo llena todo (cf. Ef 4, 10).

A la luz de estos testimonios bíblicos y de la tradición, se entiende mejor por qué el reciente magisterio indica que el Espíritu «no es algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre Cristo y el Logos»29. Verdaderamente la acción de Jesús y de su Espíritu es la de las «dos manos» de Dios que llevan a cabo juntamente la salvación de los creyentes en Cristo y también, de un modo que sólo Dios conoce, de todos los hombres de buena voluntad30. No tiene sentido la objeción que alguna vez se plantea, según la cual si el Espíritu fuera dado sólo como Espíritu de Cristo resucitado habría una «subordinación» del Espíritu a Jesús. Hemos visto que el Espíritu que Cristo nos da es el que bajó sobre él, con el que Dios Padre lo ungió, en virtud del cual actuó durante el tiempo de su vida mortal. Además, es evidente, según el Nuevo Testamento, que también el Padre actúa en la donación del Espíritu después de la glorificación de Jesús (cf. Jn 14, 15. 26; 15, 26; Ga 4, 6). El Espíritu de Cristo sigue siendo también el Espíritu de Dios (cf. Rm 8, 9. 14). El nexo entre la resurrección de Jesús y el don del Espíritu no limita tampoco la libertad de este último para soplar donde quiera (cf. Jn 3, 8), dado que, como hemos indicado ya, la humanidad de Cristo resucitado llena el universo. Así pues, Jesús resucitado, hecho hombre por nuestra salvación, puede actuar en el corazón de todos los hombres en virtud de su Espíritu, en el que todos, por medio de él, pueden tener acceso al Padre (cf. Ef 2, 18)31.

Conclusión

Diversas cuestiones teológicas se encuentran en íntima relación con la unicidad de la economía salvífica que tiene su centro en la encarnación. Ante todo la mediación universal de Jesús, a la que la declaración Dominus lesus dedica un capítulo entero. Pero, por otra parte, sólo si se afirma esta única economía podemos considerar a todos los hombres llamados a una misma salvación. Diversos caminos, en este caso, no podrían por menos de llevar a metas diversas, pues hay un nexo íntimo entre el mediador de la salvación y la salvación misma. El Nuevo Testamento considera esa salvación como participación en la vida de Jesús y, concretamente, en la vida de su humanidad glorificada (cf., entre otros muchos textos, Lc 23, 43; Jn 14, 1-3; 17, 24-26; Rm 8, 17. 29; 1 Co 15, 45-49; Ef 1, 3-14; 2, 6; Flp 1, 23; Col 3, 1-4). Sólo porque Cristo murió y resucitó por nosotros, y gracias a la acción de su Espíritu, podemos llegar a la plena conformación con él. Y al mismo tiempo sólo con la mediación de Jesucristo se puede llegar al Padre. Ni el Nuevo Testamento ni la tradición de la Iglesia conocen otro camino.

Podemos concluir nuestras reflexiones con las mismas palabras con que acaba el capítulo II de la declaración Dominus lesus: «En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios uno y trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo» (n. 12).

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Notas

1. El diálogo interreligioso no puede sustituir al anuncio de la buena nueva a todos los pueblos; por lo demás, el reciente magisterio de la Iglesia lo ha recomendado, dado que forma parte de su misión evangelizadora. cf. Redemptoris missio, 4; 11; 55-57.

2. Es evidente que la Declaración no puede entrar en la descripción concreta de cada una de las muchas opiniones que, de modo implícito, se toman en consideración. Por consiguiente, en este párrafo, como también en el siguiente, se resumen y se presentan juntas posiciones que difieren en varios aspectos. Tampoco nosotros podemos entrar en esta descripción. Para una información abundante sobre el debate en torno a este tema, cf. A. Amato, «L'assolutezza salvifica del Cristianesimo: prospettive sistematiche», en Seminarium 38 (1998) pp. 771-809; G. Iammarrone, «La dottrina del primato assoluto e della signoria universale di Gesú Cristo nel dibattito attuale sul valore salvifico delle religioni», en I. Sanna (a cargo de) Gesú Cristo speranza del mondo. Miscellanea in onore di Marcello Bordoni, Roma 2000, pp. 339-408.

3. En nuestra exposición no trataremos la cuestión de la relación de la salvación de los no cristianos con la Iglesia, porque la cuestión se trata con más precisión en el capítulo IV de la Declaración. También se debe advertir que algunos de los autores que distinguen la acción salvífica del Verbo eterno de la del Verbo encarnado no quieren hablar de dos economías diversas, sino de una sola, porque la acción del Verbo en cuanto tal se encontraría en relación con la salvación realizada por Jesús, Verbo encarnado. Pero a menudo no logran explicar de modo satisfactorio el alcance de esa relación, de forma que queda la impresión de que en realidad la economía del Verbo eterno es diversa de la del Verbo encarnado.

4. Dominus lesus, 6: «La verdad sobre Dios no queda abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. En cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado»; ib, 15: «Desde el inicio, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee ese valor salvífico, que él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado (...) tiene la finalidad de donar la revelación (cf. Mt 11, 27) y la vida divina (cf. Jn 1, 12; 5, 25-26; 17, 2) a toda la humanidad y a cada hombre. En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo propio de él, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos». Sobre la unicidad del misterio salvifico de Jesucristo, cf. el capítulo III de la Declaración (nn. 13-15); dada la conexión de este tema con el que nos ocupa deberíamos hacer otras referencias al capítulo III. Santo Tomás ya se había planteado el problema del efecto universal de la acción de Cristo: Summa Theol., III, 7, 11, 2: «El efecto de la gracia de Cristo es infinito: se extiende a la salvación de todo el género humano»; en ib., ad 2, dio la razón por la que es infinito: «La gracia de Cristo tiene un efecto infinito, bien a causa de la infinidad de dicha gracia, bien a causa de la unidad de la divina persona, a la que está unida».

5 Cf. las citas de estos textos mencionados en Dominus lesus, 10.

6. CE Apol, I, 5, 4.

7. Apol, II, 10, 1.

8. Cf. Apol, II, 7, 2-3.

9. CE Apol II, 10, 2-3; también II, 13, 3-6. Bastan estas breves alusiones a la doctrina del Logos espermaticós de san Justino para darse cuenta de que no puede invocarse dicha doctrina en favor de una «insuficiencia» de Jesucristo por lo que atañe a la plenitud de la revelación o a su capacidad salvífica. Las semillas del Verbo esparcidas en el mundo no pueden completar la plenitud que se manifestó en Jesús.

10. Adv. Haereses III, 16, 6; cf. también ib., hay un solo Cristo porque no es posible que uno haya sufrido y otro haya quedado impasible. Cf. también ib. N, 34, 1; V, 1, 1; etc.

11. De carne Christi 5, 1-8; cf. Adv. Prax. XXVII, 7-15.

12 Cf. ya san Ignacio de Antioquía, Eph VII, 2.

13. San León Magno, Tomus ad Mavianum (DS 294): «Agit enim utraque forma cum alterius comunione quod proprium est: Verbo scilicet operante quod Verbi est, et carne exequente quod carnis est».

14. Cf. ib. (DS 295).

15. Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, 2, 4: la única persona de Cristo, en cuanto subsiste en dos naturalezas, es «composita».

16. San León Magno, Ep. «Promisisse me memini» ad Leonem imp. (DS 317): «Sincera fidei contemplatione cernendum est, ad quae provehatur humilitas carnis, et ad quae inclinetur altitudo deitatis, quid sit, quod caro sine Verbo non agit, et quid sit quod Verbum sine carne non effecit»; ib. (DS 318): «... in tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Deo agerentur humana».

17. Al inicio de esta exposición advertíamos de que los autores que propugnan una acción salvífica del Verbo diversa de la del Logos encarnado mantienen la doctrina de la encarnación. Pero ahora podemos notar que su posición soteriológica muestra con mucha probabilidad una deficiente comprensión de la unión hipostática, dado que habría acciones salvíficas del Logos fuera de la encarnación, es decir, en ciertos aspectos no sólo la acción, sino necesariamente la persona misma del Hijo permanecería «más allá» de la encarnación. ¿Se podría hablar aún de unidad personal?

18. Ecclesia in Asia, 14: «Desde el primer instante del tiempo hasta el último, Jesús es el único Mediador universal. También para cuantos no profesan explícitamente la fe en él como Salvador, la salvación llega a través de él como gracia, mediante la comunicación del Espíritu Santo».

19. Citado en Dominus Iesus, 11. El texto se cita de nuevo en el número 15. El magisterio reciente ha repetido con frecuencia esta idea. Juan Pablo II, en Redemptoris missio, 6, dice: «Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma»; y en Ecclesia in Asia, 14: «Nosotros creemos que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único Salvador, dado que sólo él, el Hijo, ha realizado el plan universal de la salvación».

20. El primero que formuló este principio fue san Ireneo de Lyon, en Adv. Haereses III, 19, 1; IV 33, 4; V praef. Muchos autores de la época patrística lo repitieron. Algunos ejemplos: Tertuliano, Adv. Marc. II, 27; san Clemente Alejandrino, Protr. I, 8, 4; san Atanasio, C. Arian. III, 34; san Hilario de Poitiers, Trin. I, 11; san Gregorio Nacianceno, Or. 45, 9; san Agustín, En. in Ps. 52, 6; Trin. IV, 2-4; Ser. 146, 2; 192, 1; 194, 2; san León Magno, Trac. 26.

21. Cf. sobre todo los números 13 y 14. Sobre este tema, cf. Comisión teológica internacional, El cristianismo y las religiones, nn. 32-49, especialmente n. 49: «Siendo Jesús el único mediador, que lleva a cabo el designio salvador del único Dios Padre, la salvación para todos los hombres es única y la misma: la plena configuración con Jesús y la comunión con él en la participación en su filiación divina. Por consiguiente, hay que excluir la existencia de economías diversas para los que creen en Jesús y para los que no creen en él».

22 Adv. Haereses III, 16, 7.

23. Cf. ib. IV, praef. 4; V, 5, 1; 6, 2; 28, 4; también san Ambrosio de Milán, Exp. Sal. 118, 10, 17.

24. Cf. Dial. Tryph. 87, 3-6. De modo análogo, Tertuliano, Adv. Marc. V, 8.

25. Adv. Haereses III, 9, 3.

26. Cf. ib., 111, 17, 1.

27. Cf. Tr. Ps. 56, 6.

28. Cf. san Ireneo, Adv. Haereses III, 24, l; san Juan Crisóstomo, Hom. Pent. I, 4.

29. Redemptoris missio, 28, citado en Dominus lesus, 12. Ecclesia in Asia, 16: «Así pues, la presencia universal del Espíritu no puede servir de excusa para dejar de proclamar a Jesucristo explícitamente como el único Salvador. Al contrario, la presencia universal del Espíritu Santo es inseparable de la salvación universal en Jesús».

30. Cf. Vaticano II, Gaudium et spes, 22, citado en Dominus Iesus, 12.

31. Redemptoris missio, 5: «Los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo bajo la acción del Espíritu», citado en Dominus lesus, 12.