1. El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona, la impulsa a la metánoia o conversión profunda de la mente y del corazón, y establece una comunión de vida que se transforma en seguimiento. En los evangelios el seguimiento se expresa con dos actitudes: la primera consiste en "acompañar" a Cristo (Çkolouqe¤n); la segunda, en "caminar detrás" de él, que guía, siguiendo sus huellas y su dirección (rxesqai -p|sw). Así, nace la figura del discípulo, que se realiza de modos diferentes. Hay quien sigue de manera aún genérica y a menudo superficial, como la muchedumbre (cf. Mc 3, 7; 5, 24; Mt 8, 1. 10; 14, 13; 19, 2; 20, 29). Están los pecadores (cf. Mc 2, 14-15); muchas veces se menciona a las mujeres que, con su servicio concreto, sostienen la misión de Jesús (cf. Lc 8, 2-3; Mc 15, 41). Algunos reciben una llamada específica por parte de Cristo y, entre ellos, una posición particular ocupan los Doce.
Por tanto, la tipología de los llamados es muy variada: gente dedicada a
la pesca y a cobrar impuestos, honrados y pecadores, casados y solteros, pobres
y ricos, como José de Arimatea (cf. Jn 19, 38), hombres y mujeres.
Figura incluso el zelota Simón (cf. Lc 6, 15), es decir, un miembro de
la oposición revolucionaria antirromana.
También hay quien rechaza la invitación, como el joven rico, el cual, al oír las palabras exigentes de Cristo, se entristeció y se marchó pesaroso, "porque era muy rico" (Mc 10, 22).
2. Las condiciones para recorrer el mismo camino de Jesús son pocas pero
fundamentales. Como hemos escuchado en el pasaje evangélico que acabamos de
leer, es necesario dejar atrás el pasado, cortar con él de modo determinante y
realizar una metánoia en el sentido profundo del término: un
cambio de mentalidad y de vida. El camino que propone Cristo es estrecho, exige
sacrificio y la entrega total de sí: "El que quiera venirse conmigo,
que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,
34). Es un camino que conoce las espinas de las pruebas y de las persecuciones:
"Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán" (Jn
15, 20). Es un camino que transforma en misioneros y testigos de la palabra de
Cristo, pero exige de los apóstoles que "nada tomen para el camino:
(...) ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja" (Mc 6, 8; cf. Mt
10, 9-10).
3. Así pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano.
También pueden surgir momentos de desaliento, hasta el punto de que, en una
circunstancia, "muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a
ir con él" (Jn 6, 66), es decir, con Jesús, que se vio obligado a
formular a los Doce una pregunta decisiva: "¿También vosotros queréis
marcharos?" (Jn 6, 67). En otra circunstancia, cuando Pedro se
rebela a la perspectiva de la cruz, Jesús lo reprende bruscamente con palabras
que, según un matiz del texto original, podrían ser una invitación a
"retirarse de su vista", después de haber rechazado la meta de la
cruz: "¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los
hombres, no como Dios" (Mc 8, 33).
Aunque Pedro corre siempre el riesgo de traicionar, al final seguirá a su
Maestro y Señor con el amor más generoso. En efecto, a orillas del lago de
Tiberíades, Pedro hará su profesión de amor: "Señor, tú lo sabes
todo; tú sabes que te quiero". Y Jesús le anunciará "la clase de
muerte con que iba a glorificar a Dios", repitiendo dos veces:
"Sígueme" (Jn 21, 17. 19. 22).
El seguimiento se expresa de modo especial en el discípulo amado, que entra en
intimidad con Cristo, de quien recibe como don a su Madre y a quien
reconoce una vez resucitado (cf. Jn 13, 23-26; 18, 15-16; 19, 26-27; 20,
2-8; 21, 2. 7. 20-24).
4. La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la
"imitación de Cristo", que vivió en el amor y murió por amor
en la cruz. El discípulo "debe, por decirlo así, entrar en Cristo con
todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la
Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo" (Redemptor
hominis, 10). Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del egoísmo y del
orgullo, como dice a este propósito san Ambrosio: "Que Cristo entre
en tu alma y Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios
al pecado en la tienda sagrada de la virtud" (Comentario al Salmo 118, 26).
5. Por consiguiente, la cruz, signo de amor y de entrega total, es el
emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso. Un Padre de
la Iglesia de Oriente, que es también un poeta inspirado, Romanos el Melódico,
interpela al discípulo con estas palabras: "Tú posees la cruz como
bastón; apoya en ella tu juventud. Llévala a tu oración, llévala a la mesa
común, llévala a tu cama y por doquier como tu título de gloria. (...) Di a
tu esposo que ahora se ha unido a ti: Me echo a tus pies. Da, en tu gran
misericordia, la paz a tu universo; a tus Iglesias, tu ayuda; a los pastores, la
solicitud; a la grey, la concordia, para que todos, siempre, cantemos nuestra
resurrección" (Himno 52 "A los nuevos bautizados", estrofas
19 y 22).