MENSAJE DEL PAPA AL PUEBLO HÚNGARO CON MOTIVO DEL MILENARIO DE LA CORONACIÓN DEL REY SAN ESTEBAN

La fidelidad al mensaje cristiano os debe llevar a cultivar el respeto recíproco y la solidaridad

Hungría acaba de celebrar el milenario de la coronación de san Esteban como rey. El Papa Juan Pablo II quiso hacerse presente en las celebraciones y envió como legado suyo al cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, que presidió en Budapest, la tarde del domingo 20 de agosto, una misa ante la basílica concatedral, dedicada al santo rey. Después de la proclamación del evangelio, el presidente de la Conferencia episcopal de Hungría, mons. István Seregély, arzobispo de Eger, leyó el mensaje pontifcio cuya traducción ofrecemos seguidamente.

 

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristó; amado pueblo húngaro:

1. Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur! Estas gozosas palabras del himno Te Deum corresponden muy bien a la solemne celebración del primer milenio de la coronación de san Esteban. En esta hora de gracia el pensamiento va a ese acontecimiento clave que marca el nacimiento del Estado húngaro. Con corazón agradecido, deseamos alabar a Dios y darle gracias por los dones que ha recibido el pueblo de Hungría durante estos mil años de historia.

Es una historia que comienza con un rey santo, más aún, con una «familia santa»: Esteban con su esposa, la beata Gisela, y su hijo san Emerico, constituyen la primera familia santa húngara. Será una semilla que brotará y suscitará una multitud de nobles figuras que ilustrarán la Pannonia sacra: ¡basta pensar en san Ladislao, santa Isabel y santa Margarita!

De igual modo, examinando el tormentoso siglo XX, ¡cómo no recordar las grandes figuras del cardenal József Mindszenty, del beato obispo mártir Vilmos Apor y del venerable László Batthyány-Strattmann! Es una historia que se desarrolla a lo largo de los siglos con una fecundidad que a vosotros corresponde seguir enriqueciendo con nuevos frutos en los diversos campos de la actividad humana.

En su glorioso pasado, Hungría ha sido también baluarte de defensa de la cristiandad contra la invasión de los tártaros y los turcos. Ciertamente, en un arco de tiempo tan amplio no han faltado momentos oscuros; no faltó la experiencia amarga de retrocesos y derrotas, sobre los que es preciso hacer un examen crítico que ilumine las responsabilidades e impulse a recurrir, en definitiva, a la misericordia de Dios, el cual sabe sacar el bien incluso del mal. Sin embargo, en su conjunto la historia de vuestra patria está llena de espléndidas luces, tanto en el ámbito religioso como en el civil, hasta el punto de que suscita la admiración de cuantos emprenden su estudio.

2. En los albores del milenio destaca la figura del santo rey Esteban. Quiso fundar el Estado sobre la piedra sólida de los valores cristianos y, por eso, deseó recibir la corona real de manos del Papa, mi predecesor Silvestre II. De ese modo, la nación húngara se constituía en profunda unidad con la cátedra de Pedro y se unía con vínculos estrechos a los demás países europeos, que compartían la misma cultura cristiana. Precisamente esta cultura fue la savia que, impregnando las fibras del árbol en crecimiento, aseguró su desarrollo y su consolidación, preparando su futuro y extraordinario florecimiento. 

En el cristianismo la verdad, la justicia, la bondad y la belleza forman una admirable armonía bajo la acción de la gracia, que todo lo transforma y eleva. El mundo del trabajo, del estudio y de la investigación, la realidad del derecho, el rostro del arte en sus múltiples expresiones, el sentido de los valores, y la sed -a menudo inconsciente- de cosas grandes y eternas, así como la necesidad de absoluto presente en el hombre, encuentran su puerto en Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida. Esto es lo que quería destacar san Agustín cuando afirmaba que el hombre ha sido creado para Dios y que, por esta razón, su corazón estará inquieto hasta que descanse en él (cf. Confesiones I, 1).

Esta inquietud creativa pone de manifiesto todo lo que es más profundamente humano: el sentido de pertenencia a Dios, la búsqueda de la verdad, la necesidad insaciable del bien, la sed ardiente de amor, el hambre de libertad, la nostalgia de la belleza, el asombro ante las cosas nuevas, y la voz suave pero imperativa de la conciencia. Por eso precisamente esta inquietud muestra la verdadera dignidad del hombre, que en lo más profundo de su ser advierte que su destino está unido indisolublemente al destino eterno de Dios. Todo intento de eliminar o ignorar esta necesidad irreprimible de Dios reduce y empobrece el dato original del hombre: el creyente, consciente de esto, debe testimoniarlo en la sociedad, para servir también de esta manera a la auténtica causa del hombre.

3. Todo el mundo sabe que vuestra nobilísima nación se ha formado en el regazo materno de la santa Iglesia. Por desgracia, en las dos últimas generaciones no todos han tenido la posibilidad de conocer a Jesucristo, nuestro Salvador. Ese período de la historia estuvo marcado por tribulaciones y sufrimientos. Ahora os compete a vosotros, cristianos húngaros, la tarea de llevar el nombre de Cristo y anunciar su buena nueva a todos vuestros queridos compatriotas, dándoles a conocer el rostro de nuestro Salvador.

Cuando san Esteban escribió sus Observaciones para su hijo Emerico, ¿quería dirigirse solamente a él? Esta es la pregunta que os formulé en mi primer viaje pastoral a Hungría, durante la inolvidable celebración en la plaza de los Héroes, el 20 de agosto de 1991. Os dije entonces: «¿Acaso no escribió sus Observaciones para todas las futuras generaciones de húngaros, para todos los herederos de su corona? (...). Vuestro rey santo, queridos hijos e hijas de la nación húngara, no sólo os ha dejado como herencia la corona real, que recibió del Papa Silvestre II; os ha dejado también su testamento espiritual, una herencia de valores fundamentales e indestructibles: la verdadera casa edificada sobre la roca» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de septiembre de 1991, p. 12).

Habéis sufrido juntos durante los largos períodos de prueba que se abatieron sobre vosotros y otros pueblos; ¿por qué no podríais vivir juntos también en el futuro? La paz y la concordia serán para vosotros fuente de todo bien. Estudiad vuestro pasado, y del conocimiento de las vicisitudes de las siglos transcurridos procurad sacar las ricas enseñanzas de la historia, magistra vitae, también con vistas a vuestro futuro.

5. Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae! Con esta invocación, que también el Te Deum pone en nuestros labios, nos dirigimos al Señor para implorar su ayuda en el nuevo milenio que se abre. Se la pedimos por intercesión de la Virgen María, la Magna Domina Hungarorum, cuya veneración se debe, en gran parte, a la valiosa herencia del rey san Esteban. A ella le había ofrecido su corona, como signo de consagración del pueblo húngaro a su protección celestial. ¡Cuántas imágenes que evocan ese gesto se encuentran en vuestras iglesias! Ojalá que, siguiendo el ejemplo del santo rey, también vosotros pongáis vuestro futuro bajo el manto de la Mujer a quien Dios encomendó su Hijo unigénito. Hoy llevaréis solemnemente en procesión por las calles de vuestra capital la mano derecha de san Esteban, con la que ofreció su corona a la santísima Virgen María: ¡que la santa mano de vuestro antiguo rey acompañe y proteja siempre vuestra vida!

Con estos pensamientos, quiero estar presente espiritualmente en vuestras solemnes celebraciones, enviando un saludo deferente al señor presidente de la República y a todas las autoridades de la nación, al señor cardenal arzobispo, a todos los hermanos en el episcopado, a sus colaboradores y a las ilustres delegaciones que han ido a Budapest para esa solemne circunstancia, así como a toda la noble nación húngara.

En el año del gran jubileo de la encarnación del Hijo de Dios y en el solemne milenario de vuestra nación invoco sobre todos vosotros la más generosa bendición de Dios Padre, rico en misericordia, de Dios Hijo, nuestro único Redentor, y de Dios Espíritu Santo, que renueva todas las cosas. ¡A él gloria y honor por los siglos de los siglos!

Castelgandolfo, 16 de agosto de 2000, vigésimo segundo año de mi pontificado