REFLEXIONES CON MOTIVO DEL XLVII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL, CELEBRADO EN ROMA DEL 18 AL 25 DE JUNIO

 

Eucaristía y evangelización

Existe una íntima e inseparable unión entre estas dos realidades esenciales de la Iglesia

Mons. José SARAIVA M., c.m.f.
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos

 

«La tentación actual -escribe Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio- es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una gradual secularización de la salvación, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina» (n. 11).

La salvación que la Iglesia anuncia es autocomunicación de Dios. Es salvación que tiene su fuente en Dios. De hecho, es salvación trascendente, absolutamente gratuita e imprevisible, en la que Dios uno y trino se revela y se comunica como Amor, Creador y Padre de los hombres, creados a su imagen y desde el principio «elegidos en el Hijo para la gracia y la gloria», como afirma el actual Sumo Pontífice en la encíclica Dives in misericordia (n. 7).

Una salvación que se debe anunciar a todos y en la que todos deben participar, hasta el punto de que debe testimoniarla cada uno de los que la han acogido.

Y es verdad que «nihil volitum, quin praecognitum». Por tanto, es preciso propagar y comunicar el don de la salvación recibido gratuitamente (cf. Mt 10, 8), tanto más cuanto que la salvación, que por iniciativa del Padre es ofrecida en Jesús y difundida por el Espíritu Santo, es salvación de toda la persona humana y de todas las personas. Es salvación personal y comunitaria, física y espiritual, presente y futura. Es marcada, alimentada y potenciada por su fuente y por su culmen, que es la Eucaristía, querida por Cristo.

Cada vez que obedecemos al mandato del Señor: «Haced esto en conmemoración mía» (cf. 1 Co 11, 25 y paralelos), perpetuamos el acontecimiento de salvación del Cuerpo de Cristo entregado y de su Sangre derramada para la salvación, que culmina en la victoria sobre la muerte y hace resplandecer la vida y la inmortalidad, por medio del Evangelio (cf. 2 Tm 1, 10).

Y precisamente sobre el binomio: «Anuncio del Evangelio» y «Eucaristía» haremos algunas reflexiones, para subrayar sus relaciones mutuas y la ósmosis de los dinamismos del binomio. Gravitan en torno al «tradidit semetipsum» (Ga 2, 20) y al «mortem Domini anuntiabitis» (1 Co 11, 26), que encierran el evento histórico prolongado misteriosamente en la celebración y la necesidad de la buena nueva «donec Dominus veniat».

Evangelización: acción para la fe operante

El anuncio de la Palabra

No pretendo tratar aquí todas las implicaciones que entraña el dicho: «qualis evangelizatio, talis Eucharistia», ni analizar el axioma «a una evangelización empobrecida sigue una Eucaristía equivocada», sino sólo subrayar los dinamismos de la evangelización.

Deseo destacar, en particular, que la buena nueva, el Evangelio («Evangelion»), debe propagarse como quiere Cristo (cf. Mt 28, 18). Ese anuncio encierra en sí mismo la alegría de la salvación, que tanto anhela el hombre moderno. Una alegría que no puede menos de ser plena también en los demás (cf. Jn 15, 11).

La evangelización, por una parte, se funda en la voluntad divina de Cristo («terminus a quo») y, por otra, tiene como destinatarios a todos los pueblos de la tierra («terminus ad quem»).

Poniendo atención a la palabra de Dios, que se debe difundir por medio de ese «conjunto de contenidos y métodos» que es la evangelización (igual ayer, hoy y siempre -cf. Hb 13, 8- por lo que atañe a los contenidos, pero nueva por su estilo, sus modalidades y su osadía), se descubren los dinamismos de esa misma palabra de Dios. Se superponen a los de la evangelización. La finalidad de esta consiste en llevar la luz de la fe a quienes se encuentran aún envueltos en las tinieblas del error, pero también en arraigar cada vez más en esa misma fe a quienes, ya iluminados, deben ser a su vez fuente de iluminación.

La fe es, en primer lugar, un don divino (cf. Jn 4, 10), que implica la respuesta de quien lo recibe. Esa respuesta consiste fundamentalmente en abrirse al reconocimiento de la absoluta primacía de Dios, y este reconocimiento no conlleva ni una devaluación de la capacidad humana ni una contraposición entre Dios y el hombre, sino que atestigua una relación de amor entre criatura y Creador, entre hijo y Padre (cf. Jn 11, 51-52). Esa respuesta consiste en la acogida de la salvación, que nos hace partícipes de la vida misma de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos capacita e impulsa a entregarnos, como Cristo, a los hombres, a quienes consideramos hermanos y amamos como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 39) y como él los ha amado (cf. Jn 13, 34).

La nueva evangelización asume así la dimensión del amor. El amor crístiano abarca la justicia como una parte esencial e irrenunciable: no podemos amar al prójimo, aceptarlo incondicionalmente y ponerlo a nuestro nivel, si no estamos dispuestos a darle lo que le corresponde por su dignidad de persona, de sujeto de derechos y de deberes. El amor cristiano no suple la justicia y no se desarrolla más allá de ella. Según Juan Pablo II, el amor cristiano «es "más grande" que la justicia (...). El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia es servidora de la caridad» (Dives in misericordia, 4).

La salvación se realiza por la cruz de Cristo, prueba suprema de su amor a los hombres. La palabra central del «Evangelion» sobre la forma en que la salvación se realiza en nosotros, hasta la vuelta gloriosa de Cristo, es la palabra de la cruz. La realidad de la cruz pone a la evangelización en una situación en la que cualquier pretensión de éxito, no sólo de cada creyente, sino también de la Iglesia entera, se amortigua en un límite radical e insuperable.

En todo caso, la salvación ya se halla presente en la muerte y resurrección de Jesús y en su permanencia «sacramental» en la vida de la Iglesia, su Cuerpo terrestre. Aunque la salvación plenamente realizada y manifestada, es decir, la «transfiguración del mundo» con la instauración de los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. 2 P 3, 13; Ap 21, 1), sólo se llevará a cabo al final de la historia. «Mientras dura el tiempo, la lucha entre el bien y el mal continúa incluso en el corazón del hombre» (Centesimus annus, 25) y la realización de nuestra esperanza queda encerrada en los «secretos de Dios» (1 Co 2, 11).

En pocas palabras: el anuncio que la Iglesia está llamada a hacer, en la historia, a todos los pueblos se resume en una afirmación central: Dios nos ama; Jesucristo vino a salvarnos, a santificarnos, y para cada uno de nosotros es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6); el Espíritu Santo nos anima e impulsa al Señor de la vida, que con su pasión, muerte y resurrección nos redime y nos lleva al Padre.

Palabra y sacramento

El hilo lógico y cronológico sobre el que se desarrollan los dinamismos de la evangelización se entrecruza con el hilo ontológico. De hecho, la fe crea comunidades, porque cada fiel, con la escucha de la palabra de Dios, sellada por el bautismo, accede a la celebración para escuchar, en el hoy de la celebración, la voz de Dios (cf. Sal 84, 4). Y, en la celebración, Dios, que nos habla repetidamente, escucha nuestra respuesta y nos sugiere incluso las palabras con que debemos responder.

Cada respuesta a la palabra de Dios, ya sea la formulada y susurrada en nuestro interior, ya la cantada y aclamada en la comunidad, ya la que se nos da en la mensa Verbi con la mensa Eucharistiae, ya la que se hace realidad concreta en la vida de esperanza y de caridad, es adhesión de fe al Amén de Cristo para la gloria del Padre (cf. 2 Co 1, 20 y 22). La respuesta de fe de cada fiel se une a la de los demás para constituir una especie de entramado vital que unifica y mantiene unidas a las generaciones de fieles que se suceden con el paso del tiempo.

En otras palabras, los dinamismos de la evangelización siguen la trayectoria que nace del anuncio acogido de la palabra de Dios. La palabra mueve y suscita la fe. De ella brota la conversión, concretada en obras de caridad, alimentadas por la fe misma y orientadas hacia un perfeccionamiento en virtud de la esperanza. Y todo desemboca en la celebración sacramental. De hecho, toda celebración es sacramentum fidei. Más aún, como dice san Agustín, «sacramentum fidei, fides est» (Epistula 98, 9: PL 33, 364).

Así pues, los dinamismos de la evangelización, filtrados por la celebración, pasan de la «fides ex auditu», previa y concomitante a la celebración misma, al «auditus fidei», concretado a nivel personal y comunitario. La escucha de la fe es el locus donde el Señor ilumina la vida de los fieles mediante su Evangelio (cf. 2 Tm 1, 10), para llegar a la oboedientia fidei (cf. Rm 1, 5), con el modo concreto de hacer realidad en la vida todo lo que se celebra en la acción litúrgica. Así, la fe de la comunidad celebrante suple las carencias de la de cada fiel; o, mejor, la fe, tal vez lánguida, del fiel sigue siendo signo de la fe indefectible de la Iglesia. Efectivamente, el Señor no mira la pobreza de las personas, sino la fe de su Iglesia, como rezamos en la plegaria eucarística antes de darnos el signo de la paz (cf. Ordo missae).

A su vez, la fe de la Iglesia, al acoger la palabra, le da resonancia y consistencia histórica, la conserva, la transmite con fidelidad y la interpreta con autoridad.

Así se crea una interrelación entre palabra de Dios y fe; interrelación que prosigue luego en la conversión y en la vida del fiel. En efecto, para que la palabra de Dios sea acogida y penetre en la vida de los fieles, hace falta aquel «big bang» inicial o chispa de la gracia, que es la fe infusa.

Sin embargo, esta requiere un proceso continuo de intensificación de la escucha, de la acogida, de la profundización de la palabra de Dios.

Por tanto, la evangelización no agotará su tarea sólo con el anuncio (kerygma) de la Palabra. Debe ayudar al catequizando a alimentar la fe, llevándolo a creer cada vez más en aquella Palabra, profesándola con los labios, confesándola con la vida y celebrándola con los sacramentos. De hecho, es válido el principio que enuncian los Praenotanda al Ordo lectionum missae: «En la celebración, la palabra se hace sacramento por el Espíritu Santo» (n. 41).

De este modo, mientras sigue siendo verdad que la Iglesia tiene una misión específica, que consiste en comunicar a los hombres la salvación anunciada y realizada por Cristo, también es verdad que el medio fundamental de esta misión es el anuncio del Evangelio con sus dinamismos, que desembocan necesariamente en la celebración de los sacramentos, en el centro de los cuales se encuentra la Eucaristía.

Ahora bien, la diversidad de situaciones y exigencias concretas del tiempo, en el continuo sucederse de hombres y acontecimientos, ha impulsado a la Iglesia a poner atención y a insistir a veces en un aspecto, y a veces en otro, de su múltiple acción y de los entramados de las coordenadas de la evangelización. Pero la Iglesia nunca ha fallado en su doble tarea fundamental: transmitir el Evangelio, con absoluta fidelidad al contenido esencial de su mensaje (evangelización), aunque con la necesaria adaptación de las formas a los tiempos, y celebrar los sacramentos.

Hacia un anuncio más eficaz de la Palabra
y una comprensión más profunda de los sacramentos

Sin embargo, no debe sorprender que hoy, en una nueva situación cultural y social, la Iglesia se pregunte sobre el modo de anunciar de forma más eficaz el Evangelio y de llevar a los fieles a una comprensión cada vez más profunda y a una práctica cada vez más intensa de los sacramentos y, en particular, de la Eucaristía.

La unidad profunda entre evangelización y Eucaristía se realiza con la mediación de la Iglesia. Más aún, precisamente para que la conexión y las implicaciones entre «evangelización y Eucaristía» no se limiten a la modificación de algunas expresiones o formas, sin lograr adecuadamente la renovación interior de los destinatarios de la evangelización y sin que lleguen a una participación activa y consciente en la celebración de la Eucaristía, deben hacerse realidad, con todos sus efectos, en la vida de los fieles.

Por lo demás, en la pastoral hay quienes consideran los dos polos del binomio «evangelización y Eucaristía» como momentos-acontecimientos separados, o incluso autónomos, con repercusiones muy negativas sobre la formación de la conciencia y de la mentalidad de los mismos fieles. Esto, en definitiva, puede llevar a los fieles a no percibir la íntima e inseparable unión que existe entre las dos realidades esenciales de la Iglesia: la misionera y la eucarístico-sacramental.

El anuncio de la palabra de Dios, con todo lo que implica, sería sólo una transmisión de doctrina o de normas morales que convendría conocer pero sin influjo en la vida concreta. Y la Eucaristía sería una sucesión de ritos, un conjunto de palabras cuyo significado verdadero no se comprende, pues termina como comienza, sin influir en la existencia concreta del fiel, en su vida, y tampoco en la vida de la Iglesia.

De aquí deriva el esfuerzo pastoral y las directrices concretas que sugiere una acción pastoral práctica. Esas coordenadas giran en torno a la fuerza ínsita en la evangelización que aprovecha toda la potencia extraordinaria que proviene de la palabra de Dios y que encuentra su plena realización en la Eucaristía.

La evangelización puede elevar todos los valores humanos sanos que se hallan en la vida de los fieles y modificar los menos buenos. Más aún, la evangelización, nueva por su influencia, está llamada a imprimir un ritmo nuevo en la vida y en la acción de los que acogen la palabra de Dios por lo que es: palabra «de Dios y no de los hombres» (c f. 1 Ts 2, 13). Ciertamente, la ontología de la evangelización debe tener presente la antropología de las personas a las que está destinada. De hecho, se requieren: una profundización de los contenidos, modalidades de traducción de esos contenidos para apoyarse en las capacidades del hombre moderno, y lenguajes adecuados que ayuden al mensaje cristiano a penetrar en el corazón de los destinatarios y faciliten una comprensión más profunda de sus contenidos.

Asimismo, es de suma importancia el testimonio de vida del evangelizador. Si el testimonio acompaña al anuncio, robustece sus dinamismos. Esos dinamismos se afianzarán si cualquier tipo de catequesis y predicación se enriquece con contenido bíblico, con celo apostólico, con un compromiso de vida cristiana seriamente sentido y vivido, que contribuya hoy a formar una mentalidad de fe, purificada y fortalecida por una intensa vida sacramental.

Eucaristía: culmen y fuente de la evangelización

Los dinamismos de la Eucaristía y de la evangelización

Para descubrir el nexo entre lo que se ha dicho hasta ahora y lo que diremos a continuación, conviene recordar que los dinamismos de la Eucaristía constituyen el punto de enlace y de concentración de los de la evangelización.

De hecho, en la evangelización la palabra de Dios se proclama, mientras que en la Eucaristía se celebra. En la evangelización se difunde a los cuatro vientos; en la Eucaristía es acogida por la comunidad de fieles. La evangelización suscita la fe; la Eucaristía es, por excelencia, el mysterium fidei actuado. La conversión que procede de la fe es fomentada, alimentada e impulsada en la Eucaristía.

Y si la eficacia de la evangelización está vinculada a la acción del Espíritu Santo, en la Eucaristía es el mismo Espíritu Santo quien actúa con su presencia, invocada en la oración de la epíclesis, y con su efusión, hasta el punto de que se puede afirmar, con san Germán de París, que la Eucaristía es summa charismatum. De hecho, una oración del antiguo misal gótico incluye entre los efectos de la Eucaristía la aeternitas Spiritus.

Ahora bien, si es verdad que qualis evangelizatio, talis Eucharistia, también es verdad que después de una Eucharistia partialis, es decir, equivocada, malentendida, distraída, mal participada, sigue una evangelizatio mortalis, que se encierra en sí misma y, por consiguiente, lleva a la muerte espiritual de los fieles.

En realidad, el efecto más profundo de la Eucaristía se encuentra donde la acción de gracias por Cristo, con Cristo y en Cristo, se convierte en vida de gracia para la gloria. San Pablo habla de obsequio espiritual, de oblación viva (cf. Rm 12, 1). Jesús afirma que se llegará al culto en Espíritu y verdad (cf. Jn 4, 23-24).

Eso sucede cada vez que se celebra la Eucaristía, es decir, cuando se obedece al mandato: «Haced esto en conmemoración mía». Cristo ha vinculado su voluntad de realizador de la redención a la celebración de la Eucaristía.

Cada Eucaristía es acto de culto espiritual, verdadero, vivo, íntimo, personal, in persona Christi y, por consiguiente, comunitario y eclesial, in corpore místico de Cristo, que es la Iglesia.

Así pues, la Iglesia es una comunidad esencialmente cultual. Y en cuanto tal, se convierte en «imago» (eikon) de la vida intratrinitaria. Allí las Personas divinas, tributándose mutuamente honor y gloria, y participando en la única vida y esencia divinas, son la causa, el principio y el fin de la «Ecclesia orans». La Iglesia imita el modelo de la vida trinitaria. Por eso, con razón se dice, orando, que la comunidad eucarística está «unificada por virtud y a imagen de la Trinidad» (Prefacio VIII dominical del tiempo ordinario). Y, mientras oramos, somos formados en la fe, por lo cual aprendemos que la misma Trinidad es el principio de la unidad, de las relaciones recíprocas entre los miembros de la Iglesia. La plegaria eucarística atribuye el «convenire in unum» y la «congregatio» de la «plebs sancta» a las Personas divinas, consideradas «in una simul», como cuando se afirma, orando, que el pueblo está reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Colecta del tercer formulario de la misa por la Iglesia universal). Tanto más cuanto que toda acción litúrgica, y especialmente la Eucaristía, evoca la historia de la salvación y actualiza nuevamente, para la vida de los fieles, todo el proyecto salvífico trinitario. La evangelización le ayuda a conocerlo. La Eucaristía lo lleva a experimentarlo, a vivirlo; lo realiza para el bien de los fieles.

Y aquí se manifiesta la profunda dimensión eclesial del misterio eucarístico. En efecto, sin Iglesia que celebra la Eucaristía, y sin la celebración de la Eucaristía en la Iglesia y con la Iglesia, el Padre celestial permanecería lejano, Cristo pertenecería únicamente al pasado, al ayer, y no también al hoy y al siempre (cf. Hb 13, 8), y el Espíritu Santo no llevaría a cabo su acción, y la buena nueva (evangelion) no lograría la finalidad connatural al «vivus sermo Dei et efficax» (cf. Hb 4, 12).

Las sendas de la Trinidad para el encuentro privilegiado con los fieles se entrecruzan en la celebración eucarística realizada por la Iglesia. Ella es el medio en el que el influjo benéfico de la palabra de Dios, mediante la cual las Personas divinas se introducen en el corazón de los fieles, llega a la vida de cada uno de ellos.

La Eucaristía orienta a la Trinidad, porque la Trinidad en la Eucaristía hace eficaz, del modo más completo in vía, el «mysterium», o sea, el plan de la salvación (oikonomía trinitaria). La evangelización explicita con sus contenidos la voluntad de la Trinidad. El anuncio que la celebración eucarística hace de la palabra de Dios evoca y actualiza nuevamente la historia de la salvación. Por eso, el convenire in unum, fruto de las energías de la semilla, que es la palabra de Dios (cf. Lc 7, 11), logra la finalidad de la convocación de los hijos de Dios, que es obra del Padre en el Hijo en virtud del Espíritu Santo.

La convocatio tiene como finalidad crear una comunión de fieles que se organice según el modelo de la que existe entre las Personas divinas. Estas son la fuente, la causa, la finalidad, el apoyo de toda convocación eucarística por medio de la palabra y constituyen el paradigma para la comprensión del significado último de la congregatio sanctorum seu fidelium en trono a la mesa eucarística.

Así pues, la comunidad eucarística congregada en el vínculo de la Trinidad, concreta el contenido de la evangelización, que desemboca en la reunión de los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11, 51-52) in unum, es decir, en torno al Cristo pascual, cuyo misterio se celebra y renueva en la Eucaristía.

La Eucaristía culmen de la evangelización

Todo lo dicho se debe considerar en tres niveles: desde la información y la instrucción, hasta el entendimiento persuasivo, para desembocar en la maduración de los modos cristianos de vivir.

El anuncio propio de la evangelización exige la escucha por parte de las personas a las que se dirige. Esta escucha debe concretarse en un nuevo anuncio que lleve a una continua edificación de la Iglesia.

Así, mientras la evangelización se presenta como la condición sin la cual no se puede edificar la Iglesia, la Eucaristía es el locus donde la misma Iglesia crece y se alimenta. Por eso la celebración eucarística se organiza y se estructura con dos mesas: la mensa verbi Dei y la mensa Corporis Domini (cf. Sacrosanctum Concilium, 24, 33, 35, 48 y 51; Dei Verbum, 21, 25, 26; Ad gentes, 6, 15; Presbyterorum ordinis, 18).

Entre la mensa verbi Dei, que formalmente contiene en sí todo lo que es propio de la evangelización, y la mensa eucharistica, existe un paralelismo existencial. En efecto, lo que se afirma de una, se puede atribuir de modo análogo a la otra. Sin embargo, sólo en la Eucaristía, anuncio celebrativo de la palabra de Dios (en ella está presente Cristo: cf. Sacrosanctum Concilium, 7), la misma palabra, anunciada juntamente con la liturgia eucarística, constituye un solo acto de culto, como recuerda la constitución Sacrosanctum Concilium, en el número 56. Eso significa que el dinamismo de la Eucaristía afecta a la palabra de Dios, que alcanza la más alta modalidad de santificación, de acción de gracias y de culto. Por eso, se puede afirmar que la palabra de Dios «se hace» celebración, y la celebración no es más que la palabra de Dios «actualizada» del modo más eminente.

Esas dos realidades no pierden su originalidad por el hecho de formar parte de un único evento de salvación, como es la celebración de la Eucaristía.

La diferencia entre estas dos partes se ha de buscar en el orden cronológico (la liturgia de la Palabra precede a la eucarístico-sacramental, como la palabra se pronunció antes que el evento sacramento fuera instituido por Cristo).

Así pues, su diferencia y su importancia no están vinculadas a la dignidad de naturaleza, que ambas poseen, sino sólo a la diversidad de funciones: la palabra de Dios, o evangelización, «prepara» la celebración eucarística; y la celebración eucarística «actualiza» la palabra de Dios, los contenidos de la evangelización (cf. Notitiae 22 [1986] 322-346 y también 18 [1982] 243-280). Se trata de dos momentos sucesivos, de los cuales uno está ordenado al otro. La palabra está ordenada al sacramento, en el que encuentra su plena realización.

Algunas consideraciones de orden pastoral

Cuanto hemos dicho hasta aquí exige algunas consideraciones de orden pastoral. Ante todo, la suma veneración con que se debe escuchar y acoger la palabra de Dios requiere en los fieles una actitud de oración (cf. Sacrosanctum Concilium, 48; Dei Verbum, 26). El anuncio de la palabra de Dios es un gran sacramental. Cuando se realiza en la celebración eucarística, fomenta la vida espiritual de los fieles y penetra en el corazón de los participantes, de modo que la proclamación de la palabra de Dios pueda obtener la mayor eficacia posible. En efecto, debe transformar progresivamente a los participantes en la Eucaristía, sin excluir a nadie, de «auditores verbi» en «factores verbi» (cf. St 1, 23).

Esto implica, en concreto: prepararse para asumir los compromisos de la vida cristiana; afrontar las dificultades que surjan al dar testimonio de Cristo; y responder a las exigencias que la palabra de Dios plantea al fiel mientras alimenta su vida espiritual.

Por otra parte, no se puede descuidar lo que afirma el Ordo lectionum missae, en el número 3 de los «praenotanda» a su segunda edición: «La celebración litúrgica, que se apoya fundamentalmente en la palabra de Dios, y en esa misma palabra se arraiga ("fulcitur"), se convierte en un nuevo evento y enriquece la palabra misma con una nueva interpretación y una eficacia insospechada». Es decir, existe una interrelación entre la eficacia de la palabra de Dios (en la que se incluye la que convoca a la comunidad en asamblea para la celebración) y la celebración (de la que la asamblea es un elemento importante), que enriquece la palabra con una eficacia nueva e insospechada. Aquí se insertan los dinamismos de la celebración eucarística como puntos de llegada de los dinamismos de la evangelización y como puntos de partida para un nuevo dinamismo evangelizador.

1. La evangelización lleva a la constitución práctica del reino de Dios, concretado en la Ecclesia Dei. Ahora bien, el encuentro o impacto de la palabra de Dios con los fieles que la escuchan en la celebración eucarística lleva a crear comunión con los demás oyentes de la misma palabra de Dios. Así se pone la base para la visibilización de la comunidad celebrativa que es, a su vez, actuación de la Ecclesia Dei, del populus Dei, de la familia Dei, a la que ha sido encomendado el anuncio del Evangelio.

Aquí sería necesario considerar paralelamente el impacto de los fieles con la palabra proclamada en el evento de la evangelización y en el del sacramento de la Eucaristía.

El itinerario se trazaría sobre la línea que va de la fenomenología de la palabra a la realidad de la palabra de Dios, a sus gérmenes y semillas, que son energía del Espíritu Santo, a la comprensión que cada asamblea eucarística tiene de los frutos de la evangelización, conseguidos en su actuación. Las coordenadas de la evangelización desembocan en un situs particular, donde la Ecclesia se redescubre única, verdadera y veraz depositaria de la palabra de Dios.

Evangelización y liturgia de la palabra confluyen en la comprensión de la misma interpretación de la palabra de Dios. Ambas pueden realizar la progresiva interiorización del mensaje divino. Comprensión, aceptación e interiorización culminan en la interacción entre la palabra anunciada, acogida, y la celebrada en la Eucaristía.

2. En la Eucaristía, a la oblación del sacrificio de Cristo está asociada la oblación de cada fiel. Todos los homines Dei tienen la convicción de que el cuerpo de la Iglesia se hace celebrando los «mysteria» (cf. san Agustín, In loannis Evangelium Tractatus, 16, 6, 17) que Cristo le ha encomendado. El convenire in unum (cf. 1 Co 11, 18 ss), el reunirse en el mismo lugar procediendo de diversas partes de la ciudad y del campo, como recuerda ya san Justino (Apología, I, 65, 67) tiene como finalidad alabar a Dios, en el vínculo de la comunión, bajo la presidencia del obispo y del presbítero; celebrar el misterio pascual de Cristo, de modo que la Eucaristía sea verdaderamente, para todos, «sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis» (san Agustín, In loannis Evangelium Tractatus, 26, 6, 13; cf. Sacrosanctum Concilium, 47); ofrecerse, en la Iglesia de Dios, como sacrificio de alabanza con «Cristo altar, víctima y sacerdote» (V Prefacio pascual).

Mientras con la evangelización se crean las diversas Iglesias locales, según la expresión de san Agustín: «Predicaverunt (Apostoli-Episcopi) verbum veritatis et genuerunt ecclesias» (Enarratio in Psalmum 44, 23), con la Eucaristía la palabra de Dios incrementa su capacidad de purificar y de santificar (cf. 1 Tm 4, 5). Más aún, también con palabras de los praenotanda del Ordo lectionum missae, en la Ecclesia fidei, que es la comunidad eucarística: «Dios se sirve de la misma asamblea de fieles que celebran, para que su palabra se difunda y su nombre sea glorificado y alabado entre los pueblos» (n. 7).

3. Ahora bien, mientras la Eucaristía celebrada lleva a la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como manifestación ontológico-operativa de la unión ya provocada entre los fieles por el anuncio acogido de la palabra, conviene recordar que, en la celebración eucarística, «la Iglesia repite fielmente el mismo Amén que Cristo, mediador entre Dios y los hombres, pronunció una sola vez, para todos los tiempos, derramando su sangre, sanción divina de la nueva alianza en el Espíritu Santo» (Ordo lectionum missae, praenotanda, n. 6). Cada fiel da su respuesta completa asociándose, con su oblación en espíritu y verdad, a la ofrenda verdadera, única, insustituible, que Cristo hizo. De este modo, se hace el cuerpo del Señor en su integridad, en su totalidad, según un principio eucaristico vital: quien celebra la Eucaristía con la oblación en Espíritu y verdad, hace el cuerpo del Señor.

La voz de los Padres

PD/EUCARISTIA
No quisiera terminar mis reflexiones sin una referencia a los Santos Padres, que a menudo subrayan con gran vigor la relación entre el don de la Eucaristía y el don de la Palabra.

Por ejemplo, san Cesáreo de Arles, siguiendo a san Agustín, se expresa así: «Os pregunto, hermanos y hermanas, responded a una: ¿Qué os parece más, la palabra de Dios o el cuerpo de Cristo? Si queréis responder con verdad, debéis decir que no es menos la palabra de Dios que el cuerpo de Cristo» (Sermo 78, 2).

AT/NT
De forma análoga, san Ambrosio, en la Enarratio in Ps. 1, 33, afirma: «Bebe primero el Antiguo Testamento, para que bebas luego el Nuevo Testamento, pues si no bebes el primero, no podrás
beber el segundo. Bebe el primero, para que mitigues tu sed, y bebe el segundo para que quedes plenamente saciado. En el Antiguo hay compunción; en el nuevo, alegría (...). Así pues, bebe el cáliz del Antiguo Testamento y el cáliz del Nuevo Testamento, porque en ambos bebes a Cristo. Bebe a Cristo porque es la vid; bebe a Cristo, porque es la piedra de la que brotó agua; bebe a Cristo, porque es la fuente de la vida; bebe a Cristo, porque es el río cuyo ímpetu alegra la ciudad de Dios; bebe a Cristo, porque es la paz; bebe a Cristo, porque de su interior fluyen ríos de agua viva; bebe a Cristo, para que bebas la sangre con la que has sido redimido; bebe a Cristo, para que bebas sus palabras; su palabra es el Antiguo Testamento, y su palabra es el Nuevo Testamento...».


PD/ESCUCHAR-ATENTE
Por consiguiente, se bebe a Cristo tanto en el cáliz de las Escrituras como en el eucarístico, hasta el punto de que, como ponemos cuidado en no dejar caer ningún fragmento del Cuerpo de Cristo, así también debemos esmerarnos en no dejar caer en el vacío la palabra de Dios que escuchamos en la celebración. Quien lo afirma es san Cesáreo de Aries, en el pasaje citado. En cualquier caso, cito el texto íntegro, que afirma incisivamente: «Por tanto, el mismo esmero que ponemos, en la administración del Cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga de nuestras manos al suelo, debemos ponerlo para que la palabra de Dios, que se nos proclama, no desaparezca de nuestro corazón, mientras pensamos o hablamos de otras cosas, pues no tiene menos culpa quien escucha con negligencia la palabra de Dios que quien por descuido deja caer al suelo el Cuerpo de Cristo».

PD/COMUNIDAD
Ciertamente, sigue siendo verdad lo que escribió el Papa san Gregorio Magno, apasionado lector y comentador de la Escritura. Refiriéndose a sí mismo, dice que leyendo y releyendo varías veces el texto sagrado, no había logrado comprender todo su sentido, pero, estando en medio de sus hermanos, sí lo había entendido. He aquí sus palabras: «He comprobado que a menudo muchas cosas que meditando yo solo en la palabra de Dios no pude comprender, las entendí estando en medio de mis hermanos. Con esa experiencia descubrí dónde podía encontrar el entendimiento de los textos» (In Ezechielem lib. 2, Hom. 2, 1).

Si nos alimentamos de la palabra de Dios, que es palabra de vida, y acudimos a beber a la fuente de la vida, tendremos vitalidad apostólica y misionera, y nuestra vida será plena. San Agustín exclama: «Come la vida, bebe la vida; así tendrás vida, y la vida será plena. El cuerpo y la sangre de Cristo serán la vida para cada uno, si lo que se consume visiblemente en el sacramento se come y se bebe espiritualmente en la misma verdad» (Sermo 131, 1).

Más aún, si en la celebración eucarística nos alimentamos de Cristo, comemos y bebemos espiritualmente la misma verdad.

La verdad de la palabra de Dios constituye, por medio de los dinamismos de la evangelización y de la Eucaristía, un pueblo de salvados, la Iglesia, que, «por la semilla de la Palabra y llena del Espíritu de Dios, construye el Cuerpo de Cristo, es decir, el pueblo cristiano», como afirma san Ambrosio (cf. Expositio in Lucam, lib. 3, 38). Un cuerpo que es la Iglesia de Dios, visible en una comunidad reunida para celebrar y para revivir de la Eucaristía, cuyas prerrogativas, inspirándonos en un texto litúrgico hispano-visigodo, pueden delinearse así: «La comunidad es una en la profesión de fe, pero múltiple por la catolicidad que representa. Es una en la celebración, pero supera el espacio limitado en el que se halla congregada; así está extendida, pero no dividida... Es santa en sus ministros e inmaculada en los ministerios que realiza, incorrupta en las vírgenes y fructuosa en las viudas. Fecunda en cada uno de los fieles y se presenta libre entre los no creyentes» (Liber Mozarabicus sacramentorum, ed. M. Ferotin, n. 1131). En este texto litúrgico subyace la potencialidad explosivo-misionera de la Iglesia.

Conclusión

Es imposible agotar en el espacio de un artículo las conexiones y las relaciones entre evangelización y Eucaristía.

El tema merece mayor profundización tanto desde el aspecto teológico como desde el pastoral. Aquí sólo quiero recordar que es necesario que cada fiel escuche con humildad y sencillez la palabra de Dios, la acoja con alegre gratitud y la celebre con fervor siempre renovado.

Pero esto no basta. Es preciso que cada cristiano tenga una conciencia cada vez más profunda del deber apremiante de todo bautizado de proclamar la palabra acogida, vivida y celebrada, a sus hermanos, cercanos y lejanos. Y eso para llevarlos a la mesa de la Eucaristía, centro, culmen y fuente inagotable de la vida y de la misión de la Iglesia.