Sentimos la presencia de María

Palabras del Papa al concluir el mes de mayo

El día de la fiesta de la Visitación de la Virgen a su prima santa Isabel, se concluyó el mes de mayo con un acto mariano en el Vaticano, durante el cual se llevó a cabo la procesión de antorchas por los jardines vaticanos y se rezó el rosario. El acto comenzó a las 20.00. Presidió la procesión el cardenal Virgilio Noé. Animaron el rezo las corales de la Ciudad del Vaticano y de la Academia pontificia de la Inmaculada. Entre las numerosas personas que participaron en la procesión se hallaban los estudiantes del preseminario «San Pío X», una nutrida representación del Colegio etiópico pontificio, trece cardenales y varios arzobispos y obispos, y una gran asamblea de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que trabajan en el Vaticano, así como muchos romanos y peregrinos. Cuando la procesión llegó a la gruta de Lourdes, se celebró una liturgia de la Palabra, durante la cual se leyeron los versículos 23-31 del capítulo 24 del libro del Sirácida, y los versículos 39-45 del capítulo primero del evangelio de san Lucas, seguidos del salmo responsorial, las preces y las letanías. A las nueve de la noche, llegó el Papa Juan Pablo II. Después de orar ante la imagen de la Virgen, dirigió a los presentes la siguiente alocución.

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Es siempre sugestivo este momento de fe y devoto homenaje a María, que concluye el mes de mayo, mes mariano. Habéis rezado el santo rosario caminando hacia esta gruta de Lourdes, que se encuentra en el centro de los jardines vaticanos. Aquí, ante la imagen de la Virgen Inmaculada, habéis depositado en sus manos vuestras intenciones de oración, meditando en el misterio que se celebra hoy: la Visitación de María a santa Isabel.

En este acontecimiento, narrado por el evangelista san Lucas, se refleja una «visitación» más profunda: la de Dios a su pueblo, saludada por el júbilo del pequeño Juan, el mayor entre los nacidos de mujer (cf. Mt 11, 11), ya desde el seno materno. Así, el mes mariano concluye bajo el signo del gaudium, segundo misterio «gozoso», es decir, de la alegría, del júbilo.

«Magnificat anima mea Dominum et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo» (Lc 1, 46-47). Así canta la Virgen de Nazaret, que contempla el triunfo de la misericordia divina. En ella brota el júbilo íntimo por los designios de Dios, que siente predilección por los humildes y los pequeños, y los colma de sus bienes. Este es el júbilo en el Espíritu Santo, que hará exultar el corazón mismo del Redentor, conmovido porque al Padre le complace revelar a los pequeños los misterios del reino de los cielos.

2. «Magnificat anima mea Dominum!». Así cantamos también nosotros esta tarde, con el alma rebosante de gratitud a Dios. Le damos gracias porque durante este mes de mayo del gran jubileo nos ha permitido experimentar con especial intensidad la presencia de la Madre del Redentor, presencia asidua y orante, como en la primera comunidad de Jerusalén. Ojalá que toda alma cristiana haga suyo ese canto de alabanza por el gran misterio del amor de Dios, que, en Cristo, «ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1, 68).

Este es mi deseo al final del mes mariano y en esta víspera de la Ascensión de Jesús, que nos invita a dirigir nuestra mirada al cielo, donde él nos espera, sentado a la diestra del Padre.

Al volver a vuestros hogares, llevad la alegría de este encuentro y mantened fija la mirada de vuestro corazón en Jesús, con la esperanza de estar un día con él, unidos en la misma gloria. Que María os acompañe con solicitud materna en vuestro camino.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestros seres queridos.