CATEQUESIS DEL PAPA

Durante la audiencia general del miércoles 3 de mayo

La gloria de la Trinidad en la pasión

1. Al final del relato de la muerte de Cristo, el Evangelio hace resonar la voz del centurión romano, que anticipa la profesión de fe de la Iglesia: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). En las últimas horas de la existencia terrena de Jesús se actúa en las tinieblas la suprema epifanía trinitaria. En efecto, el relato evangélico de la pasión y muerte de Cristo registra, aun en el abismo del dolor, la permanencia de su relación íntima con el Padre celestial.

Todo comienza durante la tarde de la última cena en la tranquilidad del Cenáculo, donde, sin embargo, ya se cernía la sombra de la traición. Juan nos ha conservado los discursos de despedida que subrayan estupendamente el vínculo profundo, y la recíproca inmanencia entre Jesús y el Padre: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. (...) Quién me ha visto a mí, ha visto al Padre. (...) Lo que yo os digo, no lo digo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 7. 9-I1).

Al decir esto, Jesús citaba las palabras que había pronunciado poco antes, cuando declaró de modo lapidario: «Yo y el Padre somos uno. (...) El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10, 30. 38). Y en la oración que corona los discursos del Cenáculo, dirigiéndose al Padre en la contemplación de su gloria, reafirma: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17, 11). Con esta confianza absoluta en el Padre, Jesús se dispone a cumplir su acto supremo de amor (cf. Jn 13, 1).

2. En la Pasión, el vínculo que lo une al Padre se manifiesta de modo particularmente intenso y, al mismo tiempo, dramático. El Hijo de Dios vive plenamente su humanidad, penetrando en la oscuridad del sufrimiento y de la muerte que pertenecen a nuestra condición humana. En Getsemaní, durante una oración semejante a una lucha, a una «agonía», Jesús se dirige al Padre con el apelativo arameo de la intimidad filial: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).

Poco después, cuando se desencadena contra él la hostilidad de los hombres, recuerda a Pedro que esa hora de las tinieblas forma parte de un designio divino del Padre: «¿Piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mt 26, 53-54).

3. También el diálogo procesal con el sumo sacerdote se transforma en una revelación de la gloria mesiánica y divina que envuelve al Hijo de Dios: «El sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Díjole Jesús: "Tú lo has dicho. Y yo os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo"» (Mt 26, 63-64).

Cuando fue crucificado, los espectadores le recordaron sarcásticamente esta proclamación: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Pero para esa hora se le había reservado el silencio del Padre, a fin de que se solidarizara plenamente con los pecadores y los redimiera. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios» (n. 603).

4. En realidad, en la cruz Jesús sigue manteniendo su diálogo íntimo con el Padre, viviéndolo con toda su humanidad herida y sufriente, sin perder jamás la actitud confiada del Hijo que es «uno» con el Padre. En efecto, por un lado está el silencio misterioso del Padre, acompañado por la oscuridad cósmica y subrayado por el grito: «"¡Elí, Eli! ¿lemá sabactaní?". Que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"» (Mt 27, 46).

Por otro, el Salmo 22, aquí citado por Jesús, termina con un himno al Señor soberano del mundo y de la historia; y este aspecto se manifiesta en el relato de Lucas, según el cual las últimas palabras de Cristo moribundo son una luminosa cita del Salmo con la añadidura de la invocación al Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6).

5. También el Espíritu Santo participa en este diálogo constante entre el Padre y el Hijo. Nos lo dice la carta a los Hebreos, cuando describe con una fórmula en cierto modo trinitaria la ofrenda sacrificial de Cristo, declarando que «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14). En efecto, en su pasión, Cristo abrió plenamente su ser humano angustiado a la acción del Espíritu Santo, y este le dio el impulso necesario para hacer de su muerte una ofrenda perfecta al Padre.

Por su parte, el cuarto evangelio relaciona estrechamente el don del Paráclito con la «ida» de Jesús, es decir, con su pasión y su muerte, cuando cita estas palabras del Salvador: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Después de la muerte de Jesús en la cruz, en el agua que brota de su costado herido (cf. Jn 19, 34), es posible reconocer un símbolo del don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39). El Padre, entonces, glorificó a su Hijo, dándole la capacidad de comunicar el Espíritu a todos los hombres.

Elevemos nuestra contemplación a la Trinidad, que se revela también en el día del dolor y de las tinieblas, releyendo las palabras del «testamento» espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein): «No nos puede ayudar únicamente la actividad humana, sino la pasión de Cristo: participar en ella es mi verdadero deseo. Acepto desde ahora la muerte que Dios me ha reservado, en perfecta unión con su santa voluntad. Acoge, Señor, para tu gloria y alabanza, mi vida y mi muerte por las intenciones de la Iglesia. Que el Señor sea acogido entre los suyos, y venga a nosotros su Reino con gloria» (La fuerza de la cruz).