HOMILÍA DEL SANTO PADRE EN EL JUBILEO DE LA
CURIA ROMANA

Una familia en torno al Sucesor de Pedro

 

El jubileo de la Curia romana y de los organismos vinculados a ella tuvo dos fases: la preparatoria y la celebración propiamente dicha. La preparación se llevó a cabo en varias etapas: el viernes 4 de febrero, hubo un encuentro en los diversos dicasterios, (algunos de ellos, los más cercanos, se reunieron entre sí) con un tema común: «Espiritualidad  del  servicio  a  la  Sede   de Pedro»; el martes día 8, todos se dieron cita en la sala Pablo VI , donde se rezó el rosario y se meditó sobre el tema «Conversión y renovación», que, expuso el cardenal Giacomo Bif, arzobispo de Bolonia (Italia). A este encuentro fueron invitados también los familiares de los dependientes de la Santa Sede y del Governatorato de la Ciudad del Vaticano.

El martes día 15 fue el momento de la plegaria y adoración eucarística, organizado asimismo por grupos de dicasterios, siguiendo el criterio de cercanía y escogiendo cada uno su predicador y el lugar: la sala de las Bendiciones en el Vaticano, la iglesia del Espíritu Santo «in Sassia» o la de Santa María «in Trastevere».

El lunes, día 21, tuvo lugar para todos la celebración penitencial en la basílica de San Pedro, presidida por el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, y predicada por el p. Raniero Cantalamessa, o.i:m.cap. Asistieron veinticinco cardenales, numerosos arzobispos y obispos, muchísimos religiosos y religiosas y una gran asamblea de laicos; también estuvieron presentes los familiares. Al concluir la ceremonia, participaron en la plaza de San Pedro en la oración del peregrino, que predicó en esta ocasión el cardenal secretario de Estado, con la que se concluyó la parte de preparación.

El martes día 22 fue el jubileo propiamente dicho: a las diez de la mañana comenzó la procesión desde el obelisco de la plaza de San Pedro hasta el templo, pasando por la Puerta santa; al entrar la asamblea en la basílica, se cantaron los salmos 121, 23, 41 y 24, el himno del jubileo «Gloria a ti» y las «Laudes regiae». Mientras los cardenales y el Papa se dirigían al altar, se cantó la antífona «Gaudeamus omnes in Domino» y el salmo 118. En los distintos momentos de la misa intervinieron representantes de los trabajadores de todos los sectores. La primera lectura se hizo en inglés (Radio Vaticano), la segunda en español (Mª Isabel Tellería Tapia, de la Secretaría de Estado), el salmo responsorial se cantó en italiano y el evangelio en latín. El Romano Pontífice pronunció la homilía que ofrecemos en esta misma página. La oración de los fieles se hizo en alemán (un guardia suizo), español (Miguel Rosa Verjano, del APSA), portugués («L'Osservatore Romano»), polaco (Secretaría de Estado), inglés (Vatican Information Service) y francés (Museos Vaticanos). Las ofrendas las presentaron cuatro familias. Para la plegaria eucarística subieron al presbiterio los cardenales Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio; Joseph Ratzinger, vicedecano y prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe; Angelo Sodano, secretario de Estado; Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo; Lucas Moreira Neves, o.p., prefecto de la Congregación para los obispos; y Virgilio Noé, arcipreste de la basílica vaticana. Con el Papa concelebraron veintinueve cardenales, sesenta y siete arzobispos y obispos, y más de cuatrocientos cincuenta sacerdotes y religiosos. A la misa asistieron varios miles de personas entre religiosos y laicos.


 

1. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).

Hemos cruzado como peregrinos la Puerta santa de la basílica vaticana, y ahora la palabra de Dios atrae nuestra atención hacia lo que Cristo dijo a Pedro y de Pedro.

Nos encontramos reunidos en torno al altar de la Confesión, situado sobre la tumba del Apóstol, y nuestra asamblea está formada por la especial comunidad de servicio que se llama la Curia romana: El Ministerio petrino, es decir, el servicio propio del Obispo de Roma, con el que cada uno de vosotros está llamado a colaborar en su propio campo de trabajo, nos une en una sola familia e inspira nuestra oración en el momento solemne que la Curia romana vive hoy, fiesta de la Cátedra de San Pedro.

Todos nosotros, y en primer lugar yo,mismo, nos sentimos profundamente afectados por las palabras del Evangelio que acabamos de proclamar: «Tú eres el Cristo... Tú eres Pedro» (Mt 16, 16. 18). En esta basílica; junto a la memoria del martirio del Pescador de Galilea, esas palabras resuenan de nuevo con singular elocuencia, incrementada por el intenso clima espiritual del jubileo del bimilenario de la Encarnación..

2. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16): esta es la confesión de fe del Príncipe de los Apóstoles. Y esta es también la confesión que renovamos nosotros hoy, venerados hermanos cardenales, obispos y sacerdotes, juntamente con todos vosotros, amadísimos religiosos, religiosas y laicos que prestáis vuestra apreciada colaboración en el ámbito de la Curia romana. Repetimos las luminosas palabras del Apóstol con particular emoción en este día, en el que celebramos nuestro jubileo especial.

Y la respuesta de Cristo resuena con fuerza en nuestra alma: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). El evangelista san Juan atestigua que Jesús había puesto a Simón el nombre «Cefas» ya desde su primer encuentro; cuando lo había llevado a él su hermano Andrés (cf. Jn 1, 41-42). En cambio, el relato de san Mateo confiere a este acto de Cristo el mayor relieve, colocándolo en un momento central del ministerio mesiánico de Jesús, el cual explicita el significado del nombre «Pedro» refiriéndolo a la edificación de la Iglesia.

«Tú eres el Cristo»: sobre esta profesión de fe de Pedro; y sobre la consiguiente declaración de Jesús: «Tú eres Pedro», se funda la Iglesia: Un fundamento invencible, que las fuerzas del mal no pueden destruir, pues lo protege la voluntad misma del «Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). La Cátedra de Pedro, que hoy celebramos, no se apoya en seguridades humanas -«ni la carne ni la sangre»- sino en Cristo, piedra angular. Y también nosotros, como Simón, nos sentimos «bienaventurados» , porque sabemos que nuestro único motivo de orgullo está en el plan eterno y providente de Dios.

3. «Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él» (Ez 34, 11). La primera lectura, tomada del célebre oráculo del profeta Ezequiel sobre los pastores de Israel, evoca con fuerza el carácter pastoral del ministerio petrino. Es el carácter que distingue, de reflejo, la naturaleza y el servicio de la Curia romana, cuya misión consiste precisamente en colaborar con el Sucesor de Pedro en el cumplimiento de la tarea que Cristo le encargó: apacentar su rebaño.

«Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a reposar» (Ez 34, 15). «Yo mismo»: estas son las palabras más importantes, pues manifiestan la determinación con la que Dios quiere tomar la iniciativa, ocupándose él personalmente de su pueblo. Sabemos muy bien que la promesa -«Yo mismo»- se ha hecho realidad. Se cumplió en la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo, el buen Pastor, a apacentar su rebaño «con el poder del Señor, con la majestad del nombre del Señor» (Mi 5, 3). Lo envió a reunir a los hijos de Dios dispersos, ofreciéndose como cordero, víctima mansa de expiación, sobre el altar de la cruz.

Este es el modelo de pastor que Pedro, y los demás Apóstoles aprendieron a conocer e imitar estando con Jesús y compartiendo su ministerio mesiánico (cf. Mc 3, 14-15). Se ve reflejado en la segunda lectura, en la que Pedro se define a sí mismo «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 P 5, 1). El pastor Pedro fue totalmente modelado por el Pastor Jesús y por el dinamismo de su Pascua. El ministerio petrino está arraigado en esta singular conformación a Cristo Pastor de Pedro y de sus Sucesores, una conformación que tiene su fundamento en un peculiar carisma de amor: «¿Me amas más que estos?... Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15).

4. En una ocasión como la que estamos viviendo, el Sucesor de Pedro no puede olvidar lo que aconteció antes de la pasión de Cristo, en el huerto de los Olivos, después de la última Cena. Ninguno de los Apóstoles parecía darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder y que Jesús conocía muy bien: él sabía que acudía a ese lugar para velar y orar, a fin de prepararse así para «su hora», la hora de la muerte en la cruz.

Había dicho a los Apóstoles: «Todos os vais a escandalizar, ya que está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (Mc 14, 27). Pedro replicó: «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Mc 14, 29). Nunca me escandalizaré, nunca te dejaré... Y Jesús le respondió: «Yo te aseguro: hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres» (Mc 14, 30). «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré» (Mc 14, 31), insistió firmemente Pedro, y con él los demás Apóstoles. Y Jesús le dijo: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32).

He aquí la promesa de Cristo, que constituye nuestra consoladora certeza: el ministerio petrino no se funda en las capacidades y en las fuerzas humanas,. sino en la oración de Cristo, que implora al Padre para que la fe de Simón «no desfallezca» (Lc 22, 32). «Una vez convertido», Pedro podrá cumplir su servicio en medio de sus hermanos. La conversión del Apóstol -podríamos decir su segunda conversión- constituye así el paso decisivo en su itinerario de seguimento del Señor.

5. Amadísimos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración jubilar de la Curia romana, no debemos olvidar nunca esas palabras de Cristo a Pedro. Nuestro gesto de cruzar la Puerta santa, para obtener la gracia del gran jubileo, debe estar impulsado por un profundo espíritu de conversión. Para ello nos resulta muy útil precisamente la historia de Pedro, su experiencia de la debilidad humana, que, poco después del diálogo con Jesús que acabamos de recordar, lo llevó a olvidar las promesas hechas con tanta insistencia y a negar a su Señor. A pesar de su pecado y de sus limitaciones, Cristo lo eligió y lo llamó a una misión altísima: la de ser el fundamento de la unidad visible de la Iglesia y confirmar a sus hermanos en la fe.

En el caso de Pedro fue decisivo lo que sucedió en la noche entre el jueves y el viernes de la Pasión. Cristo, al ser llevado fuera de la casa del sumo sacerdote, miró a Pedro a los ojos. El Apóstol, que lo acababa de negar tres veces, fulgurado por esa mirada, lo comprendió todo. Recordó las palabras del Maestro y sintió que le traspasaban el corazón. «Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 62).

Quiera Dios que el llanto de Pedro nos sacuda interiormente, de modo que nos impulse a una auténtica purificación interior. «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8), había exclamado un día, después de la pesca milagrosa. Hagamos nuestra, amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación de Pedro, mientras celebramos nuestro santo jubileo. Cristo renovará también para nosotros -así lo esperamos con humilde confianza- sus prodigios: nos concederá de forma sobreabundante su gracia sanante y realizará nuevas pescas milagrosas, llenas de promesas para la misión de la Iglesia en el tercer milenio.

Virgen santísima, que acompañaste con la oración los primeros pasos de la Iglesia naciente, vela sobre nuestro camino jubilar. Alcánzanos experimentar, como Pedro, el apoyo constante de Cristo. Ayúdanos a vivir nuestra misión al servicio del Evangelio en la fidelidad y en la alegría, a la espera de la vuelta gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.